El hombre de blanco se aproximó, desabrochándose la chaqueta. Dejó la cartera en el suelo y se volvió para sentarse cuidadosamente apoyándose en los brazos del respaldo. Encogió las piernas bajo la mesa, poniendo los pies en el rebaje.
El rubio se inclinó para empujar el respaldo y acercarlo más a la mesa.
—
Danke
—agradeció el de blanco.
—
Bitte
—respondió el rubio, y fue a situarse de espaldas a la abertura de la pared.
El hombre de blanco empezó a quitarse un guante, mientras miraba con aprobación la mesa dispuesta ante él. El de pelo negro, con los brazos levantados, recorrió lentamente, andando de costado, la abertura que separaba las dos habitaciones, mientras sus dedos tanteaban la parte alta del saliente formado por un dintel negro.
Se oyeron unos golpecitos; el rubio se dirigió hacia la puerta, mientras el moreno se daba la vuelta y bajaba los brazos. El rubio escuchó un momento y abrió. Una camarera ataviada con un kimono rosado entró con la cabeza inclinada, llevando en las manos una bandeja con un vaso tintineante. Sus pies con calcetines blancos, susurraban sobre el
tatami
.
—¡Ah! —exclamó alegremente el hombre de blanco, mientras doblaba los guantes. Su expresión de entusiasmo se alteró cuando la camarera, una mujer de cara achatada, se puso en cuclillas junto a él y empezó a retirar de su plato la servilleta y los palillos—. ¿Cómo te llamas, encanto? —preguntó con forzada jovialidad.
—Tsuruko,
senhor
—la camarera dejó sobre la mesa un posavasos de papel.
—¡Tsuruko! —con los ojos muy abiertos y los labios fruncidos, el hombre miró al rubio y al moreno como maravillado de una revelación tan impresionante.
La muchacha, después de haber puesto la bebida sobre la mesa, se levantó y empezó a retirarse andando hacia atrás.
—Hasta que lleguen mis invitados, Tsuruko, no quiero que me molesten.
—Sí,
senhor
. —La japonesa giró sobre sus talones y, con las rodillas muy juntas, salió apresuradamente de la habitación.
El rubio cerró la puerta y volvió a ocupar su puesto ante la abertura octogonal. El moreno se dio la vuelta y levantó otra vez las manos hacia el dintel.
—Tsu, ru, ko —masculló el hombre de blanco acercando más su cartera—. Si ésta es de las bonitas, ¿cómo serán las que no lo son? —agregó en alemán.
El rubio ahogó una carcajada.
El hombre de blanco oprimió con un dedo el cierre de su cartera y la abrió lo bastante para que la tapa quedara abierta. En un extremo metió los guantes doblados, hojeó rápidamente los bordes de los papeles y sobres, sacó de entre ellos una delgada revista —
Lancet
, la publicación médica británica— y la puso sobre la mesa, junto a su plato. Mientras miraba la portada, sacó del bolsillo del pecho un estuche, deshilachado y descolorido, bordado en
petitpoint
, y de él extrajo unas gafas de montura negra. Las abrió, se las puso, guardó el estuche y se acarició con un dedo el bigote áspero y fino. Tenía las manos menudas, rosadas, pulcras, de aspecto juvenil. De un bolsillo interior de la chaqueta sacó una pitillera de oro, sobre la cual había grabado un largo texto manuscrito.
El rubio seguía de pie ante la abertura. El de pelo negro examinó las paredes, el suelo, la mesa auxiliar y los respaldos. Retiró uno de los cubiertos ya puestos, extendió un pañuelo en su lugar y, subiéndose encima, abrió con un destornillador el panel de vidrio con el borde cromado que ocultaba la luz del techo.
El hombre de blanco leía su
Lancet
, tomaba de vez en cuando un sorbo de «Dubonnet» y fumaba un cigarrillo. El aire silbaba continuamente al pasar por una separación que tenía entre los dientes superiores. A veces parecía sorprendido por lo que leía.
