Los masones (34 page)

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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Si de algo se puede acusar a los medios socialistas en esa época no es de hipocresía.
Renovación
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anunciaba en el verano de 1934 refiriéndose a la futura revolución: «¿Programa de acción? Supresión a rajatabla de todos los núcleos de fuerza armada desparramada por los campos. Supresión de todas las personas que por su situación económica o por sus antecedentes puedan ser una rémora para la revolución.»

Las izquierdas no estaban dispuestas a consentir que la CEDA entrara en el gobierno por más que las urnas la hubieran convertido en la primera fuerza parlamentaria. Caso de producirse esa circunstancia, se opondrían incluso yendo contra la legalidad.

No en vano el 25 de septiembre
El Socialista
anunciaba: «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra», y, dos días después, remachaba: «El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras es enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado.» Se trataba de todo menos de bravatas. El día 9 de ese mismo mes de septiembre de 1934, la Guardia Civil había descubierto un importante alijo de armas que, a bordo del
Turquesa
, se hallaba en la ría asturiana de Pravia. Una parte de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes de Indalecio Prieto, transportada en camiones de la Diputación Provincial, controlada a la sazón por el PSOE. La finalidad del alijo no era otra que armar a los socialistas preparados para la sublevación.

Sin embargo, las responsabilidades no se referían únicamente al PSOE. Azaña, a pesar de conocer entonces lo que tramaban socialistas y catalanistas, no informó a las autoridades republicanas y decidió quedarse en Barcelona, donde había acudido a un funeral, a la espera de los acontecimientos. Por su parte, antes de concluir el mes, el Comité Central del PCE anunciaba su apoyo a un frente único con finalidad revolucionaria.
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La conspiración que aniquilaría la República parlamentaria y proclamaría la dictadura del proletariado estaba harto fraguada y se desencadenaría en unas horas.

Todos estos detalles son relativamente conocidos —ciertamente ocultados por algunos autores en la medida en que deslegitiman documentalmente toda una visión políticamente correcta de la Segunda República y la guerra civil española— y han sido objeto de estudio muy riguroso en los últimos años en diferentes obras, entre las que destacan las debidas a Pío Moa.
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Sin embargo, se ha prestado menos atención al papel de la masonería en el proceso. De manera bien reveladora, lo que sabemos sobre la cuestión nos ha sido facilitado por uno de los socialistas, Juan Simeón Vidarte, que colaboró en la preparación del golpe de 1934 y que era masón. Vidarte
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ha indicado cómo cuando se fraguaba el alzamiento del PSOE, en el seno de este partido se planteó la cuestión de aquellos militantes que eran masones. Mientras que un sector del partido, capitaneado por Amaro del Rosal, sostenía que la doble militancia era intolerable, Vidarte y otros «hijos de la viuda» hicieron valer la histórica conexión existente entre la masonería y el socialismo. Vidarte le diría a Largo Caballero que «no había el menor desdoro en pertenecer a la masonería, cual lo hicieron socialistas tan eminentes como Karl Marx, Friedrich Engels, Jean Jaurés, Lafargue, Bebel y hasta el propio Lenin». Este argumento impresionó a Largo Caballero. Pero, sobre todo, Vidarte se refirió un aspecto esencial en esos momentos y que no era otro que la ayuda que la masonería estaba proporcionando al PSOE, a los republicanos y a la Esquerra en el seno de las fuerzas armadas. Largo Caballero recordaba la manera en que los jueces masones habían favorecido a los encausados «en el consejo de guerra de 1917», de manera que confirmó ese extremo a Vidarte y le informó incluso de que la masonería era el canal usado por Indalecio Prieto para sumar al ejército a la rebelión armada del PSOE.

