—No, no. De todas maneras no me lo permiten. Nada de alcohol.
Me comentaron que estuvo usted en el hospital…
—Entrando y saliendo. —Liebermann se encogió de hombros y volvió sus cansados ojos castaños hacia Beynon—. Tuve una llamada telefónica muy rara —le dijo—, hace una semana. En plena noche. Un muchacho de los Estados Unidos, de Illinois, me llama desde São Paulo. Tiene una cinta de Mengele. Usted sabe quién es Mengele, ¿no es cierto?
—Uno de los nazis que usted busca, ¿no es eso?
—Que todo el mundo busca, no solamente yo —corrigió Liebermann—. El Gobierno alemán sigue ofreciendo sesenta mil marcos por él. Fue el médico jefe de Auschwitz. Lo llamaba
el Ángel de la Muerte
. Tenía dos títulos, médico y doctor en filosofía, e hizo miles de experimentos con niños, gemelos, tratando de conseguir buenos arios, de cambiar los ojos castaños en azules con sustancias químicas, a través de los genes. ¡Un hombre con dos títulos! Y los mataba: miles de gemelos de toda Europa, judíos y no judíos Todo está en mi libro.
Beynon levantó la mitad de su sándwich de huevo y ensalada y lo mordió con decisión.
—Después de la guerra se volvió a Alemania —continuó Liebermann—. Su familia es rica, en Gunzburg; fabricantes de maquinaria agrícola. Pero como su nombre empezó a aparecer en los procesos, la ODESSA lo sacó y lo llevó a Sudamérica. Allí le encontramos y le perseguimos de una ciudad a otra: Buenos Aires, Bariloche, Asunción. Desde 1959 vive en la selva, en una colonia junto a un río, en la frontera entre Brasil y Paraguay. Cuenta con un ejército de guardaespaldas y, como ha obtenido la ciudadanía paraguaya, no se puede pedir la extradición. Pero de todas maneras tiene que vivir escondido, porque por allá hay grupos de jóvenes judíos que siguen buscándole. A veces, alguno de estos chicos aparece flotando en el río, el Paraná, degollado.
Liebermann hizo una pausa. Freya tocó en el brazo a Beynon y le pidió el vino; él le pasó la botella.
—Pues ese chico tiene una cinta —contó Liebermann, sin dejar de mirar hacia delante, con las manos sobre las rodillas—. Mengele en un restaurante, enviando antiguos integrantes de la SS a Alemania, Inglaterra, Escandinavia y los Estados Unidos. Para matar a un montón de personas de sesenta y cinco años. —Se dio vuelta para sonreír a Beynon—. ¿Una locura, no? Y es una operación muy importante, en la que interviene también la
Kameradenwerk
, no solamente Mengele. La Organización de Camaradas, que se ocupa de su seguridad y de conseguirles trabajo donde estén. ¿Le gusta el estofado, como se suele decir?
Beynon le miró, parpadeando, y sonrió.
—No, me temo que no —admitió—. ¿Oyó usted realmente la cinta?
Liebermann sacudió la cabeza.
—No. En el momento exacto en que se disponía a hacérmela oír, se oyó un golpe en la puerta, en la puerta suya, y se dirigió a abrir. Se oyeron golpes, y un poco después colgaron el teléfono.
—Un efecto perfectamente sincronizado —comentó Beynon—. Huele bastante a timo, ¿no le parece? ¿Quién es él?
Liebermann se encogió de hombros.
—Alguien que me oyó hablar hace dos años en la Universidad de Princeton, donde él estudiaba. En agosto vino a verme y dijo que quería trabajar para mí. ¿Necesito yo acaso más gente que trabaje para mí? Si no estoy trabajando más que con un puñado de la gente de antes. Supongo que usted sabe que todo mi dinero, todo el dinero del Centro, estaba en el Allgemeine Wirtschaftsbank.
Beynon hizo un gesto de asentimiento.
