Fuera quien fuese, el muchacho le mantuvo la puerta abierta mientras Liebermann entraba en un pequeño vestíbulo con las paredes llenas de espejos, atestados de otros varios Liebermann que entraban, sorprendentemente desaliñados («¡Córtate el pelo!», le recordó desde alguna parte la voz de Hannah. «¡Recórtate el bigote! ¡Mantente derecho!»), mientras varios chicos de camisa blanca y pantalones negros cerraban puertas y volvían a poner cerrojos de seguridad. Se irguió y se dirigió al muchacho de verdad.
—Frau Döring, ¿está en casa?
—Está hablando por teléfono. —El chico tendió la mano para cogerle el sombrero.
—¿Eres su nieto? —le preguntó el visitante, sonriéndole, mientras se lo entregaba.
—Su hijo. —En la voz del chico se advertía su desdén frente a la estupidez de la pregunta.
Abrió un armario, con la puerta de espejo, y Liebermann dejó en el suelo la cartera para despojarse del abrigo, al tiempo que echaba una mirada hacia la sala, decorada en naranja, cromo y cristal, donde todo armonizaba, deshumanizado, como en una tienda.
Liebermann le entregó su abrigo, sonriente, y el chico lo colgó en una percha con aire de responsabilidad y aburrimiento. Apenas si llegaba al pecho de Liebermann. En el ropero se veían algunos abrigos, uno de ellos de piel de leopardo. Sobre un estante, semioculta por sombreros y cajas, asomaba un ave, un cuervo embalsamado o algo así.
—¿Es un pájaro eso de ahí? —preguntó Liebermann.
—Sí —asintió el muchacho—. Era de mi padre. —Cerró la puerta y se quedó mirándole con sus ojos de color azul pálido.
Liebermann recogió su cartera.
—¿Mata usted a los nazis cuando los atrapa? —quiso saber el chico.
—No —respondió Liebermann.
—¿Por qué no?
—Porque es ilegal. Y, además, porque es mejor procesarlos, para que haya más gente que pueda enterarse.
—¿Enterarse de qué? —preguntó el chico, con escepticismo.
—De quiénes eran, de lo que hicieron.
El muchacho se volvió hacia la sala.
Allí esperaba una mujer, rubia y menuda, vestida con falda y chaleco negros y un suéter de cuello cisne de color beige; había cumplido los cuarenta y seguía siendo bonita. Inclinó la cabeza y le sonrió, con las manos tensamente cruzadas ante ella.
—¿Frau Döring? —Mientras Liebermann se le acercaba, ella le tendió la mano y él estrechó su mínima frialdad—. Gracias por la entrevista —le dijo, mientras observaba el cutis cosméticamente terso, con algunas leves arrugas en el ángulo de los ojos, que eran azul-verdosos. Un grato perfume emanaba de ella.
—¿Podría pedirle, por favor —le preguntó con cierta confusión— que se identifique?
—Naturalmente —respondió Liebermann—. Está muy bien que me lo pida. —Se cambió la cartera a la mano izquierda para buscar en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Estoy segura de que es usted… quien dice ser —se disculpó Frau Döring—, pero…
—En el sombrero están sus iniciales —intervino el chico, desde atrás de Liebermann—. Y. S. L.
Mientras le entregaba su pasaporte, Liebermann sonrió a la madre.
—Su hijo es buen detective —comentó, y se volvió hacia el muchacho—. Estuviste muy bien; ni me di cuenta de que lo mirabas.
El chico sonrió complacido, mientras volvía a apartarse de la cara el mechón de pelo oscuro. Frau Döring le devolvió el pasaporte.
—Sí, es despierto —asintió, mirando al niño con una sonrisa—, aunque un poco perezoso. Ahora, por ejemplo, tendría que estar practicando.
—No puedo atender la puerta y estar en mi cuarto al mismo tiempo —refunfuñó el chico mientras empezaba a cruzar la sala.
Frau Döring le alisó el cabello rebelde mientras pasaba junto a ella.
—Ya lo sé; te lo decía en broma.
El chico se alejó por un pasillo.
La dueña de la casa sonrió a su visitante, mientras se frotaba las manos como si quisiera calentárselas.
—Pase y siéntese, Herr Liebermann —le invitó, dirigiéndose hacia el extremo de la sala, donde se abría una ventana. Se oyó golpear una puerta—. ¿Le sirvo un poco de café?
—No, gracias. Acabo de tomar una taza de té, ahí enfrente.
—¿En el «Bittnera»? Allí es donde yo trabajo como camarera, de ocho a tres.
—Entonces le resulta muy cómodo.
—Sí, y ya estoy de vuelta en casa para cuando llega Erich. Empecé el lunes, y hasta ahora todo va perfectamente. ¡Estoy encantada!
Liebermann se sentó en un duro sofá y Frau Döring ocupó una silla, cerca de él. Se mantenía erguida, con las manos cruzadas sobre la falda negra y la cabeza un poco inclinada en un gesto de atención.
—Ante todo —empezó Liebermann— quisiera expresarle mi sentimiento. En este momento, las cosas deben hacérsele a usted muy difíciles.
