Los niños del Brasil (5 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

El hombre de blanco aspiró una bocanada de aire, se pasó la lengua por el labio superior, dejó escapar el aire y cerrando la boca, tragó saliva. Se apoyó la mano enguantada de blanco en la frente y se la enjugó con un movimiento lento.

—Fueron doscientos cruceiros en total —señaló Tsuruko.

El hombre de blanco la miró, se le acercó un poco más y volvió a hacer una inspiración profunda. Bajando la vista, le sonrió; era media cabeza más alto que ella.

—Querida —le dijo suavemente—, quiero que me cuentes todo lo que puedas sobre ese hombre. ¿Era joven? ¿De qué edad? ¿Qué aspecto tenía?

Tsuruko, incómoda por su proximidad, empezó a hablar.

—Tendría veintidós o veintitrés años, creo, aunque no pude verle muy bien. Muy alto, de buen aspecto, cordial. Tenía el pelo castaño, muy rizado.

—Muy bien —contestó el hombre de blanco—, excelente descripción. Y vestía tejanos…

—Sí, y una chaqueta de la misma tela, corta y de color azul. También tenía una bolsa de unas líneas aéreas, con correa. —Con un gesto se señaló el hombro—. Allí llevaba el magnetofón.

—Muy bien, eres muy observadora, Tsuruko. ¿Qué línea aérea?

Ella lo miró apenada.

—No me di cuenta. Era azul y blanca.

—Una bolsa azul y blanco de alguna línea aérea. Está bien. ¿Qué más?

La muchacha frunció el ceño, sacudió la cabeza y después recordó:

—¡Se llama Hunter,
senhor
! —dijo alegremente.

—¿Hunter?

—¡Sí,
senhor
!
Hunter
. Lo dijo muy claramente. El hombre blanco sonrió sin alegría.

—Ya lo creo que sí. Sigue, ¿qué más?

—Hablaba mal el portugués. Me dijo que yo era una «ayuda grande» para él; hablaba con muchos errores así, y la pronunciación era muy mala.

—Conque no hace mucho tiempo que está aquí, ¿no es cierto? Tú sí que eres una «ayuda grande» para

, Tsuruko. Adelante.

—Eso es todo,
senhor
—agregó la muchacha con el ceño fruncido, mientras se encogía de hombros con un gesto de impotencia.

—Por favor, trata de recordar algo más, Tsuruko; no tienes idea de lo importante que es esto para mí.

Ella se mordió un nudillo de la mano, tensamente cerrada, y sacudió la cabeza mientras volvía a mirarlo.

—¿No te dijo cómo ponerte en contacto con él para el caso en que yo concertara otra reunión?

—¡No,
senhor
! ¡No! Nada de eso, nada. Se lo diría.

—Sigue pensando.

Repentinamente, el rostro preocupado de Tsuruko se iluminó.

—Está en un hotel. ¿Le sirve eso de algo?

Los ojos castaños la miraron interrogativamente.

—Dijo que comería en su hotel. Yo le pregunté si quería comer algo, porque le había dado hambre mientras esperaba, y fue eso lo que me dijo; que comería en su hotel.

—¿Viste? —preguntó el hombre de blanco, mirándola—.
Había
algo más —dio un paso hacia atrás; bajó los ojos y abrió la billetera. De ella sacó cuatro billetes de cien cruceiros, que entregó a la japonesa.

—¡Gracias,
senhor
!

Kuwayama se acercó más, sonriente.

El hombre de blanco le entregó cuatro billetes, y dio a Mori y a Yoshiko uno para cada una. Después de guardarse nuevamente la billetera, sonrió a Tsuruko y la reprendió:

—Eres una buena chica, pero en el futuro deberías prestar un poco más de atención a los intereses de tus patrones.

—Eso haré,
senhor
. Se lo prometo.

—No sea riguroso con ella —dijo el hombre de blanco a Kuwayama—, se lo ruego.

—¡Oh, no, ya no! —sonrió el japonés, sacando la mano del bolsillo.

