Los límites de la Fundación (10 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Trevize tomó asiento frente a la mesa. Las palabras no eran necesarias. Lo que se esperaba de él estaba claro.

Colocó las manos sobre los contornos, situados de modo que pudiera hacerlo sin esfuerzo. La superficie de la mesa le pareció suave, casi aterciopelada, cuando la tocó; y sus manos se hundieron.

Miró sus manos con asombro, pues no se habían hundido en absoluto. A juzgar por lo que le revelaron sus ojos, estaban sobre la superficie. Sin embargo, para su sentido del tacto era como si la superficie de la mesa hubiese cedido, y como si algo estuviera sujetando sus manos con suavidad.

¿Eso era todo?

Y ahora, ¿qué?

Miró a su alrededor y luego cerró los ojos en respuesta a una sugerencia.

No había oído nada. ¡No había oído nada!

Pero dentro de su cerebro, como si fuese un impreciso pensamiento propio, estaba la frase: «Por favor, cierra los ojos. Relájate. Haremos la conexión.» ¿A través de las manos?

Por alguna razón Trevize siempre había supuesto que si uno iba a comunicarse mentalmente con una computadora, lo hada a través de un capuchón colocado sobre la cabeza y con electrodos encima de los ojos y el cráneo.

¿Las manos?

Pero ¿por qué no las manos? Trevize se sintió como si flotara, casi amodorrado, pero sin pérdida de agudeza mental. ¿Por qué no las manos?

Los ojos no eran más que órganos sensoriales. El cerebro no era más que un tablero de distribución central, encajado en hueso y aislado de la superficie activa del cuerpo. Las manos eran la superficie activa, las manos eran las que tocaban y manipulaban el Universo.

Los seres humanos pensaban con las manos. Las manos eran la respuesta de la curiosidad, eran las que palpaban y pellizcaban, giraban, levantaban y sopesaban. Había animales que tenían un cerebro de respetable tamaño, pero no tenían manos y eso constituía la gran diferencia.

Y mientras él y la computadora estaban cogidos de las manos, sus pensamientos se fusionaron y ya no importó que tuviera los ojos abiertos o cerrados.

Abrirlos no mejoraba su visión y cerrarlos no la empañaba.

De ambos modos, veía la habitación con total claridad; no sólo en la dirección en que miraba, sino todo su alrededor, por encima y por debajo.

Vio todas las habitaciones de la astronave y también vio el exterior. Había salido el sol y su fulgor estaba empañado por la neblina matinal, pero pudo mirarlo directamente sin deslumbrarse, pues la computadora filtraba automáticamente las ondas luminosas.

Notó el suave viento y su temperatura, y percibió los sonidos del mundo que lo rodeaba. Detectó el campo magnético del planeta y las minúsculas cargas eléctricas de la pared de la nave.

Adquirió conciencia de los mandos del vehículo, sin saber siquiera lo que eran con exactitud. Sólo supo que si quería levantar la nave, o hacerla girar, o acelerarla, o utilizar cualquiera de sus recursos, el proceso sería el mismo que para realizar el proceso análogo con su cuerpo. Sólo tenía que utilizar su voluntad.

Sin embargo, su voluntad no estaba libre de impurezas. La propia computadora podía anularla. En el momento presente, había una frase formada en la cabeza y él supo exactamente cuándo y cómo despegaría la nave. No había flexibilidad en lo que a eso se refería. Asimismo supo con igual seguridad que después podría decidir él solo.

Al extender hacia fuera la red de su conciencia aumentada por la computadora, descubrió que percibía el estado de la atmósfera superior; que veía las configuraciones climáticas; que detectaba las demás naves que avanzaban hacia arriba y las que circulaban hacia abajo. Todo esto tenía que tomarse en cuenta y la computadora estaba tomándolo en cuenta. Si la computadora no lo hubiera hecho, comprendió Trevize, habría bastado con que él deseara que lo hiciera.

Y en cuanto a los volúmenes de programación, no había ninguno. Trevize pensó en el sargento técnico Krasnet y sonrió. Había leído mucho sobre la inmensa revolución que la gravítica causaría en el mundo, pero la fusión de computadora y mente aún era un secreto de Estado. Sin lugar a dudas causaría una revolución todavía mayor.

Era consciente de que el tiempo pasaba. Sabía exactamente qué hora era por el patrón local de Términus y el patrón galáctico.

¿Cómo puso fin a la conexión?

En el momento que el pensamiento se introdujo en su mente, sus manos se alzaron y la superficie de la mesa regresó a su posición original; Trevize quedó abandonado a sus propios sentidos.

Se sintió ciego y desvalido como si, durante un rato, hubiese estado abrazado y protegido por un ser supremo y ahora estuviese abandonado. De no haber sabido que podía volver a establecer contacto en cualquier momento, la sensación le habría hecho llorar.

Por el contrario, se limitó a hacer un esfuerzo para volver a orientarse, para ajustarse a los límites, y luego se levantó con inseguridad y salió de la habitación.

