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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (12 page)

—¡Más de prisa, hombre! —gritó al conductor.

Éste volvió su bigotudo rostro, moviendo negativamente la cabeza. Los caballos no podían ir más de prisa. Por mucho que les quemara los lomos a latigazos no conseguiría arrancar de ellos ni un adarme más de fuerza.

—¡Está bien, está bien! —replicó Jeremías Rubiz, alarmado porque, mientras hablaba, el conductor descuidaba a los caballos y éstos iban reduciendo su marcha.

El cochero volvió a ocuparse de lo suyo y el carruaje recobró la velocidad máxima sobre la maltratada carretera que conducía hasta el rancho de San Antonio. El sol poniente enrojecía las nubes acumuladas sobre el mar, y en el campo reinaba una infinita paz. Sin embargo Jeremías Rubiz no encontraba alivio en aquella paz, y el terror seguía como dueño y señor de su corazón. Había despotricado muchas veces contra la vida; pero ante la posibilidad de perderla, aquella vida adquiría una belleza extraordinaria.

De cuando en cuando, el viajero miraba por la ovalada mirilla del carruaje, tratando de ver a través de la nube de polvo si un par de jinetes le seguía o no. Mentalmente había imaginado ya cien veces lo que podía ocurrirle: los jinetes llegarían, uno por cada lado, con sus revólveres en las manos, y en cuanto se colocasen al nivel de las dos portezuelas dispararían sobre él. Y no le cabía la menor esperanza de que
Killer
Ackers ni Mario Luján fallasen ni una sola vez.

Pero la nube de polvo nunca dejaba surgir de ella los temidos jinetes. No obstante, el miedo seguía dominando a Rubiz con la misma fuerza con que lo dominó en el momento en que supo que Luján y Ackers habían llegado a Los Ángeles. Por fin ocurría lo inevitable. Los Matoso se disponían a vengarse de él.

—Ya llegamos, señor —anunció, aquel instante, el conductor.

Jeremías Rubiz asomóse a la ventanilla.

—¿Es ése el rancho de San Antonio? —preguntó, señalando las ya cercanas edificaciones que se divisaban a la izquierda.

—Sí, señor. Y hemos llegado muy pronto.

Rubiz miró hacia atrás. Sólo se veía polvo. Y el galope de los caballos que tiraban de su coche le impedía oír si otros caballos galopaban detrás. ¡Sería horrible que en el momento en que veía la salvación al alcance de la mano le matasen como a un perro rabioso!

El rato que el coche permaneció inmóvil frente a la gran puerta del rancho fue de infinito tormento para Rubiz. Creía oír veloces galopes y hasta escuchaba el chasquido de los percusores al ser montados. Sin embargo, todos los ruidos vivían sólo en su cerebro y al fin las puertas del rancho se abrieron sin que llegasen los temidos perseguidores.

*****

—¿Quién puede llegar tan de prisa y a estas horas? —preguntó Guadalupe, dejando sobre la mesa la pequeña prenda que estaba cosiendo.

Don César de Echagüe, que había llegado hasta el sombreado rincón de la terraza que utilizaba como lugar de costura su esposa, se detuvo junto a ésta y apoyando una mano en su hombro miró hacia la lejana puerta por donde acababa de entrar un coche.

—Es el coche de Basilio —dijo—. Alguien viene de Los Ángeles. Tal vez Ricardo. Basilio tiene su parada frente a la posada del Rey don Carlos.

Volviéndose hacia la costurera, que la estaba ayudando, Guadalupe indicó:

—Puede llevarse todo esto. Por hoy no coseremos más. Estoy algo cansada.

La costurera se apresuró a guardar en un cestito de mimbre de labor indígena toda la ropa y útiles de costura y se dirigió hacia las dependencias de la servidumbre. En cuanto se halló lo bastante lejos para que no pudiese oírla, Guadalupe preguntó, esforzándose por dominar su inquietud:

—¿Crees que se trata de Ricardo Yesares?

—No sé —replicó don César—. Sin embargo, me extraña la prisa que demuestra. Pronto sabré quién es.

El coche se había detenido frente a la puerta principal de la casa y al cabo de unos minutos apareció Anita, la criada, anunciando a don César.

—Acaba de llegar don Jeremías Rubiz. Desea verle.

Guadalupe miró a su marido y notó que la noticia le producía una honda emoción.

—Hazle pasar al salón y di que en seguida me reuniré con él —ordenó César de Echagüe.

Cuando la joven criada se hubo alejado, Guadalupe preguntó a su marido:

—¿Conoces a ese hombre?

—No; pero…

—¿Qué?

—Es una historia muy vieja y… uno de mis grandes fracasos. Quise resolver algo y lo único que conseguí fue complicar aún más las cosas.

—¿Fue don César de Echagüe quien lo hizo?

—No; fue
El Coyote
.

—Entonces, ¿a qué viene Jeremías Rubiz?

—No lo sé. No comprendo el porqué de su visita.

—Ve a averiguarlo. Creo que es preferible que yo no te acompañe.

—Sí, desde luego —replicó, distraídamente, don César.

