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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (19 page)

—No todo en la vida tienen que ser yates y hermosas muchachas.

—Eso únicamente puede decirlo quien, como tú, desde siempre ha disfrutado de yates y hermosas muchachas. Pero si renuncias a ello, no por hacer el bien a los demás, sino por el simple placer de experimentar nuevas emociones, es como si renunciaras al paraíso por la morbosa curiosidad de comprobar cuánto se sufre en el infierno. Si hicieras eso, lo más probable es que Alá te castigara dejándote para siempre en el infierno… —El
imohag
hizo una corta pausa y agitando una y otra vez la cabeza pensativamente añadió—: Tal vez, si en lugar de mataros, os mantuviera un año aquí, pasando hambre, sed, calor y fatigas, justo en el límite entre la vida y la muerte, aprenderíais lo que son auténticos padecimientos y estaríais en condiciones de transmitírselo a todos esos imbéciles que andan correteando por ahí.

—Yo ya he aprendido la lección.

—Me temo que no del todo. Me temo que aún te queda mucho que aprender. Y ahora es mejor que nos pongamos en marcha porque pretendo llegar al pozo antes de que amanezca.

Fueron una larga caminata y una noche interminable durante la que el italiano agradeció en el alma el hecho de que al fin abandonaran las montañas para adentrarse en el
erg
, ya que en cuanto llegaron las sombras y la arena comenzó a enfriarse pudo desprenderse de lo poco que le quedaba de unos destrozados zapatos que se habían convertido en un estorbo, para continuar descalzo aun a riesgo de pisar un alacrán.

Los últimos kilómetros los hizo casi arrastrando unos ensangrentados pies que parecían pesarle más que todo el resto del cuerpo, y cuando al fin se dejó caer en el interior de la mayor de las
jaimas
le asaltó la sensación de que se hundía definitivamente en un abismo sin fondo.

Gacel le dejó descansar mientras llenaba hasta el borde el abrevadero.

Permitió que la mayor parte de las bestias bebieran confiando en que sus estómagos fuesen capaces de asimilar el aceite sin enfermarse, ya que en caso contrario lo mismo daba que murieran de sed o envenenadas, y cuando hubieron concluido aprovechó para darse un largo y reconfortante baño por primera vez en mucho tiempo.

Cuando al fin decidió despertar al muchacho fue para indicarle el pozo con un ademán de la cabeza. —Puedes refrescarte —dijo—. Te hará bien, pero procura no tragar agua.

—Prefiero llamar antes a mi padre.

—Como quieras.

Pino Ferrara fue hasta su vehículo, extrajo un pesado maletín y tras desplegar una especie de pequeña antena parabólica la dirigió hacia el norte al tiempo que comprobaba una serie de parámetros bajo la atenta mirada del beduino al que todo aquello se le antojaba cosa de magia.

Transcurrió más de media hora antes de que el italiano consiguiera la conexión y resultó evidente que no era todo lo correcta que hubiera deseado, pese a lo cual pudo poner a su padre al corriente de cuanto estaba sucediendo en el más desolado rincón del desierto.

Resultó evidente que al «poderoso banquero» le costaba aceptar que no se trataba de una pesada broma, sobre todo teniendo en cuenta que la comunicación se interrumpía con desesperante frecuencia.

Sentado en el brocal del pozo y escuchando aquella voz distorsionada pero perfectamente audible que al parecer llegaba desde el otro lado del planeta tras rebotar en un satélite artificial suspendido en el vacío, Gacel Sayah no podía por menos que plantearse qué era lo que le había sucedido al mundo para que en el transcurso de una sola generación las cosas hubieran cambiado de ese modo.

Aunque se negara a admitirlo resultaba evidente que en aquellos momentos sentía vergüenza por ser quien era, por vivir como vivía y por pertenecer a una raza que ni siquiera tenía la más remota idea de por qué endiablada razón funcionaban tan prodigiosos aparatos.

La inmensidad de su ignorancia le pesaba como si le hubieran cargado a la espalda al más robusto de sus camellos, puesto que en este caso particular la ignorancia no estaba reñida con la inteligencia.

Gacel Sayah no era de los que desprecian aquello que no entienden.

Tampoco de los que se dejan embaucar fascinados por todo cuanto signifique novedad.

Era más bien de los que aceptaba que existían seres que habían conseguido llegar hasta donde quizá también él hubiera llegado de haber nacido en otro ambiente y en otras circunstancias.

Cada día que pasaba se sentía más pobre, pero no pobre en bienes materiales, que eso era algo a lo que estaba acostumbrado desde siempre, sino pobre en conocimientos, lo cual se convertía en un nuevo motivo de impotencia y amargura.

—No tener es malo… —musitó para sus adentros—. Pero no saber es peor.

Cuando al fin el italiano desconectó el complejo aparato y acudió a tomar asiento a su lado, inquirió sin mirarle:

—¿Qué ha dicho tu padre?

—Que hará lo que pueda.

