Y luego en el de
Guthrie — V.St.A. — 19/10/74
.
Se bajó de la escalera, retrocedió un poco y, por encima de las gafas, observó las tres tachaduras.
Sí, quedaban bastante bien.
Volvió a subir los peldaños y siguió pintando tachaduras en los casilleros de
Runsten — Sweden — 22/10/74
, y
Rausenberger — Deutschland — 22/10/74
, y
Lyman — England — 24/10/74
, y
Oste — Holland — 27/10/74
.
Volvió a bajar para echar otra mirada.
Precioso. Siete tachaduras rojas.
Que apenas si le habían dado algún placer. ¡Maldito Rudel! ¡Maldito Seibert! ¡Maldito Liebermann! ¡Malditos
todos
!
*
Regresó a algo que era un verdadero pandemónium. Glanzer, el dueño de la casa —que habría sido un estupendo antisemita, salvo por la curiosa circunstancia de que era judío— acusaba de algo, a voz en grito, a una Esther encogida y temblorosa, mientras Max y una joven desgarbada a quien Liebermann no había visto en su vida empujaban la mesa de Lili y la colocaban en el rincón, junto a la puerta del dormitorio. La chapoteante música del agua repiqueteaba en una mezcolanza de ollas y palanganas que recogían aquí y allí las gotas que caían de las oscuras manchas de humedad que tapizaban el techo. Se oyó que en la cocina se rompía algún recipiente de loza, la voz de Lili (que debía estar allí) exclamó: «¡Oh, las
ratas
!», y empezó a sonar el teléfono.
—¡Ajá! —clamó Glanzer, volviéndose para apuntarle con un dedo—. Y ahora viene la gran figura mundial a quien le importa un bledo la propiedad de la gente común. ¡No suelte esa maleta que el
suelo no la resistirá
!
—Bienvenido al hogar —le saludó Max, justo en el momento de levantar un lado de la mesa.
Liebermann dejó en el suelo la maleta y la cartera. Como era domingo, había esperado encontrar en el apartamento vacío un clima de calma y tranquilidad.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—¿Qué sucede? —repitió Glanzer, mientras se escurría hacia él pasando por entre dos mesas, con el rostro rojo como el fuego—. ¡Ya le diré yo lo que sucede! ¡Que tenemos una inundación arriba, eso es lo que sucede! ¡Usted carga en exceso el piso y las cañerías trabajan forzadas! ¡Por eso se rompen! ¿O acaso se cree que pueden aguantar la carga que tienen aquí?
—¿Se rompen las cañerías
de arriba
y yo tengo la culpa?
—¡Todo está conectado! —vociferó Glanzer—. La tensión se transmite. ¡Toda la casa se vendrá abajo a causa del exceso de peso que tiene usted aquí!
—¿Yakov? —Esther le tendió el teléfono, cubriendo el micrófono con la mano—. Alguien de apellido Von Palmen, de Mannheim. Llamó la semana pasada. —Por un lado de la peluca de color castaño rojizo se le escapaba un mechón de pelo gris.
—Pídele el número y dile que le llamaré.
—Se me acaba de romper el tazón rosado —anunció Lili, apostado con aire de duelo en la puerta de la cocina—. El favorito de Hannah.
—¡Fuera! —aullaba Glanzer, dominando con su voz la de Liebermann e invadiéndolo todo con su maldito aliento—. ¡Fuera con todas estas mesas! Ésta es una casa de viviendas, ¡no de oficinas! ¡Y fuera con esos archivos, también!
—¡Váyase
usted
fuera! —gritó con no menos fuerza Liebermann, sabedor de que ésa era la mejor manera de tratar a Glanzer—. ¡Vaya a hacer arreglar esas cañerías inservibles! ¡Éstos son mis muebles, mis mesas y mis archivos! ¿O acaso el contrato dice que sólo puedo tener mesas y sillas?
—¡Ya veremos en el tribunal lo que dice el contrato!
—¡Y usted verá lo que tiene que pagar por los daños producidos por el agua!
¡Fuera!
—El índice de Liebermann señaló la puerta.
Glanzer parpadeó. Miró al suelo, junto a él, como si oyera algo, después observó con preocupación a Liebermann e hizo un gesto de asentimiento.
—Ya lo creo que me voy —susurró—. Antes de que ocurra. —De puntillas, su mole se dirigió hacia la puerta abierta—. Para mí, mi vida es más preciosa que mi propiedad. —Salió y, cautelosamente, cerró la puerta tras de sí.
Liebermann dio una fuerte patada en el suelo y anunció:
—¡Estoy pateando el suelo, Glanzer!
—¡Ojalá pase a través! —se oyó a distancia.
—Yakov, no, que somos responsables —le detuvo Max, tocándole el brazo.
Liebermann se dio vuelta, miró a su alrededor, levantó los ojos y dejó escapar un compungido: «¡Ay, ay, ay! » Después se mordió el labio inferior.
