Silencio.
—Siga.
—De manera que di la vuelta por la parte de atrás y me puse en contacto con una de las camareras. Doscientos cruceiros más tarde, la chica me dio una cassette entera de «Mengele despacha a sus tropas». Lo que dice Mengele es claro como el cristal; en cuanto a las tropas, hablan unas veces con bastante claridad y otras mascullan. Señor Liebermann, se van mañana, a Inglaterra, Alemania, los Estados Unidos ¡a todas partes! Es una operación
Kameradenwerk
de gran alcance y alucinante, y realmente lamento haberme metido en este asunto, que se supone…
—Barry.
—…que cumplirá el destino de la raza aria, ¡por Dios!
—¡Barry!
—
¿Qué?
—Cálmese.
—Si
estoy
calmado. Bueno, no. De acuerdo.
Ahora
sí estoy calmado. Realmente. Le voy a rebobinar la cinta y volveré a pasársela. Ahora oprimo el botón. ¿Ve?
—¿Quiénes son los que salen, Barry? ¿Cuántos?
—Seis. Hessen, Traunsteiner, Kleist, Mundt, y otros dos… Schwimmer y Farnbach. ¿Los conoce usted?
—A Schwimmer, Farnbach y Mundt no.
—¿A Mundt? ¿No conoce a Mundt? ¡Si está en su libro, señor Liebermann! Allí es donde
yo
tuve noticias de él.
—¿Un Mundt, en
mi libro
? No.
—¡Sí! En el capítulo sobre Treblinka. Lo tengo en mi maleta; ¿quiere usted que le dé el número de página?
—Yo jamás oí hablar de Mundt, Barry; se equivoca.
—Oh, por Dios. Está bien, dejémoslo. De todas maneras, en total son seis, y se van durante dos años y medio, y tienen ciertas fechas en las cuales se supone que tienen que matar a ciertas personas, y aquí viene la parte más alucinante. ¿Está usted listo, señor Liebermann? Esos hombres que van a matar, y que son
noventa y cuatro, son todos funcionarios de sesenta y cinco años
. ¿Qué le parece el estofado?
Silencio.
—¿El estofado?
El joven suspiró.
—Es una expresión —explicó.
—Barry, permítame que le pregunte algo. Esa cinta está en alemán, ¿verdad? ¿Puede usted…?
—¡Lo comprendo perfectamente! No lo hablo muy bien, pero lo entiendo
perfectamente. Mi
abuela no habla otra lengua, y es la que mis padres usaban cuando querían guardar el secreto. Ni siquiera cuando yo era pequeño les resultaba.
—La
Kameradenwerk
y Josef Mengele envían hombres…
—A matar funcionarios públicos de sesenta y cinco años. Entre ellos, algunos de sesenta y cuatro y otros de sesenta y seis. Ya tengo la cinta rebobinada y ahora se la voy a pasar, y después usted me dirá a quién debo llevársela que tenga un cargo importante y que sea de confianza. Y usted lo llamará para decirle que voy a ir a verle, para que me reciba, y me reciba pronto. Tenemos que detenerlos antes de que partan. La primera muerte está programada para el dieciséis de octubre. Espere un momento, que tengo que encontrar el lugar; al principio se van sentando y parecen estar admirando algo.
—Barry, es ridículo. Su magnetofón debe de andar mal. O si no… O si no, no son los hombres que usted cree.
Se oyó un triple golpe en la puerta.
—¡Váyase! —gritó el joven mientras cubría el auricular; después se acordó y habló en portugués—: ¡Estoy hablando por conferencia!
Deben ser otras personas —decía el teléfono—. Alguien que está gastándole una broma.
—
¿Señor Liebermann, quiere usted escuchar la cinta?
Golpes más fuertes, como una incesante cortina de fuego.
—Mierda. Un momento —dejó el teléfono sobre la cama, se levantó y se dirigió hacia la puerta, que se sacudía, apoyando la mano en el picaporte—. ¿Qué hay?