—Ahora el Centro está en mi apartamento, todos los archivos, algunos escritos, yo y mi cama. El techo se está rajando, el dueño de casa quiere echarme. La única gente nueva que necesito es para reunir fondos, y no era eso lo que podía hacer este muchacho. Entonces se fue a São Paulo, a trabajar por su cuenta.
—No es precisamente la persona en quien yo pondría mucha fe.
—Exactamente lo que pensé cuando me llamó. Y tampoco todos los hechos que citaba eran correctos. Me dijo que uno de los hombres de la SS se llama Mundt, y que lo sabe por
mi libro
. Pues bien, yo sé que en mi libro no hay ningún Mundt. Yo jamás he oído hablar de ningún Mundt. De manera que con eso no aumentó mi confianza. Pero así y todo… Después de los golpes, mientras yo le gritaba diciéndole que volviera al teléfono, se oyó un ruido, no muy alto, pero sí muy claro, y era una cosa y no podía ser nada más: una cassette repulsada de un magnetofón…
—Expulsada —corrigió Beynon.
—¿No repulsada? ¿Empujada hacia afuera?
—Eso es expulsada. Repulsada es rechazada, echada hacia atrás.
—Ah —asintió Liebermann—. Gracias. Una cassette expulsada de un magnetofón, entonces. Y una cosa más. Hubo un largo silencio entonces, y yo también permanecía en silencio, tratando de distinguir los golpes en función del ruido de la cassette; y en ese largo silencio —dirigió a Beynon una mirada ominosa—, por el teléfono me llegaba odio, Sydney. —Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Un odio como jamás he sentido antes, ni siquiera cuando Stangl me miró en la sala del tribunal. Me llegaba con tanta claridad como la voz del chico y tal vez fuera por lo que él me había dicho, pero me sentí absolutamente seguro de que ese odio venía de Mengele. Y cuando colgaron el teléfono, me quedé absolutamente seguro de que quien lo colgó había sido Mengele.
Miró a lo lejos mientras se inclinaba hacia delante, con los codos sobre las rodillas y aferrándose una mano con la otra.
Beynon le observaba, escéptico pero conmovido.
—¿Y qué hizo usted? —le preguntó.
Liebermann se enderezó, se frotó las manos, miró a Beynon y se encogió de hombros.
¿Qué
podía
hacer, en Viena a las cuatro de la mañana? Tomé nota de lo que había dicho el chico, de todo lo que pude recordar, lo leí, y me dije que él estaba chiflado y yo estaba chiflado. Sólo que ¿quién… expulsó la cassette y colgó el teléfono? Tal vez no fuera Mengele, pero alguien fue. Más tarde, cuando ya era de mañana, llamé a Martin McCarthy a la embajada de los Estados Unidos en Brasilia; él llamó a la Policía de São Paulo, y ellos se comunicaron con la compañía telefónica y descubrieron de dónde había venido la llamada que yo recibí. De un hotel. El muchacho desapareció de él durante la noche. Llamé a Pacher, aquí en Viena, y le pregunté si podía conseguir que Brasil vigilara a los hombres de la SS, ya que el chico dijo que partían ese día. Pacher no se rió exactamente de mí, pero dijo que no: sin algo concreto, no. Que un chico desaparezca de la habitación de un hotel sin pagar la cuenta no es bastante concreto. Tampoco lo es que yo diga que los hombres de las SS se van del país porque ese chico me lo contó. Traté de hablar con el fiscal alemán que está a cargo del caso Mengele, pero no estaba. Si todavía fuera Fritz Bauer, él estaría cuando yo llamo, pero el nuevo no estaba. —Volvió a encogerse de hombros, y se frotó el lóbulo de la oreja—. Así que han salido ya del Brasil, si el chico tenía razón, y a él todavía no lo han encontrado. Su padre está apremiando a la Policía; tengo entendido que es un hombre acomodado. Pero al hijo hay que darle por muerto.
—Para mí no es muy fácil publicar en Viena un artículo sobre… —dijo Beynon con tono de disculpa.
