—Fue lo que dijo Seibert.
—¿Y entonces?
—Ahí será donde usted vomite. Todo el asunto resulta ahora demasiado peligroso, dice Rudel. Acabará por ponerse a la Organización en primer plano, lo mismo que sucedería con el asesinato de Liebermann. Más vale conformarnos con uno o dos éxitos que pueden ser más… ¿no? y dar por terminado el asunto. Y que Liebermann se pase el resto de su vida siguiéndole el rastro a Hessen.
—Es que
no
lo hará. Terminará por conocer la trama y concentrarse en los chicos.
—Tal vez; tal vez no.
—La verdad —declaró Mengele mientras volvía a quitarse las gafas—, es que son un hato de viejos cansados a quienes ya no les quedan agallas. Lo único que quieren es morirse de viejos en una mansión junto al mar. Si sus nietos terminaran por ser los últimos arios en un mundo de mierda humana, a ellos no les importaría menos. Los pondría a todos frente a un pelotón de fusilamiento.
—Vamos, oiga, si contamos con ellos para llegar hasta donde llegamos.
—Y si mis cálculos fueran erróneos, ¿qué? ¿Si la probabilidad no fuera de uno por cada diez, sino de uno por cada veinte? ¿O por cada treinta? ¿O por cada
noventa y cuatro
? Entonces, ¿dónde estamos?
—Escuche, si de mí dependiera, yo mataría a Liebermann sin pensar en las consecuencias, y seguiría con los otros. Yo estoy de su parte, y Seibert también. Ya sé que usted no me cree, pero no se imagina cómo defendió la posición. Si no hubiera sido por él, el asunto habría quedado resuelto en cinco minutos.
—Es un gran consuelo —le agradeció Mengele—. Ahora tengo que irme. Buenas noches.
Cortó la comunicación y se quedó con los codos apoyados en la mesa, el mentón sobre los pulgares de ambas manos entrelazadas y los labios besando el nudillo más próximo a la cara. Así pasa siempre, pensaba, cuando uno tiene que depender de otros. ¿Acaso ha habido alguna vez un hombre de visión, un genio (¡sí, un
genio
!) que haya sido bien servido por los Rudel y los Seibert de este mundo?
Al otro lado de la puerta cerrada del despacho esperaba Rudi. Con él estaban Hans Stroop y sus lugartenientes, el gerente de la sala de banquetes y el gerente general del hotel; a discreta distancia. Miss Nazi hacía caso omiso del joven de uniforme que conversaba con ella.
Cuando Mengele salió, Stroop avanzó hacia él con los brazos abiertos, procurando congraciárselo con una sonrisa. Venga, le estamos esperando para el plato principal.
—Pues no deberían haberlo hecho, porque tengo que irme —respondió Mengele y, haciendo a Rudi un gesto con la cabeza, se dirigió presurosamente a la salida.
*
Klaus llamó para decirle que ya lo sabía todo: cómo noventa y cuatro niños podían parecerse tanto como si fueran gemelos y por qué Mengele quería que sus padres adoptivos murieran en determinadas fechas.
Liebermann, tras haberse pasado la noche en pie, atormentado por los dolores reumáticos y la diarrea, se había quedado ese día en cama, y lo primero que le impresionó fue la hermosa
simetría
de la situación: una cuestión que le había planteado un joven, por teléfono, estando él en cama, se la respondía ahora por teléfono otro joven, estando él igualmente en la cama. Estaba seguro de que Klaus tendría razón.
—Adelante —le instó, mientras se acomodaba mejor entre las almohadas.
—Herr Liebermann —por la voz, parecía que Klaus no se sintiera cómodo—, no es un tipo de cosa que se pueda decir por teléfono; es algo muy complicado, y que en realidad yo mismo no entiendo del todo. Apenas si lo sé de segunda mano, por medio de Lena, la chica que vive conmigo. La idea fue de ella, y le habló del asunto a uno de sus profesores, que es el que realmente sabe. Si puede usted venir aquí, yo prepararé una reunión. Le aseguro que ésta
tiene
que ser la explicación.
—El martes por la mañana tomo el avión para Washington.
—Pues tome uno para aquí mañana. O mejor todavía, llegue aquí el lunes, quédese a pasar la noche, y el martes sigue viaje desde aquí. De todas maneras tiene que pasar por Francfort, ¿no? Yo iré a buscarle al aeropuerto, y después le llevaré de vuelta. Podemos vernos con el profesor el lunes por la noche, y usted se queda a dormir aquí, con Lena y conmigo; le dejamos la cama, nosotros tenemos los sacos de dormir.
—Dime ahora lo esencial, por lo menos —pidió Liebermann.
—No. Realmente, es algo que tiene que ser explicado por una persona que conozca bien el tema. ¿Es por este asunto por lo que se va usted a Washington?
—Sí.
—Entonces, indudablemente va a necesitar toda la información posible, ¿no es así? Le prometo que con esto no estará usted perdiendo el tiempo.
—Está bien, confío en ti. Ya te haré saber a qué hora llego. Será mejor que hables con el profesor ese, para estar seguro de que tiene tiempo.
