Los refugios de piedra (103 page)

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Authors: Jean M. Auel

Jondalar tenía un estatus muy elevado, porque su madre había sido jefa y su hermano lo era en ese momento de la caverna más grande de los zelandonii. A ello se unían sus propias aportaciones, algunas de ellas fruto de su viaje, y también su complejo oficio de tallador de pedernal, una aptitud que debía ser evaluada por reconocidos y respetados talladores de otras cavernas, junto con el lanzavenablos, recientemente presentado en una demostración pública. Pero determinar el estatus de Ayla había supuesto un problema. La posición social de los forasteros siempre era la más baja, y este hecho perjudicaba el estatus del nuevo hogar que iban a formar Ayla y Jondalar. Pero Marthona se opuso a ello, aduciendo que el rango de Ayla entre su gente era muy elevado, y que la joven tenía muchas cualidades. Los animales eran un factor ambiguo, porque unos sostenían que aumentaba su posición y otros que la disminuía. Así pues, la categoría social del nuevo hogar no se había decidido aún, pero eso no impedía el emparejamiento. La Novena Caverna había aceptado a Ayla, y era allí donde viviría junto a Jondalar.

Las mujeres se habían trasladado a un nuevo alojamiento cercano que hasta no hacía mucho había acogido a las muchachas que se preparaban para los Primeros Ritos, pero que estaba vacío en ese momento y podía tener otra utilidad. Alguien había sugerido que podían esperar allí los hombres a fin de que las mujeres no tuvieran que moverse, pero la idea de que el lugar, después de acoger a muchachas en su transición de niña a mujer, pasara a albergar a hombres que iban a emparejarse causó cierto malestar entre los zelandonia y algunas otras personas. Siempre quedaban manifestaciones de las fuerzas espirituales cuando se celebraban actividades trascendentes, sobre todo en un grupo numeroso, y las vitalidades significativas de hombres y mujeres por lo general eran opuestas. Se decidió, pues, trasladar a las mujeres que debían emparejarse, puesto que ése era el siguiente paso lógico en la vida de las muchachas que habían ocupado antes el alojamiento.

Las mujeres no estaban menos nerviosas que los hombres. Ayla no sabía si Jondalar decidiría ponerse la túnica que le había confeccionado, y lamentaba no haber estado enterada de que pasaría recluida las horas previas a la unión, porque de haberlo sabido se la habría dado ella misma el día anterior; así habría sabido si era de su agrado y si la consideraba adecuada. Ahora no lo sabría hasta que se vieran en la ceremonia matrimonial.

También colocaron por orden a las mujeres, tal como a los hombres, para que quedaran bien emparejados. Ayla sonrió a Levela, que iba varios puestos por delante. Le habría gustado estar al lado de la hermana de Proleva mientras esperaban, pero ella era de la Novena Caverna, y había varias mujeres entre ella y la otra joven, que viviría en la Segunda Caverna con Jondecam. Los dos tenían estatus semejantes, porque procedían de familias de jefes y fundadores, las personas con las posiciones más elevadas dentro de una caverna, y por tanto la posición de su hogar no cambiaría apenas. Jondecam tenía un rango ligeramente más alto que el de Levela, pero ello sólo podía tenerse en cuenta si la pareja se fuera a vivir a la caverna de él.

Cada Zelandoni se encargaba de oficiar, auxiliado por los otros zelandonia, la parte de la ceremonia en que las parejas que iban a vivir en su caverna ataban el nudo. Intervenían también las madres de los jóvenes que se emparejaban y a menudo los parientes cercanos, que se situaban en las filas delanteras del público asistente esperando a que les llegara el momento de cumplir su función. Si los miembros de la pareja ya no eran jóvenes y aquélla no era ya su primera unión, pero deseaban de todos modos llevar a cabo una ceremonia formal, no era necesario que estuvieran presentes las madres. Bastaba con la autorización de la caverna donde vivirían, pero a menudo también invitaban a participar en el acto a amigos y familiares.

Ayla vio a Janida hacia el final de la fila, porque era de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna, y la muchacha le sonrió cuando sus miradas se cruzaron. En último lugar vio a Joplaya, también forastera, una lanzadonii, pese a que el hombre de su hogar hubiera sido en otro tiempo un zelandonii de alto rango. No obstante, aunque allí su posición era la última, ella era de las primeras entre los lanzadonii, que era lo que contaba. Ayla miró a todas las mujeres que se emparejarían esa noche. Había muchas que no conocía, así como cavernas de las que no había conocido a una sola persona, al margen de las presentaciones generales. Alguna de las mujeres había dicho pertenecer a la Vigésimo cuarta Caverna, y otra a Monte del Oso, una parte de Hogar Nuevo en el valle del Río de la Hierba.

A Ayla la espera se le hacía interminable. «¿Por qué tardarán tanto?», pensó. Las apremiaban para colocarse en orden y luego las hacían esperar. Quizá los hombres iban con retraso. Tal vez alguien había cambiado de idea. ¿Y si Jondalar cambiaba de idea? No. ¡Imposible! ¿Por qué habría de hacerlo? Pero ¿y si lo hacía?

