A lo anterior se unió en septiembre de 1935 el estallido del escándalo del estraperlo, una estafa que afectó al partido radical de Lerroux. Como señalaría lúcidamente Josep Pla,
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la Administración de Justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna —precisamente la que habría resultado interesante—, pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el hundimiento político del partido radical, unas de las fuerzas esenciales en el colapso de la monarquía constitucional y el advenimiento de la República menos de cuatro años antes. Así, la CEDA quedaba prácticamente sola en la derecha frente a unas izquierdas poseídas de una creciente agresividad. Porque no se trataba únicamente de propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE —que en julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares— desarrollaban contactos para una unificación de acciones.
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En paralelo, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes mientras los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. El fracaso del alzamiento armado —que descaradamente negaron los responsables socialistas y de la Esquerra— no sólo no contribuyó a disuadir a sus protagonistas de utilizar la violencia, sino que los llevó a adentrarse por ese camino de una manera más organizada.
Precisamente en ese clima que anunciaba que se produciría una nueva revolución de las izquierdas en cuanto que existiera oportunidad, el 14 de noviembre, Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas. Acababa de nacer el Frente Popular. En esos mismos días, Largo Caballero, el «Lenin» español, salía de la cárcel —después de negar cínicamente su participación en la revolución de octubre de 1934— y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista.
El Frente Popular tendría paralelos en la doctrina de la Komintern sobre el tema y, por ejemplo, en Francia, había incluido, entre otros pasos, el solicitar la colaboración del Gran Oriente francés. En el caso español, resulta indiscutible que la masonería corno tal estaba dispuesta a apoyar al Frente Popular. Cuestión aparte era la conducta peculiar de algunos masones. Para no pocos —y así quedaría trágicamente de manifiesto al estallar la guerra civil—, España estaba viviendo un proceso similar al atravesado por Rusia en 1917. Si las izquierdas regresaban al poder, lo que cabría esperar sería la repetición de un proceso revolucionario como el de 1934, la liquidación de los restos del sistema re-publicano y la implantación de una dictadura como la soviética. En ese sentido, el apoyo al Frente Popular —ordenaran lo que ordenaran las logias— resultaba, desde su punto de vista, un suicidio. De forma bien significativa, estos masones comenzaron a bascular, partiendo de esas premisas, hacia una postura decididamente contraria al Frente Popular.
El año 1935 concluyó con el desahucio del poder de Gil Robles; con una izquierda que creaba milicias y estaba decidida a ganar las siguientes elecciones para llevar a cabo la continuación de la revolución de octubre de 1934; y con reuniones entre Chapaprieta y Alcalá Zamora para crear un partido de centro en torno a Portela Valladares que atrajera un voto moderado preocupado por la agresividad de las izquierdas y una posible reacción de las derechas. Esta, de momento, parecía implanteable. La Falange, el partido fascista de mayor alcance, era un grupo muy minoritario;
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los carlistas y otros grupos monárquicos carecían de fuerza y, en el ejército, un personaje de la relevancia de Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la forma en que podría evolucionar la situación política. Sería su peso específico el que impidió la salida golpista en aquella época.
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En ese clima, cuando el 14 de diciembre Portela Valladares formó gobierno era obvio que se trataba de un gabinete puente para convocar elecciones. Finalmente, Alcalá Zamora disolvió las Cortes (la segunda vez que lo hacía durante su mandato, lo que implicaba una violación de la Constitución) y convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936 bajo un gobierno presidido por Portela Valladares. El 15 de enero de 1936 se firmó el pacto del Frente Popular como una alianza de fuerzas obreras y burguesas cuyas metas no sólo no eran iguales sino que, en realidad, resultaban incompatibles. Los republicanos como Azaña y el socialista Prieto perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de abril de 1931, en el que la hegemonía política estaría en manos de las izquierdas y las derechas, supuestamente deslegitimadas, no podrían gobernar. Para el resto de las fuerzas que formaban el Frente Popular, especialmente el PSOE y el PCE, se trataba tan sólo de un paso más hacia la aniquilación de la República burguesa y la realización de una revolución que concluyera en una dictadura obrera. Dudosamente puede afirmarse que cualquiera de los planteamientos fuera democrático. Sin embargo, las declaraciones de los distintos dirigentes eran obvias. Si Luis Araquistáin insistía en hallar paralelos entre España y la Rusia de 1917, donde la revolución burguesa sería seguida por una proletaria,
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Largo Caballero, en el curso de una convocatoria electoral que tuvo lugar en Alicante, afirmaba: «Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos.»
