Los masones (31 page)

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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

SEXTA PARTE. La masonería en la gran crisis española del siglo XX
Capítulo XVIII. La masonería y la Segunda República española (I): la proclamación

El final de un sistema

Las tres primeras décadas del siglo XX significaron para España, por un lado, una suma de intentos para modernizar el sistema parlamentario y, por otro, la conjunción de una serie de esfuerzos encaminados a aniquilarlo y sustituirlo por diversas utopías. En ese enfrentamiento, la masonería estuvo situada entre las fuerzas antisistema, lo mismo en las filas del anarquismo (Ferrer Guardia) que del socialismo del PSOE (Vidarte, Llopis, etc.), lo mismo en las de los republicanos (Lerroux y Martínez Barrios) que en las de los catalanistas (Companys). Tanto durante la Semana Trágica de 1909 como en el curso de la frustrada Revolución de 1917, los masones representaron un papel antisistema que perseguía la desaparición de la monarquía parlamentaria. En paralelo, la infiltración de la masonería en el ejército —incluso durante la Dictadura de Primo de Rivera— fue verdaderamente extraordinaria. Botón de muestra de ello es que aunque Primo de Rivera prohibió la celebración de un congreso masónico en Madrid, el general Barrera lo autorizó en Barcelona.

A finales de los años veinte, el número de políticos e intelectuales que ingresaron —o regresó— en la masonería fue considerable. En la enseñanza destacaron, entre otros, Fernando de los Ríos, Demófilo de Buen, Antonio Tuñón de Lara, Rodolfo Llopis, futuro secretrario general del PSOE, o Ramón y Enrique González Sicilia; en el periodismo, Joaquín Aznar, Ramón Gómez de la Serna, Antonio de Lezama, Luis Araquistáin o Mariano Benlliure; y en la política, Vicente Marco, Eduardo Barriobero, Alvaro de Albornoz, Marcelino Domingo, Daniel Anguiano, Alejandro Lerroux, Eduardo Ortega y Gasset, Fermín Galán o el general López Ochoa. Cuando concluía la tercera década del siglo, los masones se hallaban en una situación envidiable para liquidar la monarquía parlamentaria y acceder al poder. Como en otras ocasiones a lo largo de la Historia, demostrarían mayor habilidad para aniquilar que para construir.

De las logias flotantes a la proclamación de la Segunda República

La adscripción de la masonería a las fuerzas antisistema que, al fin y a la postre, lograron la destrucción de la monarquía parlamentaria no fue meramente ideológica. Ya nos hemos referido en un capítulo anterior a las vinculaciones con el terrorismo anarquista. Debemos ahora señalar, siquiera someramente, su relación con las conspiraciones, y para ello resulta obligado hacer referencia a Angel Rizo y a las logias flotantes.
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Angel Rizo nació en Madrid el 6 de junio de 1885. En 1906 era alférez de navío y en 1922 se inició en la Logia Aurora de Cartagena con el nombre de Bondareff que, posteriormente, cambiaría por el de Anatole France. Cuatro años después, Rizo conocería a Benjamín Balboa, telegrafista de la Armada y masón, que tendría un papel importantísimo en el aplastamiento de la rebelión de julio de 1936 en la marina.

Capitán de corbeta, politiquero, solterón algo licencioso, indulgente con los subordinados y rebelde con el superior son algunos de los calificativos que merecía Rizo y que figuran en documentos de la época. En cualquier caso, Rizo lo que deseaba era favorecer el estallido de una revolución que acabara con la monarquía parlamentaria y para ello era consciente de que el establecimiento de logias en la marina tendría una importancia especial.

La idea de trepanar las fuerzas armadas con logias masónicas no era nueva en España y, de hecho, constituyó la causa de no pocos de los enfrentamientos civiles a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, ahora Rizo aspiraba a emular las organizaciones conspirativas que en la marina rusa habían conducido al derrocamiento del zar y también a las francesas, que no habían conseguido un éxito similar pero que, con seguridad, eran incluso más conocidas en Occidente. El brazo derecho de Rizo era el capitán maquinista Sarabia, primo del comandante Sarabia que, junto a Zamarro y Merino, organizó el golpe de Estado —fallido— de septiembre de 1929.

Precisamente del 8 al 11 de noviembre de 1929, en el curso de la VIII Asamblea Simbólica, y a petición de Rizo, se analizó la creación de logias flotantes que favorecieran el control de la marina, y en junio de 1930 Diego Martínez Barrio —personaje que representaría un papel extraordinario durante la Segunda República— le autorizó a hacer «prosélitos exclusivamente entre el personal subalterno de la Armada». Poco después de recibir esta autorización de la masonería, Rizo fue trasladado de Cartagena a Vigo, donde creó la Logia Vicus 8, así como otras en Pontevedra, Marín y Ferrol.

Sin embargo, no fue el único aporte de Rizo a la conspiración. De hecho, fue él precisamente el que ideó el Pacto de San Sebastián que permitió la unión de las fuerzas republicanas —algunas de ellas de muy reciente adscripción al proyecto— y que fue el núcleo del gobierno provisional de la Segunda República. Durante décadas ha sido causa de discusión el motivo de las concesiones que el PSOE y los republicanos hicieron a los nacionalistas catalanes cuya fuerza, a la sazón, era escasa. Quizá nunca lleguemos al fondo de esa cuestión, pero mueve a reflexión el pensar en el enorme peso que la masonería tenía en fuerzas como la Esquerra Republicana de Catalunya. Que, al fin y a la postre, el peso, absolutamente desproporcionado, que los nacionalistas catalanes iban a tener en el nuevo régimen republicano tuviera alguna relación con la masonería resulta, cuando menos, lógico.