Sin apartar los ojos de las manos cruzadas, Frau Döring le dio las gracias. Un clarinete entonó una escala ascendente y volvió a bajar, preparándose para tocar; Liebermann miró hacia el pasillo, de donde llegaba la resonancia cálida de la madera, y volvió de nuevo los ojos a Frau Döring, que le sonrió.
—Toca muy bien —comentó ella.
—Sí, lo sé —asintió Liebermann—. Ayer le oí, por teléfono, y pensé que era un adulto. ¿Es su único hijo?
—Sí —confirmó ella, y añadió con orgullo—: Quiere hacer de la música su carrera.
—Espero que su padre tomara las providencias del caso —expresó Liebermann—. ¿Es así? Su marido, ¿dejó su dinero para Erich y para usted? —le preguntó.
La viuda asintió, sorprendida.
—Y a una hermana suya. Un tercio para cada uno. La parte de Erich está en depósito. ¿Por qué me pregunta usted
eso
?
—Estoy buscando una razón por la cual los grupos nazis que hay en Sudamérica pudieran desear su muerte.
—¿Matar a
Emil
?
Liebermann asintió con un gesto, mientras observaba a Frau Döring.
—Y a los otros también.
La mujer lo miró, frunciendo el ceño.
—¿A qué otros?
—Al grupo al cual él pertenecía, en diferentes países.
Ella parecía cada vez más intrigada.
—Pero si Emil no pertenecía a ningún grupo. ¿A qué se refiere usted, a que fuera comunista? No podría estar más equivocado, Herr Liebermann.
—¿No recibía correspondencia ni llamadas telefónicas desde el extranjero?
—Jamás. Aquí en casa, no, por lo menos. Pregunte en su oficina; tal vez
ellos
estén al tanto de algún grupo. En cuanto a mí, le aseguro que no.
—Ya he preguntado esta mañana, y ellos tampoco saben nada.
—
Una vez
—recordó Frau Döring—, hace tres o cuatro años, o más aún, lo llamó su hermana desde Estados Unidos, donde estaba de viaje. Pero fue la única llamada desde el extranjero, que yo recuerde. Ah, y hubo otra ocasión, hace más tiempo todavía, en que le llamó desde Italia un hermano de su primera mujer, tratando de convencerle para que hiciera una inversión en… no recuerdo, creo que era algo que tenía que ver con plata. O con platino.
—¿Y él la hizo?
—No. Emil era muy cuidadoso con su dinero.
El clarinete se adueñó del oído de Liebermann, saludándolo con el Mozart del día anterior. El
minuetto
del
Quinteto para clarinete
, muy bien tocado. Pensó que él, a la edad del chico, se pasaba dos y tres horas por día sentado ante el viejo «Pleyel». Y que su madre —descanse en paz— decía con el mismo orgullo que su hijo pensaba hacer carrera como músico. ¿Quién iba a adivinar lo que ocurrió después? ¿Cuándo había tocado por última vez el piano?
—Pero no lo comprendo —decía Frau Döring—. A Emil no le asesinaron.
—Es probable que sí —le informó Liebermann—. La noche anterior había entablado amistad con un viajante. Quizás quedaran en encontrarse en el edificio si el viajante no llegaba al bar a las diez de la noche. Con eso habrían conseguido que fuera allí a esa hora.
La viuda sacudió la cabeza.
—Él jamás se habría citado con nadie en un edificio como ése —afirmó—. Ni siquiera con alguien que conociera bien. Desconfiaba demasiado de la gente. ¿Y por qué habrían de interesarse por él los nazis?
—¿Por qué salió armado esa noche?
—Siempre iba armado.
—¿Siempre?
—
Siempre
, desde que yo lo conocí. En nuestra primera salida me enseñó el arma. ¿Se imagina usted, ir con una pistola a una cita con una chica? ¿Y exhibirla? Y lo peor de todo fue que yo me quedé impresionada. —Sacudió la cabeza, con un suspiro de incredulidad.
—¿De quién tenía miedo? —interrogó Liebermann.
—De todo el mundo. De la gente de su oficina, de los que le miraban por la calle… —Frau Döring se inclinó hacia él en actitud confidencial—. Estaba un poco… bueno, no diré chiflado, pero tampoco normal. Una vez intenté que viera a alguien; a un médico, quiero decir. Vimos en la televisión un programa sobre las personas como él, las que piensan siempre que hay… alguna confabulación contra ellas, y cuando terminó yo le sugerí de manera muy indirecta… ¡Bueno! ¿Conque yo participaba en el complot, no? ¿Qué quería, conseguir que le declararan loco? ¡Esa noche casi me mata
a mí
! —Frau Döring se recostó en la silla e hizo una inspiración profunda, estremeciéndose; después, con el ceño fruncido, miró con aire intrigado a Liebermann—: ¿Qué fue lo que hizo? ¿Le escribió a usted diciéndole que los nazis le perseguían?
—No, no.
—Entonces, ¿qué es lo que le hace pensar eso?
—Me llegó un rumor.