—¡Completamente equivocado, señor! —exclamó una vez, en inglés.
*
Los invitados llegaron todos en un intervalo de cuatro minutos. El primero, que entregó su sombrero, pero no su cartera, a las ocho menos tres minutos, y el último a las ocho y un minuto. Tras abrirse paso entre los grupos que esperaban y unirse al japonés de smoking, éste los dirigía cortésmente hasta el rubio, que aguardaba al pie de las escaleras; tras un breve intercambio de palabras, se pedía a cada uno que subiera al lugar donde el hombre de pelo negro le señalaba la hilera de zapatos colocados junto a la puerta abierta.
Eran seis hombres de negocios, todos en calcetines; se saludaron cortésmente con gestos de la cabeza y se inclinaron para presentarse en portugués y en español al hombre de blanco.
—Ignacio Carreras, médico. Es un honor conocerle.
—¡Hola! ¿Cómo está? No puedo levantarme, estoy aquí atrapado. Éste es José de Lima, de Río. Ignacio Carreras, de Buenos Aires.
—¿Doctor? Soy Jorge Ramos.
—¡Amigo mío! Su hermano fue para mí como esta mano derecha. Discúlpeme que no me levante; estoy atrapado. Ignacio Carreras, de Buenos Aires. José de Lima, de Río, Jorge Ramos es de aquí, de São Paulo.
Dos de los invitados eran viejos amigos y se mostraban muy contentos de volver a verse.
—¡En Santiago! ¿Dónde has estado tú?
—¡En Río!
Otro se presentó con un fallido taconazo:
—Antonio Paz, de Porto Alegre.
Fueron poniéndose en cuclillas a los costados de la mesa, haciendo bromas sobre su torpeza para moverse y quejándose; después se acomodaron, todos ellos con los cartapacios o carteras cerca de sí; sacudieron las servilletas para abrirlas y encargaron las bebidas a una camarera muy joven graciosamente sentada sobre los talones. Tsuruko, con su cara achatada, colocó ante cada uno de ellos un paño húmedo arrollado; el hombre de blanco y sus invitados se frotaron las manos y se enjugaron la boca.
Como si fueran borrando al portugués y al español, se generalizó el alemán; se intercambiaban nombres alemanes.
—Ah, ya le conozco. Usted sirvió a las órdenes de Stangl, ¿no es eso? ¿En Treblinka?
—¿Ha dicho usted «Farnbach»? Mi mujer es una Farnbach de Langen, cerca de Francfort.
Les sirvieron las bebidas, acompañadas de platitos de quisquillas y pequeñas albóndigas de carne dorada. El hombre de blanco les enseñó a usar los palillos. Los que ya los manejaban servían de maestros para los que no estaban acostumbrados.
—¡Un tenedor, por Dios!
—¡No, no! —El hombre de blanco miró, riendo, a la bonita camarera—. ¡Le haremos aprender! ¡Tiene que aprender!
La muchacha se llamaba Mori. La chica del kimono sencillo encargada de llevarle a Tsuruko los platos y los tazones tapados, colocados en la mesa de servicio, se ruborizó.
—Yoshiko,
senhor
—contestó.
Los hombres comían y bebían, hablando de un terremoto en el Perú y del nuevo presidente norteamericano, Ford.
Les sirvieron tazones de sopa clara y luego más platos de comida, manjares fritos y crudos, acompañados de té.
Los hombres hablaron de la situación del petróleo y de que era probable que a causa de ésta disminuyera la simpatía de Occidente hacia Israel.
Más comida: tiras de carne cocida, trozos de langosta, y cerveza japonesa.
Hablaron de las mujeres japonesas. Kleist Carreras, un hombre delgado con un ojo de cristal que se movía desagradablemente, contó una historia divertidísima de las malandanzas de un amigo en un burdel de Tokio.
