Los niños del Brasil (21 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

—Esto no me ha sucedido más que una vez en dieciocho años, y entonces era un cantante, no una persona responsable como usted. Escuche, Yakov, yo le admiro y le deseo lo mejor; y en este momento no le hablo como su representante, sino como ser humano y como judío. Le ruego que lo piense muy, muy bien; si cancela usted de esta manera una gira, de un momento para el otro… no puede esperar que sigamos siendo sus representantes. Y nadie querrá representarle, ni habrá ningún grupo que lo contrate. Con esto se cierra usted mismo todas las puertas como conferenciante en los Estados Unidos de Norteamérica. Le
ruego
que lo
piense, por favor
.

—Lo he pensado mientras usted hablaba —respondió Liebermann—, y tengo que irme. Ojalá no fuera así.

Tomó un taxi para ir al aeropuerto Kennedy y cambió su billete de regreso a Viena por uno a Düsseldorf vía Francfort: el primer vuelo que salía, a las seis de la mañana.

Se compró un ejemplar del libro de Farago sobre Bormann y se pasó la tarde leyendo, sentado junto a una ventana.

5

Se esperaba para cualquier momento el inicio del proceso contra Frieda Maloney y otras ocho personas acusadas de asesinatos en masa en el campo de concentración de Ravensbrück. Por eso, cuando el viernes, 17 de enero, se presentó Yakov Liebermann en las oficinas de los abogados de Frau Maloney, los doctores Zweibel y Fassler, de Düsseldorf, la acogida que recibió no sólo no fue cálida sino que no alcanzaba siquiera la temperatura ambiente. No obstante, Joachim Fassler tenía suficiente experiencia como abogado para saber que si Liebermann aparecía por allí no era por diversión ni para matar el tiempo; andaba en busca de algo, es decir, que a cambio de eso ofrecería algo o se le podría pedir algo. Por eso puso en marcha su grabadora antes de recibir a Liebermann en su despacho.

No se equivocaba. El judío quería ver a Frieda para interrogarla sobre ciertos puntos que no se relacionaban de ninguna manera con sus actividades de la época de la guerra ni tenían nada que ver con el inminente proceso; se referían a cosas sucedidas en Estados Unidos en el período que iba de 1960 a 1963, ¿Qué cosas? Adopciones que Frieda o alguna otra persona había dispuesto basándose en la información obtenida por ella de los archivos de la agencia «Rush-Gaddis».

—Yo no sé nada de las tales adopciones —declaró Fassler.

—Frau Maloney sí —le aseguró Liebermann.

Si ella accedía a verle y contestaba a sus preguntas sinceramente y sin reservas, Liebermann pondría en antecedentes a Fassler sobre algunas de las declaraciones contra ella que presentarían testigos localizados por el propio Liebermann.

—¿Qué testigos?

—No le ofrezco nombres, sólo parte de su testimonio.

—Vamos, Herr Liebermann, usted sabe que yo no le voy a comprar semejante oferta.

—El precio es bastante bajo, ¿no le parece? ¿Una hora más o menos del tiempo de ella? No será mucho lo que tenga que hacer, sentada en su celda.

—Es posible que ella no quiera hablar con usted de las supuestas adopciones.

—¿Por qué no se lo pregunta? Hay tres testigos de cuya declaración estoy al tanto. Puede usted elegir: escucharla en frío ante el tribunal, o tener un anticipo de ella mañana, en privado.

—Sinceramente, le digo que en realidad no me preocupa tanto.

—Pues parece que entonces no podremos cerrar el trato.

