Los refugios de piedra (107 page)

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Authors: Jean M. Auel

Jondalar obedeció, Ayla tiró, y el nudo se soltó.

–¿Cómo has sabido que daría resultado? –preguntó Jondalar–. Yo sé un poco de nudos, y no me parecía tan evidente.

–Has visto mi bolsa de las medicinas, ¿no? –dijo ella.

Jondalar asintió con la cabeza.

–Así pues, sabes que todos los saquitos que hay dentro están atados con nudos. La clase de nudo y el número de nudos de cada saquito indican cuál es su contenido. A veces tengo que abrir esos saquitos deprisa. No puedo perder el tiempo intentando deshacer nudos cuando alguien necesita atención inmediata. Así que entiendo mucho de nudos; Iza me enseñó.

–Pues me alegro de que sea así –declaró Jondalar sosteniendo en alto la larga y estrecha correa–. Voy a guardarla en mi mochila para que no se pierda. Tenemos que demostrar que no la hemos cortado, y cambiarla por los collares de la zelandonia cuando regresemos. –La enrolló y la guardó. Luego concentró su atención por completo en Ayla. Estrechándola contra sí, dijo–: Así es como me gusta abrazarte cuando te beso.

–También yo lo prefiero así –aseguró Ayla.

Jondalar la besó, abriéndole la boca con la lengua, y le tocó un pecho. Después la hizo tenderse en las pieles y se inclinó sobre ella para tomar el pezón entre sus labios. Ella reaccionó al instante, y la intensidad de las sensaciones fue en aumento mientras él succionaba y mordisqueaba un pezón y le acariciaba el otro con los dedos.

Ella lo apartó y empezó a quitarle la túnica blanca que le había confeccionado.

–¿Qué harás cuando nazca el niño, Jondalar? Tendré los pechos muy llenos de leche.

–Prometo que no robaré demasiada, pero puedes estar segura de que la probaré –respondió él, sonriente, y acabó de despojarse de la túnica–. Tú ya has tenido un hijo. ¿Tienes la misma sensación cuando chupa un niño?

Ayla pensó por un momento.

–No, no exactamente –contestó por fin–. Es agradable amamantar a un bebé pasados los primeros días. Al principio, el niño succiona con tal fuerza que los pezones duelen. Pero mis sensaciones cuando amamantaba no son las mismas que cuando chupas tú. A veces basta con una caricia tuya para que las sensaciones sean muy profundas, algo muy diferente a cuando daba de mamar a mi hijo.

–Yo también tengo a veces sensaciones muy profundas con sólo mirarte –dijo Jondalar.

Quitó a Ayla la correa que le ceñía la cintura. Luego le abrió la túnica, le frotó con suavidad el vientre redondeado y le acarició los muslos. Sólo tocarla era ya un placer para él. La ayudó a quitarse la túnica. Ella se desató las tiras de cuero de la cintura de los calzones y acabó de desnudarse. Después él le desató los apretados cordones del calzado.

–Jondalar, me he alegrado tanto al ver que llevabas la túnica que yo te hice –dijo Ayla.

Él cogió la túnica que había dejado, vuelta del revés, sobre las pieles de dormir, la plegó y la colocó con delicadeza encima de la mochila antes de empezar a despojarse de sus propios calzones. Ayla se quitó el collar de ámbar y conchas y los pendientes –aún le dolían un poco los lóbulos de las orejas a causa de los recientes agujeros– y los guardó en su mochila; no quería perderlos. Cuando se volvió, descubrió que Jondalar –que no podía erguirse cuan alto era dentro de la tienda– estaba encorvado, sobre un solo pie, sacándose los calzones, pero tenía ya el miembro hinchado y más que a punto. Ayla no pudo resistirse a la tentación de alargar el brazo y agarrárselo, con lo cual él perdió el equilibrio y cayó sobre las pieles. Los dos se echaron a reír.

–¿Cómo voy a quitarme esto si tú estás tan impaciente? –dijo él al tiempo que se liberaba de la pernera restante de los calzones con la ayuda del otro pie. Luego los apartó a un lado de una patada. A continuación se estiró junto a ella en las pieles de dormir–. ¿Cuándo me hiciste la túnica? –preguntó apoyándose en un codo para mirarla. Sus ojos se veían oscuros, aunque se adivinaba su color azul gracias a la luz de la única llama que ardía, dilatada, mientras él miraba a Ayla con amor y deseo.

–Cuando estábamos en el Campamento del León –contestó ella.

–Pero ese invierno estabas prometida a Ranec. ¿Por qué me hiciste una túnica a mí?

–No estoy muy segura. Supongo que conservaba alguna esperanza. Además, se me ocurrió una idea extraña. Recordé que dijiste que querías capturar mi espíritu cuando, en mi valle, me representaste en aquella pequeña talla, y yo esperaba en cierto modo poder capturar el tuyo haciendo algo para ti. Y como una vez que todo el mundo hablaba de animales negros y animales blancos tú dijiste que para ti el blanco era un color especial, cuando Crozie se prestó a enseñarme a hacer piel blanca, decidí confeccionarte algo. Siempre que trabajaba en la túnica pensaba en ti. Creo que los momentos que me dediqué a confeccionarla fueron para mí los más felices de aquel invierno. Incluso te imaginé vestido con ella en una ceremonia de emparejamiento. Hacerla me sirvió para mantener viva la esperanza. Por eso cargué con ella a lo largo de todo el viaje de regreso.