Guadalupe se puso en pie y dirigióse hacia sus habitaciones. Mantenía una violenta lucha contra sí misma, para dominar los temores que sentía nacer en su alma. Quería decir a su marido que dejase morir de una vez al
Coyote
, y, sin embargo, no lo decía porque se daba cuenta de que si llegaba a decirlo cometería un grave error. Era preferible dejar que
El Coyote
viviera la vida que en el fondo de su alma anhelaba don César de Echagüe. Con su claro instinto femenino, Guadalupe había aprendido a conocer a su marido. Se lo imaginaba como a un Cervantes haciendo vivir a su don Quijote las aventuras que él deseaba vivir y que no vivió por miedo a perder su tranquilidad.

—Esta casa, su hijo, yo y su posición social son el refugio a que se acoge
El Coyote
cuando se cansa de ser
Coyote
, y
El Coyote
es el refugio de don César de Echagüe cuando se aburre de ser don César.

En seguida Guadalupe se arrepintió de esta opinión. Ella veía las cosas con una claridad que tal vez fuera excesiva y a veces la excesiva claridad provoca espejismos.

Mientras ella se acomodaba en la sala donde guardaba sus labores y sus útiles de trabajo casero, don César entraba en la sala principal. Junto a la chimenea, contemplando los viejos jarrones del virrey De Croix
[3]
, encontrábase Jeremías Rubiz quien al oír los pasos de don César volvióse precipitadamente, avanzando hacia el dueño de la casa y deteniéndose de pronto, al comprender por la expresión de don César que nunca le había visto y por lo tanto debía de estar asombrado por su inopinada visita. Aclaróse con un carraspeo la garganta y luego preguntó:

—Le extraña mi visita, ¿verdad?

—Me honra muchísimo —respondió don César.

—Si me atreví a venir fue confiando en su reconocida hospitalidad, don César —replicó Jeremías Rubiz—. Creo que en un tiempo nuestras respectivas familias tuvieron tratos muy íntimos.

—Cuya interrupción lamento y cuya reanudación deseo de todo corazón —replicó don César—. Si es usted el mensajero que viene a facilitar esa reanudación…

—No, no —interrumpió Jeremías Rubiz—. No vengo en representación de mi familia, y en realidad no se precisa ninguna embajada para que se reanuden unas relaciones que, si bien se han interrumpido, no por ello se han roto. Don César de Echagüe será siempre bienvenido en el hogar de los Rubiz.

—Lo sé —sonrió don César—. Últimamente he visitado en muy contadas ocasiones San Bernardino, y si en dichas ocasiones no visité a los Rubiz, tampoco visité a los Matoso… —Jeremías Rubiz inclinó la cabeza.

—Ese odio entre familias debiera cesar. Es un anacronismo y una locura; pero…

Don César obligó suavemente a Jeremías Rubiz a que se sentara; luego él lo hizo frente a su visitante, diciendo:

—Soy amigo de ustedes y de los Matoso. Si no visité a unos fue con el fin de no ofender a los otros. Quisiera que me trajese la buena noticia de que al fin han sellado la paz.

De nuevo Rubiz inclinó la cabeza.

—No —murmuró—. La paz no ha sido firmada.

Vaciló unos instantes y luego prosiguió:

—Por el contrario, las cosas se han complicado aún más. En cuanto a mí, al hallarme de paso en Los Ángeles, pensé que… pensé que ésta era una buena oportunidad para visitar a un viejo amigo de nuestra familia.

—Estuvo usted en lo cierto. Espero que pasará unos días con nosotros. Dentro de unos momentos avisaré a mi esposa. Está muy ocupada en la preparación de la ropita para el chiquillo o chiquilla que esperamos.

—¡Oh, perdón! —exclamó Jeremías Me olvidé de felicitarle por su boda, lamento no disponer de tiempo suficiente para pasar más de una noche en su casa.

—¿Es posible que nos prive tan pronto de su agradabilísima presencia? —preguntó don César.

—Debo marchar mañana sin falta a San Bernardino.

—Entonces avisaré en seguida a mi esposa. Con su permiso…

Don César de Echagüe salió de la estancia y dirigiéndose a la parte reserva a los criados ordenó a Anita que dijese a Lupe que lo antes posible acudiera al salón a saludar a Rubiz.

Antes de regresar junto a éste, don César preguntóse qué motivos podían haber obligado a Jeremías Rubiz a buscar cobijo en su casa. Debían ser bastar graves, puesto que su visitante no había podido disimular su alteración.

—Está muy asustado y ése es el verdadero motivo de su visita —se dijo—. Estoy seguro de que teme que de un momento a otro le maten. Y… tiene motivos para temerlo.

Regresó al salón y de nuevo su llegada produjo un gran sobresalto en Jeremías Rubiz. Don César aprovechó esta oportunidad para preguntar:

—¿Qué es lo que teme, señor Rubiz? ¿Acaso presiente que en mi casa pueda ocurrirle algo malo?

Jeremías Rubiz miró, angustiado, al dueño de la hacienda.

—No —dijo al fin—. De usted no temo nada. Por eso he venido a verle.