—Lo descubrimos temprano, así que no es grave —explicó Esther mientras se estiraba para enjugar la parte alta de uno de los armarios del archivo—. Gracias a Dios, esta mañana estuve en la cocina, haciendo un bizcocho de nuez. Cuando vi lo que pasaba llamé a Max y a Lili. Sólo ha sido aquí, en la cocina, no en las otras habitaciones.
Max presentó a la chica desgarbada, que tenía unos grandes y bellos ojos grises; era Alix, la sobrina que él y Lili tenían en Brighton, Inglaterra, y que en ese momento estaba con ellos de vacaciones. Liebermann le estrechó la mano, agradeciéndole su ayuda, y después se quitó la chaqueta para unirse al trabajo.
Secaron las mesas y los demás muebles, pusieron ollas y palanganas vacías donde habían estado las llenas, y con unas escobas envueltas en toallas enjugaron los puntos mojados del techo.
Después, sentados en las mesas y en la parte aprovechable del sofá, se sirvieron café y bizcochos. Las goteras se habían reducido a media docena de hilos que se escurrían lentamente. Liebermann habló un poco de su viaje, de los viejos amigos que había visitado, de los cambios que había visto. Con su alemán vacilante, Alix contestó a las preguntas de Esther sobre su trabajo de diseñadora textil.
—Muchas aportaciones, Yakov —le informó Max, con un gesto solemne de su cabeza gris.
—Como siempre, después de las santas festividades —señaló Lili.
—Pero este año han sido más que el anterior, querida —dijo Max, y agregó dirigiéndose a Liebermann—: La gente está al tanto de lo del Banco.
Liebermann movió afirmativamente la cabeza y se volvió hacia Esther.
—¿No me ha llegado nada de la «Agencia Reuter»? ¿Informes, recortes?
—Ahí tienes un sobre de «Reuter» —contestó Esther—; uno grande. Pero dice que es personal. ¿Informes? —se extrañó Max.
—Antes de salir de viaje hablé con Sydney Beynon, sobre la historia del chico de Koehler. De
él
no se ha sabido nada, ¿no es cierto?
Todos sacudieron la cabeza.
Esther se levantó con la taza y el platillo sobre la bandeja.
—No puede ser, es demasiado disparatado —declaró, mientras se acercaba a la mesa de Max. Lili se había levantado para recoger los platos, pero ella se lo impidió—. Deja todo esto, que yo lo limpiaré. Y ustedes váyanse con Alix a mostrarle la ciudad.
Liebermann dio las gracias a Max, Lili y Alix mientras ellos se ponían los abrigos. Besó a Lili, estrechó la mano de Alix y le deseó felices vacaciones y palmeó en el hombro a Max. Después de haber cerrado la puerta tras ellos, volvió a tomar su maleta y la llevó al dormitorio.
Entró en el cuarto de baño, se tomó las píldoras del mediodía, colgó en el armario su segundo traje y se cambió la chaqueta por un suéter y los zapatos por unas zapatillas. Con las gafas en la mano regresó a la sala de estar, cogió la cartera y, esquivando las mesas, amontonadas, pasó al comedor.
—Yo me quedaré por aquí y vigilaré por si sigue goteando —ofreció Esther, desde la puerta de la cocina—. ¿Quieres que te comunique con el hombre ese de Mannheim?
—Más tarde —declinó Liebermann, y entró en el comedor, convertido ahora en su despacho.
La mesa estaba atestada de revistas y de montones de cartas ya abiertas. Dejó la cartera, encendió la lámpara, se puso las gafas; apartó un montón de cartas que semiocultaban varios sobres grandes y encontró el sobre gris de «Reuter», escrito a mano, repleto y abultado. ¿Tanto le enviaban?
Se sentó, despejó lo mejor que pudo la mesa, apartando hacia atrás y hacia los lados las pilas de correspondencia y derribando la fotografía de Hannah, mientras algunas revistas caían al suelo.
Desató el hilo que aseguraba el sobre y desgarró el cierre engomado. Inclinándolo sobre el verde del secante lo sacudió para extraer de él una masa de recortes de periódicos y papeles de teletipo: veinte, treinta, más aún; había entre ellos fotocopias, aunque la mayoría eran trozos de periódico recortados rápidamente, tijeras en mano.
Mann getötet in Autounfall; Priest Slain by Robbers; Eldsvada dödar man, 64
. Algunos de los recortes llevaban pegados rótulos amarillos con la fecha y el nombre del periódico. Había unos veinte en total.
Liebermann miró dentro del sobre y encontró dos pequeños recortes más y una hoja de papel blanco, que venía rodeando todo el manojo.
Manténgame al tanto
, decía en el centro, escrito con una letra pequeña y pulcra. Estaba fechado el 30 de octubre.
Liebermann puso a un lado la hoja junto con el sobre y extendió con ambas manos los recortes, abriéndolos para verlos mejor, hasta formar un superpuesto rompecabezas de francés, alemán, inglés… y sueco, danés y otras lenguas, indescifrables algunas a no ser por alguna que otra palabra.
Död
, seguramente, era
tot
y
dead
… muerto.
—¡Esther! —llamó.
—¿Sí?
—Alcánzame los diccionarios, el sueco y el holandés; el noruego y el danés también.