Jondalar notó que se le humedecían los ojos.

–Lamento que no esté decorada –se disculpó Ayla–. Nunca se me ha dado muy bien coser cuentas y adornos. Empecé a hacerlo varias veces, pero siempre había algo que me interrumpía. Conseguí al menos prenderle unas cuantas colas de armiño. Quería reunir más, pero ese invierno no pude hacerlo. Quizá el próximo pueda salir y cazar algunos más.

–La túnica es perfecta tal como está, Ayla –aseguró Jondalar–. Su color blanco ya la hace suficientemente especial. Todos han pensado que habías querido dejarla así, sin ornamentación, y les ha encantado. Marthona me ha dicho que le gustaba que el valor que le habías dado a la túnica fuera la calidad y el trabajo bien hecho. Está segura de que pronto verás a más de uno vestido con túnica blanca.

–Cuando Marthona me ha dicho que no podía verte ni hablarte hasta después de la ceremonia, estaba dispuesta a saltarme todas las costumbres de los zelandonii sólo para dártela –explicó Ayla–. Por eso ella se ha ofrecido a entregártela, aunque sospecho que incluso eso le ha parecido demasiado contacto. Pero no sabía si te gustaría, ni si comprenderías por qué quería que te la pusieras.

–¿Cómo pude ser tan estúpido y estar tan ciego ese invierno? Te amaba tanto… Te deseaba tanto… Cada vez que ibas a la cama de Ranec, no podía soportarlo. Me era imposible dormir; lo oía todo. Por eso te tomé aquel día en la estepa cuando salimos a adiestrar a Corredor. Percibía hasta el último movimiento de tu cuerpo cuando montamos juntos a lomos de Whinney. ¿Podrás perdonarme algún día por haberte forzado de aquella manera?

–Intenté decírtelo una y otra vez, pero te negaste a escucharme. No me forzaste, Jondalar. ¿Acaso no te diste cuenta de lo deprisa que yo reaccionaba? ¿Cómo pudiste pensar que estabas violándome? Para mí, ése fue el día más feliz del invierno. Durante días soñé con ese momento. Cada vez que cerraba los ojos, te sentía y deseaba tenerte de nuevo, pero tú no volviste a mí.

Jondalar la besó, asaltado por un voraz deseo. No podía esperar más. Se colocó encima de ella, le separó las piernas y encontró su cavidad húmeda y caliente. La penetró profundamente, notando la cálida caricia de ella en torno a su virilidad. Ayla estaba preparada. Al percibir que la penetraba, se tensó para recibirlo, y gimió mientras sentía la plenitud de él en sus propias profundidades. Jondalar se retiró y volvió a entrar una y otra vez. A medida que el ritmo se aceleraba, Ayla se arqueó para aumentar la presión allí donde la deseaba. Allí. Justo allí. Ambos estaban cerca del clímax. Jondalar tuvo la impresión de que perdería el control de un momento a otro, y de pronto todos sus nervios se tensaron, ajenos a todo lo demás, y las maravillosas oleadas del placer los envolvieron a los dos, estallando en una extraordinaria liberación. Él empujó unas cuantas veces más y después se desplomó sobre ella.

–Te quiero, Ayla. No sé qué haría si te perdiera. Siempre te querré, sólo a ti –declaró estrechándola.

–Yo también te quiero, Jondalar. Siempre te he querido –afirmó ella con lágrimas en los ojos. Lloraba emocionada no sólo por el amor que sentía por él, sino también por la tensión tan repentinamente liberada después de tanta agitación.

Yacieron en silencio a la luz de la vacilante llama del candil. Luego él se separó de ella, extrayendo lentamente su fláccido miembro, y se tendió de costado.

–He pensado que quizá peso demasiado para ti –dijo acariciando su vientre–. No creo que te convenga soportar tanta carga en estos momentos.

–El peso todavía no es problema –aseguró Ayla–. Más adelante, cuando el niño empiece a abultar, tendremos que buscar posiciones más cómodas.

–¿Es verdad que notas moverse la vida dentro de ti?

–Aún no, pero no tardaré. También tú la notarás. Bastará con que pongas la mano en mi vientre como ahora.

–Creo que me alegro de que hayas tenido ya un hijo –comentó Jondalar–. Así sabes qué esperar.

–Pero nunca es exactamente igual. Cuando llevaba dentro a Durc, estaba mareada casi siempre.

–¿Y ahora cómo te encuentras? –preguntó Jondalar preocupado.

–Perfectamente. Al principio tuve náuseas, pero ahora han desaparecido.

Permanecieron en silencio durante mucho rato. Jondalar se preguntó si Ayla se habría quedado dormida. Empezaba a sentir deseos de empezar de nuevo, esta vez más despacio, pero si ella estaba dormida…

–Me pregunto cómo estará, mi hijo –dijo Ayla de pronto.

