Los refugios de piedra (105 page)

Read Los refugios de piedra Online

Authors: Jean M. Auel

Capítulo 32

Levela y Jondecam tendieron sus manos unidas en señal de bienvenida cuando Ayla y Jondalar llegaron a la zona de espera.

–¿Ha dicho que estabas ya bendecida? –preguntó Levela.

Ayla asintió con la cabeza, demasiado emocionada para hablar.

–¡Es maravilloso! ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Lo sabía Jondalar? ¡Qué afortunada eres! –exclamó, sin darle a Ayla tiempo de contestar e intentando abrazarla. Pero por un momento olvidó la mano a la que estaba atada y se enredó con el brazo de Jondecam.

Todos se echaron a reír, incluidos algunos que se hallaban cerca, y Levela acabó abrazando a Ayla con un solo brazo.

–¡Estás preciosa con ese vestido! Nunca había visto nada igual. Tiene muchas cuentas de marfil y ámbar; en algunos sitios casi parece que esté hecho exclusivamente de marfil y ámbar. La piel es el tono de amarillo que mejor le va. Y me encanta cómo lo llevas, abierto por delante, sobre todo pensando que pronto serás madre. Pero debe de pesar mucho. ¿Dónde lo has conseguido? –dijo Levela.

Estaba tan exaltada que Ayla no pudo evitar sonreír.

–Sí, pesa mucho, pero ya estoy acostumbrada. He estado cargando con él durante un largo camino. Me lo regaló Nezzie cuando pensaba que me emparejaría con un hombre mamutoi, y me explicó cómo tenía que llevarlo. Nezzie era la compañera del jefe del Campamento del León. Cuando decidí marcharme con Jondalar, me dijo que me lo llevara y me lo pusiera cuando me emparejara con él. Jondalar le caía bien, a ella y a todos. Querían que se quedara y se convirtiera en mamutoi, pero él dijo que debía volver a casa. Creo que entiendo por qué.

Varias personas se habían agrupado alrededor y estaban escuchándola. Deseaban contar a los demás qué había dicho la forastera acerca de su exquisita ropa.

–También Jondalar está magnífico –comentó Levela–. Tu conjunto, Ayla, es extraordinario por las cuentas y adornos; y el de él llama la atención por su sencillez y su asombroso color.

–Exacto –dijo Jondecam. Señalándose la ropa, añadió–: Todos llevamos nuestras mejores galas, todas muy ataviadas, aunque ninguna como la tuya, Ayla, pero cuando ha aparecido Jondalar vestido así, todo el mundo se ha fijado en él. Su túnica es muy elegante y a él le sienta especialmente bien. Ya me imagino lo que va a pasar: todas las mujeres querrán un conjunto como el tuyo, y todos los hombres querrán alguna túnica como la de Jondalar. ¿Te la regaló alguien?

–Ayla –respondió él.

–¿Tú has hecho esa túnica? –preguntó Levela, sorprendida.

–Una mujer mamutoi me enseñó a hacer piel blanca –explicó la joven.

La gente empezaba a volverse para mirar al siguiente Zelandoni.

–Mejor será que callemos –sugirió Levela–. Ya van a empezar.

Cuando guardaron silencio para que comenzara la ceremonia de la siguiente pareja, Ayla reflexionó sobre el significado del ritual de unión que incluía atar las muñecas de las parejas con una correa que costaría desatar. El eco que se había producido cuando Levela, en su entusiasmo, había intentado abrazarla le permitió comprender que esa atadura obligaba a pensar antes de precipitarse irreflexivamente. No era una mala lección acerca de lo que significaba vivir en pareja.

–Ojalá se den prisa –susurró uno de los hombres recién emparejados–. Me muero de hambre. Después de todo un día de ayuno, estoy seguro de que incluso los del fondo oyen el ruido de mi estómago.

