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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (20 page)

—Nunca he dicho que sean los «únicos» —puntualizó Hans Scholt, que hacía ímprobos esfuerzos por recuperar la calma—.

Lo que destaco es que hacer un derroche de medios como el que están haciendo ante las narices de quienes se mueren de hambre o han quedado mutilados por culpa de esas minas se me antoja una muestra de inhumanidad y un absoluto desprecio a las más elementales reglas de la solidaridad entre los pueblos.

—Nunca hemos pretendido ser misioneros. Ni una ONG.

—Resulta evidente. Y también resulta evidente que toda la buena imagen que los misioneros y algunas ONG consiguen con mucho esfuerzo, duro trabajo e incontables sacrificios, se destruye en cuanto llegan ustedes mostrando la otra cara de la moneda. ¿Cómo le explica un agotado médico voluntario a un pobre nativo que no puede operar a su hijo porque hace tres semanas que no recibe ni una cápsula de anestesia, cuando le basta con asomarse a la ventana del dispensario para ver cómo aterrizan gigantescos aviones repletos de cervezas y refrescos?

—No creo que nadie tenga derecho a culparnos por haber conseguido ser eficaces donde otros fracasan… —replicó con su imperturbable calma de siempre Alex Fawcett—. Ni tampoco creo que sea éste el momento de ponerse a discutir sobre ello, puesto que nos encontramos en plena operación de transporte y tengo un millón de cosas que hacer. Lo que en verdad importa es que le han despedido, ya no representa a ningún medio de comunicación, y por lo tanto le ruego que abandone nuestras instalaciones o me obligará a ordenar que le expulsen por la fuerza.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—¿Conseguir qué?

—Que me despidan.

—Recordándole a su director que sin nuestra colaboración ningún periodista del mundo podría cubrir esta información. Y recordándole también que la mayor parte de «sus clientes» pueden serlo gracias a la publicidad que les proporcionan «mis clientes». No creo que exista ningún medio de comunicación de ningún país civilizado al que le apetezca enfrentarse al mundo del motor, que es, junto al del tabaco y los refrescos, el que mayor presupuesto publicitario maneja. Y sabido es que hoy por hoy sin publicidad nadie subsiste.

—Entiendo.

—Me agrada que lo entienda, y confío en que le sirva de lección. A su edad no conviene ser demasiado ambicioso haciéndote la ilusión de que sin ayuda de nadie te las vas a arreglar para derribar un edificio que ha costado años de sudor y sangre levantar. —Alex Fawcett abrió su caja de habanos, extrajo uno y lo encendió con todo el absurdo ceremonial que acostumbran a utilizar quienes presumen de entendidos. En aquellos momentos semejante parafernalia parecía hacerle sentirse aún más importante, porque tras lanzar el primer chorro de humo, puntualizó—: Y ni siquiera debe hacerse la ilusión de que ha sido el primero en intentar jodernos. Demasiados periodistas tienen la fea costumbre de querer llamar la atención a base de achacarnos supuestos escándalos de todo tipo, pero le garantizo que la mayoría de los que nos atacaron también están en el paro.

—Sin embargo, los hechos continúan ahí, y pronto o tarde toda esa mierda aflorará por mucho que intenten ocultarla… —le recordó Hans Scholt, que comenzaba a recuperarse de la impresión pese a lo cual aún la voz le temblaba de forma perceptible—. Este año les han obligado a suspender la mitad de la prueba, y con suerte muy pronto se la suspenderán toda.

—Eso está por ver —le hizo notar el inglés al tiempo que se ponía en pie dando por concluida la conversación—. De momento esa «suspensión» nos está produciendo más beneficios que si nosotros mismos la hubiéramos planificado con todo detalle. Y en el futuro surgirá cualquier otra cosa de igual modo aprovechable…

El austriaco se puso en pie a su vez, se encaminó a la salida, pero a mitad de camino se volvió para señalar casi mordiendo las palabras:

—Le advierto que si alguno de esos desgraciados muere me pondré en contacto con sus familiares para contarles lo ocurrido.

Y me ofreceré como testigo si es que deciden presentar una querella por complicidad en un asesinato, ocultación de datos y manifiesta mala fe.

—¡Mira cómo tiemblo! —fue la descarada y casi infantil respuesta.

—Ya sé que la ley no le hace temblar… —Ahora Hans Scholt le apuntó con el dedo en un gesto claramente amenazador—. Pero recuerde que el padre de Pino Ferrara es uno de los hombres más ricos y menos escrupulosos de Italia. Si su hijo muere y yo le convenzo de que usted es el culpable, le aseguro que su vida va a valer menos que ese puro que se está fumando. Jamás volverá a dormir tranquilo porque sabe muy bien que por muy hijo de puta que se considere, siempre existe alguien mucho más hijo de puta. —Le guiñó un ojo al concluir—. Y ahora yo sé quién es, dónde encontrarlo y cómo echárselo encima.

