Los masones (5 page)

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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Semejante avance no dejó de provocar recelos. La protestante Holanda —que se había enfrentado en el siglo anterior con Inglaterra por el dominio del mar— fue la primera en reaccionar contra la presencia de logias en su territorio. Así fue, en parte, porque captaban el contenido espiritual de sus enseñanzas y su absoluta incompatibilidad con el cristianismo y, en parte, porque no se le escapaba lo ideal que podía ser para una conspiración el disponer de una red de células secretas como eran las logias.

En 1737, fue Luis XV de Francia el que proscribió la masonería en Francia porque captaba su entramado doctrinal nada compatible con el del catolicismo y, por añadidura, porque tampoco se le escapaba el potencial subversivo que se oculta en cualquier sociedad secreta.

Finalmente, el 28 de abril de 1738, el papa Clemente XII se manifestó también en contra de la masonería. El documento papal prohibía a los católicos pertenecer a la masonería so pena de excomunión y fundamentaba la sanción en consideraciones de carácter doctrinal, esencialmente la imposibilidad de aceptar la cosmovisión masónica desde una perspectiva católica. La Santa Sede intuía las consecuencias políticas que podía tener la acción de los masones. Sin embargo, su juicio sobre ellos era medularmente espiritual y no puede decirse que resultara en absoluto descabellado.

La oposición de la Santa Sede perjudicó a la masonería en la medida en que limitó su crecimiento en algunos países católicos o incluso, como en el caso de España, lo impidió de manera total. Sin embargo, fue también utilizada de manera propagandística por los masones. De la misma forma en que Hitler y Stalin harían referencias recíprocas para justificar sus atrocidades, la masonería apuntó a la existencia de la Inquisición para labrarse una imagen pública de libertad, tolerancia y martirio. En 1744 fue juzgado en Portugal un masón inglés llamado John Coustos por el delito de fundar logias. El hecho de que fuera un extranjero impulsó a la Inquisición a dulcificar la pena que, finalmente, quedó reducida a la expulsión del suelo portugués. Sin embargo, en 1746 se publicó en Londres un libro titulado
The Unparalleled Sufferings of John Coustos
, y el resultado fue que millones de europeos —en buen número ingleses— sintieron una corriente de simpatía hacia los masones sólo igual en intensidad a la aversión experimentada hacia la Iglesia católica. La táctica, como tendremos ocasión de ver, se repetiría en adelante vez tras vez.

El mismo año en que la Santa Sede promulgaba su condena de la masonería, era iniciado en ella el príncipe Federico de Prusia, que pasaría a la Historia con el sobrenombre de El Grande. El episodio tuvo lugar en la noche del 14 al 15 de agosto de 1738 en el hotel de Kron, en Brunswick. El caso de Federico de Prusia resulta especialmente relevante en la medida en que desmonta de raíz los intentos —más propagandísticos que asentados en la Historia— de asociar la masonería con ideales y prácticas de libertad.

Admirado por Napoleón, convertido en un referente obligado por Bismarck y Hitler, Federico II de Prusia es, sin duda alguna, uno de los grandes genios militares de la Historia y un símbolo del militarismo prusiano. Sin embargo, difícilmente se le podría considerar un paradigma de la libertad.

Había nacido en Berlín el 24 de enero de 1712, en una época en que todavía España y Francia eran las grandes potencias europeas y Prusia no pasaba de ser un diminuto Estado en el este del continente sin demasiadas posibilidades de supervivencia. Muy influido por su madre, Sofía Dorotea de Hannover, Federico no hubiera querido ser rey ni mucho menos militar. Amaba, por el contrario, la música y el resto de las bellas artes, prefería utilizar el francés al alemán e incluso a los dieciocho años fraguó un plan para escapar a Inglaterra y evitar así el cumplir con sus obligaciones como heredero. No lo consiguió. En 1733, presionado por un padre que lo aborrecía y que identificaba las aficiones de su hijo con la estupidez más profunda, contrajo matrimonio con Isabel Cristina, hija de Fernando Alberto II de Brunswick, y aceptó volver a ser el príncipe heredero. Durante los siguientes años, fue feliz. Su padre, si no entusiasmado, estaba algo más tranquilo y le permitió retirarse a sus posesiones de Rheinsberg, donde entretenía las horas estudiando historia, leyendo filosofía y carteándose con escritores como Voltaire. Precisamente en esa época, como ya hemos señalado, fue iniciado en la masonería.

