Bastante había verificado; de diecisiete, trece, incluso los tres del 16 de octubre. Pero… no eran más que once kilómetros. El paseo en autobús hasta Worcester no le llevaría más de dos horas, y no necesitaba volver hasta la hora de la cena. E incluso después de la cena, si era necesario…
A la mañana siguiente, temprano, le pidió prestado el coche, un gran «Oldsmobile», a la dueña de la casa, y partió hacia Lenox. Habían caído más de diez centímetros de nieve, y seguía nevando, pero las carreteras estaban bastante despejadas. Los quitanieves estaban trabajando y otras máquinas arrojaban nieve hacia los lados en arcos ampulosos. Increíble; en su país, todo movimiento habría quedado paralizado.
En Lenox descubrió que nadie había admitido ser autor del disparo que terminó con la vida de Jack Curry. Y, confidencialmente, el jefe de Policía DeGregorio
no
estaba seguro de que hubiera sido un accidente. El disparo había sido de una precisión muy sospechosa: la bala había entrado en el cráneo por la nuca, justo bajo la gorra roja de cazador. El asunto parecía relacionado más con la buena puntería que con la mala suerte. Pero cuando fue hallado hacía ya cinco o seis horas que Curry había muerto, y por lo menos una docena de personas habían pasado por las inmediaciones, de modo que ¿qué podía esperarse que encontrara la Policía? Ni siquiera había aparecido el cartucho. Y habían indagado en busca de alguien que le tuviera tirria a Curry, inútilmente. El difunto había sido justo y ecuánime en su trabajo, y hombre que gozaba de respeto y simpatía en el pueblo. ¿Había pertenecido a algún grupo u organización internacional? Al Rotary; aparte de eso, Liebermann tendría que preguntárselo a su viuda. Pero De Gregorio no creía que la mujer estuviera dispuesta a hablar mucho; por lo que él sabía, el golpe la tenía todavía muy aturdida.
Mediaba la mañana cuando, sentado en una cocina pequeña y desordenada, y mientras bebía un poco de té flojo de una taza rajada, Liebermann se sentía un verdugo al ver cómo la señora Curry estaba a punto de echarse a llorar. Como la viuda de Döring, apenas pasaba de la cuarentena, pero salvo en eso no se parecían en nada: su anfitriona actual era magra y tenía el aspecto típico de ama de casa; llevaba el pelo castaño cortado a lo chico y de sus flacos hombros pendía una bata de flores, desteñida, que revelaba la escasez de su pecho. Además, iba enlutada.
—
Nadie
quería matarle —insistió, mientras se pasaba bajo los ojos anegados en lágrimas unos dedos enrojecidos, de uñas rotas y descuidadas—. Era…, era el hombre más bueno que puso Dios sobre la tierra. Fuerte, bueno, paciente, tolerante; era una… verdadera
roca
, y ahora…, ¡oh, Dios! E… estoy… —Se echó a llorar, sacó del bolsillo una arrugada servilleta de papel y con ella se enjugó el torrente de los ojos, apoyó la frente en la mano, con el codo encima de la mesa; se estremecía entre sollozos.
Liebermann dejó la taza de té y se inclinó hacia ella sin saber qué hacer.
Sin dejar de llorar, la mujer se disculpaba.
—Está bien —murmuró el visitante—, está bien.
Valiente ayuda. Haber recorrido once kilómetros a través de la nieve, nada más que para hacer llorar a esa mujer. ¿No le bastaba con trece de diecisiete?
Volvió a recostarse, suspiró, esperó; descorazonado, miró a su alrededor; la minúscula cocina, de un amarillo veteado, con los platos sin lavar y la nevera anticuada, un cajón de botellas vacías junto a la puerta del fondo. El Fantasma Número Catorce. Una rama de helecho en un vaso de vidrio rojo sobre el alféizar de la ventana; tras el fregadero, un bote de detergente. Un dibujo de un avión, un «747», pegado sobre la puerta de uno de los armarios; bien hecho, o al menos eso parecía desde donde él estaba. Sobre la mesa, una caja de copos de cereal.
