Los masones (4 page)

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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Tras la creación de la Gran Logia se produjo, eso sí, una expansión de la masonería, en la que fueron iniciados personajes como el doctor John Teophilus Desaguliers —que fue elegido Gran Maestro en 1719— y otros miembros de la Royal Society y de la aristocracia, como John, el segundo duque de Montagu, que, en 1721, fue el primer noble elegido Gran Maestro. También fue John Montagu el responsable de dar el paso de convertir la Gran Logia de un lugar en el que celebrar la
Grand Feast
anual en un cuerpo con funciones reguladoras. De hecho, en 1723 se publicaron las primeras Constituciones de la masonería conocidas vulgarmente como
Constituciones de Anderson
.

James Anderson nació en una fecha cercana a 1680 en Aberdeen, Escocia, pero en 1709 se trasladó a Londres para ocuparse de atender una capilla presbiteriana situada en Swallow Street. Los presbiterianos son una confesión protestante cuya fe se asienta de manera muy sólida en la Biblia, interpretada desde una perspectiva reformada. Sin embargo, Anderson tenía creencias que diferían considerablemente de las enseñadas por la confesión a la que pertenecía. No era el primer clérigo que atravesaba por esa situación y con seguridad no ha sido el único. Distintos autores masones han señalado que estuvo «tanto comercial como masónicamente motivado» para dar ese paso.
[1]

El 29 de septiembre de 1721 recibió instrucciones de la Gran Logia de Inglaterra para «realizar un digesto de la antigua constitución gótica, convirtiéndolo en un método nuevo y mejor». El resultado fueron las
Constituciones de Anderson
, una de las fuentes absolutamente indispensables para el estudio de la masonería.

El texto de las
Constituciones
resulta de un enorme interés porque señala la filosofía de la sociedad secreta, así como el comportamiento que se espera de sus miembros y las líneas maestras de su organización. De hecho, la denominada porción histórica que precede al texto y que suele omitirse en algunas ediciones del mismo constituye toda una exposición iniciática y esotérica que pretende retrotraer la masonería a los tiempos más primitivos. Según Anderson, Caín ya habría sido un masón y habría construido una ciudad precisamente porque Adán, el primer ser humano, le habría comunicado un conocimiento nada desdeñable en geometría. También habían sido masones Noé y sus hijos. De hecho, algunos años después Anderson indicaría que el de noáquidas fue el primer nombre que recibieron los masones. Que un hombre crecido en la fe reformada pudiera realizar semejantes afirmaciones no deja de ser revelador, primero, porque carecen de base alguna en el texto de la Biblia y, segundo, porque implican la aceptación de una historia espiritual que colisiona frontalmente con ésta.

Dentro de esa supuesta cadena de transmisión del saber iniciático transmitido milenariamente por la masonería, Anderson se refería a continuación a Euclides, a Moisés, que habría sido un maestro masón, y, por supuesto, a Salomón y al Templo que había edificado en Jerusalén. Aquí precisamente es donde Anderson introduce una nota de notable extensión sobre la figura de Hiram Abiff, central en el imaginario masónico. No es tarea de una obra como la presente detenerse en un personaje como Hiram Abiff. Baste señalar que, descrito como «hijo de la viuda», de él deriva este sobrenombre extensible a todos los masones, y que el relato de su presunta muerte y resurrección por no querer revelar los secretos de la masonería forma parte esencial de los ritos de iniciación.

Señalemos, no obstante, que, a pesar de su importancia, no existe ninguna base histórica para creer en la existencia real de Hiram Abiff y que no pocos masones en la actualidad niegan el episodio de su resurrección —el paralelo con la vida de Jesús es demasiado obvio— o atribuyen a todo el relato un mero contenido simbólico. De Salomón Hiram Abiff, el conocimiento oculto custodiado por la masonería habría pasado, siempre según el texto de las
Constituciones
, a Grecia, Sicilia y Roma, donde habría dado lugar al estilo augusteo por el que, al parecer, Anderson sentía una rendida admiración. Como conclusión de esta exposición de más que dudosa historicidad, Anderson afirmaba incluso que el franco Carlos Martel había introducido la masonería en Inglaterra después de la invasión de los sajones. A partir de ese mo-mento, la sociedad secreta habría perdurado en los gremios de albañiles de la Edad Media.