Pelorat levantó los ojos. Evidentemente, había puesto a punto su lector y dijo:

—Funciona muy bien. Tiene un excelente programa de investigación… ¿Ha encontrado los mandos, muchacho?

—Sí, profesor. Todo va bien.

—En ese caso, ¿no deberíamos hacer algo respecto al despegue? Quiero decir, para autoprotegernos. ¿No debemos atarnos o algo así? He buscado algún tipo de instrucciones, pero no he encontrado nada y eso me ha puesto nervioso. He tenido que recurrir a mi biblioteca. Por alguna razón cuando trabajo en mi…

Trevize había alzado las manos como para detener el torrente de palabras. Ahora tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

—Nada de eso es necesario, profesor. La antigravedad es el equivalente de la no inercia. No hay sensación de aceleración cuando cambia la velocidad, ya que toda la nave experimenta el cambio simultáneamente.

—¿Quiere decir que no sabremos cuándo despegamos del planeta y nos internamos en el espacio?

—Eso es exactamente lo que quiero decir, porque mientras le he estado hablando, hemos despegado.

Atravesaremos la atmósfera superior dentro de muy pocos minutos, y en media hora estaremos en el espacio exterior.

16

Pelorat pareció encogerse un poco mientras miraba fijamente a Trevize. Su alargada cara rectangular palideció tanto que, sin demostrar ninguna otra emoción, irradió una gran ansiedad.

Luego desvió los ojos hacia la derecha y hacia la izquierda.

Trevize recordó cómo se sintió en su primer viaje más allá de la atmósfera y dijo del modo más desapasionado que pudo:

—Janov —era la primera vez que se dirigía tan familiarmente al profesor, pero en este caso la experiencia se dirigía a la inexperiencia y era necesario parecer el más viejo de los dos—, aquí estamos totalmente seguros. Nos hallamos en el seno metálico de una nave de guerra de la Flota de la Fundación. No estamos enteramente armados, pero no hay lugar en la Galaxia donde el nombre de la Fundación no nos proteja. Incluso si alguna nave enloqueciera y nos atacara, podríamos ponernos fuera de su alcance en un momento. Y le aseguro que he descubierto que puedo manejar la nave a la perfección.

Pelorat dijo:

—Es el pensamiento, Go… Golan, de la nada…

Términus. Solo hay una fina capa de aire muy tenue entre nosotros en la superficie y la nada está justo encima. Lo único que estamos haciendo es atravesar esa insignificante capa.

—Puede ser insignificante, pero la respiramos.

—Aquí también respiramos. El aire de esta nave es más limpio y más puro, y se mantendrá indefinidamente más limpio y más puro que la atmósfera natural de Términus.

—¿Y los meteoritos?

—¿Los meteoritos?

—La atmósfera nos protege de los meteoritos.

Y de la radiación.

Trevize dijo:

—La humanidad ha viajado por el espacio durante veinte milenios, creo…

—Veintidós. Si nos guiamos por la cronología hallblockiana, es indudable que, contando los…

—¡Basta! ¿Sabe usted de algún accidente por meteoritos o de alguna muerte por radiación? Es decir, algo reciente. Es decir, ¿casos de naves de la Fundación?

—La verdad es que no estoy al tanto de las noticias sobre estas cuestiones, pero yo soy historiador, muchacho, y…

—Históricamente, si, ha habido tales cosas, pero la tecnología progresa. No hay un meteorito del tamaño necesario para dañarnos que pueda acercarse a nosotros antes de que tomemos las medidas evasivas necesarias. Cuatro meteoritos que vinieran simultáneamente hacia nosotros desde las cuatro direcciones trazadas desde los vértices de un tetraedro tal vez podrían destruirnos, pero calcule las posibilidades de que eso ocurra y comprobará que morirá de vejez un trillón de trillón de veces antes de tener la mitad de posibilidades de observar un fenómeno tan interesante.

—¿Quiere decir, si usted estuviera ante la computadora?

—No —dijo Trevize con desprecio—. Si yo manejara la computadora sobre la base de mis propios sentidos y reacciones, seríamos alcanzados incluso antes de que yo supiera lo que estaba pasando. Es la propia computadora la que trabaja, y reacciona millones de veces más rápidamente que usted o yo.

—Alargó la mano de repente—. Janov, déjame mostrarle lo que la computadora puede hacer, y cómo es el espacio.

Pelorat lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos. Luego, se rió.

—No estoy seguro de querer saberlo, Golan.

—Claro que no está seguro, Janov, porque no sabe qué es lo que le espera. ¡Corra el riesgo! ¡Venga! ¡A mi habitación!

Trevize cogió al otro de la mano, en parte guiándolo, en parte arrastrándolo. Mientras se sentaba ante la computadora, dijo:

—¿Ha visto la Galaxia alguna vez, Janov? ¿La ha mirado alguna vez?

Pelorat contestó:

—¿Quiere decir en el cielo?

—Sí, por supuesto. ¿Dónde, si no?