Don César no expresó ninguna extrañeza por la contradicción que entrañaban aquellas palabras si se las confrontaba con las de un poco antes. Así, preguntó:

—¿De quién teme?

Jeremías Rubiz deseaba que alguien le ayudase a llevar su miedo. Mentalmente se dijo:

«Don César no puede salvarme de él; pero puede convencerme de que en su casa no debo temer nada».

En voz alta explicó:

—En Los Ángeles hay dos hombres que han sido comprados para matarme.

Don César limitóse a arquear interrogadoramente una ceja. Su huésped siguió ya en vena de confidencias:

—Usted ya sabe lo que hay entre los Matoso y nosotros.

—Una simple enemistad —replicó don César—. No pretenderá decirme que los Matoso han contratado a dos asesinos para que terminen con usted.

—Eso es lo que está ocurriendo —contestó con temblorosa voz Jeremías Rubiz—. La culpa no es sólo de ellos. Es también mía. Usted ya sabe lo que ocurrió entre Santiago Matoso y mi sobrina Marta Rubiz. De allí nace el odio entre nuestras familias. Yo compliqué las cosas dejando creer que Santiago Matoso había muerto a mis manos.

Si Jeremías Rubiz esperaba que don César expresara su asombro ante la negación de un hecho tan admitido por todos, debió de quedar defraudado, pues don César pareció aceptar desde el primer momento la posibilidad de que él no fuese el asesino de Santiago Matoso. Después de aquel escándalo, los Rubiz prometimos vengarnos. El comportamiento de Santiago Matoso fue de los que exigen una venganza, y si su familia no le hubiese repudiado, como lo hizo, seguramente le habríamos matado nosotros. Sin embargo, los demás Matoso se portaron como correspondía a unos caballeros y expulsaron de su hogar a Santiago. Yo fui el único de los Rubiz que se mostró disconforme con que las cosas quedaran tal como estaban. Dije que era necesario limpiar con sangre la ofensa y… Bueno, dio la casualidad de que hace un año yo estaba en San Francisco cuando Santiago fue asesinado por un desconocido. Creo que el motivo de su muerte fue de orden pasional. Es posible que su matador fuera el marido de una mujer con la cual Santiago tenía relaciones íntimas. Tal vez el motivo fuese otro; pero yo no supe resistir la tentación de dejar creer que había ido a San Francisco con el exclusivo objeto, de vengar la ofensa. Me encontraba en la ciudad y en San Bernardino todos creyeron que la bala que mató a Santiago fue disparada por mí. Recibí felicitaciones y las acepté. Creí que los Matoso no se ofenderían y que la muerte del familiar a quien todos habían repudiado sería aceptada como lógica; pero ya sabe que entre los californianos la sangre es más espesa que el agua. Los Matoso dijeron que desde el momento en que ellos habían condenado el comportamiento de Santiago nadie debía haberse metido a juez, y menos que nadie, yo. Todos los Rubiz se ofendieron por esas declaraciones y admitieron que el muerto bien muerto estaba. Los Matoso se unieron entre sí y el conflicto estalló. Desde aquel momento todos me dieron por muerto, pues se esperaba que de un día a otro yo tropezase con alguna bala disparada a traición. Desde aquel escándalo, las relaciones entre los Matoso y nosotros eran de fría cortesía; pero podía esperarse que con el tiempo todo se olvidara. Al dejar yo creer que había derramado la sangre del culpable, se rompieron las relaciones y durante casi un año dejamos de saludarnos, de hablarnos y… fueron incendiadas un par de casas nuestras. Se supuso que todo había sido obra de los Matoso y unos días después replicamos prendiendo fuego a dos graneros de ellos. Prácticamente la guerra estaba declarada entre nuestras familias. Tuve que hacer un viaje a San Francisco y allí supe que los Matoso habían contratado a dos pistoleros profesionales. Dos asesinos que nunca se han detenido ante nada.

—¿Está seguro de eso? —preguntó César de Echagüe.

—Segurísimo —replicó Jeremías Rubiz—. Contrataron a Mario Luján y a
Killer
Ackers. Estoy seguro de que les ordenaron que me matasen a mí.

—Estoy convencido de que los Matoso nunca habrían descendido al extremo de buscar a otros que matasen por ellos.

—No olvide que en nuestra familia hay ocho hombres: mi hermano Alejandro, sus hijos Teófilo, Clemente, Gonzalo y Saturnino, los hijos de nuestro hermano Mateo, o sea, además de Marta, Coste y Celso. Y también está mi padre, don Víctor y yo. En cambio, los Matoso sólo son Manuel y su cuñado Laureano Matoso, o sea, el padre de Santiago. Las hijas de Manuel están casadas; pero ni Fermín Antera ni Miguel Villacorta son hombres de gran empuje. Y en cuanto a Norrell Foster, dice que eso de los odios de familias no encaja en la América del Norte. Pero aunque todos se unieran contra nosotros, no son más de cinco. Por eso han tenido que recurrir a los pistoleros Luján y Ackers. Ellos los reemplazarán en la venganza.

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