En el alojamiento de la zelandonia, la Primera apartó la cortina que ocultaba el acceso privado de la parte posterior del amplio espacio, justo en el lado opuesto a la entrada principal. Se asomó y recorrió con la mirada la zona de reunión que abarcaba desde la ladera del fondo hasta el campamento. La gente había ido llegando a lo largo de la tarde y ya estaba casi todo lleno. Era la hora.

Los hombres salieron primero. Cuando Jondalar miró ladera arriba, vio que estaba allí todo el mundo. El murmullo de la multitud subió de volumen, y oyó más de una vez la palabra «blanco». Mantuvo la mirada fija en la espalda del hombre que tenía delante, pero era consciente de la impresión que causaba su túnica. El hombre alto, rubio y apuesto, de ojos cautivadores, siempre llamaba la atención, pero en aquella ocasión, con el pelo limpio y brillante, bien aseado y recién afeitado, y aquella túnica de un blanco puro y luminoso, estaba deslumbrante.

–Parece la personificación de Lumi, el amante de Doni –dijo la madre de Jondecam, la rubia y alta Zelandoni de la Segunda Caverna, a Kimeran, su hermano menor y jefe de la Segunda Caverna.

–¿De dónde habrá sacado esa túnica? –preguntó Kimeran–. Me gustaría tener una igual.

–Seguro que todos los hombres están pensando lo mismo, aunque creo que tú, Kimeran, serías de los pocos a quienes les quedaría igual de bien –dijo ella. En su opinión, su hermano no sólo era igual de alto y rubio que su amigo Jondalar, sino que era, además, tan apuesto como él–. Jondecam también está magnífico. Me alegro de que se haya dejado la barba este verano. Le queda muy bien.

Después que los hombres, en fila, formaran un semicírculo a un lado de la enorme hoguera, les tocó el turno a las mujeres. Ayla alargó el cuello para ver si por fin habían abierto la cortina de la entrada. Era casi de noche. El sol aún no se había puesto del todo, y bajo su cegadora claridad quedaba amortiguado el resplandor de la gran hoguera ceremonial, y no se veían apenas las antorchas dispuestas alrededor, que un poco más tarde serían las que iluminarían el espacio. Ayla vio gente junto al fuego. La voluminosa silueta de espaldas a ella tenía que ser la Zelandoni. Alguien hizo una señal, y las mujeres salieron.

Una vez fuera, vio la alta figura con la túnica blanca. Mientras las mujeres formaban un semicírculo frente a los hombres, Ayla pensó: «¡Se la ha puesto! ¡Se ha puesto mi túnica!». Todos llevaban sus mejores galas, pero nadie iba de blanco, y Jondalar destacaba del resto. Para ella era el más hermoso… No, el hombre más apuesto de todos. Casi todo el mundo estaba de acuerdo con ella. Vio que él la miraba desde su sitio, iluminado por la gran hoguera, y lo hacía como si no pudiera apartar la mirada de ella. «Está preciosa, pensaba él. Nunca había estado tan bonita.» La túnica dorada que le había hecho Nezzie, adornada con cuentas de marfil, hacía juego con su pelo de color trigueño, que le caía suelto como a él le gustaba.

No llevaba más joyas que los pendientes de ámbar en las orejas recién agujereadas –los fragmentos de ámbar de Tulie, recordaba Jondalar– y el collar de ámbar y conchas que le había obsequiado Marthona. Las brillantes piedras de color anaranjado recogían los rayos del sol poniente y resplandecían entre sus pechos desnudos. La túnica, abierta por delante pero ceñida en la cintura, era distinta de todas las demás, y a Ayla le sentaba perfectamente.

Marthona, que observaba desde la primera fila, se llevó una grata sorpresa al ver aparecer a su hijo con la túnica blanca. Había visto la ropa que él había elegido inicialmente para ponerse, y no le resultó difícil deducir que la túnica que llevaba era el regalo que se hallaba dentro del paquete que ella le había dado de parte de Ayla. La falta de ornamentación ponía de relieve la pureza del color; sólo las colas de armiño añadían un toque de elegancia. Marthona había advertido que Ayla tenía pocas pertenencias, y que le gustaba rodearse de objetos sencillos pero bien hechos. La túnica blanca era una extraordinaria muestra de ello. En este caso, la calidad era el mejor adorno.

La sencillez del atuendo de Jondalar contrastaba con el conjunto que ella lucía en ese momento. Marthona daba por hecho que más de una trataría de copiar el vestido de Ayla, pero posiblemente ninguna lo conseguiría. Ella pudo admirar la exquisita calidad de su ornamentación cuando se lo enseñó y pudo reconocer en él la única forma de riqueza que podía reconocer un zelandonii: el tiempo que se había tardado en confeccionarlo. Tanto por la calidad de la piel y el ámbar, las conchas y los dientes, como por los miles de cuentas de marfil labradas a mano, ese vestido sería la prueba del elevado estatus de Ayla. El hogar de su hijo estaría entre los primeros.