—Lo siento —se disculpó la señora Curry, limpiándose la nariz con la servilleta. Húmedos, los ojos castaños volvieron a mirar a Liebermann.
—Sólo quería hacerle unas preguntas, señora Curry. ¿Pertenecía su marido a algún grupo u organización internacional de hombres de su misma edad?
La mujer negó con la cabeza, mientras bajaba la servilleta.
—A grupos norteamericanos —respondió—. La Legión, el grupo Amvets, el Rotary… no, ése es internacional. El Rotary Club. Pero era el único.
—¿Había combatido en la Segunda Guerra Mundial?
—En las fuerzas aéreas —asintió ella—. Y había ganado una medalla.
—¿En Europa?
—En Oriente.
—Una pregunta de orden personal, que espero no le moleste. ¿Le ha dejado a
usted su
dinero? La viuda asintió, cautelosamente.
—No es que sea demasiado…
—¿Dónde había nacido?
—En Berea, Ohio —la señora Curry miró algo detrás de Liebermann y sonrió con esfuerzo—. Y
tú
, ¿qué haces que no estás en la cama?
El visitante miró hacia atrás. En el umbral de la puerta estaba parado el muchacho de los Döring. Emil, no…, Erich Döring, delgado y de nariz afilada, con el oscuro pelo desordenado. Descalzo, vestía un pijama a rayas azules y blancas. Se rascó el pecho, mirando con curiosidad a Liebermann.
—
Guten Morgen
—saludó éste mientras se ponía de pie, sorprendido. Y mientras lo decía y el muchacho, con un gesto de saludo, entraba en la habitación, cayó en la cuenta de que
Emil Döring y Jack Curry se habían conocido
. Tenía que ser así; de otra manera no se explicaba que el chico estuviera de visita. Con excitación que crecía por momentos, se volvió hacia la señora Curry.
—¿Cómo es que está
aquí
este muchacho? —le preguntó.
—Está muy resfriado —explicó la mujer—, y de todas maneras hoy no hay escuela, por la nieve. Se llama Jack. No, no te acerques demasiado, Jack. Éste es el señor Liebermann, de Viena, en Europa. Es muy famoso. Pero ¿dónde están tus zapatillas, Jack? ¿Qué es lo que quieres?
—Un vaso de zumo de pomelo —contestó el chico, en un perfecto inglés, con acento de Kennedy. La señora Curry se levantó.
—Caramba —lo regañó—, te van a quedar pequeñas sin que las hayas usado nunca. ¡Y con ese resfriado! —Se dirigió hacia el frigorífico.
El muchacho miraba a Liebermann con los ojos azul pálido de Erich Döring.
—¿Por qué es usted famoso? —le preguntó.
—Porque anda persiguiendo a los nazis. Lo presentaron la semana pasada en el programa de Mike Douglas.
—
Es ist dock ganz phantastisch!
—exclamó Liebermann—. ¿Sabes que tienes un gemelo? Un chico exactamente igual a ti que vive en Alemania, en un pueblo que se llama Gladbeck.
—¿
Exactamente
igual a mí? —preguntó con escepticismo el muchacho.
—¡Exactamente! Jamás vi un… parecido semejante. ¡Sólo hermanos gemelos podrían ser tan parecidos!
—Jack, ahora vuélvete a la cama, que yo te lo llevaré —dijo la señora Curry, sonriente. Estaba de pie junto al frigorífico con un cartón de zumo de fruta en la mano.
—Espera un momento —pidió el chico.
—¡No! —fue la brusca respuesta—. Si sigues ahí de esa manera, sin bata ni zapatillas, empeorarás en vez de mejorar; vamos. —Volvió a sonreírle—. Saluda y vuelve a acostarte.