«Yo he entrado antes que usted en las logias», confesaría Largo Caballero a Vidarte. No sólo eso. Como reconoce el propio Vidarte, «vencida la insurrección de octubre, la masonería, tanto la nacional como la extranjera, prestó una gran ayuda en la consecución del indulto de González Peña, clave de cientos de indultos más». Desde luego, se trataba de una manera bien peculiar de respetar el orden legal establecido…

Por otro lado, que socialistas y catalanistas dieran ese paso está cargado de significado, pero, sobre todo, indica hasta qué punto eran conscientes de la penetración del ejército por la masonería y cómo ésta se identificaba con las fuerzas políticas que habían derrocado la monarquía parlamentaria y proclamado la República en 1931, y perdido las elecciones en 1933. Esa identificación justificaba, desde su punto de vista, alzarse en armas contra un gobierno legítimo y pervertir todo el proceso democrático.

El resto del episodio resulta ampliamente conocido. El 1 de octubre de 1934, Gil Robles exigió la entrada de la CEDA en el gobierno de Lerroux. Sin embargo, en una clara muestra de moderación política, Gil Robles ni exigió la presidencia del gabinete (que le hubiera correspondido en puridad democrática) ni tampoco la mayoría de las carteras. El 4 de octubre entrarían, finalmente, tres ministros de la CEDA en el nuevo gobierno, todos ellos de una trayectoria intachable: el catalán y antiguo catalanista Oriol Anguera de Sojo, el regionalista navarro Aizpún y el sevillano Manuel Giménez Fernández, que se había declarado expresamente republicano y que defendía la realización de la reforma agraria. La presencia de ministros cedistas en el gabinete fue la excusa presentada por el PSOE y los catalanistas para poner en marcha un proceso de insurrección armada que, como hemos visto, venía fraguándose desde hacía meses. Tras un despliegue de agresividad de la prensa de izquierdas el 5 de octubre, el día 6 tuvo lugar la sublevación. El carácter violento de la misma quedó de manifiesto desde el principio. En Guipúzcoa, por ejemplo, los alzados asesinaron al empresario Marcelino Oreja Elósegui. En Barcelona, el dirigente de la Esquerra Republicana, antiguo defensor de los terroristas anarquistas y masón, Companys, proclamó desde el balcón principal del palacio presidencial de la Generalitat «el Estat Catalá dentro de la República Federal Española» e invitó a «los dirigentes de la protesta general contra el fascismo a establecer en Cataluña el gobierno provisional de la República». Sin embargo, ni el gobierno republicano era fascista, ni los dirigentes de izquierdas recibieron el apoyo que esperaban de la calle, ni el ejército, la Guardia Civil o la de Asalto, a pesar del peso de la masonería, se sumaron al levantamiento. La Generalitat se rindió así a las seis y cuarto de la mañana del 7 de octubre.

El fracaso en Cataluña tuvo claros paralelos en la mayoría de España. Sin el apoyo de las fuerzas armadas —con las que el PSOE había mantenido contactos como en 1930— ni de las esperadas masas populares que no se sumaron al golpe de Estado nacionalista-socialista, éste fue abortado al cabo de unas horas. La única excepción se produjo en Asturias, donde los alzados contra el gobierno legítimo de la República lograron un éxito inicial y dieron comienzo a un proceso revolucionario que marcaría la pauta para lo que sería la guerra civil de 1936. La desigualdad inicial de fuerzas fue verdaderamente extraordinaria. Los alzados contaban con un ejército de unos treinta mil mineros bien pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de miembros del PSOE, como Ramón González Peña, Belarmino Tomás y Teodomiro Menéndez, aunque una tercera parte de los insurrectos pudo pertenecer a la CNT. Sus objetivos eran dominar hacia el sur el puerto de Pajares para llevar la revolución hasta las cuencas mineras de León y desde allí, con la complicidad del sindicato ferroviario de la UGT, al resto de España y apoderarse de Oviedo. Frente a los sublevados había mil seiscientos soldados y unos novecientos guardias civiles y de asalto que contaban con el apoyo de civiles en Oviedo, Luarca, Gijón, Avilés y el campo.