Abandonó la tienda de campaña consciente de que sus últimas palabras habían causado el efecto deseado, para encaminarse directamente al punto en que un Nené Dupré cubierto de grasa se concentraba en la tarea de desmontar los filtros de aire del motor de su helicóptero.

—¡Me marcho! —fue lo primero que dijo a modo de saludo.

—¿Y eso?

—Tu amigo Fawcett ha conseguido que me quede sin trabajo.

—Fawcett no es amigo mío —le hizo notar el piloto—. Ni de nadie… ¿Qué ha pasado exactamente?

Cuando el austriaco concluyó de hacerle un detallado relato de la conversación, el otro le observó con gesto preocupado para inquirir al tiempo que agitaba negativamente la cabeza:

—¿Te has atrevido a amenazarle de muerte en su propia cara? ¿Es que te has vuelto loco? Ese inglés es uno de los tipos más peligrosos que conozco.

—¿Y qué puede hacerme?

—Él nada. Pero
el Mecánico
mucho.


¿El Mecánico?
—se sorprendió el otro—. ¿Quién es
el Mecánico
?

—Bruno Serafian, un ex mercenario que se ha pasado más de la mitad de su vida en África, y del que se rumorea que ha cometido todas las tropelías que pueda cometer un ser humano.

Y cuenta con un puñado de facinerosos de la misma calaña, que son los encargados de solucionar «los pequeños problemas» que suelen presentarse cuando más de mil muchachos demasiado «inquietos» tienen que atravesar todo un continente. Gente peligrosa. Muy, muy peligrosa.

—¿Supones que Fawcett puede pedirle que me haga daño?

—Bastaría una palabra suya para que sufrieras uno de los muchos «accidentes» que suelen darse en este tipo de competiciones… —admitió el piloto al tiempo que abría su socorrida nevera para alargarle una cerveza, sirviéndose otra—. Tengo la impresión de que no te has dado cuenta de que aquí se mueven demasiados intereses, y que se mueven en un entorno en el que las leyes no cuentan. Casi cada día cambiamos de país, y además son países en los que la única ley que impera es la de la corrupción. No estamos en París o Viena, donde te basta con marcar un número para que al instante acuda la policía a protegerte. Aquí, si la policía acude estás jodido, porque suele ser peor que el peor de los delincuentes.

—¿Intentas acojonarme? —se lamentó Hans Scholt, que no se esforzaba por ocultar su inquietud—. Porque si es lo que pretendes, lo estás consiguiendo.

El francés negó con la cabeza mientras que se esforzaba por colocar uno de los filtros en su lugar para acabar por fijarlo con ayuda de una llave inglesa.

—No —replicó sonriente—. No intento acojonarte. ¡O tal vez sí! Tal vez lo mejor que te puede ocurrir es que te cagues patas abajo para que te largues de aquí cuanto antes.

—¿Y cómo pretendes que me largue? Siempre he dependido de los organizadores y no tengo medio de transporte.

—¡No fastidies!

—¿De qué me serviría un coche en mitad del desierto? Sabes bien que nos trasladan de un lado a otro en avión o en helicóptero. De lo contrario a la segunda etapa ya nos habríamos quedado definitivamente atrás.

—Ésa ha sido siempre la mejor manera de tener controlada a la prensa, pero en este caso particular no me gusta un pelo. Si Serafian está al corriente de lo que ocurre te puede pasar cualquier cosa…

Apuró su cerveza, arrojó como siempre la lata a la vieja caja de cartón que aparecía ya más que mediada, y permaneció en silencio observando cómo uno de los ruidosos y espectaculares Antonov tomaba tierra para encaminarse, muy despacio, al punto en que aguardaba una larga fila de vehículos.

Cuando al fin el gigantesco monstruo mecánico se detuvo apagando los motores, inquirió bajando instintivamente la voz aunque resultaba evidente que no había nadie en las proximidades que pudiera escucharles.

—Creo que lo que debes hacer es salir de aquí cuanto antes. ¿Dónde tienes tus cosas?

—En mi tienda de campaña.

—¿Cuánto tardarás en recogerlas?

—Ni un segundo porque no tengo más que ropa sucia, una vieja máquina de escribir y una sombrilla. Nada por lo que valga la pena ir hasta allí si corro peligro. La cámara, las fotos y la documentación las llevo siempre conmigo.

El piloto lanzó un bufido con el que pretendía manifestar su desconcierto o más bien su malhumor.

—¡Puede que lo corras y puede que no! —replicó—. Tal vez esté exagerando, pero será mejor no arriesgarse. Pensaba ir a ver al tuareg, pero creo que lo mejor será sacarte de aquí… —Hizo un gesto hacia el avión—. Vete hasta allí, mézclate entre la gente, y dentro de media hora da la vuelta por detrás de aquellas dunas, métete en el helicóptero por la puerta trasera y escóndete bajo el asiento posterior. Yo fingiré que regreso de darme una ducha y no me he dado cuenta de nada, pero te advierto que si tengo la más mínima sospecha de que alguien te ha visto, no me arriesgaré. No quiero líos con Fawcett, y mucho menos con ese
Mecánico
de los cojones.