—¡Oh, demonios! —refunfuñó el chico—. ¡Adiós! —A grandes pasos, salió de la habitación.
—¡Cuidado con lo que dices! —le advirtió la señora Curry, mirándolo con gesto fastidiado; después se volvió hacia Liebermann mientras abría la puerta de un armario para sacar un vaso—. Si
él
tuviera que pagar la cuenta del médico, lo pensaría mejor —le comentó.
—¡Es pasmoso! —exclamó Liebermann—. ¡Pensé que era el chico de Alemania que estaba de visita! Hasta la voz es la misma, la expresión de los ojos, la manera de moverse…
—Todo el mundo tiene su doble —observó la mujer, mientras servía cuidadosamente el zumo de pomelo en el vaso verde—. La mía vive en Ohio, y es una muchacha que Jack, su padre, conoció antes que a mí. —Dejó el cartón en la mesa y se volvió, con el vaso lleno en la mano—. Mire usted —le sonrió—, no quiero ser descortés, pero ya ve que tengo aquí muchísimas cosas por hacer. Aparte de que Jack esté en casa. Estoy segura de que nadie disparó a propósito sobre mi marido. Fue un accidente. ¡Si él no tenía un solo enemigo en el mundo!
Liebermann parpadeó, hizo un gesto de asentimiento y recogió la chaqueta que había colgado del respaldo de la silla.
*
¡Qué increíble, semejante parecido! Como un huevo a otro huevo. Tanto más sorprendente cuanto que la identidad del rostro afilado y de la actitud escéptica se sumaba al ser hijos de padres de sesenta y cinco años que habían sido funcionarios y que con menos de un mes de diferencia habían muerto de muerte violenta. Y el hecho de que la edad de la madre fuera la misma, cuarenta y dos o cuarenta y tres años. ¿Cómo eran posibles tantas coincidencias?
El volante se le fue hacia la derecha y Liebermann corrigió la dirección, mirando por entre el rápido vaivén del limpiaparabrisas. Tenía que concentrarse en la conducción…
No podía ser sólo coincidencia, era demasiado. Pero entonces, ¿qué otra cosa
podía
ser? ¿Había que admitir que la señora Curry, de Lenox (que elogiaba la tolerancia de su marido), y Frau Döring, de Gladbeck (que no parecía ningún modelo de fidelidad), tuvieron un episodio amoroso con el mismo hombre delgado y de nariz afilada nueve meses antes del nacimiento de sus hijos? Aun en un caso tan improbable (¿un piloto de «Lufthansa» que viajara en la línea de Essen a Boston?), los chicos no serían gemelos. Y precisamente eso eran, absolutamente idénticos.
Gemelos…
El interés principal de Mengele. El objeto de sus experimentos en Auschwitz.
¿Y qué?
El profesor canoso, en Heidelberg: «Ninguna de las sugerencias presentadas hasta el momento ha tenido en cuenta la presencia del
doctor Mengele
en el problema».
Sí, pero los chicos no
eran
gemelos;
parecían
gemelos, nada más.
Siguió debatiéndose con el problema en el autobús que le llevaba a Worcester.
Tenía
que ser una coincidencia. Todo el mundo tenía su doble, como había dicho tan despreocupadamente la señora Curry; y aunque dudara de la verdad de la afirmación, Liebermann tenía que admitir que en su vida se había encontrado con muchísimos parecidos: un Bormann, dos Eichmann, media docena de otros. (Pero eran
parecidos
, no
iguales; y
¿por qué la mujer había servido tan cuidadosamente el zumo de pomelo? ¿Estaba acaso
muy
preocupada, temerosa de que un temblor de la mano pudiera delatarla? Además, esa prisa para ponerle en la calle, súbitamente ocupada. Santo Dios, ¿no sería que las mujeres tenían algo que ver? Pero ¿por qué? ¿De qué manera?)
Había dejado de nevar y brillaba el sol. Massachusetts pasaba velozmente a su lado; casas y colinas de una blancura deslumbrante.