—La he visto. Todo el mundo la ha visto. Si uno levanta los ojos, la ve.

—¿La ha contemplado alguna vez en una noche oscura y clara, cuando los Diamantes están debajo del horizonte?

Los «Diamantes» constituían las pocas estrellas que tenían la suficiente luminosidad y estaban suficientemente cerca para brillar con moderada intensidad en el cielo nocturno de Términus. Era un pequeño grupo que ocupaba una anchura de no más de veinte grados, y durante gran parte de la noche estaban debajo del horizonte. Aparte del grupo, había un puñado de estrellas mortecinas, apenas discernibles a simple vista. No había nada más que la consistencia lechosa de la Galaxia; éste era el panorama a que uno podía aspirar viviendo en un mundo como Términus, que estaba en el borde extremo de la espiral más exterior de la Galaxia.

—Supongo que sí, pero ¿por qué contemplarla? Es un panorama corriente.

—Claro que es un panorama corriente —dijo Trevize—. Por eso nadie lo ve. ¿Para qué mirarlo, si puedes verlo siempre? Pero ahora usted lo verá, y no desde Términus, donde la neblina y las nubes se interponen continuamente. Lo verá como nunca lo vería desde Términus… por mucho que mirara, y por muy oscura y clara que fuese la noche. ¡Ojalá yo no hubiera estado nunca en el espacio, para que, como usted, pudiese ver la Galaxia en toda su belleza por primera vez!

Empujó una silla hacia Pelorat.

—Siéntese aquí, Janov. Esto puede requerir cierto tiempo. Tengo que continuar habituándome a la computadora. Por lo que ya he experimentado, sé que la visión es holográfica, de modo que no necesitaremos pantalla de ninguna clase. Entra en contacto directo con mi cerebro, pero creo que puedo lograr que produzca una imagen objetiva para que usted también la vea… Apague la luz, ¿quiere? No… ¡qué tontería! La computadora lo hará. Quédese donde está.

Trevize estableció contacto con la computadora, asiéndole las manos afectuosa e íntimamente.

La luz se amortiguó, y luego se apagó del todo; Pelorat se agitó en la oscuridad.

—No se ponga nervioso, Janov. Quizá tarde un poco en controlar la computadora, o sea que deberá tener paciencia conmigo. ¿Lo ve? ¿El creciente? —dijo Trevize.

Estaba suspendido frente a ellos en la oscuridad.

Algo empañado y fluctuante en un principio, pero adquiriendo mayor nitidez y luminosidad.

La voz de Pelorat reflejaba cierto temor.

—¿Es eso Términus? ¿Tan lejos estamos de él?

—Sí, la nave va muy de prisa.

El vehículo estaba entrando en la sombra nocturna de Términus, que se veía bajo la forma de un grueso creciente de brillante luz. Trevize tuvo el impulso momentáneo de dirigir la nave en un amplio arco que les llevara hasta el lado diurno del planeta para demostrarlo en toda su belleza, pero se contuvo.

Tal vez esto fuese una novedad para Pelorat, pero la belleza resultaría insustancial. Había demasiadas fotografías, demasiados mapas, demasiados globos.

Todos los niños sabían cómo era Términus. Un planeta hídrico (más que la mayoría), rico en agua y pobre en minerales, rico en agricultura y pobre en industria pesada, pero el mejor de la Galaxia en alta tecnología y en miniaturización.

Si lograra que la computadora utilizase microondas y lo trasladara a un modelo visible, verían cada una de las diez mil islas habitadas de Términus, junto con la única de ellas de extensión suficiente para ser considerada continente, la que albergaba la ciudad de Términus y…

¡Cambia!

Sólo fue un pensamiento, un ejercicio de la voluntad, pero el panorama cambió inmediatamente. El creciente iluminado se desplazó hacia los límites de visión y desapareció tras el borde. La oscuridad del espacio sin estrellas llenó sus ojos.

Pelorat se aclaró la garganta.

—Me gustaría que volviera a enfocar Términus, muchacho. Me siento como si me hubiesen cegado.

—Había cierta tensión en su voz.

—No está ciego. ¡Mire!

En el campo de visión apareció una tenue neblina de pálida translucidez. Se extendió y fue abrillantándose, hasta que toda la habitación pareció resplandecer.

¡Contráela!

Otro ejercicio de voluntad y la Galaxia se retiró, como vista a través de un telescopio decreciente que iba haciéndose más potente en su capacidad para decrecer. La Galaxia se contrajo y al fin se convirtió en una estructura de luminosidad variable.

¡Ilumínala!

Se hizo más luminosa sin cambiar de tamaño, y como el sistema estelar al que Términus pertenecía estaba encima del plano galáctico, no se veía exactamente en el borde. Era una espiral doble sumamente condensada, con curvilíneas fisuras de oscuras nebulosas que veteaban el borde resplandeciente del lado de Términus. La cremosa neblina del núcleo, lejano y menguado por la distancia, parecía insignificante.

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