Terminar de elaborarlo les llevó cuatro días. Frau Maloney hablaría durante media hora con Liebermann sobre los puntos que a él le interesaban, siempre que: a) Fassler estuviera presente; b) nadie más estuviera presente; c) no se registrara nada por escrito; d) Liebermann permitiera que Fassler lo registrara inmediatamente antes de la entrevista para asegurarse de que no llevaba oculta ninguna grabadora. A cambio de eso, Liebermann pondría a Fassler al tanto de todo lo que sabía sobre la probable declaración de los tres testigos, y le diría la edad, sexo y ocupación de cada uno de ellos, como también le informaría del estado mental y físico actual de los mismos, con especial referencia a cualquier cicatriz, deformidad o incapacidad resultante de las experiencias habidas en Ravensbrück. El testimonio y la descripción de uno de los testigos serían ofrecidos antes de la entrevista, y los de los otros dos con posterioridad a ella. De acuerdo; de acuerdo.

El miércoles, 22, por la mañana, en el deportivo color gris plata de Fassler, éste y Liebermann se dirigieron a la prisión federal de Düsseldorf, donde estaba confinada Frieda Maloney desde que los Estados Unidos concedieran su extradición en 1973. Fassler, un hombre corpulento y acicalado que andaba por la mitad de la cincuentena, tenía las mejillas casi tan sonrosadas como siempre, pero cuando se identificaron a la entrada de la cárcel y firmaron el registro de visitantes no había recuperado todavía su habitual porte de seguridad un tanto fanfarrona. Liebermann le había hablado primero del testigo más peligroso, en la esperanza de que el temor de que lo que faltaba fuera peor, le creara, y por mediación de él le creara también a Frieda Maloney, el deseo de no darle de lado en la entrevista.

Un empleado les acompañó arriba en el ascensor y les condujo por un corredor alfombrado donde se veía a varios otros guardianes, silenciosamente sentados en bancos colocados entre las puertas de nogal señaladas con letras cromadas. El empleado abrió una puerta que tenía una G e hizo pasar a los dos hombres a una habitación cuadrada, de paredes color beige, donde había una mesa redonda y varias sillas. Dos ventanas con cortinas de punto, abiertas en paredes adyacentes, dejaban pasar la luz del día; una de ellas tenía barrotes y la otra no, cosa que a Liebermann le pareció extraña.

El empleado encendió la luz que pendía del techo, sin que se notara gran diferencia en la ya iluminada habitación, y después se retiró, cerrando la puerta.

Los dos visitantes dejaron sombreros y carteras sobre el estante de un perchero colocado en un rincón, se quitaron el abrigo y lo colgaron. Liebermann, de pie con los brazos extendidos, dejó que Fassler le revisara, en actitud belicosa y decidida. Tanteó, además, los bolsillos del abrigo ya colgado en su percha, y pidió a Liebermann que abriera su cartera. Éste suspiró, pero soltó las correas y la abrió; le mostró que tenía dentro papeles y el libro de Farago, la cerró y volvió a ajustar las hebillas.

Liebermann satisfizo su curiosidad respecto de las ventanas: la que no tenía barrotes daba sobre un patio, muy abajo y rodeado de altas paredes; la otra se abría sobre un techo alquitranado, a muy poca distancia de la abertura. Después se sentó ante la mesa, dando la espalda a la ventana que no tenía barrotes, pero lo pensó mejor y se puso nuevamente de pie, para no tener el problema de si debía levantarse o no cuando entrara Frieda Maloney.

Fassler abrió un poco la ventana enrejada y se quedó mirando a través de ella, apartando con la mano la cortina beige de punto.

Liebermann se cruzó de brazos mientras miraba la jarra de agua y los vasos envueltos en papel que había en una bandeja puesta en la mesa.

Había sido él quien comunicara los informes referentes a Frieda Altschul y su paradero a las autoridades alemanas y norteamericanas, en 1967. Los datos se habían incorporado a los archivos del Centro por lenta destilación de conversaciones y correspondencia mantenidas con docenas de sobrevivientes de Ravensbrück (entre quienes se contaban los tres futuros testigos). En cuanto al paradero, la información correspondiente se la habían suministrado otras dos supervivientes, hermanas, que al reconocer a su antigua guardiana en un hipódromo de Nueva York la habían seguido hasta su domicilio. En cuanto al propio Liebermann, jamás se había encontrado personalmente con ella, ni esperaba que alguna vez habrían de sentarse a la misma mesa. Aparte de todo lo demás, su hermana Ida había muerto en Ravensbrück, y era muy posible que Frieda Altschul Maloney hubiera tenido algo que ver con su muerte.

