Los niños del Brasil (4 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

Con el magnetofón apretado contra el pecho, se dirigió a una puerta de cristales y movió el picaporte. Un hombre que estaba cosiendo un delantal, muy cerca de allí, levantó la vista hacia ella.

—Son sobras —explicó Tsuruko, mostrándole rápidamente la forma envuelta en la servilleta—, para una anciana que viene a buscarlas.

Los ojos fatigados del hombre la miraron desde el tenso rostro amarillo y volvieron a descender hacia las manos sin dejar de coser.

Tsuruko abrió la puerta y salió a un pasadizo. De un montón de latas de basura saltó un gato que huyó por un estrecho pasaje hacia una calle iluminada por tubos de neón.

—¿Oiga, está usted ahí? —llamó en voz baja Tsuruko, en portugués, tras haber cerrado la puerta a sus espaldas, inclinándose hacia la oscuridad—. ¿
Senhor
Hunter?

En la penumbra del pasadizo se perfiló una figura, un hombre alto y delgado con una bolsa de viaje.

—¿Lo ha hecho?

—Sí —respondió ella, mientras desenvolvía el magnetofón—. Todavía está funcionando, porque no recuerdo con qué botón se detiene.

—Bueno, bueno, no importa. —El hombre era joven, y en su rostro de rasgos delicados y en el pelo castaño se reflejaba la luz de la puerta—. ¿Dónde lo puso? —preguntó.

—En un tazón de arroz debajo de la mesa de servicio. —Tsuruko le entregó el magnetofón. Medio cubierto con la tapa, de manera que no lo vieran.

El joven inclinó el magnetofón hacia la puerta y apretó uno de los mandos y después otro; se oyó un sonido agudo y gorjeante. Tsuruko, mientras lo observaba, se hizo a un lado para darle más luz.

—¿Cerca de dónde se sentaban? —preguntó el joven en mal portugués.

—Desde aquí hasta allá —la japonesa señaló con un gesto la distancia que la separaba de la lata de basura más próxima.

—Bueno, bueno. —El joven oprimió un botón, que detuvo el gorjeo, y apretó otro, la voz del hombre blanco habló en alemán, a distancia, como rodeada por un eco—. ¡Muy bien! —dijo el hombre, y pulsando otro mando detuvo la voz. Señaló el magnetofón—. ¿Cuándo comenzó usted esto?

—Cuando terminaron de comer, un momento antes de que nos hiciera salir. Estuvieron hablando casi una hora.

—¿Ya se van?

—Se iban cuando yo bajé.

—Muy bien, muy bien. —El joven tiró de la cremallera de su bolsa de viaje azul y blanco. Llevaba una chaqueta corta de sarga azul y pantalones tejanos, representaba unos veintitrés años y era, evidentemente, norteamericano—. Me ha sido usted una ayuda grande —dijo a Tsuruko mientras se guardaba el magnetofón en la bolsa—. Mi revista estará muy contenta cuando yo entregue una historia sobre el
senhor
Aspiazu. Es el más famoso autor de cine. —Del bolsillo de atrás del pantalón sacó una billetera y la abrió de manera que recibiera la luz.

Tsuruko lo observaba, con la servilleta en la mano.

—¿Una revista norteamericana? —preguntó.

—Sí —respondió el joven mientras separaba los billetes—.
Movie Story
. Una revista cinematográfica muy importante. —Le dedicó una radiante sonrisa y le entregó los billetes—. Ciento cincuenta cruceiros. Muchas gracias. Me ha sido una ayuda grande.

—Gracias. —La muchacha echó una mirada a los billetes y le sonrió, asintiendo con la cabeza.

—Su restaurante huele bien —dijo él, mientras volvía a guardarse la billetera—. He pasado mucha hambre mientras esperaba.