—Le llamaré, pero estoy seguro de que tiene tiempo. Lena dice que está muy deseoso de conocerle a usted y ayudarle; y ella también. Lena es sueca, así que tiene intereses creados, por el caso de Gotemburgo.
—¿Qué es lo que enseña ese profesor… ciencias políticas?
—Biología.
—¿Biología?
—Exactamente. Ahora tengo que salir, pero mañana estaremos todo el día en casa.
—Les llamaré. Gracias, Klaus. Adiós.
Colgó.
Ya estaba bien con lo de la hermosa simetría.
¿Profesor de
biología
?
*
Seibert se sintió aliviado al no haber tenido que ser él quien le diera la noticia a Mengele, pero tenía también la sensación de haberse zafado demasiado fácilmente del anzuelo; su larga vinculación con Mengele y la admiración con que reconocía su talento, verdaderamente notable, le hacían sentir que le debía alguna expresión de conmiseración que le levantara el ánimo. Por otra parte, quería ser injusto consigo mismo y ofrecerle una explicación más completa de la que podía haberle dado Ostreicher acerca de la acalorada batalla que había librado contra Rudel, Schwartzkopf y los demás. Durante el fin de semana intentó hablar por radio con Mengele y, al no conseguirlo, a primera hora de la tarde del lunes se acercó en su avión llevando como compañero de vuelo a Ferdi, su nieto de seis años, y como presente nuevas grabaciones de La
Walkiria
y
El ocaso de los dioses
.
La pista de aterrizaje estaba vacía. Seibert no creía que Mengele se hubiera quedado en Florianápolis, pero era posible que hubiera ido a Asunción o a Curitiba a pasar el día. También era posible que, simplemente, hubiera enviado a su piloto a Asunción en busca de provisiones.
Seibert y Ferdi, este último retozando, recorrieron a pie el camino que llevaba hasta la casa, seguidos a pocos pasos por el copiloto, que tenía necesidad de ir al cuarto de baño.
No se veía a nadie: ni guardias ni sirvientes. El copiloto intentó abrir los galpones y se encontró con que la puerta tenía echada la llave. La casa del personal de servicio estaba cerrada y con las persianas bajadas. Seibert empezó a inquietarse.
La puerta del fondo de la casa principal estaba cerrada con llave y la del frente también. Seibert llamó y esperó. Sobre el suelo de madera del porche había un tanque de juguete; Ferdi se inclinó a recogerlo.
—¡No lo toques! —le advirtió bruscamente Seibert, como si pudiera estar infectado.
El copiloto rompió de una patada una de las ventanas, apartó con el codo los trozos de cristal restantes y cuidadosamente entró por la abertura. Un momento después quitaba la llave a la puerta y la abría.
La casa estaba desierta pero ordenada, sin señales de que hubiera sido abandonada apresuradamente. En el estudio, la mesa con su tapa de cristal estaba tal como Seibert la había visto la última vez, con los enseres de pintura pulcramente alineados sobre una toalla, en un ángulo. Se volvió hacia el mapa.
Estaba manchado de rojo, con marcas que a modo de sangrientos latigazos atravesaban los casilleros de la segunda y tercera columna. Los de la primera columna, hasta la mitad, estaban señalados por pulcras tachaduras rojas, que después se hacían más grandes, desenfrenadas, hasta rebasar los límites del casillero.
—Se salió de las líneas —observó Ferdi, con aire preocupado.
Seibert contemplaba el mapa devastado.
—Sí —coincidió, mientras hacía un gesto de asentimiento—. Se salió de las líneas.
—¿Qué es esto? —preguntó Ferdi.
—Una lista de nombres. —Seibert se volvió para dejar en la mesa el paquete de discos. En el centro del cristal se veía un brazalete hecho de garras de animales.
—¡Hecht! —llamó, y repitió en voz más alta—:
¡Hecht!
—¿Señor? —se oyó, débilmente, la respuesta del copiloto.
—Termine lo que está haciendo, vaya al avión y tráigame una lata de gasolina —le ordenó, mientras levantaba el brazalete.
—¡Sí, señor!
—¡Y que Schumann vuelva con usted!
—Sí, señor.
Seibert examinó el brazalete y volvió a arrojarlo sobre la mesa. Suspiró.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Ferdi.
Con un gesto del mentón, Seibert señaló el mapa.
—Quemar eso.
—¿Por qué?
—Para que nadie lo vea.
—¿No se incendiará también la casa?
—Sí, pero la persona que la habita ya no volverá.
—¿Cómo lo sabes? Si haces eso, se enojará.
—Tú vete fuera a jugar con el juguete.
—Quiero mirar.
—¡Haz lo que te he dicho!
—Sí, señor. —Presurosamente, Ferdi salió de la habitación.
—¡Quédate en el porche! —le advirtió Seibert.