—¿Y eso qué significa?

—Que tendrás lo que quieres, aunque tal vez se necesite algo más de tiempo.

—No puedo concederte más tiempo.

—¿Y por qué no? —quiso saber su interlocutor—. Precisamente aquí es donde menos importa el tiempo. ¿Qué más da un día, una semana, o un mes…? Estoy seguro de que ni siquiera sabes en qué año vivimos.

—Dije una semana, y ya han pasado tres días.

—¿Y acaso te parece más importante respetar una fecha que unas vidas? —se enfureció el otro—. Matando inocentes no conseguirás que tus leyes se cumplan. Teniendo un poco de esa paciencia de la que tanto presumen los de tu raza, sí.

—En eso puede que tengas razón.

—¡Naturalmente que la tengo! —masculló el otro—. Si te precipitas, ese hijo de la gran puta nunca pagará por lo que ha hecho y tú tendrás nuestras muertes sobre tu conciencia, pero si sabes esperar, podrás arrojar su mano a las hienas.

—¿Realmente crees que eso es lo que quiero hacer? —inquirió el tuareg con marcada intención—. ¿Alimentar a las hienas?

—No lo sé… —fue la sincera respuesta del muchacho—. Ignoro qué es lo que se acostumbra a hacer cuando se le corta una mano a alguien, pero ya puestos no me parece mala idea. Alguien que ha visto cómo las hienas se comen parte de su cuerpo se lo pensará mucho antes de repetir una canallada semejante.

—Cuando el mal se lleva dentro nadie escarmienta cualquiera que sea el castigo que se le imponga. Y ese hombre lo lleva.

—¿Cómo lo sabes?

—Se nota en su forma de hablar y de moverse. Se muestra agresivo porque probablemente tiene la sensación de que van a ser agresivos con él, y ése es un claro síntoma de que se siente culpable. Quien tiene la conciencia tranquila no suele atacar antes de que le ataquen.

—¿Filosofía del desierto? —inquirió el italiano en un leve tono irónico.

—¿Te sorprende? —fue la respuesta—. Puede que mi pueblo carezca de medios para crear sofisticados instrumentos, pero eso no significa que sea estúpido, ya que con frecuencia dedica el mucho tiempo de que dispone a estudiar el comportamiento humano. Los europeos sabéis mucho de máquinas, pero poco de hombres.

—Eso es muy cierto —se vio obligado a reconocer Pino Ferrara—. Desde que yo recuerdo me han enseñado a manejar calculadoras, ordenadores, bicicletas, motos, coches e incluso barcos, pero aún no sé cómo tratar a las personas y me sigue sorprendiendo el comportamiento de la mayoría de los seres humanos. Ni siquiera entiendo a mi propio padre, que tiene más dinero del que podría gastar en mil vidas que viviera, pero continúa arriesgándose a acabar en la cárcel, con tal de añadir unos cuantos ceros a sus cuentas bancarias.

—«El jinete que intenta montar dos camellos acaba rodando por el suelo», dice el proverbio.

—Pues mi padre salta de uno a otro como un poseso, pero el día que se caiga quien sufrirá todo el daño seremos mi madre y yo, a los que nunca nos ha importado el dinero. En estos días no he parado de preguntarme de qué le servirá al viejo su inmensa fortuna si su único hijo no regresa a casa.

—Pues a lo que parece, de él depende que regreses o no.

—Lo sé, aunque cuesta aceptar que seas capaz de matar a quienes nada te han hecho, pero como acabo de decir, nunca he sabido calibrar a las personas… —Se puso en pie con intención de encaminarse a la
jaima
al tiempo que añadía—: Y ahora, si no te importa, intentaré dormir un rato…

El tuareg hizo un gesto hacia el abrevadero.

—El baño te sentaría bien —dijo.

—Si ahora me meto ahí, me ahogo —fue la convencida respuesta.

Se alejó pisando con mucho cuidado puesto que tenía las plantas de los pies casi en carne viva y a aquellas horas la arena abrasaba, y en cuanto se puso a la sombra se derrumbó como si acabara de alcanzarle un rayo.

El
imohag
lo estuvo observando largo rato con gesto preocupado, consciente de que las abiertas llagas corrían grave riesgo de infectarse, lo cual en semejante lugar y circunstancias significaba una sentencia de muerte segura.

Se arrepintió de haberle traído de regreso al campamento.

Resultaba evidente que un europeo no estaba en condiciones de soportar un viaje de ida y vuelta a las montañas en tan corto período de tiempo, y lo que era aún peor, había cometido el error de intimar con él, permitiendo que le hablara de sí mismo y su familia, cuando como guerrero había aprendido que a los cautivos se les debía tratar como extraños, para que ningún sentimiento aflorase en el momento de decidir sobre su destino.

Ya nunca podría considerar a Pino Ferrara un enemigo, ni tan siquiera un simple rehén bueno tan sólo para obtener algo a cambio a base de negociar con su vida, puesto que si al fin se veía obligado a tener que dejarle abandonado en mitad del desierto, el timbre de su voz y sus palabras le resonarían eternamente en los oídos.