La acción de los revolucionarios siguió patrones que recordaban trágicamente los males sufridos en Rusia. Mientras se procedía a detener e incluso a asesinar a gente inocente tan sólo por su pertenencia a un segmento social concreto, se desató una oleada de violencia contra el catolicismo que incluyó desde la quema y profanación de lugares de culto —incluyendo el intento de volar la Cámara Santa— hasta el fusilamiento de religiosos. El 5 de octubre, primer día del alzamiento, un joven estudiante pasionista de Mieres, de veintidós años de edad y llamado Amadeo Andrés, fue rodeado mientras huía del convento y asesinado. Su cadáver fue arrastrado. Tan sólo una hora antes había sido también fusilado Salvador de María, un compañero suyo que también intentaba huir del convento de Mieres. No fueron, desgraciadamente, las únicas víctimas de los alzados.

El padre Eufrasio del Niño Jesús, carmelita, superior del convento de Oviedo, fue el último en salir de la casa antes de que fuera asaltada por los revolucionarios. Lo hizo saltando una tapia con tan mala fortuna que se dislocó una pierna. Se le prestó auxilio en una casa cercana pero, finalmente, fue trasladado a un hospital. Delatado por dos enfermeros, el comité de barrio decidió condenarlo a muerte dada su condición de religioso. Se le fusiló unas horas después, dejándose abandonado su cadáver ante una tapia durante varios días.

El día 7 de octubre, la totalidad de los seminaristas de Oviedo —seis— fue pasada por las armas al descubrirse su presencia, siendo el más joven de ellos un muchacho de dieciséis años. Con todo, posiblemente el episodio más terrible de la persecución religiosa que acompañó a la sublevación armada fue el asesinato de los ocho hermanos de las Escuelas Cristianas y de un padre pasionista que se ocupaban de una escuela en Turón, un pueblo en el centro de un valle minero. Tras concentrarlos en la Casa del Pueblo, un comité los condenó a muerte, considerando que, puesto que se ocupaban de la educación de buena parte de los niños de la localidad, ejercían una influencia indebida. El 9 de octubre de 1934, poco después de la una de la madrugada, la sentencia fue ejecutada en el cementerio y, a continuación, se los enterró en una fosa especialmente cavada para el caso. De manera no difícil de comprender, los habitantes de Turón, que habían sido testigos de sus esfuerzos educativos y de la manera en que se había producido la muerte, los consideraron mártires de la fe desde el primer momento. Serían beatificados en 1990 y canonizados el 21 de noviembre de 1999. Formarían así parte del grupo de los diez primeros santos españoles que alcanzaron esa condición a causa del martirio.
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En ningún caso se trató de la acción de incontrolados —un argumento esgrimido en múltiples ocasiones para exculpar el crimen— sino del comportamiento consciente de grupos fuertemente convencidos de la bondad de la ideología socialista.

La revolución de Asturias fue sofocada por la acción de las fuerzas armadas bajo el mando del general Franco. Se produciría así una paradoja histórica que suele pasarse, de manera no del todo desinteresada, por alto. En aquel octubre de 1934 fueron el PSOE, la CNT, el PCE y la Esquerra los que violaron la legalidad republicana y Franco el que la defendió salvándola de una revolución extraordinariamente cruenta. Todavía el 16 de octubre de 1934, a unas horas de su derrota definitiva, el Comité Provincial Revolucionario lanzaba un manifiesto donde señalaba su identificación con el modelo leninista: «Rusia, la patria del proletariado, nos ayudará a construir sobre las cenizas de lo podrido el sólido edificio marxista que nos cobije para siempre, y concluía afirmando: «Adelante la revolución. ¡Viva la dictadura del proletariado!»
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El balance de las dos semanas de revolución socialista-nacionalista fue ciertamente sobrecogedor. Las fuerzas de orden público habían sufrido 324 muertes y 903 heridos, además de 7 desaparecidos. Entre los paisanos, los muertos —causados por ambas partes— llegaron a 1051 y los heridos a 2051. Por lo que se refería a los daños materiales ocasionados por los sublevados habían sido muy cuantiosos y afectado a 58 iglesias, 26 fábricas, 58 puentes, 63 edificios particulares y 730 edificios públicos. Además, los alzados habían realizado destrozos en 66 puntos del ferrocarril y 31 de las carreteras. Asimismo ingresaron en prisión unas quince mil personas por su participación en el alzamiento armado pero durante los meses siguientes fueron saliendo en libertad en su mayor parte. Sin embargo, el mayor coste de la sublevación protagonizada por los nacionalistas catalanes, el PSOE, la CNT y, en menor medida, el PCE fue político. En buena medida, la Segunda República había entrado en agonía y se había abierto un sendero que conducía a la guerra civil. No eran pocos los masones responsables de haber llegado a ese estado de cosas.