Empujó la mesa larga cubierta de pilas de revistas, hasta arrimarla a la pared. Después se digirió hacia los cajones del archivo dispuesto bajo la ventana del laboratorio, se puso en cuclillas, abrió uno de ellos y sacó un grueso puñado de hojas, y después otro. Los llevó a la mesa y los encajó entre las pilas de revistas. Con tristeza, sacudiendo la cabeza, miró el mapa enrojecido.
Llevó varios manojos de hojas hasta la mesa y cuando ya no quedó sitio para más, abrió los cajones restantes. Quitó el cerrojo a las ventanas que había detrás de la mesa y las abrió de par en par.
Se quedó mirando los recuerdos de Hitler dispuestos en la pared, sobre el sofá, tomó dos o tres y miró con aire indeciso el gran retrato que ocupaba el centro.
El copiloto entró con una lata roja, llena de combustible, mientras el piloto se quedaba en la puerta.
Seibert dejó sobre el paquete de discos las cosas que había tomado.
—Retire el retrato —ordenó al copiloto, y envió al piloto a que se asegurara de que no quedaba nadie en la casa y, al mismo tiempo, abriera todas las ventanas.
—¿Puedo subirme en el sofá? —preguntó el copiloto.
—Sí, por Dios, ¿por qué no? —respondió Seibert.
Roció con gasolina los papeles y las revistas, y arrojó también un poco sobre, el mapa, donde los nombres resplandecieron con un brillo húmedo:
Hesketh, Eisenbud, Arlen, Looft
.
El copiloto salió de la casa, con el retrato.
Seibert dejó la lata fuera de la puerta y fue hacia los abiertos cajones del archivo. De uno de ellos sacó unas hojas más de papel y las retorció para formar una mecha blanca, mientras volvía a la mesa. Tomó el encendedor, negro y cilíndrico, que había sobre el cristal, y probó unas cuantas veces la llama.
El piloto confirmó que no había nadie en la casa y que las ventanas estaban abiertas. Seibert le encargó que sacara los discos, los recuerdos y la lata de combustible.
—Y fíjese si mi nieto está fuera —le advirtió. Esperó un momento, con el encendedor en una mano, y en la otra la mecha de papel blanco.
—¿Está con usted, Schumann? —preguntó.
—Sí, señor.
Seibert encendió la punta de la mecha y volvió a dejar el encendedor a sus espaldas; inclinó la mecha para dar fuerza a la llama y, dando un paso hacia delante, la arrojó sobre los papeles y las revistas mojadas de gasolina. Con un estallido, las llamas se elevaron por la pared.
Seibert retrocedió y se quedó mirando cómo la columna central de la lista y sus rojas puñaladas se ampollaban y se ennegrecían. Nombres, fechas y líneas, envuelto todo por las llamas, se extinguieron en la negrura que los rodeaba y los devoraba.
Presurosamente, salió.
Detrás de la casa, se detuvieron a mirar un rato, alejándose de las oleadas de calor y del restallido del fuego: Seibert llevaba de la mano a Ferdi, el copiloto apoyaba un brazo en el marco del retrato de Hitler y el piloto, con los brazos cargados de objetos, tenía junto a los pies la lata roja de combustible.
*
Esther ya tenía puestos el sombrero y el abrigo, y —literalmente— un pie fuera de la puerta cuando sonó el teléfono. Realmente, no era su día. ¿Conseguiría llegar a casa? Dando un suspiro, volvió atrás el pie, cerró la puerta y se dirigió a atender el teléfono, a la débil luz que dejaba pasar el cristal de la puerta.
La telefonista le anunció una llamada de São Paulo para Yakov; Esther le dijo que Herr Liebermann no estaba en la ciudad. El que llamaba dijo, en correcto alemán, que hablaría con la señora.
—¿Sí? —preguntó Esther.
—Me llamo Kurt Koehler. Mi hijo Barry era…
—Oh,
sí, lo sé
, Herr Koehler. Soy Esther Zimmer, la secretaria de Herr Liebermann. ¿Tiene usted alguna noticia?
—Sí, pero es mala. La semana pasada encontraron el cuerpo de Barry.
Esther gimió.
—En fin, era lo que esperábamos… al no haber tenido noticias en todo este tiempo. Ahora me vuelvo a mi país. Con… el… cuerpo.
—¡Ay, Herr Koehler, lo lamento mucho!
—Se lo agradezco. Lo apuñalaron y después lo dejaron en la selva. Al parecer, lo arrojaron desde un avión.
—Oh, Dios mío…
—Pensé que Herr Liebermann querría saber…
—¡Pues claro! Claro. Se lo diré.
—…y también tengo una información para él. Naturalmente, se quedaron con la billetera y el pasaporte de Barry, esos cerdos nazis, pero en sus tejanos había un trozo de papel que no advirtieron. A mí me da la impresión de que tomó algunas notas mientras escuchó la grabación aquella, y en esas líneas hay cosas que supongo pueden ser muy útiles para Herr Liebermann. ¿Podría usted decirme cómo puedo ponerme en contacto con él?
—Sí, esta noche está en Heidelberg. —Esther encendió la lámpara para consultar su libreta de teléfonos—. En Mannheim, en realidad. Aquí tengo el número.