—¿Querría que yo le preparase algo? —La japonesa se guardó los billetes en el kimono—. Podría…

—No, no. —El muchacho le tocó la mano—. Como en mi hotel. Gracias, muchas gracias. —Le dio un apretón de manos, se dio la vuelta y dando largos pasos se alejó por el pasadizo.

—¡Muchas gracias,
senhor
Hunter! —gritó ella mientras él se iba. Durante un momento le observó, después giró sobre sus talones, abrió la puerta y entró.

*

En el bar les ofrecieron como atención una ronda de bebidas, que aceptaron no tanto por la insistencia del japonés de smoking, que se había presentado como Hiroo Kuwayama, uno de los tres propietarios de «Sakai», como seducidos por la presencia de un nuevo juego de pingpong electrónico, que resultó lo suficientemente fascinante para que pidieran una ronda más, aunque, después de discutirlo, decidieron renunciar a una tercera.

Alrededor de las once y media se dirigieron en masa al guardarropas para recoger sus sombreros. La muchacha de kimono le entregó el suyo a Hessen, le sonrió y dijo:

—Un amigo suyo entró después de usted, pero no quiso subir sin que le invitaran.

—¿Sí? —preguntó Hessen mirándola fijamente.

La muchacha asintió.

Un hombre joven, norteamericano, me parece.

—Ah —dijo Hessen—. Claro, sí. Ya sé a quién se refiere. ¿Dice usted que entró detrás de mí?

—Sí,
senhor
, cuando usted iba subiendo las escaleras.

—Naturalmente, preguntaría adónde iba yo.

Ella asintió con un gesto.

—¿Qué le dijo usted?

—Que era una reunión privada. A él le parecía que sabía quién la ofrecía, pero estaba equivocado. Yo le dije que era el
senhor
Aspiazu, y dijo que lo conoce a él también.

—Sí, ya sé —asintió Hessen—. Somos todos muy amigos. Debería haber subido.

—Dijo que probablemente fuera una reunión de negocios, y que no quería molestarlos. Además, no iba correctamente vestido. —Con un gesto la chica señaló los costados—. Con tejanos, y sin corbata —agregó, tocándose la garganta con sus delgados dedos.

—Oh —exclamó Hessen—. Pues es una pena que no subiera de todas maneras, para saludarnos. ¿Volvió a salir en seguida?

Sin hablar ella asintió.

—Está bien —dijo Hessen, y con una sonrisa le entregó un cruceiro.

Después fue a hablar con el hombre de blanco. Los otros, que tenían ya en la mano los sombreros y carteras, se reunieron en torno de ellos.

El hombre rubio y el de pelo negro se dirigieron rápidamente hacia las talladas puertas de entrada; Traunsteiner fue al bar y un momento después volvió a salir con Hiroo Kuwayama.

El hombre de blanco apoyó su mano enguantada sobre el hombro del japonés y le habló con seriedad Kuwayama lo escuchó, hizo una inspiración profunda se mordió el labio y sacudió la cabeza.

Tras haber pronunciado algunas palabras con gestos tranquilizadores, se dirigió presurosamente hacia el fondo del restaurante.

Con un gesto brusco, el hombre de blanco indicó a los otros que se apartaran de él. Se dirigió hacia un lado del vestíbulo y dejó sobre una mesita negra donde había una lámpara su sombrero y su cartera, ahora menos abultada. Se quedó ahí mirando hacia el fondo del restaurante, con el ceño fruncido, mientras se frotaba las manos enguantadas de blanco. Después se las miró y las dejó caer a los lados.

Desde el fondo del restaurante llegaron Tsuruko y Mori, vestidas con pantalones y blusas de colores, y Yoshiko, todavía con el kimono. Kuwayama les indicaba que se apresuraran. Las muchachas parecían confundidas e inquietas, y los demás clientes las miraban.

La boca del hombre de blanco se curvó en una sonrisa amistosa.

Kuwayama dejó a las tres mujeres frente al hombre de blanco, hizo a éste un gesto con la cabeza y se apartó para observar la escena con los brazos cruzados.