Sólo después de trazar ese cuadro —el de que la masonería es una sociedad iniciática poseedora de una sabiduría esotérica que se ha transmitido desde Adán—, Anderson pasa al aspecto regulador de las
Constituciones
. Según las afirmaciones contenidas en la parte del texto conocida como la Aprobación, Anderson afirma que se ha basado para su redacción en antiguos textos procedentes del otro lado del mar, de Italia y de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Hasta donde sabemos, Anderson mintió a sabiendas al llevar a cabo esa afirmación porque nunca vio un texto italiano de ese tipo y es más que dudoso que pusiera su vista en alguno de origen irlandés.
[2]
Por si fuera poco, Anderson se permitió realizar alteraciones nada insignificantes en el contenido de charges tal y como aparecen en los textos de los gremios medievales en los que, supuestamente, se había guardado el saber masónico. De hecho, la invocación a la Trinidad contenida en esos documentos y cualquier otra referencia a la fe cristiana fue extirpada por Anderson del
charge
o encabezamiento primero. En éste —dedicado a Dios y la Religión—, las
Constituciones
indican que «un masón… si entiende correctamente el Arte, nunca será un ateo estúpido ni un libertino irreligioso. Pero aunque en tiempos antiguos a los masones se les encargó en todo país que fueran de la religión de ese país o nación, cualquiera que fuera, sin embargo ahora se piensa más útil obligarlos sólo a esa religión en la que todos los hombres concuerdan». En otras palabras, las Constituciones hacen referencia a una época previa en la que, supuestamente, los masones se habían mantenido —por lo visto no del todo convencidos— en el seno de las respectivas religiones mayoritarias en sus países concretos. Sin embargo, ahora había llegado la época en que los masones sólo tenían que sentirse obligados a «esa religión» sobre la que, supuestamente, existe un acuerdo universal. Esa actitud significaría que «la masonería se convierte en el Centro de Unión, y los Medios de conciliar la verdadera Amistad entre personas que habrían permanecido a una perpetua distancia». La declaración difícilmente puede ser más clara. Primero, porque desprovee de su carácter cristiano a los gremios de albañiles de la Edad Media, con los que afirmaba que la masonería estaba vinculada históricamente, e incluso atribuye aquél a un artificio, y, segundo, porque sitúa la masonería —una sociedad secreta custodia de un saber oculto— por encima de los vínculos que cada uno tuviera con su propia fe, va que existía otra superior que unía a sus miembros. Esta circunstancia —que, de bien manera poco justificable, es pasada por alto por algunos estudiosos— convierte en inverosímil de raíz la tesis —tantas veces expuesta— de que la masonería es un club filantrópico cuya pertenencia no interfiere con las creencias religiosas, sean las que sean. En las
Constituciones de Anderson
, por el contrario, se afirma tajantemente que, en el pasado, los masones tenían el deber de amoldarse a la mayoría y que desde 1723 al menos se esperaba que consideraran su vínculo con los hermanos de la logia por encima de cualquier otra consideración.

No menos interesante resulta el segundo encabezamiento o cargo dedicado a los magistrados civiles, supremos y subordinados, que vuelve a incidir en ese vínculo superior a cualquier otro establecido por la iniciación en la masonería. Por supuesto, las
Constituciones
afirman que «un masón es un sujeto pacífico sujeto a los poderes civiles» y «que nunca se va a implicar en conjuras o conspiraciones contra la paz y el bienestar de la nación». Sin embargo, al mismo tiempo se indica que en caso de que un masón corneta un crimen, los otros miembros de la masonería «no pueden expulsarle de la logia, y su relación con ella permanece inalterable».

El encabezamiento III se ocupa de las logias y de las condiciones para ser admitido corno miembro en ellas, a saber, «ser hombres buenos y veraces, nacidos libres, y de edad discreta y madura, no siervos ni mujeres, ni hombres inmorales ni escandalosos, sino de los que se hable bien». La descripción nuevamente resulta especialmente reveladora porque define a la masonería no corno una entidad de carácter abierto y universal —como, por definición, son las iglesias— sino como un cuerpo de élite en el que se defienden claramente las diferencias por razón de condición social y sexual, y no sólo moral. Como tendremos ocasión de ver, la masonería ha sido históricamente más rigurosa con la preservación de las barreras sociales y sexuales que con la exigencia de los principios morales de sus iniciados.

Si los encabezamientos IV y V se dedican a los grados de la masonería y sus relaciones entre ellos, el VI se ocupa del comportamiento digno de un masón. Éste, en ocasiones, va referido de normas elementales de cortesía —como el hecho de no interrumpir, por ejemplo, a un maestro cuando habla—, a evitar discusiones en la logia sobre cuestiones espinosas como «la religión, las naciones o la política estatal», ya que los masones, al pertenecer «a la Religión universal arriba mencionada», son «también de todas las naciones, lenguas, estirpes y lenguas» y buscan sobre todo «el bien de la logia».