Apartó de su pensamiento a Ida, y apartó todo lo que no fuera la agencia «Rush-Gaddis» y seis o más jovencitos exactamente iguales. La que va a entrar, se dijo, es una antigua empleada de los archivos de la agencia «Rush-Gaddis», y tal vez sentados a esta mesa conversando un poco pueda descubrir qué demonios es lo que está sucediendo.

Fassler se apartó de la ventana, se hizo atrás el puño de la camisa y miró el reloj, frunciendo el ceño.

La puerta se abrió y entró Frieda Maloney, vestida con un uniforme azul claro y las manos en los bolsillos. Una guardiana sonrió por encima de su hombro y saludó:

—Buenos días, Herr Fassler.

—Buenos días —contestó el abogado, adelantándose—. ¿Cómo está usted?

—Muy bien, gracias. —La guardiana le sonrió también a Liebermann, mientras se retiraba y volvía a cerrar la puerta.

Fassler apoyó la mano en el hombro de Frieda Maloney, la besó en la mejilla y la llevó hasta un rincón, donde se quedaron hablando en voz baja, ella oculta por la corpulencia del hombre.

Liebermann se aclaró la garganta y se sentó, acercando más la silla a la mesa.

Había visto lo mismo que mostraban las fotografías: una mujer de edad mediana y aspecto ordinario. Más bien menuda, de pelo gris peinado hacia arriba en los costados, rizado en lo alto. Cutis pálido y enfermizo, de un blanco agrisado, mandíbula recia, boca decepcionada. Ojos cansados, pero resueltos. Con su uniforme de prisión, Frieda Maloney podría pasar por una doncella o una camarera recargada de trabajo. Algún día, pensó Liebermann, me gustaría encontrar un monstruo que
pareciera
un monstruo.

Se apoyó en el grueso borde de la mesa e intentó oír lo que decía Fassler.

Se le acercaron.

Miró a Frieda Maloney y ella, mientras Fassler le apartaba la silla, le miró también, midiéndolo con sus ojos azules, tensa la boca de labios delgados. Hizo un gesto con la cabeza y se sentó.

Liebermann la saludó.

Ella dirigió a Fassler una rápida sonrisa de agradecimiento. Con los codos apoyados en los brazos del sillón, tamborileó con las yemas de los dedos sobre el borde de la mesa, primero con los dedos de una mano y después con los de la otra, con bastante rapidez; después se detuvo y dejó los dedos inmóviles, mirándoselos.

Liebermann también se los miraba.

—Son exactamente —anunció Fassler, sentado a la derecha de Liebermann, mirando el reloj que llevaba en la muñeca— las doce menos veinticinco. —Miró a Liebermann.

Liebermann miraba a Frieda Maloney.

Ella le devolvió la mirada arqueando las delgadas cejas.

Liebermann advirtió que no podía hablar. No le quedaba respiración alguna; sólo estaba lleno del recuerdo de Ida. El corazón le latía con fuerza.

Frieda Maloney se mordía el labio inferior; echó una rápida mirada a Fassler y volvió los ojos a Liebermann.

—No tengo inconveniente en hablar del asunto de los niños —anunció—. Es algo con lo que hice feliz a mucha gente, y nada de lo que tenga que avergonzarme. —Hablaba con suave acento alemán meridional, más grato al oído que la estridente resonancia del habla de Düsseldorf en la voz de Fassler—. Y por lo que se refiere a la Organización de los Camaradas —continuó con desprecio—, esa gente ya no son camaradas míos. Si lo fueran, ¿estaría yo aquí, acaso? Estaría en Sudamérica, dándome la gran vida.