El hombre de blanco, sonriente, sacudió la cabeza con aire apenado y se pasó la mano enguantada por el pelo gris cortado muy corto.

—Muchachas —empezó—, ha sucedido algo realmente malo. Malo para

, quiero decir, no para ustedes. Para ustedes es
estupendo
. Me explicaré. —Hizo una inspiración—. Yo soy fabricante de maquinaria agrícola y uno de los más importantes de Sudamérica. Las personas que están conmigo esta noche —hizo un gesto por encima del hombro— son mis vendedores. Nos hemos reunido aquí para que yo pudiera explicarles lo referente a las nuevas máquinas que estamos empezando a producir y darles todos los detalles y especificaciones necesarios; como se imaginan, es todo muy secreto. Pero he descubierto que un
espía de una empresa rival norteamericana
tuvo noticia de nuestra reunión momentos antes de que comenzara, y como sé de qué manera se maneja esta gente, podría apostar a que fue a la cocina para hablar con alguna de ustedes, o quizás con todas ustedes, y les pidió que escucharan nuestra conversación desde algún… lugar secreto, o tal vez que nos tomaran fotografías —levantó un dedo—. El caso es —explicó— que algunos de mis vendedores trabajaron antes para esta empresa rival, y no saben… Quiero decir que esta firma no sabe quién está ahora conmigo, de manera que a ellos también les sería útil tener fotografías de nosotros. —Hizo un gesto con la cabeza, mientras sonreía tristemente—. Es un negocio muy competitivo —aclaró—, como una pelea de gallos.

Tsuruko, Mori y Yoshiko le miraban inexpresivamente, moviendo ligera y lentamente la cabeza.

Kuwayama, que había dado la vuelta hasta colocarse detrás del hombre de blanco, dijo con seriedad:

—Si alguna de ustedes hizo lo que el
senhor

—¡No me interrumpas! —El hombre de blanco extendió hacia atrás una mano abierta, sin volverse—. Por favor. —Bajó la mano, sonrió y dio un corto paso hacia delante. Este hombre —continuó de buena manera—, un joven norteamericano, debe de haberles ofrecido algún dinero, y tal vez les haya contado alguna historia diciendo que era una broma o algo así, una treta inofensiva que nos estaba preparando. Y yo entiendo perfectamente que muchachas como ustedes, que sin duda no cobran mucho… ¿O me equivoco? ¿Acaso nuestro amigo aquí presente les paga muy bien? —Sus ojos castaños las miraban parpadeantes, esperando respuesta.

Con una risita, Yoshiko sacudió vehementemente la cabeza. El hombre de blanco le acompañó en su risa, tendió una mano hacia el hombro de ella y después la retiró, sin tocarla.

—¡Ya me lo parecía! —exclamó—. ¡Bien seguro estaba yo de que no era así! —Sonrió a Mori y a Tsuruko, que le devolvieron con incertidumbre la sonrisa—. Pues bien, entiendo perfectamente —continuó mientras volvía a ponerse serio— que muchachas en la situación de ustedes, que trabajan mucho y tienen responsabilidades de familia, como tú con tus dos hijos, Mori, entiendo perfectamente que hayan aceptado un ofrecimiento como ése. En realidad, lo que no podría entender sería que
no lo
hicieran; ¡sería una total estupidez! Una bromita inofensiva, unos pocos cruceiros extra. Las cosas están caras hoy en día, bien lo sé, por eso les di buenas propinas allá arriba. De manera que si les hicieron ese ofrecimiento, y si lo aceptaron, créanme, muchachas, que no estoy enojado ni resentido; lo comprendo, pero
necesito saberlo
.


Senhor
—protestó Mori—, le doy a usted mi palabra de que nadie me ofreció nada y nadie me pidió que hiciera nada.

—Nadie —afirmó a su vez Tsuruko, sacudiendo la cabeza; lo mismo hizo Yoshiko, que agregó—: En serio,
senhor
.