El Pacto de San Sebastián significó la configuración de un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. De la importancia de este paso puede juzgarse por el hecho de que los que participaron en la reunión del 17 de agosto de 1930 —Lerroux, Azaña, Domingo, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos…— se convertirían unos meses después en el primer gobierno provisional de la República.

La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid a partir del mes siguiente en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; un conjunto de militares golpistas y prorepublicanos afiliados en algunos casos a la masonería (López Ochoa, Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. En términos generales, por lo tanto, el movimiento republicano quedaba reducido a minorías ya que incluso la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al veinte por ciento de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás de una escisión del PSOE, era minúsculo.

En diciembre de 1930, Rizo era elevado al grado 32 a la vez que se le encomendaba la misión de impedir cualquier reacción contraria a una posible proclamación de la República en los próximos meses. No puede negarse que las logias flotantes cumplieron con su cometido a la perfección. De hecho, el 14 de abril —el día de la proclamación del nuevo régimen— los hombres de la Escuadra de Ferrol —3500— se hallaban en Cartagena y se manifestaron por las calles a favor de la República. Desde ese momento, el control que la masonería tendría sobre la oficialidad de la Armada —o penetrándola o fiscalizándola— iba a ser extraordinario. Ángel Rizo se convertiría después en diputado de Izquierda Republicana y director general de la Marina Mercante. A él se debería que, más adelante, Martínez Barrio, hermano masón, permitiera el reingreso en la marina de los maestres y cabos expulsados pero afectos. No menos importante resultaría su papel en la Armada en los años posteriores.

Sin embargo, en aquel mes de diciembre de 1930, Rizo era sólo una pieza de la conspiración republicana. En un triste precedente de acontecimientos futuros, el comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la Republica. Resulta difícil creer que el golpe hubiera podido triunfar. Sin embargo, el hecho de que los oficiales Fermín Galán y Angel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 de diciembre sublevando a la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia inmediata que pudiera ser abortado por las autoridades. Juzgados en consejo de guerra y condenados a muerte, el gobierno acordó no solicitar el indulto y el día 14 Galán y García Hernández fueron fusilados. El intento de sublevación militar republicana llevado a cabo el día 15 de diciembre en Cuatro Vientos por Queipo de Llano y Ramón Franco (también masón) no cambió en absoluto la situación. Por su parte, los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux, Azaña). En aquellos momentos, el sistema parlamentario podría haber desarticulado con relativa facilidad el movimiento revolucionario mediante el sencillo expediente de exponer ante la opinión pública su verdadera naturaleza a la vez que procedía a juzgar a una serie de personajes que habían intentado derrocar el orden constitucional mediante la violencia armada de un golpe de Estado. No lo hizo, como tampoco lo había hecho en 1917. Por el contrario, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar precisamente por el diálogo con los que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir gobierno, lo primero que hizo el político fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario encarcelados sendas carteras ministeriales. Con todo, como confesaría en sus
Memorias
Azaña, en aquellos momentos la República parecía una posibilidad ignota. El que se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales.

A pesar de lo afirmado tantas veces por la propaganda republicana, las elecciones municipales de abril de 1931 ni fueron un plebiscito ni existía ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. Su convocatoria no tuvo carácter de referéndum ni —mucho menos— de elecciones a Cortes Constituyentes. No solo eso. Tampoco fueron un triunfo electoral republicano. De hecho, la primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados de 14018 concejales monárquicos y 1832 republicanos, pasando a control republicano únicamente un pueblo de Granada y otro de Valencia. Con esos resultados, ninguna de las fuerzas antisistema hizo referencia a un plebiscito popular. Cuando el 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones, volvió a repetirse la victoria monárquica. Frente a 5775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. A pesar de todo, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— consideraron que el resultado sí era plebiscitario y que además implicaba un apoyo extraordinario para la República y un desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid, donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota, pero no influyó menos en el resultado final la creencia (que no se correspondía con la realidad) de que los republicanos podían dominar la calle.

Durante la noche del 12 al 13, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía, un dato que los dirigentes republicanos supieron inmediatamente gracias a los empleados de Correos adictos a su causa. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente que cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes Constituyentes, éste, que había captado el desfondamiento monárquico, no sólo rechazara la propuesta sino que exigiera la marcha del rey antes de la puesta del sol del 14 de abril. La depresión sufrida por el monarca que no había logrado superar la muerte de su madre, las algaradas organizadas por los republicanos en la calle, el espectro de la Revolución rusa que había incluido el asesinato de toda la familia del zar por orden de Lenin y el deseo de evitar una confrontación civil acabaron determinando el abandono de Alfonso XIII, el final de la monarquía parlamentaria y la proclamación, sin respaldo legal o democrático, de la Segunda República.

El advenimiento de la Segunda República estuvo rodeada de un considerable entusiasmo de una parte de la población y, sin embargo, es más que dudoso que semejante alegría pudiera asentarse en bases que fueran más allá del iluso subjetivismo. Por un lado, las fuerzas antisistema ahora en el poder habían sido derrotadas en las elecciones de abril de 1931 de manera clamorosa; por otro, distaban mucho de compartir unos mínimos objetivos comunes que aseguraran la estabilidad del nuevo sistema político. Examinadas objetivamente, las fuerzas que habían vencido —no electoralmente pero sí en la calle— eran un pequeño y fragmentado número de republicanos con visiones disonantes; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y anarquistas— que contemplaban la República como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estat Catalá; y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable, como era el caso del partido comunista. En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico —aunque sus utopías resultaran incompatibles—; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo, económica para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, en su práctica totalidad también, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Por si fuera poco, el éxito de su conspiración parecía legitimar de arriba abajo lo que había sido un comportamiento profundamente antidemocrático desarrollado durante décadas.

La masonería asalta el aparato del Estado republicano

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