En 1740, su vida experimentó un verdadero seísmo. Su padre falleció y Federico no sólo se convirtió en el nuevo rey de Prusia sino que se vio envuelto en un conflicto dinástico que iba a desgarrar a Europa durante años. El fallecimiento del emperador de Austria había sido seguido por la coronación de su hija María Teresa. En teoría, el proceso era impecable porque se sustentaba en una pragmática sanción, pero la verdad es que la idea de una mujer rigiendo un imperio que se pretendía sucesor del romano resultaba cuando menos chocante. Federico estaba dispuesto a apoyar a María Teresa pero a cambio de la cesión de los ducados de Silesia. María Teresa se negó a plegarse a las pretensiones de Federico, especialmente porque consideraba que no era sino un monarca de medio pelo de un reino de tercera. Para sorpresa suya, Federico demostró poseer un instinto verdaderamente genial para la guerra. En 1741 descolló como un nuevo César en Mollwitz y al año siguiente revalidó su rápida fama con una victoria en Chotusitz. En 1742, María Teresa entregó Silesia a Prusia, con-vencida de que si no obraba así peligraba su propia corona.

Durante los años siguientes, Federico II no dejó de ampliar su territorio por la fuerza de las armas. En 1744 se apoderó de Frisia al morir sin herederos su último gobernante, y en 1745 volvió a derrotar a María Teresa, que había ido a la guerra, ansiosa de recuperar Silesia. A esas alturas, Europa se hallaba totalmente boquiabierta ante un monarca que no sólo era un genio militar sino también un prolífico escritor —sus obras completas ocupan treinta volúmenes—, un virtuoso flautista y un hábil político y reformador. Como no podía ser menos, también dispensaba su protección a los hermanos masones que acudían a él o a los que buscaba para ofrecerles cargos que no siempre estaban a la altura real de sus merecimientos.

Las cualidades de Federico II se verían sometidas a una verdadera prueba de fuego durante la guerra de los Siete Años (1756-1763). En el curso de la misma volvió a enfrentarse con Austria, que ahora formaba parte de una gigantesca coalición que agrupaba a Francia, España, Rusia, Suecia y Sajonia. El único apoyo que recibió el rey de Prusia —y no pasó realmente del ámbito económico— fue el de Gran Bretaña, que combatía contra Francia en tres continentes y que emergió de la contienda como señora de la India y de Canadá. El conflicto pudo haber acabado con Federico, que en el curso de una de sus derrotas llegó a pensar en suicidarse, pero, finalmente, su perseverancia y la retirada de Rusia de la guerra le permitieron emerger como vencedor. Incluso el hecho de que el zar no siguiera combatiendo contra él debe atribuirse en parte al menos a los méritos del rey de Prusia. El emperador ruso era un rendido admirador suyo y por eso prefirió abandonar el conflicto a verle humillado.

Durante los años siguientes, Federico se reafirmó en la tesis de que debía seguir enfrentándose con Austria por el control de los estados germánicos y de que en esa lucha la alianza con Rusia le sería indispensable. Gracias a una visión de la política europea que sería continuada por Bismarck en el siglo xlx y que sólo sería —erróneamente— abandonada por el káiser Guillermo II, Federico II se repartió Polonia con Rusia en 1764 y se anexionó los principados franconios de Baviera en 1779. Seis años después asestó un golpe inmenso a la dominación austriaca al crear el Fürstenbund, una alianza de príncipes alemanes que tenía como objetivo evitar la reconstrucción del Sacro Imperio romano-germánico bajo Austria.

Que Federico II era un genio militar, que gustaba de la cercanía de lo que hoy denominaríamos intelectuales y que atendía con diligencia a sus tareas de gobierno resulta innegable. Sin embargo, está por ver en qué medida todo eso encajaba —especialmente el descuartizamiento continuo de las naciones vecinas— con los ideales supuestamente filantrópicos de la masonería. Fuera como fuere, el rey prusiano constituyó un referente para los masones de su época en la medida en que sabían que podían contar con su protección y en que constituía una vía real para acceder al poder.

El ejemplo de Inglaterra y de Prusia no tardó en cundir. En 1739, a pesar del documento papal del año anterior en que se condenaba a la masonería, Luis XV llevó a cabo un cambio de su comportamiento previo y decidió adoptar una política de tolerancia que permitió la expansión de la sociedad secreta en Francia. Menos de un cuatrienio después, el Gran Maestro en Francia era Luis de Borbón-Condé, conde de Clermont y abad de Saint Germain des Prés. Sin duda, se trataba de un salto social importante, hasta el punto de que los masones franceses cambiaron el nombre de la Loge Anglaise por el de Grande Loge de France. En 1773 volvieron a cambiarlo por el de Grande Loge Nationale o Grand Orient.

A esas alturas, los masones franceses aspiraban —como había sucedido en Inglaterra— a contar con un Gran Maestro de sangre real. Difundieron rumores de que Luis XV había sido iniciado —un infundio que repetirían en relación con otros monarcas a lo largo de la Historia—, pero lo cierto es que no lograron convencer a su sucesor, Luis XVI, para que se iniciara. Al final tuvieron que conformarse con que su hermano menor, Carlos, el conde de Artois, aceptara entrar en la masonería en 1778. Cuarenta y seis años después, ese mismo Carlos sería coronado rey de Francia.

