Tampoco faltaron las divisiones en el seno de un movimiento en el que constituía timbre de honor la supuesta conexión con corrientes esotéricas anteriores. Así, en 1751 la Gran Logia de Inglaterra se enfrentó con un serio problema cuando la logia de York alegó que se regía por una supuesta constitución masónica establecida en el siglo X por el rey Altestán. Que fuera así resulta más que discutible, pero de lo que no cabe duda es de que los yorkinos tornaron pie de esa situación para manifestar su independencia de Londres. Así, la Logia de York se constituyó en Antigua Gran Logia (
Antient Grand Lodge
) y motejó despectivamente a la londinense como Moderna. Comenzaba así un cisma que se alargaría por espacio de seis décadas.
La expansión en círculos influyentes de la sociedad —hasta el punto de alcanzar a algunas casas reales— y el conocimiento iniciático eran dos de las principales causas de la atracción que podía ejercer a finales del siglo XVIII la masonería. No concluía, sin embargo, ahí su influencia. A un notable y creciente peso social y a una cosmovisión esotérica —por no decir mesiánica— se sumaron pronto las conspiraciones que pretendían cambiar la configuración política de la época. Sin embargo, antes de entrar en ese aspecto debemos detenernos en un aspecto nada desdeñable, el de algunos de los aventureros que hicieron carrera en conexión con la masonería.
Como hemos podido comprobar en el capítulo anterior, la masonería podía insistir en el carácter moral de sus ideas e incluso en el elitismo de sus hermanos. Sin embargo, lo cierto es que ese elitismo no pasaba de ser social en el sentido del Antiguo Régimen y que, éticamente, sus miembros no eran en absoluto superiores a la media de la sociedad en la que vivían. A decir verdad, a lo largo del siglo XVIII quedaría de manifiesto, una y otra vez, que la masonería tenía una especial capacidad para dar acogida en su seno a toda una caterva de estafadores, libertinos y vividores, a los que no sólo no expulsó de su seno, sino que incluso ayudó no pocas veces a huir de la justicia. Tampoco fue excepcional —como veremos en este capítulo— que las estafas perpetradas por estos hermanos acabaran incorporadas en el ideario de la masonería como si, en lugar de haber surgido de una mente entregada al fraude, poseyeran el más indudable marchamo de autenticidad. Posiblemente, las consecuencias de los actos de estos personajes —de los que en las páginas siguientes sólo ofrecemos algunos botones de muestra— fueron de escasa envergadura si se las compara con las derivadas del ánimo conspirativo de otros masones. Con todo, un acercamiento histórico a la masonería no quedaría completo sin detenernos, siquiera a vuelo de pájaro, en ellos.
Casanova, el don Juan italiano
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La palabra Casanova ha pasado a casi todas las lenguas como sinónimo de libertino y seductor. Equivalente de don Juan —uno de los prototipos nacidos en el seno de la literatura española—, la diferencia con Casanova es que éste fue un personaje real y que además no le faltó el interés ni por el mundo esotérico ni por aventuras que excedieron del mundo de lo amoroso.
Giacomo Girolamo Casanova nació en Venecia el 2 de abril de 1725 en la calle de la Commedia, quizá como un indicativo premonitorio de lo que sería su vida. Sus padres eran también actores y se llamaban Gaetano Giuseppe Casanova y Zanetta Farussi. Con posterioridad, Casanova pretendería que su verdadero padre era un noble veneciano llamado Michele Grimani, pero no está suficientemente documentado y resulta más que posible que el vividor tan sólo pretendiera dotarse de sangre aristocrática.
Las frecuentes ausencias de sus padres —a fin de cuentas, cómicos de profesión— hizo que la educación del pequeño Giacomo recayera en su abuela materna, Marzia Farussi. De creer a Casanova, sus primeros años se caracterizaron por un estado de perpetua dolencia que sólo desapareció en 1733 gracias, según él, al uso de la magia. Fue precisamente este mismo año en el que falleció su padre.
En 1734, Casanova fue enviado a Padua, donde estudiaría con el doctor Gozzi. Sería precisamente en esta casa donde conocería por vez primera las delicias del amor al enamorarse de Bettina, la hija pequeña de su preceptor.
En 1738, Casanova era ya un estudiante de Derecho en Padua, aunque fue común que se presentara sólo a los exámenes y que pasara el resto del año en Venecia. Dos años después, con el respaldo del senador y aristócrata Alvise Malipiero, fue tonsurado con la intención de seguir la carrera eclesiástica, posiblemente la más democrática de la época en la medida en que permitía ascender socialmente a gente de la extracción más humilde pero dotada de talento. El joven Giacomo ansiaba ciertamente trepar por la escala social, pero, sin duda, no estaba hecho para llevar los hábitos. Aunque recibió las órdenes menores en enero de 1741 y se convirtió en abate, no se privó de vivir distintas aventuras amorosas.