Ayla, en cambió, agradeció la larga enumeración de títulos y lazos, porque le dio tiempo para abstraerse en sus pensamientos. Ya estaba emparejada. Jondalar era su compañero. Quizá a partir de ese momento empezaría a sentirse realmente como Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii, aunque se alegraba de que «Ayla de los mamutoi» formara parte de sus títulos. El hecho de que fueran a vivir en la Novena Caverna no significaba que fuera a convertirse en otra persona. Simplemente tenía nuevos títulos y lazos que añadir a su lista de vínculos y relaciones. Tampoco había perdido su tótem del clan.

Sus recuerdos se remontaron a los tiempos en que era una niña y vivía con el clan. Allí, cuando dos personas se emparejaban, no tenían la costumbre del nudo, pero tampoco la necesitaban. Desde que eran muy jóvenes, las mujeres aprendían a permanecer siempre atentas a los hombres, en particular a sus compañeros. Se esperaba que una buena mujer previera las necesidades y deseos de su compañero, porque un hombre del clan aprendía desde muy temprana edad a no ser consciente, o al menos no demostrar que era consciente, de sus propias carencias, malestar o dolor. Nunca pedía ayuda a su compañera, y ella tenía que adivinar cuándo la necesitaba.

Broud no precisaba la ayuda de Ayla, pero planteaba exigencias continuamente. Se inventaba cosas para que ella las hiciera sólo porque podía obligarla a hacerlas: llevarle agua, atarle los cordones de los calzones. Podía decir que, al fin y al cabo, ella era sólo una niña y tenía que aprender, pero a él le traía sin cuidado si ella aprendía o no, y a Ayla no le servía de nada intentar complacerlo. Él sólo quería demostrar su poder sobre ella porque ella se le había resistido, y las mujeres del clan no desobedecían caprichosamente a los hombres. Ayla lo había hecho sentirse degradado como hombre, y él la odiaba por eso, o quizá es que sabía que las de su clase eran distintas. Para ella, no había sido fácil aprender la lección, pero al fin lo había conseguido, y fue Broud, con sus continuas exigencias, quien la había enseñado, pero Jondalar había sido el beneficiario de todo ese esfuerzo. Ayla siempre estaba pendiente de él, y se le ocurrió pensar que por eso ella se sentía incómoda cuando no sabía dónde estaba él. Eso le ocurría también con los animales.

De pronto, como si pensar en él provocara su aparición, vio que Lobo estaba allí. Como tenía la mano derecha atada a la izquierda de Jondalar, se agachó y abrazó a Lobo con el brazo izquierdo. Alzó la vista para mirar a Jondalar.

–Estaba preocupada por él. No sabía dónde se había metido –dijo Ayla–. Pero se le ve bastante contento.

–Quizá tenga sus motivos para estarlo –comentó Jondalar con una sonrisa.

–Cuando Bebé encontró pareja, se fue. Venía a visitarme de vez en cuando, pero vivía con los de su especie. Si Lobo tiene una compañera, ¿crees que decidirá marcharse y vivir con ella?

–No lo sé. Siempre has dicho que ve a la gente como su manada, pero si va a emparejarse, ha de ser con alguien de su especie.

–Quiero que sea feliz, pero lo echaría de menos si no volviera –dijo Ayla, al tiempo que se levantaba.

Alrededor, la mayoría de la gente la observaba junto al lobo, en especial aquellos que la conocían poco. Con una seña, Ayla indicó al animal que permaneciera cerca de ella.

–Es un lobo muy grande, ¿no? –comentó una mujer retrocediendo un poco.

–Sí, lo es –dijo Levela–, pero quienes lo conocen aseguran que nunca amenaza a las personas.

En ese momento una pulga empezó a importunar al lobo. El cuadrúpedo se sentó, se encorvó y comenzó a rascarse. La mujer dejó escapar una risa nerviosa y dijo:

–Desde luego eso no parece muy amenazador.

–Excepto para la pulga que está molestándole –añadió Levela.

De pronto Lobo se interrumpió, ladeó la cabeza como si oyera, oliera o percibiera algo, y luego se levantó y miró a Ayla.