—Como prueba de mi comprensión —expresó el hombre de blanco mientras se abría la americana y buscaba algo dentro de ella—, les daré dos veces lo que ese hombre les dio, o dos veces lo que les ofreció únicamente. —Sacó una gruesa billetera negra de piel de cocodrilo, la abrió y mostró los bordes de dos fajos de billetes—. A esto me refería antes, cuando dije que la cosa sería mala para mí pero buena para ustedes. —Miró a las mujeres una tras otra—. Dos veces lo que él les dio —reiteró—. Para ustedes, y la misma cantidad también para el
senhor
… —con un gesto de la cabeza señaló al japonés, que murmuró «Kuwayama»—, para que no se enoje con ustedes tampoco. ¿Eh, muchachas, por favor? ¿Qué les parece? —El hombre de blanco mostró su dinero a Yoshiko—. Hemos dedicado
años
a este…, a estas nuevas máquinas —le explicó—. ¡Millones de cruceiros! —Mostró el dinero a Mori—. Si sé qué es lo que sabe mi rival, entonces podré dar los pasos necesarios para protegerme. —Mostró los billetes a Tsuruko—. Acelerar la producción, o tal vez encontrar a este joven y… convencerlo de que trabaje con nosotros, darle
a él
dinero lo mismo que a ustedes y al
senhor

—Kuwayama. Vamos, muchachas, no tengan miedo. Díganselo al
senhor
Aspiazu, que yo no me enojaré con ustedes.

—¿No ven? —insistió el hombre de blanco—. Todo será para bien. ¡Para todos!

—Es que no hay nada que
decir
—insistió Mori. Yoshiko, mientras miraba la billetera abierta con sus fajos de billetes, agregó tristemente:

—Nada, en serio —levantó los ojos—. Yo se lo diría con gusto,
senhor
, pero realmente no hay nada.

Tsuruko miraba la billetera.

El hombre blanco la observaba.

La muchacha levantó los ojos para mirarle, y con vacilación, con confusión, hizo un gesto afirmativo.

El hombre de blanco dejó escapar un suspiro, mientras la miraba atentamente.

—Fue exactamente como usted dijo —admitió la japonesa—. Yo estaba en la cocina, mientras nos preparábamos para servirles a ustedes, y uno de los chicos vino a decirme que afuera había un hombre que quería hablar con alguien que atendiera al grupo de ustedes. Era muy importante. Entonces salí y me encontré con el norteamericano, que me dio doscientos cruceiros, cincuenta antes y ciento cincuenta después. Me dijo que era reportero de una revista, que usted hacía películas y que jamás concedía entrevistas.

—Sigue —le dijo el hombre de blanco, sin dejar de mirarla.

—Dijo que él podría hacer un artículo excelente si descubría cuáles eran las nuevas películas que proyectaba usted filmar. Yo le dije que más tarde usted iba a hablar con sus invitados, como nos había dicho el
senhor
Kuwayama, y él…

—Te pidió que te escondieras y escucharas.

—No,
senhor
, me dio un magnetofón de cinta, y yo lo llevé adentro y se lo entregué cuando ustedes terminaron de hablar.

—¿Un… magnetofón de cinta?

Tsuruko asintió con un gesto.

—Me enseñó cómo funcionaba. Dos botones a la vez. —Con ambos índices presionó el aire.

El hombre de blanco cerró los ojos y se quedó inmóvil, oscilando casi imperceptiblemente de lado a lado. Volvió a abrir los ojos, miró a Tsuruko y sonrió débilmente.

—¿Durante toda nuestra reunión estuvo en funcionamiento un magnetofón de cinta? —preguntó.

—Sí,
senhor
—afirmó ella—. Escondido en un tazón de arroz debajo de la mesa de servir. Funcionó muy bien. Antes de pagarme el hombre lo probó y se mostró muy satisfecho.

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