Los masones franceses habían contado con que Carlos de Artois aceptara ser elegido Gran Maestro. Sin embargo, Carlos rechazó esa posibilidad. Se dirigieron, por lo tanto, a Luis Felipe de Orleans, duque de Chartres, que era hijo del duque de Orleans, un primo de Luis XVI. Luis Felipe, aunque después de que se lo pidieran tres veces, aceptó convertirse en Gran Maestro.

En el Imperio austriaco, la masonería también realizó avances importantes. Curiosamente, uno de los terrenos donde logró algunos de sus adeptos más importantes fue en el de la música. Haydn había entrado en la masonería convencido de que le serían revelados arcanos relacionados con el conocimiento esotérico, algo que parecía tener su lógica si se creía que, supuestamente, Pitágoras había conocido secretos musicales. Wolfgang Amadeus Mozart —que fue iniciado en 1784— se vio atraído a la logia precisamente por la admiración que profesaba a Haydn. A esas alturas, los masones ya eran conocidos por las canciones que entonaban en las reuniones de las logias y comenzaba a nacer un curioso subgénero musical relacionado con la masonería. A diferencia del influjo de otras cosmovisiones, como el catolicismo, el protestantismo o la propia ortodoxia, la masonería no produjo grandes obras musicales y en la actualidad los autores que las compusieron —Blavet, Naudot, Taskin, Clérambault…— son, salvo para los especialistas, verdaderos desconocidos. Por lo que se refiere a Mozart, sus composiciones masónicas resultan muy inferiores al resto de sus obras. La única excepción fue
La flauta mágica
, una ópera en la que el compositor realizaba una propaganda de la cosmovisión de la masonería, aunque discutiera algunos aspectos como la exclusión de las mujeres de las logias. A esas alturas, desde luego, Mozart no era —ni lejanamente— el único masón que soñaba con innovaciones.

Los nuevos movimientos

Como ya hemos señalado, uno de los elementos esenciales de la masonería, a la vez que uno de sus alicientes principales, fue su contenido esotérico. El que era iniciado en una logia contaba con ser partícipe de la revelación de misterios que, supuestamente, se retrotraían a las épocas más remotas. Históricamente, esta característica de la masonería ha sido uno de sus mayores atractivos, pero también uno de sus aspectos más delicados ya que, como tendremos ocasión de ver, nunca ha dejado de existir la posibilidad de que maestros masones crearan nuevos ritos y obediencias supuestamente conducentes a la revelación de esos conocimientos esotéricos. El carácter sincrético de su cosmovisión —que lo mismo puede verse referida al antiguo Egipto que a Pitágoras o a los druidas— ha facilitado además la integración en un solo corpus de las más diversas creencias.

Así, por ejemplo, en torno a 1750 surgió un nuevo rito, el denominado Royal Arch. Su origen no ha quedado establecido sin lugar a dudas. Para algunos autores debe atribuirse al caballero Andrew Ramsay, un escocés convertido al catolicismo por Fenelon.
[2]
Sin embargo, parece más posible que fuera establecido en 1743 en una logia situada en Youghal, Irlanda.
[3]
Sea como fuera, este rito iba a contar con una importancia extraordinaria en la medida en que pretende «responder a cualquier pregunta» relacionada con la masonería y «permanece aparte de todo lo demás en la masonería».
[4]

El Royal Arch se presentaba vinculado con la orden militar de los templarios, un elemento de indudable atractivo para un público francés. Además contaba con otros aspectos iniciáticos de extraordinaria importancia. Entre ellos se encontraban una utilización importante del simbolismo cabalístico y, de manera muy especial, la revelación del Nombre del Gran Arquitecto o Palabra divina. Este arcano consistía —no hay secreto que al fin y a la postre no acabe saliendo a la luz— en la palabra Jahbulón. ¿Cuál es el significado de este término extraño sin paralelo en otras creencias? Generalmente, se entiende que se trata de una palabra compuesta por Jah, Bul y On, es decir, por la forma abreviada de Jehová; una corrupción de Baal, uno de los dioses combatidos en el Antiguo Testamento, y On, como nombre de Osiris. De ser cierta esta interpretación, el Dios de la masonería nunca podría identificarse con el de la Biblia, sino con un ente sincrético en el que se mezclan referencias al Antiguo Testamento con otras de religiones paganas combatidas en las Escrituras. No sólo eso. La iniciación en grados superiores implicaría la entrada en una forma de adoración condenada expresamente en la Biblia ya que Baal es una de las divinidades demoniacas atacadas por los profetas.
[5]

De la misma manera que aparecieron nuevos ritos —y seguirían apareciendo—, también se fueron sumando grados. Originalmente, la masonería tan sólo había contado con los tres de aprendiz, compañero y maestro. Sin embargo, desde muy pronto, a esos tres se añadieron más —hasta llegar a 33 en algunos casos y a un número todavía superior en otros— en los que, supuestamente, se iban revelando nuevos conocimientos iniciáticos.

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