—Era falso. Créame, los nazis habrían estado
encantados
con Emil. Era antijudío, anticatólico, antilibertades, antitodo y todos, salvo el propio Emil Döring.
—¿No fue nazi?
—Es posible que lo fuera. Él decía que no, pero como yo no lo conocí hasta 1952, no podría jurarlo Pero probablemente no; él jamás se afilió
a nada
, si podía evitarlo.
—Y en la guerra, ¿qué hizo?
—Estuvo en el Ejército; era cabo, creo, y se jactaba de las misiones fáciles que consiguió siempre. La principal fue en un depósito de provisiones o algo así, un lugar seguro.
—¿Nunca participó en combate?
—Era «demasiado listo». Eso era para los «top tos».
—¿Dónde nació?
—En Laupendahl, del otro lado de Essen.
—¿Y en esa zona vivió toda su vida?
—Sí.
—¿Estuvo alguna vez en Günzburg, que usted sepa?
—¿Dónde?
—En Günzburg, cerca de Ulm.
—Yo jamás se lo oí mencionar.
—¿Tampoco le oyó mencionar el apellido Mengele? Ella lo miró, levantadas las cejas en un gesto interrogante, y negó con la cabeza.
—Unas pocas preguntas más —le pidió Liebermann—. Le agradezco su paciencia. Me temo que ando a la caza de un fantasma.
—Estoy segura de que es así —le sonrió ella.
—¿Estaba relacionado con gente importante? ¿Del Gobierno, por ejemplo?
—No —respondió Frau Döring, después de pensarlo un momento.
—¿O era amigo de alguien importante?
Ella se encogió de hombros.
—De algunos funcionarios de Essen, si es que eso le parece a usted importante. Una vez le estrechó la mano a Krupp, y ése fue el gran momento de su vida.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted casada con él?
—Veintidós años. Desde el 4 de agosto de 1952.
Y en todos esos años, ¿jamás vio ni oyó usted
nada
sobre un grupo internacional al que perteneciera su marido, integrado por hombres de su edad y de situación similar?
—Nada, ni una palabra —la mujer reforzó la negación con un gesto.
—¿Ni supo que desarrollara algún tipo de actividad antinazi?
—En absoluto. Era más bien pronazi. Votó por la nacionaldemocracia, pero sin afiliarse tampoco. No era de los que se afilian.
Liebermann se recostó en el rígido sofá, frotándose la nuca.
—¿Quiere usted que le diga realmente quién lo mató? —preguntó Frau Döring.
Él la miró sorprendido.
—Dios —le confió ella, inclinándose hacia delante—. Para liberar a una estúpida muchachita campesina de veintidós años de infelicidad, y para dar a Erich un padre que le ayude y le quiera, en vez de uno que lo insultara… sí, que le tratara de
maricón
y de
imbécil
porque quería ser músico, no un funcionario apoltronado y gordo. ¿Acaso los nazis responden a las plegarias, Herr Liebermann? —Sacudió la cabeza—. No, eso lo hace Dios, y se lo he agradecido todas las noches desde que hizo que esa pared se derrumbara sobre Emil. Podría haberlo hecho antes, pero se lo agradezco de todas maneras. «Más vale tarde que nunca,» —Se recostó, cruzando las piernas bien torneadas, y le sonrió—. ¡Escuche! ¿No es hermoso cómo toca? Recuerde el nombre, Erich Döring. ¡Algún día lo verá en los carteles de las salas de concierto!
Cuando Liebermann salió de la casa de Frankenstrasse 12 empezaba a insinuarse el crepúsculo. Coches y trolebuses llenaban las calles, y las aceras bullían de peatones presurosos. Lentamente, con su cartera en la mano, avanzó entre ellos.
Döring había sido un don nadie, vano, acomodaticio, insignificante para todo el mundo, salvo para sí mismo. No había razón concebible que hiciera de él el objetivo de una confabulación de los nazis refugiados en el otro extremo del mundo; ni siquiera de su propia mentalidad paranoide la había habido. ¿El viajante del bar? No era más que un viajante solitario. ¿La presurosa salida de la noche del accidente? Había una docena de razones por las que un hombre podía salir de un bar a toda prisa.
Lo cual significaba que la víctima del 16 de octubre había sido Chambon, en Francia, o tal vez Persson, en Suecia.
O algún otro de quien «Reuter» no se había enterado.
O muy probablemente, nadie.
¡Ay, Barry, Barry! ¿Para qué me llamaste? Apretó un poco el paso, por la acera sur de la atestada Frankenstrasse.
Por la acera norte, Mundt también apretó el paso con un cigarro sin encender en la boca y un periódico doblado bajo el brazo.
*
Aunque la noche fuera clara y seca, se oía mal, y lo que Mengele entendió fue lo siguiente:
—Liebermann estuvo
cracl-cracl-chrii
donde vivía Döring, el primero de los hombres. Lieber
cracl-cracl
por él y les mostró fotos de soldados
a cracl-cracl-CHRRII-cracl
Solingen, e hizo lo mismo en relación con un
cracl-cracl
murió hace unas semanas en una explosión. Cambio.