–Ve, Lobo, ve –dijo Ayla, indicándole con una seña que era libre de marcharse–. Si quieres ir, vete.

El lobo echó a correr sorteando a la gente. Algunos se sobresaltaron al verlo.

En la siguiente ceremonia no se unía a una pareja sino a un trío, un hombre y dos gemelas idénticas. Ellas no querían separarse, y no era raro que dos gemelas o, sencillamente, dos hermanas muy unidas accedieran a emparejarse con el mismo hombre, aunque podía ser difícil para un joven mantener a dos mujeres y sus hijos. En este caso, el hombre era algo mayor, bien establecido, con buena reputación y categoría elevada. Aun así, lo más probable era que un día se incorporara un segundo hombre al hogar, aunque eso nunca se sabía.

Cuando llegaba la hora del último emparejamiento, la gente solía estar ya aburrida y poco atenta –sobre todo si la ceremonia era por alguien que uno no conocía–, pero esta vez los últimos volvieron a despertar interés. Cuando Joplaya y Echozar se adelantaron, se produjo entre el público una ahogada exclamación colectiva y luego un rumor de voces. Si bien ninguno de los dos tenía el aspecto habitual de los zelandonii, y la concurrencia sabía que de hecho no eran zelandonii sino lanzadonii, para muchos de los presentes constituían una asombrosa visión.

La mujer era alta, esbelta, exóticamente atractiva, de cabello oscuro y una belleza etérea difícil de describir. El hombre que la acompañaba no podría haber sido más distinto. Era algo más bajo, y con unas facciones tan marcadas y poco comunes que a la mayoría de la gente le parecían feas. Los gruesos arcos de las cejas, cubiertos de pelo espeso y alborotado, destacaban por encima de los ojos hundidos y oscuros. Tenía la nariz prominente, en parte porque la frente de su ancha cara sobresalía y porque la propia nariz, bien definida y semejante en su forma al pico de un águila –aunque no tan estrecha–, era enorme, y sin embargo proporcionada al tamaño de la cara. Al igual que muchos hombres, solía dejarse la barba en invierno, porque protegía el rostro del frío, pero se afeitaba en verano. Se había afeitado recientemente, y su pronunciada mandíbula presentaba una forma bien delineada pero, como la gente del clan, apenas tenía mentón, un rasgo que se acentuaba a causa de la abultada nariz.

El rostro de Echozar era el de un hombre del clan, excepto por la frente, que no era tan huidiza y aplanada como era propio de la gente del clan; él no era un cabeza chata. Por encima de las cejas huesudas de Echozar, la frente se alzaba vertical y ancha como la de cualquiera de los allí presentes. Y mientras que la gente del clan era de corta estatura, Echozar era tan alto como muchos de los hombres que allí había, pero tenía la complexión recia y el pecho grande y redondeado característicos del clan. Asimismo, tenía las piernas cortas en proporción al cuerpo y un tanto arqueadas, pero tan musculosas como los brazos. Indudablemente era un hombre fuerte.

Y sin duda era hijo de espíritus mixtos, para algunos una abominación, medio hombre, medio animal. Había quienes creían que no debía permitírsele que se emparejara con la mujer que se hallaba a su lado. Por foráneo que fuera el aspecto de ella, innegablemente era humana, una de ellos, no una de aquellos animales cabezas chatas. Los zelandonii deberían oponerse, negarse a reconocer aquella unión.

Como los lanzadonii no tenían aún su propio donier, volvió a intervenir la Primera, que además era Zelandoni de la Novena Caverna, donde Dalanar había vivido antiguamente. Tenía aún lazos más estrechos con ellos que con cualquier otra caverna, y Joplaya era la hija de su hogar.