El hombre de blanco tomó el sombrero y la cartera que había dejado en la mesa y con una sonrisa a las mujeres que se inclinaban ante él y a Kuwayama se apartó de ellos y se dirigió hacia los hombres que le esperaban, observándolo.

Su sonrisa se extinguió y sus ojos se entrecerraron.

—¡Perra amarilla hija de puta, le cortaría las tetas! —masculló en alemán, al acercarse a los hombres, y les informó del episodio del magnetofón.

—Antes de entrar registramos la calle y todos los coches —informó el hombre rubio— y no había ningún norteamericano con tejanos.

—Ya lo encontraremos —afirmó el hombre de blanco—. Trabaja solo, porque todos los grupos que siguen en actividad están en Río y en Buenos Aires. Y éste es un aficionado, no solamente por su edad, ya que tiene veintidós o veintitrés años, sino también porque da el apellido «Hunter», que en inglés significa
Cazador
; si fuera experimentado no andaría haciendo estos chistes. Además, es estúpido, porque si no, no habría dejado que esta hija de perra supiera que está en un hotel.

—A menos —señaló Schwimmer—, que no esté en un hotel.

En ese caso, se trata de un tipo despierto —dijo el hombre de blanco— y mañana a la mañana yo me cuelgo. Vamos a ver. Hessen, nuestro
paulista
que se deja seguir por un «Cazador» aficionado, nos presentará ahora sus disculpas dando a cada uno de vosotros el nombre de un hotel. —Miró a Hessen, que estaba examinando su sombrero y levantó la vista—. Un hotel de la categoría suficiente para servir comidas a altas horas de la noche —le explicó el hombre de blanco—, pero no tan bueno para no recibir clientes que usen tejanos. Ponte en el lugar de él: eres un chico llegado de los Estados Unidos, que viene siguiendo la pista de Horst Hessen, o quizás incluso de Mengele; ¿en qué hotel te quedarías? Tienes el dinero suficiente para dar una suculenta propina y sobornar a las camareras, porque no
creo
que la muy perra nos haya mentido sobre la cantidad, pero eres un romántico; quieres tener la sensación de ser un nuevo Yakov Liebermann, no un turista adinerado. Cinco hoteles, por favor, Hessen, por orden de probabilidades.

Miró a los otros antes de continuar.

—Cuando Hessen dé el nombre de un hotel —dijo sacáis una caja de cerillas de ese tazón que está allí y os vais afuera a darle el nombre a un taxista. Cuando lleguéis al hotel, averiguáis si tienen o no a
un norteamericano alto y joven de pelo castaño y rizado
, que ha llegado recientemente vestido con tejanos, una chaqueta corta de sarga azul, y una bolsa con correa de alguna línea aérea, de color azul y blanco. Después telefoneáis al número que hay en la caja de fósforos. Yo esperaré aquí. Si la respuesta es afirmativa, Rudi, Tintin y yo iremos inmediatamente; si la respuesta es negativa, Hessen os dará el nombre de otro hotel. ¿Está todo claro? Bueno. En media hora lo habremos encontrado, y no habrá terminado siquiera de
escuchar
la maldita cinta. ¿Hessen?

—«El Nacional» —dijo Hessen a Mundt, y éste repitió «El Nacional», y se fue a buscar una caja de fósforos.

—El «Del Rey» —dijo Hessen a Schwimmer, y fue agregando sucesivamente—: el «Marabá» —a Traunsteiner—, el «Comodora» —a Farnbach, y finalmente le indicó a Kleist—: el «Savoy».

*

El joven escuchó unos cinco minutos, después detuvo el magnetofón, lo rebobinó y empezó de nuevo desde el punto donde terminaban de admirar lo que fuera que estuviesen admirando y «Aspiazu» decía
Lasst uns jetzt Geschäft reden, meine Jungens
. Vaya si empezaban a hablar de negocios. ¡Y qué negocios, Dios!