–¿Lo echas de menos?

–A veces lo echo tanto de menos que no sé qué hacer –contestó Ayla–. En la reunión de la zelandonia, la Zelandoni cantó el Canto a la Madre. Me encanta esa historia. Siempre que la oigo, cuando llegan a la parte en que la Gran Madre no es capaz de retener a su hijo junto a Ella, y quedan separados para siempre, siento ganas de llorar. Tengo la impresión de que entiendo cómo se siente Ella. Aunque no vuelva a verlo nunca, desearía saber cómo está, si se encuentra bien, cómo lo han tratado Broud y los demás.

Volvió a guardar silencio.

Sus palabras hicieron pensar a Jondalar.

–En el Canto dice que la Gran Madre dio a luz una nueva vida entre dolorosas contracciones. ¿Es muy doloroso?

–Con Durc tuve un parto difícil. No me gusta recordarlo, pero, como dice el Canto, valió la pena.

–¿Tienes miedo? –preguntó Jondalar–. ¿Miedo de dar a luz otra vez?

–Un poco. Pero en este embarazo me encuentro tan bien que tengo esperanzas de que el parto será mejor.

–No sé cómo las mujeres podéis pasar por algo así.

–Lo hacemos porque vale la pena, Jondalar. Yo quería a Durc más que a nada en el mundo; cuando me dijeron que era deforme y que no podía quedármelo me quise morir. –Se echó a llorar. Jondalar la abrazó–. Fue horrible. Yo no podía hacer una cosa así. Al menos, con los zelandonii la madre puede decidir. Nadie intentará obligarme a nada.

Oyeron aullidos de lobo a lo lejos, e inmediatamente, mucho más cerca, escucharon otros en respuesta que les resultaron familiares. Lobo andaba por los alrededores.

–Me pregunto si Lobo también me abandonará –dijo Ayla.

Escondió la cabeza en el hombro de Jondalar. Él la estrechó contra su pecho para darle consuelo. «Es difícil ser honrada por Doni, pensó. Una bendición, pero…» Intentó imaginar qué debía sentirse llevando dentro una nueva vida, pero fue incapaz. Los hombres no tenían hijos. ¿Por qué si Doni había creado también a los hombres? Si no hubiera hombres, las mujeres podrían igualmente cuidar de sí mismas. No todas las mujeres estaban encinta al mismo tiempo, así que unas podrían cazar y otras podrían ayudar a las que estaban en avanzado estado de gestación o con niños muy pequeños. Las mujeres siempre se ayudaban entre ellas cuando daban a luz. Probablemente podrían sobrevivir incluso sin cazar, ya que podrían recolectar frutos, una tarea más sencilla para una mujer con hijos de corta edad.

Jondalar se había planteado antes esas dudas, y se preguntaba si otros hombres habían pensado también en ello. Desde luego, nunca lo había hablado con nadie. Doni debía de tener algún motivo para crear dos clases de personas: hombres y mujeres. Siempre parecía haber una lógica en todo lo que Ella hacía. El mundo tenía un orden. El sol salía todos los días; la luna cumplía sus fases con toda regularidad; las estaciones se sucedían igual un año tras otro.

¿Acaso tenía razón Ayla? ¿Era necesario el hombre para que se iniciase una vida en una mujer? ¿Era ése el motivo por el que existían hombres y mujeres? Jondalar pugnaba con estas ideas mientras tenía a Ayla entre los brazos. Quería que hubiera una razón para su existencia, una verdadera razón. No sólo el disfrute de los placeres, no sólo la función de mantener, ayudar, apoyar. Quería que su vida fuera necesaria, que el sexo masculino fuera necesario. Deseaba creer que no era posible una nueva vida sin la intervención de los hombres, que sin ellos no habría más niños, y los Hijos de la Tierra dejarían de existir.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que los sollozos de Ayla habían cesado. La miró y sonrió. Ella respiraba de manera acompasada; estaba profundamente dormida. Había madrugado, y el día había sido largo. Sacó el brazo de debajo de ella, lo flexionó para que volviera a circular la sangre y bostezó. También él estaba cansado. Se levantó para apagar la llama de la mecha de musgo del candil y buscó a tientas en la oscuridad el camino de regreso hasta la mujer dormida para tenderse a su lado.

Por la mañana, cuando Jondalar abrió los ojos, tardó un momento en reconocer dónde estaba. Se había acostumbrado a dormir en el alojamiento del campamento, y en la tienda el espacio era mucho más pequeño, aunque desde luego le resultaba mucho más familiar. Habían dormido allí juntos durante un año. De pronto se acordó. Se habían emparejado la noche anterior. Ayla era su compañera. La buscó con la mano junto a él, pero no estaba. Le llegó entonces el olor de algo que estaba cocinándose fuera. Se incorporó, y sin pensarlo, tendió la mano hacia su vaso y le sorprendió encontrarlo allí, lleno de infusión caliente de menta. Tomó un sorbo. Estaba justo a la temperatura que le gustaba, y al lado del vaso había una rama de gaulteria recién pelada. