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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

Los niños del Brasil (17 page)

Tragándose la acidez que le subía a la garganta, Mengele oprimió el botón del micrófono para hablar a su vez.

—¿Quiere repetírmelo, por favor, coronel? No le oí bien. Cambio.

Finalmente, consiguió enterarse.

—No voy a decirle que no me preocupa —declaró mientras se enjugaba con un pañuelo el sudor helado que le cubría la frente—, pero si ha andado preguntando por alguien que no tiene nada que ver con nosotros, entonces es evidente que sigue a oscuras. Cambio.


Cracl
apartamento de Döring, y
ahí
no estuvo a oscuras. Eran las cuatro de la tarde y se quedó casi una hora. Cambio.

—¡Ay! —gimió Mengele y apretó el botón—. Entonces lo mejor será que nos ocupemos de él sin pérdida de tiempo, para mayor seguridad. ¿No cree usted? Cambio.

—Estamos
cracl-cracl
con mucho cuidado la posibilidad. Apenas se decida algo se lo haré saber. Pero también tengo una buena noticia. Mundt
cracl-cracl
gundo cliente en la fecha exacta, lo mismo que Hessen. Y Farnbach llamó, no para hacer preguntas, a Dios gracias, sino con una pasmosa infor
cracl-chrrii
parece que había servido a las órdenes de su segundo cliente, un capitán que después de la guerra se hizo pasar por sueco. ¿Una extraña situación, no? Farnbach no estaba seguro de si nosotros lo sabríamos o no. Cambio.

Pero eso no le habrá disuadido, espero. Cambio.

—Oh, no, lo
cracl-cracl
días antes de lo previsto así que ya puede usted agregar tres tachaduras nuevas a su mapa. Cambio.

—Creo que es imperativo que hagamos inmediatamente algo con Liebermann —insistió Mengele—. ¿Qué hacemos si no se le limita al hombre ese de Solingen? Si Mundt hace las cosas bien, estoy seguro de que no nos traerá ningún problema; por lo menos no más de los que ya tenemos. Cambio.

—No estoy de acuerdo en hacerlo mientras esté en Alemania. Van
a cracl-chrrii-cracl
el país para demostrar lo escrupulosos que son; no les quedará otro remedio. Cambio.

—Entonces, tan pronto como salga de Alemania. Cambio.

—Descuide, que tendremos en cuenta sus sentimientos, Josef. Sin usted, nada; ya sabemos lo
cracl-cracl-chrrii-cracl
las cosas. Cambio y corto.

Mengele se quedó mirando el micrófono y después lo dejó. Se quitó los audífonos, los colgó y desconectó la radio.

Salió del estudio para dirigirse al baño, vomitó toda su cena a medio digerir, se lavó y se enjuagó la boca con un poco de loción bucal.

Después salió a la galería, sonrió, se disculpó y se sentó a jugar al bridge con el general Farinha y con Franz y Margot Schiff.

Cuando los visitantes se fueron, tomó una linterna y se fue caminando hasta el río, para pensar. Dijo unas pocas palabras al hombre que estaba de guardia y siguió andando orilla abajo; después se sentó sobre un oxidado bidón de petróleo —al demonio con los pantalones— y encendió un cigarrillo. Pensó en Yakov Liebermann, que andaba recorriendo una casa tras otra; y en que Seibert y el resto de los pesados de la Organización, enfrentados con una necesidad preferían llamarla posibilidad; y en su propia consagración de décadas a los más nobles ideales, los que se orientaban al conocimiento y la elevación de lo mejor de la raza humana, y en que todo eso podía verse ahora frustrado y no llegar a fructificar por aquel judío entrometido y ese puñado de arios que parecían gallinas. Que eran
peores
que el judío, porque por lo menos Liebermann, si uno quería ser justo con él, estaba cumpliendo con su deber según sus principios, pero los arios estaban traicionando el suyo, o pensando en traicionarlo.

Arrojó el segundo cigarrillo a la negrura reluciente del río y, no sin advertir al guardia que se mantuviera alerta, volvió hacia la casa.

Siguiendo un impulso, se apartó del camino para adentrarse en la senda cubierta de malezas que llevaba a la «fábrica», la senda que él y otros —el joven Reiter, Von Sweringen, Tina Zygorny (todos ellos muertos, ay)— recorrieran tan alegremente en aquellas remotas mañanas. Inclinado sobre el rayo indagador de la linterna, apartó ramas de anchas hojas, tropezó con encorvadas raíces.

Y allí estaba el edificio, largo y bajo, devorado por los árboles. La pintura se había descascarillado, las ventanas estaban todas rotas (los malditos chiquillos de los sirvientes), y todo un sector del techo acanalado se había desplomado, o tal vez lo hubieran arrancado del extremo de los dormitorios.

Boquiabierta, la puerta del frente pendía de la bisagra inferior. Tina Zygorny se reía con su risa masculina, mientras se oía tronar la voz de Sweringen:

—«¡Levántate radiante, que ya has tenido tu sueño de belleza!»

No había más que silencio. Chirridos y pulular de insectos.

Proyectando ante sí la luz, Mengele subió el escalón y atravesó el umbral de la puerta. Hacía cinco años por lo menos, desde la última vez que había puesto los pies…

La hermosa Baviera
. Polvoriento y semiarrancado, el cartel seguía en la pared: cielo, montaña, flores en primer plano.

Le sonrió, y siguió moviendo el rayo de luz.

Encontró las paredes con el revestimiento de madera despanzurrado allí donde habían arrancado los estantes y armarios. Quedaban muñones de caños de plomo, en posición de firmes. La pared con los puntos marrones que le habían quedado de cuando Reiter los quemó, intentando dibujar una svástica con el microscopio. Podía haberlo incendiado todo, el muy idiota.

Avanzó cuidadosamente entre los cristales rotos. Una corteza de melón podrida, festín de hormigas.

Miró hacia el interior de las habitaciones desiertas y recordó la actividad y la vida, los equipos relucientes. El esterilizador humeante, el tintineo de las pipetas. Hacía más de diez años.

Todo lo habían retirado, para tirarlo a la basura o tal vez para dárselo a alguna clínica, de manera que si llegaban a aparecer las bandas judías, el «Comando Isaac» y las otras que se habían hecho fuertes por ese entonces, no encontraran ningún indicio ni pista alguna.

Se paseó lentamente por el corredor central. Los ayudantes nativos hablaban suavemente en dialectos primitivos, intentando hacerse entender.

Llegó al dormitorio, que gracias al techo abierto se mantenía fresco e invadido de una grata fragancia.

Las alfombras de junco seguían ahí tiradas, en desorden.

A ver qué podéis hacer con unas docenas de alfombras de junco, amigos judíos.

Se entretuvo paseando entre ellas, recordando, sonriendo.

Algo blanco brillaba contra una pared.

Mengele se acercó, vio lo que estaba ahí caído, enfocándolo con el haz de la linterna; lo levantó, lo sopló, lo examinó en la palma de la mano. Un círculo de garras de animales… uno de los brazaletes que usaban las mujeres. ¿Sería para la buena suerte? ¿El poder de los animales transferido al brazo de quien lo usaba?

Era raro que los niños no lo hubieran encontrado; seguramente eran ellos los que jugaban ahí, los que rodaban sobre las alfombras, los que las habían desordenado.

Sí, era una suerte que ese brazalete hubiera pasado allí, perdido, todos esos años, para que él pudiera encontrarlo en esa noche de incertidumbre y miedo, de posible traición. Unió los dedos para pasarlos por el círculo, sacudió el brazalete para hacerlo bajar, empujándolo con la muñeca de la otra mano, la que sostenía la linterna; finalmente, el círculo de garras cayó junto a la pulsera de oro del reloj. Mengele sacudió la mano, y las garras danzaron.

Miró a su alrededor: el dormitorio, las copas de los árboles a través del techo abierto, las estrellas que iban y venían entre ellas. Y tal vez, o tal vez no, allá arriba lo vigilaba su Führer.

No le fallaré
le prometió.

Volvió a recorrer con la vista el lugar donde tanto y tan gloriosamente se había logrado, y con los ojos brillantes, en voz alta, repitió:

—No.

4

De los once, sólo hemos eliminado a cuatro —resumió Klaus Von Palmen, que estaba cortando un grueso embutido que tenía delante—. ¿No le parece demasiado pronto para hablar de dejarlo?

—¿Y quién ha hablado de dejarlo? —Con el cuchillo Liebermann llenó el tenedor de puré de patatas—. Lo único que he dicho es que yo no me voy a hacer todo el viaje hasta Fagersta. No dije que no quiera ir a otros lugares, ni tampoco que no vaya a pedirle
a alguien
que vaya a Fagersta… a alguna persona que no necesite intérprete. —Se llevó a la boca el tenedor, con el salchichón y el puré de patatas.

Estaban en el «Cinco Continentes», el restaurante del aeropuerto de Francfort, en la noche del sábado 9 de noviembre. Liebermann había combinado los vuelos con el fin de detenerse allí durante dos horas antes de regresar a Viena, y Klaus había viajado desde Mannheim para encontrarse con él. El restaurante era caro, y Liebermann se sentía recriminado por invisibles contribuyentes, pero el chico se merecía una buena comida. No solamente había investigado al hombre de Pforzheim, que no se había caído del puente, sino que había saltado en presencia de cinco testigos, sino que, después de que Liebermann hablara por teléfono con él desde Gladbeck, el jueves por la noche, había ido también a Friburgo, mientras Liebermann se dirigía a Solingen. Además, su aspecto listo y despierto, con esos rasgos menudos y precisos y los ojos brillantes, visto más de cerca sólo en parte parecía astucia; ¿no sería también desnutrición? ¿Acaso ninguno de esos chicos comía lo suficiente? Entonces, al «Cinco Continentes». Además en uno de esos bares de paso no se podía conversar.

August Mohr, el sereno nocturno de la fábrica de productos químicos de Solingen, había resultado ser (como Liebermann se lo había imaginado) funcionario durante el día; trabajaba en el mismo hospital donde había muerto. Pero los funcionarios del cuerpo de bomberos, después de estudiar meticulosamente la explosión que le causara la muerte, habían acabado por relacionarla con una cadena de desdichados episodios que indudablemente no habían podido ser dispuestos de antemano. En cuanto al propio Mohr, era tan improbable como víctima de una confabulación nazi como podía haberlo sido Döring. Semianalfabeto y pobre, viudo desde hacía seis años, había vivido en dos cuartos de una lamentable casa de pensión con su madre, postrada en cama. Durante la mayor parte de su vida, sin excluir los años de la guerra, había trabajado en una acería de Solingen. ¿Correspondencia o llamadas telefónicas desde el extranjero? La dueña de la pensión se había reído.

—Ni siquiera del país, señor.

Klaus en Friburgo, había creído al principio que andaba sobre la pista de algo. El hombre que rastreaba, un empleado del departamento de aguas, llamado Josef Rausenberger, había sido acuchillado para robarle cerca de su casa, y un vecino había visto a alguien que vigilaba la casa la noche anterior.

—¿Un hombre con un ojo de cristal?

—La mujer no alcanzó a distinguirlo, estaba demasiado lejos. Un hombre corpulento, en un coche pequeño, que estaba fumando, eso fue lo que contó a la Policía. Ni siquiera les supo decir la marca del coche. ¿Hubo un hombre con un ojo de cristal en Solingen?

