El papel de la masonería en la marina no fue, en realidad, más que una muestra de la fuerza que la sociedad secreta disfrutaba en la España de inicios de los años treinta, una fuerza que aumentaría espectacularmente durante los meses posteriores a la proclamación del nuevo régimen. De hecho, ésta vino seguida por una extraordinaria actividad política que partía directamente del seno de las logias masónicas. Así, de manera bien significativa, en la Asamblea nacional de la Gran Logia Española de 20 de abril de 1931 —apenas había transcurrido una semana desde el nacimiento de la República— resultó aprobada la «Declaración de Principios adoptados en la Gran Asamblea de la Gran Logia Española». Entre ellos se establecía de forma bien reveladora la «Escuela única, neutra y obligatoria», la «expulsión de las órdenes religiosas extranjeras» (una referencia bastante obvia a los jesuitas) y el sometimiento de las nacionales a la Ley de Asociaciones. En otras palabras, la masonería estaba decidida a iniciar un combate que eliminara la presencia de la Iglesia católica en el terreno de la enseñanza, que sometiera la educación a la cosmovisión de la masonería y que implicara un control sobre las órdenes religiosas sin excluir la expulsión de la Compañía de Jesús.
Con semejante planteamiento, no resulta sorprendente que los «hijos de la viuda» —que hasta ese momento habían participado de manera muy activa en las distintas conjuras encaminadas a derribar la monarquía parlamentaria— ahora se entregaran febrilmente a la tarea de copar puestos en el nuevo régimen, una forma de actuar que, como ya vimos, contaba con abundantes precedentes en la historia de España y de otras naciones. Como expondría el masón José Marchesi, Justicia, a los miembros de la Logia Concordia en el mes de abril de 1931, «es preciso que la orden masónica se aliste para actuar de forma que esa influencia que en la vida pública nos atribuyen… sea realmente un hecho, un hecho real y tangible». Según Marchesi, la masonería debía «escalar las cumbres del poder público y llevar desde allí a las leyes del país la libertad de conciencia y de pensamiento, la enseñanza laica y el espíritu de tolerancia como reglas de vida». En otras palabras, so capa de tolerancia, la masonería debía controlar el nuevo régimen para modelarlo de acuerdo no con principios de pluralidad sino con los suyos propios.
Desde luego, no se puede decir que el éxito no acompañara a esos planes porque el influjo de la masonería se extendió por todos los poderes estatales, incluido el ejecutivo. Al respecto, los datos son irrefutables. La segunda gran jerarquía de la masonería española, Diego Martínez Barrio, y otros masones ocuparon diversas carteras en el gobierno provisional. Con la excepción de Alejandro Lerroux, que pertenecía entonces a la Gran Logia Española, el resto estaban afiliados al Grande Oriente. Así, Casares Quiroga, Marcelino Domingo, Alvaro de Albornoz y Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, pertenecían a la masonería. En el segundo gobierno provisional, del 14 de octubre al 16 de diciembre de 1931, entró además José Giral. Se trataba de seis ministros en total, aunque algunas fuentes masónicas elevan la cifra hasta siete. A esto se sumaron no menos de 15 directores generales, 5 subsecretarios, 5 embajadores y 21 generales. Para un movimiento que apenas contaba con unos miles de miembros en toda España se trataba indiscutiblemente de un éxito extraordinario.
A pesar de lo anteriormente señalado, donde se puede contemplar con más claridad el éxito de la masonería es en el terreno electoral. De hecho, impresiona la manera en que las distintas logias lograron colocar a sus miembros en las listas electorales. Los ejemplos, al respecto, resultan, una vez más, harto reveladores. En la zona de jurisdicción del Mediodía, de 108 candidatos elegidos, 53 eran masones; en la zona regional madrileña, la Centro, los candidatos masones elegidos fueron 23 de 35; en la zona de la Gran Regional de Levante, de los 37 candidatos elegidos, 25 fueron masones; en la zona regional nordeste, de los 49 candidatos, 14 fueron masones; en Canarias, finalmente, de 11 candidatos elegidos, 4 fueron masones. Las cifras completas de masones diputados varían según los autores, pero en cualquier caso son muy elevadas aun sin contar la escasa extensión demográfica del movimiento. De los 470 diputados, según Ferrer Benemeli, 183 tenían conexión con la masonería. Sin embargo, las logias Villacampa, Floridablanca y Resurrección de La Línea afirmaban en octubre de 1931 que en las Cortes había 160 diputados masones, razón por la cual contaban con la fuerza suficiente para lograr la disolución de las órdenes religiosas. Finalmente, María Dolores Gómez Molleda ha proporcionado una lista de 151 diputados masones que debería considerarse un mínimo. En cualquiera de los casos hay que convenir que se trata de una proporción extraordinaria de las Cortes y que demuestra una capacidad organizativa asombrosa. De hecho, el poder de la masonería llegó hasta el extremo de imponer como candidatos en provincias a un número de madrileños —una de las provincias donde había más afiliados era Madrid— realmente muy elevada. Los criterios de funcionalidad de las logias lograron —al parecer sin mucha dificultad— vencer totalmente los localismos.