«Cuando te enfrentes a un hombre
takuba
en mano, no debes mirarle a los ojos más que para intentar averiguar por dónde va a lanzar su próximo golpe —le había enseñado su padre—. De otra forma dudarás un instante a la hora de cortarle la cabeza, y en ese caso lo más probable es que él te la corte a ti. La compasión es una virtud en los reyes y un defecto en los soldados, puesto que en el fragor de la batalla la compasión es sinónimo de debilidad, y quien se muestra débil, aunque tan sólo sea el tiempo que dura un parpadeo, acaba muerto».

La compasión y el perdón eran sentimientos que tan sólo cabía experimentar en tiempos de paz, y Gacel Sayah sabía muy bien que se encontraba inmerso en una difícil guerra en la que ya de por sí tenía todas las de perder.

Si flaqueaba y no era capaz de mantenerse firme en sus decisiones por injustas que a él mismo pudieran parecerle, sus remotas posibilidades de conseguir la victoria acabarían por diluirse como la sal en el agua.

Al rato su vista fue a detenerse sobre los tres vehículos que inmóviles, silenciosos y cubiertos de polvo semejaban seres antediluvianos aparcados en un parque infantil, absurdos e incongruentes tan lejos de las calles y las ciudades para los que habían sido creados, y una vez más le desconcertó la osadía de quienes desafiaban al inclemente desierto confiados a los caprichos de una máquina.

Se aproximó para estudiarlas más de cerca e incluso penetró en una de ellas, pero casi de inmediato se vio obligado a abandonarla puesto que ni él mismo, acostumbrado desde niño a las temperaturas más extremas, se sintió capaz de soportar el calor que se había acumulado en su interior.

Le intimidó el grado de locura de quienes, sin verse obligados a ello, eran capaces de encerrarse en tan minúsculos habitáculos con el único fin de alcanzar una meta en la que nada más que una efímera gloria les aguardaba, y le intimidó aún más el darse cuenta de que por mucho que lo intentara jamás podría comprender qué clase de seres humanos eran los que experimentaban algún tipo de placer al arriesgar la vida inútilmente.

Su madre le había enseñado siendo muy niño que la vida es el mayor tesoro que Alá entrega a un ser humano en el momento de nacer, y que su primera obligación es conservarla hasta que el propio Alá se la reclame.

Ponerla en tan manifiesto peligro, no a mayor gloria del Creador, sino de algo tan incongruente como la velocidad, debía constituir el más execrable de los pecados, y a su modo de ver resultaba evidente que quien se matase corriendo como un poseso sin razón válida alguna debía estar condenado a descender directamente a los infiernos.

Se aproximó a observar una vez más al muchacho, advirtió que sudaba a chorros y que todo su cuerpo ardía de fiebre mientras centenares de moscas se cebaban en las abiertas llagas de sus pies, y le asaltó la desagradable sensación de que muy pronto aquel infeliz ardería en los infiernos.

A
lex Fawcett extendió en abanico las cuatro páginas del documento que descansaba sobre su mesa al señalar:

—¡Muy interesante! Realmente alentador. A la vista de lo que ha escrito, cualquiera llegaría a la conclusión de que no soy el simple jefe de seguridad de una empresa deportiva, sino más bien un loco violento, racista y de tendencias neonazis que lo único que busca es el enriquecimiento a costa de embaucar, mentir, ocultar e incluso asesinar.

—¿Quién le ha dado eso?

—Su director acaba de enviármelo por fax.

El rostro de Hans Scholt, que ya había palidecido, se demudó hasta transformarse en una auténtica máscara antes de acertar a musitar apenas:

—¡No puedo creerlo!

El inglés sonrió con absoluta calma al replicar:

—¿Que no puede creerlo? Pues aquí está, junto a este otro fax en que le comunican que queda despedido.

Aguardó unos instantes a la espera de la reacción del austriaco, pero al comprender que había quedado tan desconcertado como si de pronto le hubiesen propinado un traicionero puñetazo en la frente, inquirió:

—¿Qué es lo que esperaba? ¿Que le felicitaran? Su agencia le envía a cubrir un evento deportivo para una serie de periódicos serie de periódicos y revistas que lo único que pretenden es informar de la forma más objetiva posible, y usted les sale con un sucio panfleto en el que casi nos acusa de ser los culpables de que África esté sembrada de minas antipersonales.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo insinúa, o al menos insinúa que estamos en connivencia con quienes fabrican esas minas.

—Y es verdad.

—Por esa regla de tres, todos los gobiernos, e incluso todas las personas del mundo están en connivencia con ellos, puesto que compran coches, trenes o aviones de empresas que también fabrican esas minas. Señalarnos como únicos culpables de un «delito» universalmente extendido se me antoja una falacia impropia de un auténtico periodista.

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