Sin embargo, el comportamiento del masón no debía ser únicamente cortés, sino que tenía que incluir también —lógico era— una notable dosis de secretismo. Por ejemplo, debía ser «cauteloso en sus palabras y comportamiento de manera que el extraño más perspicaz no sea capaz de descubrir o averiguar lo que no es adecuado que se conozca», lo que requerirá del masón que sepa manejar las conversaciones. De la misma manera, el masón debía comportarse con la suficiente prudencia como para «no permitir que familia, amigos y vecinos supieran del interés de la logia y otras cosas». Precisamente en este momento las Constituciones indican que la causa de ese secretismo se debe a «razones que no deben mencionarse aquí», si bien no resulta difícil identificar con ese conocimiento iniciático que la masonería decía custodiar desde los tiempos de Adán.

Ya hemos indicado que las
Constituciones de Anderson
son un texto indispensable para estudiar la masonería. Añadamos que además muestra las líneas maestras sobre las que se movería la entidad en los años siguientes. Sería, en primer lugar, una sociedad secreta cuyos miembros pondrían buen cuidado en conservar el sigilo, roto excepcionalmente al referirse a la pertenencia a ella de personajes que pudieran utilizarse con fines propagandísticos, como el duque de Montagu. En segundo lugar, la masonería mantendría una impronta iniciática y esotérica, absolutamente esencial ya que se presentaba como la custodia de secretos ocultos ya conocidos por Adán y que habían llegado hasta sus días a través de una cadena de transmisión que incluía a personajes como Pitágoras, Moisés, Salomón o los maestros albañiles de la Edad Media. Esa característica, como tendremos ocasión de ver, atraería a muchos deseosos de dar con una enseñanza espiritual diferente de la de las grandes confesiones y, a la vez, explica la suspicacia —si es que no hostilidad— con que la masonería iba a ser contemplada por las distintas iglesias. En tercer lugar, la masonería se constituía como una sociedad de élite de la que quedaban excluidos mujeres, esclavos y siervos y, por añadidura, cuyos vínculos se situaban por encima de cualquier otra relación humana. De hecho, aunque resultaba cierto que se esperaba que los masones no hicieran nada que pudiera ir contra el bienestar de su nación —un concepto por cierto bastante poco concreto—, no era menos verdad que la participación en conjuras y revoluciones no iba a implicar ni la expulsión de la fraternidad ni la pérdida de la protección que ésta dispensaría a sus miembros.

Sociedad secreta, sociedad esotérica, sociedad por encima de cualquier otro vínculo humano, incluidos los familiares y nacionales… así quedaba definida la masonería en las
Constituciones de Anderson
y así se comportaría de manera, por otra parte, coherente durante los siglos venideros.

SEGUNDA PARTE. Farsantes y revolucionarios
Capítulo III. Reyes, innovaciones e iluminados

La masonería entra en la alta sociedad

Las primeras logias masónicas de Inglaterra estaban formadas por artesanos —que sólo de vez en cuando eran albañiles— y burgueses, pero, como ya indicamos, no tardaron en entrar a formar parte de ellas miembros de la nobleza. En el caso inglés, el 24 de junio de 1721, el duque de Montagu fue elegido Gran Maestro, lo que significó un verdadero punto de inflexión. Durante los tres siglos siguientes, el Gran Maestro sería siempre un miembro de la nobleza o incluso de la familia real.

Las razones de la expansión de la masonería fueron diversas. Por un lado, para la gente que pertenecía a clases inferiores, el hecho de poder codearse con miembros de la aristocracia constituía, desde luego, un aliciente nada baladí a la hora de buscar la iniciación en la masonería. Por si fuera poco, era una circunstancia que no se veía opacada por la pertenencia a confesiones diferentes de la anglicana, como la católica o la judía. Por otro, tanto los hermanos de extracción más humilde como los aristócratas contaban ahora con la posibilidad, siquiera teórica, de recibir un conocimiento supuestamente oculto y mistérico.
[1]
Finalmente, el conocimiento establecido en el seno de la logia propiciaba la creación de relaciones privilegiadas en terrenos tan sugestivos como los negocios, la política o la influencia social. De manera bastante natural en ciertos colectivos, la búsqueda de personas a las que favorecer, ayudar o con las que contratar se realizaba en el seno de la logia. Ciertamente, los masones eran objeto de burlas por sus atavíos peculiares, o se veían censurados por su negativa a admitir mujeres en sus logias —desde luego, mucho menos de lo que sucedería en el día de hoy—, pero ninguna de esas circunstancias impidió su expansión.

Durante la cuarta década del siglo xviu ya existían logias en Holanda, Francia, Alemania, el Imperio austriaco, algunos de los estados italianos y Suecia. Su crecimiento se debía, en parte, a la atracción que ejercía la supuesta entrega de un conocimiento esotérico —que además contaba con el marchamo de algunos aristócratas— y, en parte, a una admiración hacia Inglaterra como Estado constitucional, que se basaba más en la imaginación que en un conocimiento real del país. En 1737, en lo que resultó un enorme éxito para las logias, incluso el príncipe de Gales fue iniciado en la masonería.

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