En 1742, Casanova se doctoró en Derecho civil y canónico en la Universidad de Padua e ingresó en el seminario de San Cipriano. Duró poco. El muchacho apuntaba ya más que de sobra las maneras que lo caracterizarían en los años siguientes y lo acabaron expulsando por conducta inmoral.
Durante los años inmediatamente posteriores, Casanova desempeñó un par de cargos relacionados con eclesiásticos, pasó por la cárcel en alguna ocasión y siguió viviendo aventuras amorosas, como la mantenida con Bellino, un
castrato
, que, al fin y a la postre, resultó ser una mujer llamada Angiola Calori.
En 1746, Casanova conoció a un aristócrata veneciano llamado Maneo Giovanni Bragadin que le permitiría aprovecharse de su capacidad para engañar al prójimo. Bragadin tenía, como tantos nobles de la época, un cierto interés por lo esotérico y Casanova llegó a convencerle de que sus conocimientos de medicina procedían de una fuente sobrenatural. Como consecuencia de ello, Bragadin convirtió a Casanova en una especie de hijo adoptivo y le proporcionó una abundante cantidad de dinero que per-mitió al joven vividor llevar la existencia de un aristócrata adinerado durante un trienio.
Sin embargo, aquel coqueteo con el ocultismo —que, posiblemente, no pasó de mera charlatanería encaminada a obtener dinero— acabó teniendo sus consecuencias. En 1749, Casanova tuvo que huir de Venecia porque había llamado la atención de la Inquisición.
Trasladado a Cesena, Casanova viviría uno de los grandes amores de su vida, el que tuvo como objeto a una mujer llamada Henriette. La historia concluiría en febrero de 1750 cuando Henriette decidió abandonar a Casanova y regresar con su familia. Fue precisamente entonces cuando el joven veneciano, de camino a París, fue iniciado en la masonería.
La ceremonia tuvo lugar en Lyon, mientras se dirigía a París, y, desde luego, no puede decirse que resultara ayuna de beneficios. A partir de ese momento, Casanova, que hasta entonces se había movido tan sólo por el norte de Italia,
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decidió conocer mundo y su pertenencia a la masonería le proporcionaría una pléyade de contactos que le serían de especial ayuda. Naturalmente, cabe preguntarse por qué nadie en la masonería se preguntó sobre la conveniencia de permitir la iniciación de Casanova. Sin embargo, bien mirado, no le faltaban credenciales: había abandonado el sacerdocio, le perseguía la Inquisición, supuestamente contaba con conocimientos ocultistas y debía de tener un cierto encanto personal. En conjunto, resultaba más que suficiente.
En 1750, Casanova llegó a París. Su primera estancia estuvo fundamentalmente destinada a dominar las costumbres francesas y a seducir a Manon Balletti, la hija de una familia de intachable conducta. Tras pasar por Dresde, Praga y Viena, tres años después Casanova volvía a encontrarse en Venecia. En esta ciudad, el aventurero intentaría conseguir la mano de Caterina Carpeta, la hija de un próspero comerciante. Sin embargo, el padre de la muchacha no estaba dispuesto a ver a su hija en manos de un libertino y procedió a recluirla en un convento. Casanova, que no tenía mucha intención de trabajar como el resto de los seres humanos, volvió a reanudar su relación con Bragadin, que tan pródigo había sido con él, y a explotar sus presuntos poderes ocultos. Como no podía ser menos, la Inquisición volvió a fijarse en él y durante la noche del 25 al 26 de julio de 1755 lo arrestó, confinándolo en una prisión que se hallaba en el palacio ducal. De manera nada sorprendente, entre las pruebas incriminadoras que encontró la policía veneciana se encontraban sus vestimentas de masón.
Quizá otra persona se hubiera sentido acabada tras un episodio de ese tipo. No fue, desde luego, el caso del veneciano. Durante la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre de 1756 consiguió escapar de su encierro y se encaminó a París, adonde llegó a inicios de 1757. Había escapado de la Inquisición y contaba con el respaldo de sus hermanos masones, de manera que fue recibido en la capital francesa como un verdadero héroe, lo cual —justo es reconocerlo— parece cuando menos exagerado.
No resulta extraño que tras ver la reacción de la sociedad bien pensante ante sus acciones decidiera perseverar por ese camino. Se convirtió así en uno de los creadores de la lotería nacional francesa —lo más tolerable de sus actividades en aquellos años— y encontró a otra persona a la que estafar con sus supuestos poderes mágicos. En esta ocasión se trató de la marquesa de Urfé. Como antes y después habían hecho otros charlatanes, Casanova se refirió a un conocimiento oculto que poseía e incluso prometió a la aristócrata que podría garantizarle el hecho de volver a nacer, pero esta vez dotada de sexo masculino. La marquesa creyó en todo a pies juntillas y durante los siguientes siete años se convirtió en la víctima ideal de Casanova. En el curso del tiempo que duró su relación, el habilísimo masón aventurero logró aligerarla del peso de no menos de un millón de francos de la época.
Con todo, el tren de vida que llevaba Casanova era demasiado despilfarrador como para depender únicamente de estafar a la pobre marquesa de Urfé. Así, en 1759 vendió su participación en la lotería e invirtió en una fábrica de seda. El negocio concluyó con Casanova encarcelado por sus socios y acreedores que le culpaban de fraude. Logró salir de la prisión gracias a la marquesa de Urfé, pero antes de que acabara el año era encausado por falsificar documentos mercantiles. Obligado por las circunstancias, el veneciano decidió abandonar Francia.
En el curso de los años siguientes, Casanova se dedicó a recorrer distintos lugares de Europa, llevando un tipo de vida aún más escandaloso si cabe. No le fue bien. En Colonia le acusaron de impago; en Stuttgart se vio mezclado en un turbio asunto de juego y encarcelado… no sorprende que en medio de tantos avatares, a su paso por Suiza, llegara a acariciar la idea de hacerse monje y abandonar aquella suma de desazones. La vocación religiosa le duró hasta que conoció a la joven baronesa de Roll, a la que se dedicó a perseguir. Desde luego, hay que reconocer que la capacidad para el engaño del veneciano era verdaderamente prodigiosa. Antes de que acabara el año —masón y delincuente— fue recibido por el papa Clemente XIII, que le nombró caballero de la orden papal de la Santa Espuela. No era la primera vez que un masón engañaba a la Santa Sede. No iba a ser tampoco la última y, desde luego, resulta bien revelador el comentario que Casanova realiza en sus memorias sobre el clero de Roma al afirmar que varios cardenales y prelados pertenecían a la masonería. Quizá ahí se encuentre la clave del reconocimiento que el papa dispensó al hermano Casanova.
En 1762, tras un dilatado periplo italiano, Casanova se hallaba de nuevo en París. Necesitaba dinero y recurrió, como era de esperar, a madame de Urfé. Sin embargo, a esas alturas la aristócrata deseaba, lógicamente, alguna prueba más sustancial de los poderes ocultos del veneciano. Sin arredrarse, Casanova anunció a la marquesa que su regeneración estaba a punto de llevarse a cabo e incluso se procuró la colaboración de su amante de la época, Marianne Corticelli. El primer intento se llevó a cabo en el castillo familiar de la dama, situado en Pontcarré. Resultó fallido y entonces se fijó como lugar para una segunda acción Aix-la-Chapelle. Fue justo en ese momento cuando la situación comenzó a complicarse para el veneciano. La Corticelli pidió más dinero so pena de contar a madame de Urfé que Casanova tan sólo pretendía estafarla y el aventurero —por enésima vez— engañó a la crédula aristócrata. No fue difícil. Bastó con que le dijera que la Corticelli estaba poseída por un espíritu inmundo y con que anunciara que la ansiada regeneración tendría que esperar.
No esperó mucho. Al año siguiente, 1763, y esta vez en Marsella, madame de Urfé fue sometida a la ceremonia de regeneración. Se trataba, sin duda, de una apuesta arriesgada porque aquélla consistía, nada más y nada menos, en que Casanova mantuviera relaciones sexuales con la aristócrata y así la «impregnara». Del embarazo fruto de ese coito mágico debía nacer, según las promesas de Casanova, una criatura que causaría la muerte de la marquesa y, a la vez, serviría de receptáculo para que siguiera viviendo otra existencia, esta vez como varón. No existen datos de que Casanova hubiera sido muy fecundo hasta ese momento y, para desgracia suya, tampoco lo resultó en la supuesta ceremonia de regeneración. Las consecuencias fueron fatales. Al descubrir que no estaba encinta, madame de Urfé perdió totalmente la fe en el hombre que la había estado estafando a lo largo de siete años y Casanova se vio privado de una generosa fuente de ingresos. El año terminó muy mal. El veneciano, a pesar de su experiencia, se enamoró de Marianne Charpillon, una prostituta que lo humilló una y otra vez y lo arrastró prácticamente a la ruina. No sorprende que el propio Casanova asegurara tiempo después que en ese momento había dado inicio el declive de su existencia.
Con todo, Casanova podría haber salido adelante con relativa facilidad. Su hermano masón, Federico de Prusia, le ofreció precisamente un puesto como jefe de un cuerpo de cadetes de Pomerania que le aseguraba un buen pasar. Sin embargo, el veneciano ignoraba que lo peor estaba por venir, era aún joven, ansiaba nuevos placeres y, bastante desilusionado, rechazó el ofrecimiento.
Hasta el 15 de noviembre de 1774, en que se le permitió regre-sar a Venecia aunque de manera temporal, la vida de Casanova fue un continuo vagabundear por diferentes naciones europeas —Polonia, Rusia, Francia, España…— sin conseguir asegurarse una fortuna y dando con sus huesos más de una vez en la cárcel.