—En Gladbeck. Sigue.

Pero
… Rausenberger no había pertenecido a ninguna organización internacional. En un accidente de tren acaecido cuando era niño había perdido ambas piernas, amputadas por debajo de las rodillas; de resultas de ello no había hecho el servicio militar, ni siquiera puesto los pies —por artificiales que fuesen— fuera de Alemania. («Por favor», le regañó Liebermann). Como obrero había sido eficiente y esmerado, y fiel como marido y como padre. Sus ahorros habían quedado para la viuda. Había estado en desacuerdo con los nazis, y votó en contra de ellos, pero nada más. Nacido en Schwenningen, jamás había estado en Günzburg. Un parentesco digno de mención: un primo suyo era uno de los directores del
Berliner Morgenpost
.

Döring, Müller, Mohr, Rausenberger; por más que se forzara la imaginación, ninguno parecía posible víctima de los nazis. Cuatro de los once.

—Yo conozco a una persona en Estocolmo —recordó Liebermann—. Es un grabador, natural de Varsovia. Muy despierto, y estará encantado de ir a Fagersta. El de allí, Persson, y el que tenemos de Burdeos son los dos principales que hay que verificar. El 16 de octubre fue la fecha que mencionó Barry. Si ninguno de los dos había dado a los nazis motivo para matarle, entonces Barry debió de haberse equivocado.

—Salvo que no se haya enterado usted de la persona exacta. O que no la hayan matado en la fecha exacta.

—«Salvo que» —masculló Liebermann mientras cortaba un trozo de salchicha—. Todo este asunto es «salvo que» esto, «si» lo otro, «a no ser que» lo de más allá. Ojalá no me hubiera llamado nunca.

—¿Qué fue exactamente lo que le dijo? ¿Cómo sucedió todo?

Liebermann le repitió la historia.

El camarero les retiró los platos y les preguntó por el postre.

—¿Se ha dado usted cuenta —
preguntó
Klaus cuando el hombre se alejó— de que su nombre podría haber sido parte de la lista? Aunque no hubiera sido Mengele que le reconoció a usted por telepatía (cosa que se me hace totalmente increíble, Herr Liebermann, y me sorprende que
usted
la crea), si
cualquier
nazi colgó el receptor es indudable que se ocuparía luego de averiguar con quién estaba hablando Barry. La telefonista del hotel lo habría sabido.

Liebermann sonrió.

—Yo sólo tengo sesenta y dos años —precisó—, y no soy funcionario.

—No se lo tome a broma. Si estaban despachando asesinos, bien podían asignarles un trabajito más, y de primera prioridad.

—Entonces, el hecho de que yo siga vivo hace pensar que en realidad
no
estaban despachando asesinos.

—Es posible que Mengele y la Organización hayan decidido esperar un poco, en vista de que usted lo sabía. Quizá hayan cancelado toda la operación.

—¿Ve usted a qué me refiero cuando digo que todo es cuestión de «si» y «tal vez»?

—¿Se ha dado usted cuenta de que es posible que esté en peligro?

El camarero puso una crema de cerezas delante de Klaus y presentó a Liebermann una ración de tarta «Linzer». Sirvió el café al muchacho y el té a Liebermann.

Liebermann esperó a que se fuera para seguir hablando, mientras desgarraba el sobrecito de azúcar.

—Hace mucho tiempo que estoy en peligro, Klaus. Si no hubiera dejado de pensar en eso, habría tenido que cerrar el Centro y dedicar mi vida a alguna otra cosa. Tiene usted razón: «si» hay asesinos sueltos, es probable que yo esté en la lista. De manera que la única alternativa que nos queda es comprobarlo. Yo iré a Burdeos y haré que Piwowar, mi amigo de Estocolmo, vaya a Fagersta. Y si tampoco esos hombres pudieron estar entre las víctimas, verificaré con algunos otros más para estar seguro.

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