Cuando la Primera ocupó su lugar, pensó que Echozar parecía tan fuerte que muy pocos estarían dispuestos a desafiarlo. Dado que era la última pareja en celebrar la ceremonia de unión, la Primera pensó, adelantándose a los acontecimientos: «Cuando estén emparejados, podría ser un buen momento para anunciar que la Primera Acólita de la Segunda Caverna de los zelandonii ha recibido la llamada y, tras riguroso examen, ha demostrado ser Zelandoni. Ha decidido irse con Dalanar a su caverna y convertirse en la Primera Lanzadoni Que Sirve a la Gran Madre Tierra. Ella es una persona apta, y aquél un buen puesto para ella».

La donier miró a las personas reunidas alrededor. Dalanar estaba henchido de orgullo. Era asombroso lo mucho que se parecía a Jondalar, pero la Primera era consciente de ciertas diferencias, probablemente porque en otro tiempo había mantenido una relación muy íntima con éste. Jondalar, atado aún a Ayla, se había apartado del grupo de recién emparejados y estaba con el círculo familiar. Al fin y al cabo, Joplaya era su prima cercana. Al lado de Dalanar estaba Jerika, la madre de Joplaya, y detrás de ella se encontraba Hochaman, el hombre del hogar de Jerika. Este último se apoyaba en un joven que la Primera no conocía. Supuso que era originario de una caverna lejana de los zelandonii, o de algún otro pueblo más remoto, quizá los losadunai, pero el diseño de la ropa y las alhajas lo identificaba como lanzadonii.

Hochaman era un anciano menudo y arrugado con el rostro como el de Jerika; apenas podía tenerse en pie y mucho menos aún andar. Dalanar y Echozar lo habían llevado sobre sus espaldas todo el camino hasta la Reunión de Verano. Hochaman contaba a la gente que se le habían agotado las piernas en su viaje, pero nadie había llegado tan lejos como él. Había viajado desde los Mares Interminables del este hasta las Grandes Aguas del oeste, y dedicado a ello la mayor parte de su vida. Sabía contar una historia, tenía muchas que contar, y no le importaba repetirlas. Probablemente estaría muy solicitado cuando las ceremonias acabaran y se iniciaran los juegos y competiciones, así como las narraciones de los fabuladores. Los recién emparejados deberían renunciar a esas actividades y aislarse en el silencio de su período de prueba de dos semanas. La zelandonia elegía esa prueba adrede. Si la unión de una pareja no era lo bastante seria como para poder privarse de los juegos y las fábulas, probablemente no les convenía emparejarse.

Los cantores entonaban aún su fuga –aunque ahora eran todos distintos– cuando la Primera empezó la ceremonia.

–Cavernas de los zelandonii –dijo la donier con voz todavía vibrante–, os ruego que seáis testigos de la unión de un hombre y una mujer. Doni, la Gran Madre Tierra, Primera Creadora, Madre de todos, la que da a luz a Bali, que ilumina el cielo, y cuyo compañero y amigo, Lumi, brilla sobre nosotros esta noche como testigo. A Ella honramos con la sagrada unión de sus hijos. Los dos que esperan unirse han complacido a la Gran Madre Tierra al decidir emparejarse.

El murmullo de fondo del público subió de volumen. La ceremonia se desarrolló algo más deprisa que las anteriores, ya que no había muchos títulos y lazos; él apenas tenía. Era Echozar de la Primera Caverna de los lanzadonii, Hijo de Mujer bendecida por Doni, aceptado por Dalanar y Jerika de la Primera Caverna de los lanzadonii. Joplaya poseía una lista más larga de títulos y lazos, en su mayoría vínculos con los zelandonii a través de Dalanar. Jondalar y Ayla fueron mencionados. Por parte de Jerika, se dieron sólo los nombres de la madre de ésta, Ahnlay, que caminaba por el mundo de los espíritus, y del hombre de su hogar, Hochaman.

Other books

Trial by Fire by BA Tortuga
Blood and Iron by Harry Turtledove
Far Traveler by Rebecca Tingle
Embrace the Night by Alexandra Kane
Scattering Like Light by S.C. Ransom
Tremor of Intent by Anthony Burgess
The Wisdom of the Radish by Lynda Browning