Levantó uno de los recortes, en alemán: una explosión en una fábrica de productos químicos de Solingen había causado la muerte al sereno nocturno August Mohr, de 65 años. No. Lo hizo a un lado.
Después lo volvió a tomar. ¿Acaso un empleado público de ínfima categoría no podría tener un segundo trabajo por las noches? Improbable, para esa edad, pero no imposible. La explosión se había producido a la una de la mañana del día anterior a la publicación de la noticia, es decir, el 20 de octubre.
Se encendió la luz del techo y se oyó la voz de Esther, que atravesaba la habitación:
—Deben estar allí. —Fue hacia la mesa del comedor, apoyada contra la pared, y empezó a leer lo anotado en los costados de las cajas apiladas sobre ella—. Diccionario danés no tenemos —anunció—. Y el noruego lo está usando Max.
Liebermann sacó un bloc del cajón.
—Será mejor que me des el francés también.
—Espera a que lo encuentre.
Él buscó el bolígrafo que había quedado entre la correspondencia. Volvió a mirar el recorte y anotó sobre el papel amarillo, después de unos cuantos garabatos para que empezara a fluir la tinta:
20; Mohr, August; Solingen
. Después puso un signo de interrogación.
—Diccionarios —anunció Esther abriendo una de las cajas—. Noruego, sueco, ¿francés?
—Y holandés, por favor. —Liebermann puso el recorte a la izquierda; allí dejaría los «posibles». Buscó el escrito en inglés, el que se refería al sacerdote lo encontró, lo recorrió rápidamente y con un «ay» lo dejó a la derecha.
Esther se le acercó, abrumada por el peso de cuatro gruesos volúmenes encuadernados, y Liebermann apartó el correo amontonado al costado de la mesa para hacerle lugar.
—Estaba todo organizado —se lamentó ella, mientras dejaba los libros.
—Ya lo reorganizaré yo. Gracias.
Ella se escondió el pelo que le asomaba bajo la peluca.
Si necesitabas traducciones, deberías haber pedido a Max que se quedara.
No lo pensé.
¿Quieres que trate de localizarle?
Liebermann negó con la cabeza y levantó otro recorte en inglés:
Dispute Ends in Fatal Knifing
.
—¿Asesinan a tantas personas? —preguntó Esther, que miraba con aire de preocupación el montón de recortes.
—A todos no —respondió él, mientras colocaba el recorte a su derecha—. Algunos son accidentes.
¿Cómo vas a saber cuáles son los que mataron los nazis?
—Tendré que mirar. —Liebermann tomó un recorte escrito en alemán.
—¿Mirar?
—Para ver si puedo encontrar una razón. Ella lo miró con desdén.
—¿Porque un chico te llama y desaparece?
—Adiós, Esther, guapa.
Ella se apartó de la mesa.
—Yo podría estar escribiendo artículos y ganando dinero.
—Pues escríbelos, que yo te los firmaré.
—¿Quieres comer algo?
Liebermann negó con la cabeza.
Unos pocos recortes se referían a las mismas muertes ya narradas en otros; algunas de las personas fallecidas no estaban dentro de los límites de edad. Había comerciantes, agricultores, obreros industriales jubilados, vagabundos; muchos habían muerto a manos de vecinos, de parientes, de bandas de jóvenes delincuentes. Lupa en mano, recorrió los diccionarios bilingües; un
makelaar in onroerende goederen
era un agente de la propiedad inmobiliaria; un
tulltjänsteman
, un funcionario de aduanas. Puso los «imposibles» a la derecha, mientras los «posibles» quedaban a su izquierda. La mayoría de las palabras de los recortes daneses figuraban en el diccionario noruego-alemán.
Estaba bien avanzada la tarde cuando dejó en el montón de los «imposibles» el último recorte. Los «posibles» eran once.
Arrancó del bloc la lista que había hecho de ellos y empezó una nueva, disponiéndolos pulcramente en orden de acuerdo con la fecha de la muerte.
El 16 de octubre habían muerto tres: Chambon Hilaire, en Burdeos; Döring, Emil, en Gladbeck, un pueblo de la zona de Essen; y Persson, Lars, en Fagersta, Suecia.
Cuando sonó el teléfono dejó que Esther lo atendiera.
Dos el 18: Guthrie, Malcolm, en Tucson…
—¿Yakov? Es Mannheim de nuevo.
Cogió el teléfono.
—Liebermann.
—Hola, Herr Liebermann —lo saludó una voz de hombre—. ¿Qué tal fue su viaje? ¿Ya encontró la razón de las noventa y cuatro matanzas?
El interpelado se quedó inmóvil, mirando el bolígrafo que tenía en la mano. Era una voz que ya había oído, pero que no lograba identificar.
—¿Quién es, por favor? —preguntó.
—Me llamo Klaus Von Palmen, y lo oí hablar en Heidelberg. Tal vez me recuerde usted; yo le pregunté si el problema era realmente hipotético.
Claro. El joven rubio de aspecto despierto.
—Sí, le recuerdo.
—¿Ha tenido algún público que le respondiera mejor que nosotros?
—No volví a plantear esa pregunta.