Esta vez escuchó la grabación completa, exclamando de vez en cuando «¡Dios mío!», «¡Dios todopoderoso!», y después de que se oyera un «clonc» y un largo silencio que debían corresponder al momento en que la camarera descendía las escaleras con el tazón, detuvo el magnetofón y rebobinó parcialmente la cinta, para volver a escuchar algunos fragmentos y asegurarse de que la cosa realmente era así y de que él no estaba alucinado de hambre o alguna otra cosa.

Después empezó a pasearse hasta donde se lo permitía la habitación, mientras sacudía la cabeza y se rascaba la nuca, intentando calcular qué demonios
hacer
en ese berenjenal de no saber quién estaría con ellos, o por lo menos pagado por ellos.

Finalmente decidió que no había más que
una
cosa que hacer, y cuanto antes mejor, independientemente de la diferencia de horario. Llevó el magnetofón a la mesilla y lo puso junto al teléfono; sacó su billetera y se sentó sobre la cama. Encontró la tarjeta con el nombre y el número, la calzó bajo el teléfono y levantó el auricular, mientras volvía a guardarse en el bolsillo la billetera. Marcó el número de las conferencias internacionales.

—Le llamaré cuando tenga la comunicación. —Por la voz, la muchacha parecía atractiva.

—Esperaré —dijo él, pensando que ella podía irse a bailar—. Dese prisa, por favor.

—Llevará cinco o diez minutos,
senhor
.

El joven escuchó cómo le daba el número a una telefonista de ultramar, mientras ensayaba mentalmente lo que iba a decir. Siempre y cuando, naturalmente, Liebermann estuviera en su casa y no hubiera salido a pronunciar algún discurso o a seguir alguna pista. ¡Por favor, que el señor Liebermann estuviera en casa!

Se oyó un golpecito en la puerta.

—Ya es casi la hora —dijo el joven en inglés, y sin dejar el teléfono se levantó, tendió la mano y consiguió girar el picaporte para abrir la puerta. Entró un camarero de bigotes caídos con un plato cubierto por una servilleta y una botella de Brahma, pero en la bandeja no había vaso.

—Lamento haber tardado —se disculpó el camarero—. A las once se van todos, y he tenido que hacerlo solo.

—Está bien —dijo el joven en portugués—. Ponga la bandeja en la cama, por favor.

Me olvidé del vaso.

—No importa. No necesito vaso. Dame la nota y el lápiz, por favor.

Sosteniéndola con la mano en que tenía el teléfono, firmó la nota contra la pared, y agregó una propina al total.

El camarero salió sin darle las gracias, y eructó mientras cerraba la puerta.

Debería haberse quedado en el «Del Rey».

Volvió a sentarse en la cama, mientras el teléfono emitía un silbido hueco en su oído. Se dio la vuelta para sostener la bandeja, que tenía estampado en un ángulo, en grandes letras negras, la palabra
Miramar
: a prueba de ladrones. La levantó y con un gesto de fastidio la arrojó a un lado; el sándwich era grueso, estupendo, todo de pollo, sin lechuga ni ninguna otra basura. Olvidado ya del camarero, lo partió por la mitad, inclinó la cabeza y le dio un gran mordisco. Estaba delicioso. ¡Si estaba muerto de hambre!


Ich möchte Wein
—dijo alguien—.
Wein!

El joven pensaba en la cinta y en lo que le diría a Yakov Liebermann, y sentía como si tuviera la boca llena de cartón; masticó y masticó hasta conseguir tragar un poco. Después dejó el sándwich y tomó la botella de cerveza. Era una de las mejores, realmente, pero en ese momento le parecía inmunda.

—No falta mucho —anunció la telefonista.

—Eso espero. Gracias.

—Su conferencia,
senhor
.

Se oía sonar un teléfono.

Se bebió otro trago y dejó la botella, se enjugó la mano sobre la rodilla del tejano y se acercó más al auricular.

El otro teléfono sonaba y sonaba, hasta que lo levantaron:


Ja?
—se oyó tan claro como si lo pronunciaran a la vuelta de la esquina.