El peso de la masonería ni siquiera se vio frenado por una barrera generalmente tan rígida como las diferencias entre partidos. Estuvo presente en la totalidad de las fuerzas republicanas y con una pujanza enorme. De los dos diputados liberal-demócratas, uno era masón; de los 12 federales, 7; de los 30 de la Esquerra, 11; de los 30 de Acción Republicana, 16; de los 52 radical-socialistas, 30; de los 90 radicales, 43, e incluso de los 114 del PSOE, 35. A éstos habría que añadir otros 8 diputados masones pertenecientes a otros grupos. En otras palabras, la masonería extendía su influencia sobre partidos de izquierdas y de derechas, jacobinos y nacionalistas, incluso sobre los marxistas revolucionarios, como el PSOE, cuyos diputados, por lo visto, no tenían ningún problema en conciliar el materialismo dialéctico con la creencia en el Gran Arquitecto. Con esas Cortes —y esos ministros— iba a abordarse la tarea de redacción de la nueva Constitución republicana, base del régimen nacido de una cadena continua de conspiraciones que, finalmente, habían triunfado el 14 de abril de 1931.
La masonería modela la Constitución de la Segunda República
Desde luego, hay que reconocer que la influencia de los «hijos de la viuda» se hizo sentir sobremanera ya en las primeras semanas del nuevo régimen. No deja de ser bien revelador que en el curso de la Gran Asamblea celebrada en Madrid durante los días 23, 24 y 25 de mayo de 1931 la Gran Logia Española acordara enviar una carta a Marcelino Domingo en la que se comentaba con satisfacción cómo «algunos de los puntos acordados en dicha Gran Asamblea han sido ya recogidos en el Proyecto de Constitución pendiente de aprobación», añadiendo: «celebraríamos que usted se interesase para que fuesen incorporados a las nuevas leyes que ha de dictar el primer Parlamento de la República los demás extremos de nuestra declaración que aún no han sido aceptados». Difícilmente se hubiera podido ser más transparente con un hermano ciertamente bien ubicado en el nuevo reparto de poder.
Durante los meses siguientes —y de nuevo resulta un tanto chocante desde nuestra perspectiva actual—, el tema religioso se convirtió en la cuestión estrella del nuevo régimen por encima de problemáticas como la propia reforma agraria. La razón no era otra que lo que se contemplaba, desde la perspectiva de la masonería, como una lucha por las almas y los corazones de los españoles. No se trataba únicamente de separar la Iglesia y el Estado como en otras naciones sino, siguiendo el modelo jacobino francés, de triturar la influencia católica sustituyéndola por otra laicista. Justo es reconocer, sin embargo, que la masonería no se hallaba sola en ese empeño, aunque sí fuera su principal impulsora. Para buena parte de los republicanos de clases medias —un sector social enormemente frustrado y resentido por su mínimo papel en la monarquía parlamentaria fenecida—, la Iglesia católica era un adversario al que había que castigar por su papel en el sostenimiento del régimen derrocado. Por su parte, para los movimientos obreristas —comunistas, socialistas y anarquistas— se trataba por añadidura de un rival social que debía ser no sólo orillado sino vencido sin concesión alguna. Es verdad que frente a esas corrientes claramente mayoritarias en el campo republicano hubo posiciones más templadas, como las de los miembros de la Institución Libre de Enseñanza o la de la Agrupación al Servicio de la República, pero, en términos generales, no pasaron de ser la excepción que confirmaba una regla generalizada.
A pesar de todo lo anterior, inicialmente la comisión destinada a redactar un proyecto de Constitución para que fuera debatido por las Cortes Constituyentes se inclinó por un enfoque del terna religioso que recuerda considerablemente al consagrado en la actual Constitución española de 1978. En él se recogía la separación de Iglesia y Estado, y la libertad de cultos, pero, a la vez, se reconocía a la Iglesia católica un status especial como entidad de derecho público, reconociendo así una realidad histórica y social innegable. La Agrupación al Servicio de la República —y especialmente Ortega y Gasset— defendería esa postura por considerarla la más apropiada y por unos días algún observador ingenuo hubiera podido pensar que sería la definitiva. Si no sucedió así se debió de manera innegable a la influencia masónica.
De hecho, durante los primeros meses de existencia del nuevo régimen la propaganda de las logias tuvo un tinte marcadamente anticlerical y planteó como supuestos políticos irrenunciables la eliminación de la enseñanza confesional en la escuela pública, la desaparición de la escuela confesional católica y la negación a la Iglesia católica incluso de los derechos y libertades propios de una institución privada. Desde luego, con ese contexto especialmente agresivo, no deja de ser significativo que se nombrara director general de primera enseñanza al conocido masón Rodolfo Llopis —que con el tiempo llegaría a secretario general del PSOE—, cuyos decretos y circulares de mayo de 1931 ya buscaron implantar un sistema laicista y colocar a la Iglesia católica contra las cuerdas. Se trataba de unos éxitos iniciales nada desdeñables, y en el curso de los meses siguientes la masonería lograría dos nuevos triunfos con ocasión del artículo 26 de la Constitución y de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas complementaria de aquél. En su consecución resultó esencial el apoyo de los diputados y ministros masones, un apoyo que no fue fruto de la espontaneidad sino de un plan claramente pergeñado.