—No, no, no —interrumpió Liebermann, mientras apaciguaba a Beynon apoyándole una mano en la rodilla—. No quiero que publique usted un artículo. Lo que quiero que haga es esto, Sydney; estoy seguro de que es posible y espero que no sea demasiado problema. El chico me dijo que la primera muerte se produciría pasado mañana, el dieciséis de octubre. Pero no dijo dónde. ¿Puede pedir a su oficina principal de Londres que le mande los recortes o informaciones de las otras oficinas? ¿De todos los hombres de sesenta y cuatro a sesenta y seis años que sean asesinados o mueran en algún accidente? Cualquier cosa, salvo muertes naturales, a partir del miércoles. Solamente hombres de sesenta y cuatro a sesenta y seis años.
Beynon frunció el ceño, se acomodó las gafas y miró a Liebermann con aire de duda.
—No era un timo, Sydney. No era muchacho para hacer una cosa así. Hace tres semanas que falta y escribía regularmente a su casa; incluso llamaba por teléfono cuando cambiaba de hotel.
—Admito que es probable que esté muerto —comentó Beynon—. Pero ¿no podría ser que lo hubieran matado simplemente por andar husmeando donde nadie lo llamaba, como todos esos jóvenes que andan detrás de Mengele? ¿E incluso que hubiera sido víctima de un delincuente común? Su muerte no es, de ninguna manera, prueba de que… esté en marcha una conspiración nazi para matar a hombres de una edad determinada.
—Lo tenía grabado en una cinta. ¿Por qué habría de mentirme?
—Tal vez no mintiera. Es posible que la cinta fuera una tomadura de pelo de la que él fue víctima. También es posible que la hubiera interpretado mal.
Liebermann inspiró profundamente, exhaló un suspiro e hizo un gesto de asentimiento.
—Ya lo sé —dijo—. Es posible. Es lo primero que yo mismo pensé, y lo pienso a veces todavía. Pero alguien tiene que investigar un poco, y si no lo hago yo, ¿quién lo hará? Si el chico estaba equivocado, pues estaba equivocado; pierdo un poco de tiempo y molesto a Sydney Beynon por nada. Pero si tenía razón… Entonces es algo muy gordo y Mengele tenía sus razones para hacer lo que hizo. Y tengo que encontrar algo
concreto
para que los fiscales estén cuando yo les llamo y no hayan salido, y se pueda detener la cosa antes de que sea tarde. Le diré una cosa, Sydney. ¿Sabe qué?
—¿Qué?
—Que en mi libro hay un Mundt —hizo un sombrío gesto con la cabeza—. Donde él dijo que estaba en una lista de guardias de Treblinka que cometieron atrocidades. El capitán de la SS Alfried Mundt. Me había olvidado, ¿quién puede acordarse de todos ellos? Tiene un prontuario muy breve: En Riga, una mujer le vio romper el cuello a una niña de catorce años; en Florida, un hombre fue castrado por él y quiere presentarse como testigo si yo lo atrapo. Alfried Mundt. De manera que el chico tenía razón
una
vez, y tal vez tuviera razón
dos veces
. ¿Querría usted conseguirme esos recortes, por favor? Se lo agradecería.
Beynon hizo una inspiración profunda y asintió.
—Veré qué es lo que puedo hacer —acomodó el vaso a su lado y sacó del bolsillo de la americana un bloc y un lápiz—. ¿Qué países dijo usted?
—Bueno, el chico mencionó Alemania, Inglaterra y Escandinavia —Noruega, Suecia y Dinamarca—, y los Estados Unidos. Pero por la forma en que lo dijo parecía que hubiera otros lugares además, que no nombraba. De manera que sería mejor preguntar también por Francia y Holanda.
Beynon echó un rápido vistazo a Liebermann, y anotó taquigráficamente.
—Gracias, Sydney —suspiró Liebermann—. Se lo agradezco de veras. Cualquier cosa que descubra, el primero en saberlo será usted. Y no sólo en esto, sino en todo.