Jondalar no podía apartar su mirada de Ayla. Los ojos de ella brillaban, y mantenía la boca entreabierta para llenar más fácilmente los pulmones, ya que su respiración era agitada a causa de la emoción. Era ésa la expresión habitual de Ayla cuando sentía admiración por algo bello, o entusiasmo durante una cacería, y Jondalar notó que la sangre se le concentraba entre las ingles. «Es una mujer dorada, pensó. Dorada como el sol.» La deseaba, y no podía creer que una mujer de belleza tan sensual fuera a convertirse en su compañera. Su compañera… Le gustaba como sonaba. Compartiría con él la morada que él había planeado construir para sorprenderla. ¿No empezaría nunca la ceremonia? ¿No terminaría nunca? Jondalar no quería esperar; quería correr hasta ella, cogerla en brazos y llevársela.

La zelandonia ocupaba ya sus puestos, y la Primera comenzó con un canto cautivador. De pronto se sumó otro Zelandoni con un tono monótono, y después un tercero. Cada donier eligió un único tono y un único timbre, que de vez en cuando variaba en una melodía repetitiva pero fácil de sostener. Cuando el Zelandoni que debía unir a la primera pareja empezó a hablar, todo el coro mantenía de fondo un canto continuo y grave, cada voz con su tono. La combinación podía ser armoniosa o no, pero eso poco importaba. Antes que el primero se quedara sin aliento, se añadía otra voz, y después otra, y otra, a intervalos variables. El resultado era una fuga entretejida y monótona que podía continuar indefinidamente si había cantores suficientes para que pudieran descansar los que tenían que parar de vez en cuando.

Aunque fuera sólo música de fondo, la salmodia penetró en la mente de Jondalar, que miraba extasiado a la mujer que amaba. Apenas oyó las palabras de los zelandonia dirigidas a las primeras parejas. Notó de repente que el hombre de detrás le daba un ligero golpe y se sobresaltó. Estaban pronunciando su nombre. Caminó hacia la corpulenta figura de la Zelandoni, y vio que Ayla se acercaba desde el otro lado. Se quedaron cara a cara, uno a cada lado de la donier.

La Zelandoni los miró complacida. Jondalar era el más alto de los hombres, y ella siempre había pensado que era también el más atractivo. Pese a que por entonces él era muy joven, ésa era una de las razones por las que había decidido enseñarle el don del placer de Doni cuando le llegó la hora de aprender. Y desde luego Jondalar había aprendido bien, quizá demasiado bien. Después casi había conseguido convencerla a ella para que desoyera su llamada.

La Zelandoni se alegraba de que las circunstancias se hubieran interpuesto entre ellos, pero en ese momento, viéndolo con aquella impresionante túnica, recordó por qué había estado a punto de dejarse convencer por él. Sin duda, había traído esa túnica de su viaje. Obviamente fue el color lo que más le llamó la atención, pero también el diseño poco habitual, y la ausencia de ornamentación que le confería una exótica apariencia. Estaba a la altura de la mujer que había escogido. La Zelandoni se volvió para contemplar a Ayla, que estaba desde luego a la altura de él. No, ella lo superaba, lo que no era fácil, en su opinión. La donier se hubiera sentido decepcionada si Jondalar hubiera elegido a una mujer que no estuviera a la altura del concepto que tenía de él, pero debía admitir que no sólo había encontrado a una mujer que lo igualaba en cualidades, sino que incluso lo superaba. Sabía que aquella pareja era el centro de atención por muchos motivos. Todos los conocían, o como mínimo sabían quiénes eran; habían sido el tema de conversación de la Reunión de Verano y eran, sin comparación, los más atractivos.

Era lógico y conveniente que ella, la Primera, celebrara la ceremonia y fuera la que atara el nudo de la pareja más extraordinaria. La propia Zelandoni era una presencia memorable. Llevaba realzado con colores más intensos el tatuaje de la frente; iba peinada de una manera extravagante pero cuidadosa que la hacía aún más alta; y su túnica, larga y profusamente decorada, era una obra de arte que requería a una persona de su corpulencia para lucirla debidamente. Todos permanecían atentos al trío. La Zelandoni guardó silencio, reclamando así mayor atención aún.

Marthona se había colocado junto a su hijo, con Willamar, su actual pareja, a la derecha y un paso por detrás. A la izquierda tenía a Dalanar y, un poco más atrás, a Jerika. Los dos tendrían que esperar al final para que se emparejasen Joplaya y Echozar. Al lado de Willamar se hallaban Folara y Joharran, los hermanos de Jondalar. Junto a este último estaban Proleva y su hijo, Jaradal. Entre el público había muchos amigos y parientes, en una zona reservada a los allegados de la pareja. La Zelandoni los miró a todos y luego, antes de empezar, dirigió la vista hacia la multitud situada en la pendiente.

–Cavernas de los zelandonii –comenzó la donier con voz vibrante y solemne–, os ruego que seáis testigos de la unión de un hombre y una mujer. Doni, la Gran Madre Tierra, Primera Creadora, Madre de todos, la que da a luz a Bali, que ilumina el cielo, y cuyo compañero y amigo, Lumi, brilla sobre nosotros esta noche como testigo. A Ella honramos con la sagrada unión de sus hijos.

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