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Tras el anuncio de la voluntad socialista de ir a una guerra civil si perdía las elecciones, el 20 de enero Largo Caballero decía en un mitin celebrado en Linares: «… la clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la revolución.»
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El 10 de febrero de 1936, en el Cinema Europa, Largo Caballero volvía a insistir en sus tesis: «… la transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas… estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia.»
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No menos explícito sería el socialista González Peña, liberado, según el testimonio de Juan Simeón Vidarte, gracias a las presiones de la masonería,
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al indicar la manera en que se comportaría el PSOE en el poder: «… la revolución pasada (la de Asturias) se había malogrado, a mi juicio, porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los juristas llaman "juridicidad". Para la próxima revolución es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino "de las cuestiones previas". En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos harían la labor de desmoche, de labor de saneamientos, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor estuviese realizada, cuando estuviesen bien desinfectados los edificios públicos, sería llegado el momento de entregar las llaves a los juristas.»
De esta manera, aunque los firmantes del pacto del Frente Popular (Unión Republicana, Izquierda Republicana, PSOE, UGT, PCE, FJS, Partido Sindicalista y POUM)
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suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934
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—reivindicada como un episodio malogrado pero heroico— no es menos cierto que los más moderados perseguían establecer un sistema parlamentario monopolizado por la izquierda, y los más radicales aspiraban, lisa y llanamente, a implantar la dictadura del proletariado aun conscientes de que eso significaría la guerra civil y el exterminio de sectores enteros de la población española. La gravedad de estos planteamientos difícilmente puede pasarse por alto.
En ese contexto, no puede extrañar que los adversarios políticos del Frente Popular centraran buena parte de la campaña electoral en la mención del levantamiento armado de octubre de 1934. Desde su punto de vista —y a juzgar por las declaraciones públicas de las izquierdas era lo que cabía esperar— el triunfo del Frente Popular se traduciría inmediatamente en una repetición, a escala nacional y con posibilidades de éxito, de la revolución. En otras palabras, no sería sino el primer paso hacia la liquidación de la República y la implantación de la dictadura del proletariado con su secuela de fusilamientos, saqueos, destrucciones y persecución religiosa.
En medio de un clima que no sólo preludiaba sino que anunciaba a gritos —literalmente— la guerra civil, las elecciones de febrero de 1936 no sólo concluyeron con resultados muy parecidos para los dos bloques sino que además estuvieron señaladas por la violencia, no únicamente verbal, y, de manera muy acusada, por el fraude en el recuento de los sufragios. Así, sobre un total de 9716705 votos emitidos,
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4430322 fueron para el Frente Popular, 4511031 para las derechas y 682825 para el centro. Otros 91641 votos fueron emitidos en blanco o resultaron destinados a candidatos sin significación política. A juzgar por estas cifras resultaba obvio que la mayoría de la población española se alineaba en contra del Frente Popular y si a ello añadimos los fraudes electorales encaminados a privar de sus actas a diputados de centro y derecha difícilmente puede decirse que las izquierdas contaran con el respaldo de la mayoría de la población. A todo ello hay que añadir la existencia de irregularidades en provincias como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Valencia y Albacete, entre otras contra las candidaturas de derechas. Con todo, finalmente, este cúmulo de irregularidades se convertiría en una aplastante mayoría de escaños para el Frente Popular.