En portugués habló presurosa una voz de hombre.
—¡Más despacio! ¡Más despacio!
—
Senhor
, aquí hay una señora japonesa que busca a alguien que se le parece a usted. Dice que tiene que advertirle sobre algo que un hombre está… —El joven hizo girar el picaporte, y por la puerta irrumpió como un toro un hombre moreno que de un empellón lo echó de espaldas; le aferraron, le dieron la vuelta, le golpearon en la boca, le retorcieron el brazo hacia la espalda; el nazi de las escaleras se precipitó sobre él con un cuchillo de veinte centímetros de largo, brillante y afilado. Cuando le echaron la cabeza hacia atrás, le pareció que el techo se movía teñido de pálidas manchas de humedad de color marrón; el brazo le dolía y, muy en lo profundo, el estómago también.
El hombre de blanco entró en la habitación con el sombrero puesto y la cartera en la mano. Cerró la puerta y se detuvo ante ella para observar cómo el rubio apuñalaba y volvía a apuñalar al joven norteamericano. Clavar, girar, sacar; clavar, girar, sacar; teñido de rojo, el cuchillo se hundía entre las costillas cubiertas por la camisa blanca.
Jadeante, el rubio dejó de golpear, y el hombre de pelo negro bajó suavemente hasta el suelo al muchacho, cuyos ojos seguían mirando con aire sorprendido. Allí lo dejó tendido sobre al alfombra gris, mitad sobre la madera barnizada. Por encima, el rubio tendió su cuchillo ensangrentado y pidió una toalla al de pelo oscuro.
El hombre de blanco miró a la cama, se dirigió hacia ella y dejó su cartera en el suelo.
—¿Barry? —preguntaba el teléfono desde la cama.
El hombre de blanco miró el magnetofón que estaba en la mesilla y oprimió con un dedo blanco el último de los botones. La ventanilla saltó, y la cassette quedó en libertad. El hombre de blanco la recogió, la miró y se la guardó en el bolsillo de la americana. Echó un vistazo a la tarjeta que asomaba bajo el teléfono, la tomó y miró al auricular que seguía sobre la cama.
—¡Barry! —insistía el aparato—. ¿Está usted ahí?
Lentamente el hombre de blanco tendió la mano y levantó el auricular; después se lo llevó al oído. Mientras escuchaba, sus ojos castaños se estrecharon, y las narices, surcadas de venas, se le estremecían, Frente a la boquilla del teléfono, sus labios se abrieron y quedaron abiertos. Después se cerraron y se apretaron firmemente, mientras el bigote se le erizaba.
Dejó el teléfono en la horquilla, retiró los dedos y se quedó mirándolo. Mientras se volvía, masculló:
—He estado a punto de hablar con él. Qué ganas tenía.
El rubio, que con una toalla limpiaba su cuchillo enrojecido, le miró con curiosidad.
—Odiarse recíprocamente durante tanto tiempo —prosiguió el hombre de blanco—. Y lo he tenido
aquí
, en la mano. ¡Podía hablar finalmente con él! —Volviéndose otra vez hacia el teléfono, agitó la cabeza con aire apenado—. Liebermann, maldito judío —murmuró en voz baja—. Tu espía ha muerto, y no sé cuánto te habrá contado. Pero no tiene importancia; aquí nadie te escuchará, si no tienes pruebas. Y la prueba la tengo en el bolsillo. Los míos partirán mañana. El Cuarto Reich se acerca. Adiós, Liebermann. Te veré en la puerta de la cámara de gas. —Con una sonrisa, sacudió la cabeza, y se dio la vuelta, guardándose la tarjeta en el bolsillo—. Pero habría sido una tontería —reflexionó—. Podría haber estado grabando otra cinta.
Junto a un armario abierto, el hombre de pelo negro señaló una maleta que había en su interior y preguntó en portugués:
—¿Tengo que guardar estas cosas, doctor?