Se puso una mano sobre la cabeza e hizo chasquear los dedos, mientras movía el busto parodiando los ritmos latinoamericanos.

—Creo que lo mejor —le aconsejó Fassler— sería que le contara usted todo tal como me lo contó a mí. —Miró a Liebermann—. Y después, podrá preguntarle todo lo que quiera, hasta que el tiempo lo permita. ¿De acuerdo?

—Sí —asintió Liebermann—. Siempre que el tiempo

para hacer preguntas.

—Me imagino que no irá usted realmente a contar los minutos, ¿verdad? —preguntó la mujer a Fassler.

—Desde luego que sí —respondió éste—. Un acuerdo es un acuerdo. Pero habrá tiempo suficiente, no se preocupe —añadió, dirigiéndose a Liebermann. Después hizo un gesto con la cabeza a Frieda Maloney.

Ella apoyó las manos en la mesa, mirando a Liebermann.

—En la primavera de 1960, una persona de la Organización se puso en contacto conmigo —empezó—. Un tío mío que vivía en la Argentina les había hablado de mí. Ahora ya ha muerto. Querían que yo consiguiera trabajo en una agencia de adopciones. Alois, así se llamaba el hombre, tenía una lista de tres o cuatro agencias. Cualquiera servía, siempre que fuera un trabajo que me permitiera ver los archivos. «Alois» fue el único nombre que me dio; nunca supe el apellido. Más de setenta años, de pelo blanco; parecía un antiguo militar, de porte muy erguido. —Sus ojos miraron interrogativamente a Liebermann.

Él no respondió y Frieda Maloney se recostó en su asiento, examinándose las uñas.

—Recorrí todos los lugares —continuó—, sin encontrar ningún puesto libre. Pero al terminar el verano me llamaron de «Rush-Gaddis» y me contrataron como empleada del archivo. —Sonrió pensativamente—. Mi marido pensó que estaba loca al tomar un trabajo en Manhattan, cuando por entonces trabajaba en una escuela secundaria a no más de once manzanas de casa. Yo le dije que en la agencia me prometían que en un año más o menos me…

—Lo esencial, nada más —le advirtió Fassler.

Ella hizo un gesto de asentimiento, frunciendo el ceño.

—Bueno. Lo que hacía en «Rush-Gaddis» —continuó, mirando a Liebermann— era revisar la correspondencia y los archivos buscando solicitudes en las que el marido hubiera nacido entre 1908 y 1912, y la mujer entre 1931 y 1935. El marido tenía que tener un empleo en la administración pública, y los dos tenían que ser cristianos y blancos, de ascendencia nórdica. Fue lo que me dijo Alois. Cuando encontraba un matrimonio así, lo cual no ocurría más de una o dos veces por mes, lo copiaba a máquina, junto con todas las cartas que se intercambiaban entre la pareja y «Rush-Gaddis». Tenía que hacer dos juegos, uno para Alois y otro para mí. Las copias que eran para él se las enviaba a un apartado de Correos que me indicó.

—¿Dónde? —preguntó Liebermann.

—Allí mismo en Manhattan. La estación Planetarium, en el West Side. Durante todo el tiempo que trabajé allí seguí haciendo lo mismo, buscando las solicitudes adecuadas y enviando la información por correo. Al cabo de un año, más o menos, se hizo más difícil encontrarlos, porque para entonces ya había terminado de revisar los archivos y sólo me quedaban las solicitudes nuevas. Entonces se cambió el requisito de que fueran funcionarios; con que su trabajo se
pareciera
a la administración pública era suficiente. Era preciso que el marido formara parte de una gran organización y tuviera cierta autoridad, como perito de una compañía de seguros, por ejemplo. Entonces tuve que
volver
a repasar los archivos. En total, envié unas cuarenta y cinco solicitudes en los tres años. Copias de solicitudes.

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