—¿El señor Liebermann?


Ja. Wer’st da?

—Habla Barry Koehler. ¿Me recuerda, señor Liebermann? Yo fui a verle a comienzos de agosto, porque quería trabajar para usted. Soy Barry Koehler, de Evanston, Illinois.

Silencio.

—¿Señor Liebermann?

—Barry Koehler, yo no sé qué hora es en
Illinoise
, pero en Viena está tan oscuro que no puedo ver el reloj.

—No estoy en Illinois, estoy en São Paulo, Brasil.

—No por eso hay más luz en Viena.

—Lo siento, señor Liebermann, pero tengo buenas razones para llamarle. Espere a escucharme.

—No me lo diga, que ya adivino: ha visto usted a Martin Bormann en una estación de autobús.

—No, a Bormann no. A Mengele. Y no lo vi, pero tengo una cinta grabada de una conversación de él. En un restaurante.

Silencio.

—¿Recuerda al doctor Mengele? —le urgió—. ¿Al hombre que dirigía Auschwitz? ¿A
El Ángel de la Muerte
?

—Gracias. Pensé que se refería usted a algún otro Mengele.
A El Ángel de la Vida
.

—Disculpe —dijo Barry—, pero usted estaba tan…

—Yo lo acorralé en la jungla; conozco a Josef Mengele.

—Pero se quedó usted tan callado que tuve que decir
algo
. Ahora no está en la jungla, señor Liebermann. Esta noche estaba en un restaurante japonés. ¿Acaso no usa el apellido Aspiazu?

—Usa montones de apellidos: Gregory, Fischer, Breitenbach, Rindon…

¿Y Aspiazu no?

Silencio.


Ja
. Pero me imagino que también lo usan personas que tienen derecho a usarlo.

—Es
él
—insistió Barry—. Tenía consigo a la mitad de la SS. Y va a mandarles a matar a noventa y cuatro hombres. Con él estaban Hessen, Kleist, Traunsteiner y Mundt.

—Escuche, no estoy seguro de haberme despertado. Usted ¿está despierto? ¿Sabe usted de qué está hablando?

—¡Sí! ¡Le haré oír la cinta! La tengo aquí mismo.

—Un minuto, por favor. Empiece desde el principio.

—Está bien. —Barry tomó la botella y bebió un poco de cerveza; que fuera
él
quien escuchara el silencio, para variar.

—¿Barry?

¡Jo, jo!

—Aquí estoy, estaba bebiendo un poco de cerveza, nada más.

—Ah.

—Un
sorbo
, señor Liebermann; me muero de sed Todavía no he cenado, y esta cinta me tiene tan alterado que no puedo comer. Tengo conmigo un sándwich de pollo fantástico, y no puedo ni tragarlo siquiera.

—¿Qué hace usted en São Paulo?

—Como usted no quiso aceptarme, decidí venirme aquí por mi cuenta. Tengo más motivos de lo que usted cree.

No es cuestión de sus motivos, sino de
mis
finanzas.

—Le dije que trabajaría gratis; ahora, ¿quién me paga? Mire, no hablemos de esto. Me vine, empecé a husmear, y finalmente pensé que lo mejor sería andar rondando por la fábrica de la «Volkswagen», donde trabajaba Stangl. Lo hice, y hace un par de días descubrí a Horst Hessen; me pareció por lo menos, aunque no estaba seguro. Ahora tiene el pelo casi plateado, y debe de haberse hecho la cirugía plástica. Pero de todas maneras me pareció que era él y empecé a seguirlo. Hoy se fue temprano a su casa… No se imagina usted la casa tan bonita que tiene, con una esposa que es un bombón y dos hijas, y a las siete y media vuelve a salir y toma un autobús hacia el centro de la ciudad. Yo lo sigo a su exótico restaurante japonés y veo que sube a una reunión privada. El que vigila las escaleras es un nazi, y la fiesta la ofrece un tal
«senhor
Aspiazu». De los Aspiazu de Auschwitz.

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