Capítulo XX. La masonería y la Segunda República española (III): la guerra civil

1936: los masones se dividen

Es difícil exagerar a la hora de calibrar las gravísimas consecuencias del alzamiento protagonizado por el PSOE y la Esquerra, con el apoyo directo de la masonería, contra el gobierno de la República en octubre de 1934. De hecho, el descoyuntamiento de la vida política y social provocado por la sublevación fue tan grave que a partir de ese momento aquélla discurrió fundamentalmente en el terreno de la propaganda y fuera del Parlamento. En paralelo, y no resulta extraño que así aconteciera, se produjo un escalofriante aumento de la violencia callejera. La misma obedeció una vez más al impulso de una izquierda que —como en 1917 o 1930— comprobó que la acción legal que contra ella ejercía la derecha carecía de la energía suficiente como para controlar la situación.

En teoría —y más si se atendía a la propaganda de las izquierdas—, el gobierno de centro-derecha podría haber aniquilado poniéndolas fuera de la ley a formaciones como el PSOE, la CNT o la Esquerra Republicana que habían participado abierta y violentamente en un alzamiento armado contra la legitimidad y la legalidad republicanas. Sin embargo, la conducta seguida por las derechas fue muy distinta. La represión, a pesar de lo indicado por la propaganda izquierdista, fue limitada y, en un esfuerzo por alcanzar la paz social, incluso se avanzó en terrenos donde la acción de la conjunción republicano-socialista había ido poco más allá que las palabras. Ciertamente, el 2 de enero de 1935 se aprobó por ley la suspensión del Estatuto de Autonomía de Cataluña, pero, a la vez, bajo su impulso tuvo lugar el único esfuerzo legal y práctico que mereció en todo el periodo republicano el nombre de reforma agraria. Como señalaría el socialista Gabriel Mario de Coca, «los gobiernos derechistas asentaron a 20000 campesinos, y bajo las Cortes reaccionarias de 1933 se efectuó el único avance social realizado por la República». No se redujo a eso su política. Federico Salmón, ministro de Trabajo, y Luis Lucía, ministro de Obras Públicas, redactaron un «gran plan de obras pequeñas>) para paliar el paro; se aprobó una nueva Ley de Arrendamientos Urbanos que defendía a los inquilinos; se inició una reforma hacendística de calado debida a Joaquín Chapaprieta y encaminada a lograr la necesaria estabilización; y Gil Robles, ministro de la Guerra, llevó a cabo una reforma militar de enorme relevancia. Consideradas con perspectiva histórica, todas estas medidas denotaban un impulso sensato por abordar los problemas del país desde una perspectiva más basada en el análisis técnico y especializado que en el seguimiento de recetas utópicas. Fue precisamente desde el terreno de las utopías izquierdistas y nacionalistas desde donde se planteó la obstrucción a todas aquellas medidas a la vez que se lanzaba una campaña propagandística destinada a desacreditar al gobierno y cuya base única eran los relatos, absolutamente demagógicos, de las supuestas atrocidades cometidas por las fuerzas del orden en el sofocamiento de la revolución de octubre. De manera inquietante, semejante propaganda pretendía convertir en héroes —y en buena medida lo consiguió— a los que se habían alzado en armas contra el orden constitucional, a la vez que denigraba, como si de viles canallas se tratara, a los que lo habían defendido. Semejante subversión de la realidad democrática iba a rendir sus dividendos a las izquierdas, pero empujaría directamente al país a una guerra civil.

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