El japonés de smoking entró a preguntarles cómo estaban.
—¡De primera! —le aseguró el hombre de blanco—. ¡Excelente!
Los otros se manifestaron de acuerdo, en una mezcla de portugués, español y alemán.
Les sirvieron melón, y más té.
Hablaron de pesca, y de las diferentes maneras de cocinar el pescado.
El hombre de blanco invitó a Mori a que se casara con él, y ella sonrió escudándose en un marido y dos hijos.
Los hombres se levantaron de los crujientes respaldos, estiraron los brazos y se pusieron de puntillas, palmeándose el estómago. Algunos, entre ellos el de blanco, se dirigieron al pasillo en busca del aseo de caballeros. Los otros se quedaron hablando del anfitrión: de lo encantador que era, y de lo joven y animado que estaba para…, ¿sesenta y tres? ¿Sesenta y cuatro?
El primer grupo volvió y salieron los otros.
La mesa fue totalmente despejada y provista de copas de coñac, ceniceros y una caja de cigarros envasados en tubos de vidrio. En cuclillas, Mori dio la vuelta a la mesa con una botella, llenando de oscuro ámbar el fondo de cada copa. Tsuruko y Yoshiko parloteaban en voz baja en la mesa de servicio, sin ponerse de acuerdo sobre el momento de levantarla.
—Fuera, chicas —les dijo el hombre de blanco al volver a su sitio—. Queremos hablar en privado.
Tsuruko empujó a Yoshiko para que se diera prisa y, al pasar, se disculpó ante él:
—Más tarde limpiaremos todo.
Mori sirvió el coñac en la última de las copas, dejó la botella en el extremo libre de la mesa y se fue presurosamente hacia la puerta, quedándose de pie a un costado, con la cabeza inclinada, mientras entraba el resto de los hombres.
El hombre de blanco volvió a acomodarse en su respaldo, ayudado por Farnbach-Paz.
El de pelo negro miró desde la puerta, contó a todos y cerró.
Fueron situándose en sus puestos, esta vez con aire grave y sin hacer bromas. Se pasó la caja de cigarros.
La abertura de la pared estaba bloqueada en el exterior por un trozo de traje gris.
El hombre de blanco sacó un cigarrillo de su pitillera de oro, la cerró, la miró y se la pasó a Farnbach, que estaba a su derecha, y que sacudió la cabeza totalmente afeitada; sin embargo, al darse cuenta de que le invitaban a leer y no a fumar, tomó la pitillera y la alejó un poco para ver mejor. Al ver de qué se trataba, sus ojos azules se abrieron.
—¡Oooh! —Mientras leía sorbía el aire entre los labios fruncidos—. ¡Qué maravilla! —exclamó, dirigiendo al hombre de blanco una sonrisa emocionada—. ¡Esto es mejor que una medalla! ¿Me permite? —Con la pitillera en la mano hizo un gesto en dirección a Kleist, que estaba sentado junto a él.
Sonriente y con las mejillas arrebatadas, el hombre de blanco hizo un gesto de asentimiento, y se volvió para acercar su cigarrillo a la llama de un encendedor que le esperaba a su izquierda. Con los ojos entrecerrados por el humo, atrajo hacia sí su cartera y la abrió del todo.
—¡Qué maravilla! —exclamó Kleist—. Mira, Schwimmer.
El hombre de blanco rebuscó en su cartera para sacar un montón de papeles que colocó delante de él, apartando la copa de coñac. Dejó el cigarrillo en un cenicero blanco y, mientras observaba cómo el joven y apuesto Schwimmer pasaba la cigarrera a Mundt a través de la mesa, sacó del bolsillo del pecho el estuche, y de él las gafas. Sonrió ante las sonrisas admirativas de Schwimmer y Kleist, volvió a meterse el estuche en el bolsillo, sacudió las gafas para abrirlas y se las caló. Se oyó un silbido largo y bajo, emitido por Mundt. El hombre de blanco dio una chupada al cigarrillo, aspiró el humo con placer, y volvió a dejarlo en el cenicero. Acomodó los papeles que tenía ante sí y estudió el que estaba encima, mientras tendía la mano hacia su copa de coñac.