La obsesión de Mengele por los gemelos. Todas las biografías e informes referentes a ese monstruo subhumano la mencionaban: las autopsias practicadas sobre gemelos asesinados para hallar las razones genéticas de sus leves diferencias, los intentos de conseguir cambios en gemelos vivientes…
Un momento, Liebermann, te estás pasando de revoluciones. Hace más de dos meses que viste a Erich Döring. Fueron menos de cinco minutos. Y ahora que ves a un chico que tiene el mismo tipo —que se le parece mucho, admitido—, ya te lanzas a hacer un pequeño cóctel mental y…, señoras y señores, aquí tienen ustedes, gemelos idénticos y Mengele en Auschwitz. Cuando todo el asunto se reduce a que dos hombres, entre diecisiete, tenían casualmente hijos que se parecen. ¿Qué hay de sorprendente?
Pero… ¿y si son
más
de dos? ¿Y si fueran tres?
¿No ves? Te estás pasando. ¿Por qué no te imaginas que son cuatro, ya que estamos?
La viuda en Trittau le había dado pie a Klaus. ¿Sesentona? Tal vez. Pero, probablemente, más joven. ¿Y si tuviera 41? ¿O 42?
En Worcester pidió a su anfitriona, la señora Labowitz, que le permitiera hacer una llamada internacional.
—Que le pagaré, por supuesto.
—¡Señor Liebermann, por favor! Si está usted como invitado en nuestra casa. El teléfono es suyo.
No discutió. La casa era, prácticamente, una mansión.
Eran las cinco y cuarto; once y cuarto en Europa.
La telefonista le comunicó que el número de Klaus no contestaba. Liebermann le pidió que volviera a intentarlo media hora más tarde y colgó; después lo pensó mejor y volvió a levantar el receptor. Buscó en las páginas de su libreta de direcciones y pidió el número de Gabriel Piwowar en Estocolmo, y el de Abe Goldschmidt en Odense.
En el momento en que se sentaba a la mesa en compañía de cuatro miembros de la familia Labowitz y de cinco invitados, le llegó la primera de las llamadas. Se disculpó y fue a atenderla en la biblioteca.
Goldschmidt. Hablaron en alemán.
—¿Qué pasa? ¿Tengo que verificar más hombres?
—No, es por los dos anteriores. ¿No tenían hijos varones, de trece años más o menos?
—El de Bramminge, sí. Horve. Okking, el de Copenhague, tenía dos hijas de unos treinta.
—¿Qué edad tiene la viuda de Horve?
—Es joven. Me llamó la atención. Déjeme que lo piense. Será un poco menor que Natalie. Cuarenta y dos, le daría yo.
—¿Viste al niño?
—Estaba en la escuela. ¿Qué, tendría que haber hablado con
él
?
—No, solamente quería saber qué aspecto tiene.
—Un chiquillo flaco. La madre tenía una foto en el piano; estaba tocando el violín. Yo hice algún comentario y me dijo que la foto era vieja, de cuando el chico tenía nueve años. Ahora tiene cerca de catorce.
—¿Pelo oscuro, ojos azules, nariz afilada?
—¿Cómo quieres que me acuerde? Pelo oscuro sí. Los ojos no puedo decirte; la foto no era en colores. Un muchacho delgado de pelo oscuro, que toca el violín. Pensé que estabas satisfecho.
—Yo también lo pensé. Gracias, Abe. Adiós. Colgó, y el teléfono volvió a sonar antes de que lo soltara.
Piwowar. Conversación en yiddish.
—Los dos hombres que investigaste, ¿no tenían hijos varones de casi catorce años?
—Anders Runsten, sí. Persson, no.
—¿Le viste tú?
—¿Al hijo de Runsten? Me hizo un retrato mientras yo esperaba a la madre. Yo le dije en broma que lo llevara a mi tienda.
—¿Qué aspecto tiene?