—Confía en mí.

—Confiaré por la cuenta que te tiene, aunque aún no sé por qué coño hago esto.

—Supongo que porque eres un tipo decente.

—¿Y de qué sirve ser decente? —se lamentó el piloto—. Llevo casi veinte años jugándome la vida subido en estos trastos, expuesto a caerme cualquier día en mitad del desierto para acabar de merienda de las hienas, y aún no tengo ni siquiera una casa propia. ¡Maldita sea mi suerte! Y ahora lárgate antes de que me arrepienta.

Cuando el periodista se alejaba le advirtió roncamente:

—¡Y recuerda…! Arrástrate debajo de los camiones si es necesario, pero procura despistar a quien pueda seguirte…

—¡Descuida! ¡Ve a ducharte…!

Hans Scholt no tuvo necesidad de arrastrarse por debajo de los camiones puesto que nadie demostró el menor interés por su persona, por lo que media hora más tarde se encontraba ya volando sobre la soledad de las arenas, momento en que colocó la mano sobre el antebrazo del piloto para apretárselo con fuerza al tiempo que señalaba:

—Gracias por ayudarme.

—Espero no tener que arrepentirme.

—También yo… ¿Por qué no me haces un último favor?

—¿De qué se trata ahora?

—Llévame a ver al tuareg.

—¡Ni hablar!

—¡Por favor…!

—He dicho que no.

—Pero ¿por qué?

—Porque ha puesto como condición que vaya solo, y no pienso poner en peligro vidas humanas por el simple capricho de que tú consigas una entrevista que ni siquiera puedes publicar.

—Existen otros periódicos.

—Dudo que exista un solo periódico al que un tipo como tú pueda acceder que esté dispuesto a buscarse la enemistad de Alex Fawcett… —Nené Dupré se volvió a observarle antes de añadir—: ¡Créeme! Lo mejor que puedes hacer es largarte lo antes posible y lo más lejos posible para dejar pasar el mayor tiempo posible con el fin de que Fawcett se olvide de ti. Le conozco hace años y me consta que no va a permitir que nadie ponga en peligro un negocio tan lucrativo.

—Pero ayer me aseguraste que no piensas seguir con este asunto.

—Que no piense seguir no significa que tenga intención de enemistarme con nadie. No estoy de acuerdo en cómo se están llevando las cosas, pero eso no afecta a mi lealtad para con quienes han sido mis compañeros durante tanto tiempo. Y no todos son como Alex Fawcett. Yves Clos, sin ir más lejos, es un tipo estupendo.

—¿Y por qué no hace nada?

—¿Y qué quieres que haga? —fue la agria respuesta—. ¿Secuestrar a Marc Milosevic y entregárselo a los tuaregs para que lo azoten y le corten una mano? ¡Por Dios…! Lo peor de todo este maldito embrollo es que no existe una solución que contente a todas las partes, porque se da el asqueroso caso de que todos tienen algo de razón pero ninguno tiene toda la razón. Llevo tres días sin pegar ojo, pero por más vueltas que le doy no encuentro una salida lógica.

—Tal vez si yo, que soy neutral, hablara con ese tuareg podría hacerle recapacitar.

—Ni tú eres neutral, ni él tiene el más mínimo interés en recapacitar —le hizo notar el francés—. Están en juego leyes y tradiciones totalmente obsoletas, pero que por eso mismo resulta imposible combatir. Nosotros vivimos en un mundo que cambia día tras día, pero el de los tuaregs continúa inmutable a través de los siglos.

—¿Y cuál es mejor?

—Ninguno es bueno. El ideal sería un mundo que evolucionase técnicamente al tiempo que valores como la honradez, el honor y la ley de la hospitalidad se mantuvieran inalterables, pero eso es tanto como pretender que exista una libertad absoluta sin que con el tiempo la gente se desmadre. ¡Pura utopía…! —Nené Dupré hizo una pausa, pero al cabo de unos instantes añadió—: Lo único que puedo hacer es dejarte a cierta distancia del pozo y preguntarle al tuareg si quiere hablar contigo.

—Me parece una buena idea.

—Pero corres un grave peligro.

—¿Y es?

—Que si por cualquier razón no vuelvo, o vuelvo y no te encuentro, te habrás quedado solo en mitad del Teneré, lo que significaría una muerte segura.

—Difícil me lo pones.

—La decisión es tuya, y tienes que adoptarla pronto porque ese de ahí es el último lugar habitado en el que puedo dejarte.

El austriaco observó con atención el minúsculo grupo de chozas de barro y la media docena de polvorientas palmeras que habían hecho su aparición en la distancia destacando, casi incongruentes, de la impresionante monotonía de la parda llanura pedregosa, y acabó por lanzar un leve silbido al exclamar:

—No parece gran cosa.

—Nada es gran cosa por aquí.

—¿Y cómo se supone que regresaría a la civilización si me dejases ahí tirado?

El piloto no pudo por menos que observarle de reojo para dedicarle una burlona sonrisa.

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