—¡Mm, mm, mm! —se oyó mascullar a Traunsteiner. El hombre de blanco sorbió su coñac, y hojeó rápidamente el montón de papeles.
La pitillera volvió a sus manos; quien se la devolvía era el canoso Hessen, con los ojos azules brillantes en el rostro magro.
—¡Qué maravilla, tener una cosa así!
—Sí —asintió el hombre de blanco con un gesto de la cabeza—, estoy enormemente orgulloso de esto —expresó mientras dejaba la pitillera junto a los papeles.
—¿Quién no lo estaría? —preguntó Farnbach.
—Ahora vamos a hablar de negocios, muchachos —dijo el hombre de blanco mientras apartaba su copa. Se pasó la mano por el pelo gris, se bajó las gafas sobre la nariz y por encima de ellas miró a los demás que le observaban atentamente, con los cigarros inmóviles. El silencio se adueñó de la habitación, sin más oposición que la del zumbido del acondicionador de aire.
—Ya saben lo que van a hacer —empezó el hombre de blanco— y también que la tarea es larga. Ahora les daré los detalles —inclinó la cabeza hacia delante, mirando hacia abajo a través de las gafas—. En los próximos dos años y medio tienen que morir noventa y cuatro hombres en fechas aproximadas —repuso, mientras leía—. Dieciséis de ellos están en Alemania Occidental, catorce en Suecia, trece en Inglaterra, doce en los Estados Unidos, diez en Noruega, nueve en Austria, ocho en Holanda y seis en Dinamarca y Canadá. El total es de noventa y cuatro. El primero debe morir aproximadamente el 16 de octubre; el último, alrededor del 23 de abril de 1977.
Se recostó en su asiento y volvió a mirarles.
—¿
Por qué
deben morir esos hombres? ¿Y por qué aproximadamente en esas fechas específicas? —sacudió la cabeza—. Ahora no; más adelante se les podrá explicar por qué. Pero sí puedo decirles lo siguiente: la muerte de esos hombres es el paso final de una operación a la que tanto yo como los líderes de la Organización hemos consagrado muchos años, esfuerzos enormes, y una gran parte de la fortuna de la Organización. Es la operación más importante que haya emprendido jamás, y les advierto que «importante» es una palabra infinitamente débil para describirla.
Están en juego la esperanza y el destino de la raza aria
. Y al decirlo no exagero, amigos míos; es la verdad literal: el destino de los pueblos arios, su predominio sobre los esclavos y los semitas, sobre los negros y los amarillos, se cumplirá si la operación tiene éxito y no se cumplirá si la operación fracasa. De manera que «importante» no es una palabra suficientemente fuerte, ¿no lo creéis? ¿«Sagrada», quizás? Sí, eso se aproxima más. Todos ustedes participan en una operación sagrada.
Levantó su cigarrillo, le dio un golpecito contra el cenicero para quitarle la ceniza y luego se llevó cuidadosamente la colilla a los labios.
Se miraban entre sí silenciosamente, sobrecogidos. Luego se acordaron de los cigarrillos y del coñac. Volvieron a mirar al hombre de blanco; éste, después de aplastar su cigarrillo en el cenicero, les miró a su vez.
—Saldrán del Brasil con documentos nuevos —anunció, a la vez que daba una palmada a la cartera que tenía a su lado—. Todo está aquí. Y son auténticos, no falsificaciones. También tendrán fondos en abundancia para los dos años y medio. En diamantes —sonrió—, aunque me temo que tendrán que pasarlos por la aduana de la manera más incómoda.