Ha sido el propio Vidarte —masón y socialista— el que ha recordado cómo «antes de empezar la discusión los diputados masones recibimos, a manera de recordatorio, una carta del Gran Oriente (sic) en la que marcaba las aspiraciones de la Masonería española y nos pedía el más cuidadoso estudio de la Constitución». Desde luego, las directrices masónicas no se limitaron a cartas o comunicados de carácter oficial. De hecho, se celebraron una serie de reuniones entre diputados masones, sin hacer distinciones de carácter partidista, durante el mes de agosto de 1931, para fijar criterios unitarios de acción política. Una de ellas, la del 29 de agosto, tuvo lugar dos días después de presentarse a las Cortes el proyecto de Constitución y fue convocada por el político de izquierdas Pedro Rico, a la sazón Gran Maestre Regional. A esas reuniones oficiales se sumaron otras en forma de banquetes a las que ha hecho referencia Vidarte en sus
Memorias
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Desde la perspectiva de la masonería, aquellas reuniones resultaban obligadas porque el proyecto de Constitución planteaba la inexistencia de una religión estatal pero a la vez reconocía a la Iglesia católica como corporación de derecho público y garantizaba el derecho a la enseñanza religiosa. En otras palabras, se trataba de un planteamiento razonable en un sistema laico pero, a todas luces, insuficiente para la cosmovisión masónica. Así no resulta sorprendente que durante los debates del 27 de agosto al 1 de octubre los diputados masones fueran logrando de manera realmente espectacular que se radicalizaran las posiciones de la cámara, de tal manera que el proyecto de la comisión se viera alterado sustancialmente en relación con el tema religioso. Esa radicalidad fue asumida por el PSOE y los radical-socialistas, e incluso la Esquerra catalana suscribió un voto particular a favor de la disolución de las órdenes religiosas y de la nacionalización de sus bienes, eso sí, insistiendo en que no debían salir de Cataluña los que allí estuvieran localizados. En ese contexto claramente delimitado ya en contra del moderado proyecto inicial y a favor de una visión masónicamente laicista se llevó a cabo el debate último del que saldría el texto constitucional.
Como hemos señalado, al fin y a la postre, no se trataba de abordar un tema meramente político sino del enfrentamiento feroz entre dos cosmovisiones, hasta el punto de que a cada paso volvía a aparecer la cuestión religiosa. Así, por ejemplo, cuando se discutió la oportunidad de otorgar el voto a la mujer —una propuesta ante la que desconfiaba la izquierda por pensar que podía escorarse el sufragio femenino hacia la derecha— fueron varios los diputados que aprovecharon para atacar a las órdenes religiosas que eran «asesoras ideológicas de la mujer», asesoras, obviamente, nada favorables a otro tipo de asesoramiento que procediera de la masonería o de la izquierda.
El 29 de septiembre y el 7 de octubre se presentaron dos textos que abogaban por la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la disolución de las órdenes religiosas. Los firmaban los masones Ramón Franco y Humberto Torres y recogían un conjunto de firmas mayoritariamente masónicas. Otras dos enmiendas más surgidas de los radical-socialistas y del PSOE fueron en la misma dirección y —no sorprende— contaron con un respaldo que era mayoritariamente masónico. En apariencia, los distintos grupos del Parlamento apoyaban las posturas más radicales; en realidad, buen número de diputados masones —secundados por algunos que no lo eran— estaban empujando a sus partidos en esa dirección. Cuando el 8 de octubre se abrió el debate definitivo —que duraría hasta el día 10— los masones estaban más que preparados para lograr imponer sus posiciones en materia religiosa y de enseñanza, posiciones que, por añadidura, podían quedar consagradas de manera definitiva en el texto constitucional.
El resultado del enfrentamiento no pudo resultar más revelador. Ciertamente siguió existiendo un intento moderado por mantener el texto inicial y no enconar las posturas, pero fracasó totalmente ante la alianza radical del PSOE, los radical-socialistas y la Esquerra. El día 9, de hecho, esta visión se había impuesto, aceptando sólo como concesión el que la Compañía de Jesús fuera la única orden religiosa que resultara disuelta. Dos días después, el Gran Maestro Esteva envió a los talleres de la jurisdicción una circular en la que urgía la reunión inmediata de todos y cada uno de ellos para enviar motu propio un telegrama al jefe del gobierno para que apoyara en la discusión que se libraba en el seno de las Cortes la separación de la Iglesia y el Estado, la supresión de las órdenes religiosas, la incautación de sus bienes y la eliminación del presupuesto del clero. Para lograrlo se ordenaba organizar manifestaciones y mítines que inclinaran la voluntad de las autoridades hacia las posiciones masónicas. Estos actos, sumados a una campaña de prensa, buscaban crear la sensación de que la práctica totalidad del país asumía unos planteamientos laicistas que, en realidad, distaban mucho de ser mayoritarios.