En declaraciones al
Journal de Geneve
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sería nada menos que el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, el que reconociera la peligrosa suma de irregularidades electorales: «A pesar de los refuerzos sindicalistas, el Frente Popular obtenía solamente un poco más, muy poco, de doscientas actas, en un Parlamento de 473 diputados. Resultó la minoría más importante, pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin embargo, logró conquistarla consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia. Primera etapa: desde el 17 de febrero, incluso desde la noche del 16, el Frente Popular, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados, la que debería haber tenido lugar ante las juntas Provinciales del Censo en el jueves 20, desencadenó en la calle la ofensiva del desorden, reclamó el poder por medio de la violencia. Crisis: algunos gobernadores civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales: en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados. Segunda etapa: conquistada la mayoría de este modo, fue fácilmente hacerla aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la Comisión de validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria; hacer en la Cámara una convención, aplastar a la oposición y sujetar el grupo menos exaltado del Frente Popular. Desde el momento en que la mayoría de izquierdas pudiera prescindir de él, este grupo no era sino el juguete de las peores locuras. Fue así que las Cortes prepararon dos golpes de Estado parlamentarios. Con el primero se declararon a sí mismas indisolubles durante la duración del mandato presidencial. Con el segundo, me revocaron. El último obstáculo estaba descartado en el camino de la anarquía y de todas las violencias de la guerra civil.»
Las elecciones de febrero de 1936 se habían convertido ciertamente en la antesala de un proceso revolucionario que había fracasado en 1917 y 1934 a pesar de su éxito notable en 1931. Así, aunque el gobierno quedó constituido por republicanos de izquierdas bajo la presidencia de Azaña para dar una apariencia de moderación, no tardó en lanzarse a una serie de actos de dudosa legalidad que formarían parte esencial de la denominada «primavera trágica de 1936». Mientras Lluís Companys, el masón golpista de octubre de 1934, regresaba en triunfo a Barcelona para hacerse con el gobierno de la Generalitat, los detenidos por la insurrección de Asturias eran puestos en libertad en cuarenta y ocho horas y se obligaba a las empresas en las que, en no pocas ocasiones, habían causado desmanes e incluso homicidios, a readmitirlos. En paralelo, las organizaciones sindicales exigían en el campo subidas salariales de un cien por cien, con lo que el paro se disparó. Entre el 1 de mayo y el 18 de julio de 1936, el agro sufrió 192 huelgas. Más grave aún fue que el 3 de marzo los socialistas empujaran a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de Cenicientos. Fue el pistoletazo de salida para que la Federación —socialista— de Trabajadores de la Tierra quebrara cualquier vestigio de legalidad en el campo. El 25 del mismo mes, sesenta mil campesinos ocuparon tres mil fincas en Extremadura, un acto legalizado a posteriori por un gobierno incapaz de mantener el orden público. El 5 de marzo, el
Mundo Obrero
, órgano del PCE, abogaba, pese a lo suscrito en el pacto del Frente Popular, por el «reconocimiento de la necesidad del derrocamiento revolucionario de la dominación de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado en la forma de soviets».
A la violación sistemática de la legalidad, al uso de la violencia y a la adopción de medidas abiertamente revolucionarias se sumó una censura de prensa sin precedentes y una purga masiva en los ayuntamientos considerados hostiles o simplemente neutrales por las fuerzas que constituían el Frente Popular. El 2 de abril, el PSOE llamaba a los socialistas, comunistas y anarquistas a «constituir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las milicias del pueblo». Ese mismo día, Azaña chocó con el presidente de la República, Alcalá Zamora, y decidió derribarlo con el apoyo de sus aliados del Frente Popular. Lo consiguió el 7 de abril alegando que había disuelto inconstitucionalmente las Cortes dos veces y logrando que las Cortes lo destituyeran con sólo cinco votos en contra. Por una paradoja de la Historia, Alcalá Zamora se veía expulsado de la vida política por sus compañeros de conspiración de 1930-1931 y sobre la base del acto suyo que, precisamente, les había abierto el camino hacia el poder en febrero de 1936. Las lamentaciones posteriores del presidente de la República no cambiarían en absoluto el juicio que merece por su responsabilidad en todo lo sucedido durante aquellos años.