—¿Tiene usted alguna idea del número de hombres de esa edad que mueren todos los días? —quiso saber Beynon.
¿Asesinados? ¿O en accidentes que
podrían ser asesinatos
? —Liebermann sacudió la cabeza—. No, no demasiados, espero que no. Y a algunos podré eliminarlos por su profesión.
—¿A qué se refiere?
Con una mano Liebermann se alisó el bigote y después la puso bajo el mentón, con un dedo atravesado sobre los labios. Pasado un momento, bajó la mano y se encogió de hombros.
—Nada —dijo—. Algunos otros detalles que dio el chico. Escuche —señaló al anotador de Beynon—, ¿está seguro de que anotó «entre sesenta y cuatro y sesenta y seis»?
—Sí —asintió Beynon, mirándolo—. ¿Qué otros detalles?
—Nada de importancia. —Mientras seguía hablando, Liebermann buscaba algo en su americana—. Me voy a Hamburgo en el avión de las cuatro y media. Hasta el tres de noviembre tengo que hablar en Alemania. —Sacó una billetera, gruesa, usada, marrón—. De manera que si recibe usted cualquier cosa, haga el favor de enviármelo por correo a mi apartamento, de manera que yo lo encuentre allí al regresar. —Le entregó una tarjeta a Beynon.
—¿Y si encuentra usted algo que dé la impresión de una matanza organizada por los nazis?
—¿Quién sabe? —Liebermann volvió a guardarse la billetera en la americana—. Yo no doy más de un paso cada vez. —Dirigió una sonrisa a Beynon—. Con estos zapatos, especialmente. —Apoyándose con las manos sobre los muslos, se enderezó, miró a su alrededor y sacudió la cabeza con aire de desaprobación—. Mmm. Qué día más triste. —Se dio la vuelta para increparlos a todos—: ¿Por qué salen ustedes a comer afuera con semejante día?
—Somos del «Club Mozart» y nos reunimos los lunes —dijo Beynon, sonriendo, mientras con el pulgar señalaba el monumento que tenía a su espalda.
Liebermann tendió la mano y Beynon se la estrechó.
Liebermann, sonriente, dijo al grupo.
—Les ruego que me disculpen por llevarme a este hombre encantador.
—Puede quedarse con él —le dijo Dermot Brody.
—Gracias, Sydney —le dijo Liebermann a Beynon—. Sabía que podía confiar en ti. Ah, escucha —se inclinó para hablarle en voz más baja, sin soltarle la mano—: Pídeles que me envíen esa información a partir del viernes. Y cada día a continuación, quiero decir. Porque el chico dijo que sus hombres estaban a punto de partir, ¿y acaso Mengele les enviaría a todos juntos si no tuvieran que trabajar todos en seguida? No. Tiene que haber dos muertes más no mucho después de la primera… Bueno, esto si trabajan de dos en dos; y cinco más, Dios no lo permita, si lo hacen por separado. Y si el chico estaba en lo cierto, naturalmente. ¿Querrá usted hacerlo?
—¿Cuántas muertes deben ser en total? —preguntó Beynon mientras hacía un gesto de asentimiento.
Liebermann volvió a mirarle.
—Muchas —precisó. Soltó la mano de Beynon, se levantó y con un gesto de la cabeza se despidió de los demás. Con las manos metidas en los bolsillos de la americana, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el bullicio y el tráfico del Ring.
Los cuatro que seguían en el banco le vieron alejarse.
—Ay, Dios mío —suspiró Beynon, y Freya Neustadt sacudió tristemente la cabeza.
—¿Qué ha sido lo último que te ha dicho, Syd? —quiso saber Dermot Brody, inclinándose hacia delante.
—Que les pidiera que
sigan
enviándome recortes. —Beynon se guardó en el bolsillo el bloc y el lápiz—. Habrá tres o seis matanzas, no solamente una, y es probable que haya más.