—Eso lo hará Rudi. Tú baja en busca de Traunsteiner. Busquen una puerta de emergencia que puedan abrir y lleven allí el coche. Entonces, que uno de ustedes suba para ayudarnos.
Y no le digas que el chico estaba hablando por teléfono
. Dile que estaba escuchando la cinta.
El hombre de pelo negro hizo un gesto de asentimiento y salió.
—¿No los atraparán? —preguntó en alemán el rubio—. Me refiero a ellos.
—El trabajo hay que hacerlo —dijo el hombre de blanco, mientras sacaba el estuche de las gafas—. En la mejor medida posible, y a cualquier precio. Si tenemos suerte, lo harán todo. ¿Quién va a prestar oídos a Liebermann? Él mismo no lo creyó; ustedes oyeron cómo discutía el chico con él. Dios nos ayudará, y morirá una buena cantidad de los noventa y cuatro. —Se puso las gafas, sacó una caja de fósforos del bolsillo y se volvió hacia el teléfono. Levantó el auricular y leyó un número a la telefonista.
—Hola —saludó alegremente—. El señor Hessen, por favor. —Miró a su alrededor mientras cubría con los dedos enguantados de blanco la boquilla del teléfono—. Vacíale los bolsillos, Rudi. Y allí, debajo de la mesa, hay unas zapatillas. ¿Hessen? Doctor Mengele. Todo espléndido, no hay ningún motivo de preocupación. No era más que el aficionado que me imaginé. Ni siquiera creo que entendiera alemán. Envíe a los chicos a casa para que practiquen con las firmas; esto no ha sido más que un episodio para redondear la velada. No, me temo que hasta 1977 no; tan pronto como terminemos me volveré a la granja. Vaya usted con Dios, Horst. Y por favor, dígaselo en mi nombre a los demás: «Vayan con Dios».
Colgó el auricular y dijo:
—Heil Hitler.
El Burggarten, con su estanque y su monumento a Mozart, su césped, sus caminos y la estatua ecuestre del emperador Francisco, está lo bastante cerca de las oficinas vienesas de «Reuter», la agencia internacional de noticias, para que los corresponsales y las secretarias se vayan ahí a almorzar en los días más agradables del año. El lunes 14 de octubre el día estaba fresco y nublado, pero de todas maneras cuatro empleados de «Reuter» acudieron al «Garten»; se instalaron en un banco, desenvolvieron sus sándwiches, y se sirvieron vino blanco en vasos de papel.
Uno de los cuatro, el que servía el vino, era Sydney Beynon, el más antiguo en Viena. Natural de Liverpool, aunque tuviera dos ex esposas vienesas, con sus 44 años, Beynon se parecía mucho al rey Eduardo en el momento de abdicar, con sus gafas de concha. Mientras volvía a dejar la botella sobre el banco, junto a él, y sorbía apreciativamente su vaso de vino, vio venir hacia él a Yakov Liebermann, con sombrero marrón y un impermeable negro, abierto, y se sintió súbitamente deprimido por la culpa.
Durante la semana anterior, le habían avisado varías veces que Liebermann le había telefoneado con el ruego de que lo llamara a su vez. Aunque por lo común respondía puntillosamente a las llamadas, no lo había hecho aún y, enfrentado ahora con su involuntaria descortesía, se sintió doblemente culpable; primero, porque en sus años más famosos, la época en que fueron capturados Eichmann y Stangl, Liebermann había sido la fuente de algunos de sus mejores artículos y los que lo hicieron más famoso; y segundo porque aquel perseguidor de nazis hacía que
todo el mundo
se sintiera siempre culpable. Alguien… ¿sería Stevie Dickens? había dicho de él: «Lleva toda la maldita escena del campo de concentración pintada en los faldones de la americana. Todos aquellos judíos le saludaban a uno gimiendo desde su tumba cada vez que Liebermann entra en una habitación». Triste, pero cierto.
Y tal vez Liebermann se diera cuenta de eso, porque siempre se presentaba como se presentó entonces ante Beynon, a un paso más allá de la distancia social habitual, con un leve aire de estar disculpándose; era, pensaba Beynon, como el portador considerado de una enfermedad contagiosa.
—Hola, Sydney —saludó Liebermann, tocándose el ala del sombrero—. Por favor, no se levante.
A Beynon le molestaba más la culpa que el hecho de tener el sándwich en las rodillas, así que de todas maneras hizo el esfuerzo de levantarse a medias.
—¡Hola, Yakov! Me alegro de verle —tendió la mano, y Liebermann se inclinó hacia delante para envolvérsela, casi sin presión alguna, en el calor de la suya—. Lamento no haberle llamado todavía —se disculpó Beynon—, pero toda esta semana he estado yendo y viniendo a Linz.
Volvió a sentarse, y con el vaso en la mano hizo las presentaciones:
—Freya Neustadt, Paul Higbee, Dermot Brody. Éste es Yakov Liebermann.
—Oh, vaya —Freya se frotó una mano huesuda a lo largo de la falda y la extendió después, con una sonrisa vivaz—. ¿Cómo está? Encantada de conocerle. —También tenía aspecto culpable.
Mientras observaba cómo Liebermann saludaba con la cabeza y estrechaba las manos a todos los presentes, Beynon se sintió consternado al advertir cuánto había envejecido y cómo parecía haber achicado desde la última vez que le viera, unos dos años antes. Su aspecto seguía siendo dominador, pero ya no tan masivo ni tan impregnado de la sugestión de fuerza que tuviera entonces; los anchos hombros parecían abrumados por el leve peso del impermeable, y el rostro, antes poderoso, aparecía arrugado y de un color agrisado, con los ojos fatigados bajo los párpados que se entrecerraban. La nariz, por lo menos no habla cambiado, seguía siendo la ganchuda nariz semítica, pero el bigote empezaba a ponérsele gris y estaba mal recortado. El pobre tipo había perdido a su mujer y además un riñón, o algo así, y también los fondos de su Centro de Información sobre Crímenes de Guerra; esas pérdidas estaban escritas sobre su persona: en el sombrero viejo, arrugado y lleno de manchas, en el nudo de la corbata oscurecido, y al leerlas, Beynon se dio cuenta de por qué, inconscientemente, no había contestado a la llamada. Su culpa aumentó, pero la reprimió diciéndose que evitar a los perdedores era un instinto sano y natural, incluso cuando… o quizás especialmente cuando esos perdedores habían sido alguna vez ganadores.
Claro que de todas maneras había que ser bondadoso.
—Siéntese, Yakov —le invitó cordialmente, señalando con un gesto el extremo del banco, a su lado, y acercando más la botella de vino.
—No quiero molestarle mientras almuerza —dijo Liebermann, en su inglés con acento alemán—. ¿Y si habláramos más tarde?
—Siéntese —insistió Beynon—. Con esta gente ya estoy bastante en la oficina. —Dio la espalda a Freya y la empujó un poquito; la muchacha se apartó unos centímetros y miró hacia el otro lado. Beynon agregó el espacio adicional al extremo del banco y, volviendo a sonreír a Liebermann, con un gesto le invitó a sentarse.
Liebermann lo hizo, con un suspiro. Con sus grandes manos se aferró las rodillas y miró con gesto ceñudo hacia abajo, mientras sacudía los pies.
—Zapatos nuevos —comentó—. Me están matando de dolor.
—Y en otro sentido ¿cómo anda usted? —preguntó Beynon—. ¿Y su hija?
—Yo estoy bien y ella perfectamente. Ahora tiene tres hijos: dos niñas y un varón.
—Ah, estupendo —Beynon tocó el cuello de la botella, que había quedado entre ellos—. Lamento que no tengamos otro vaso.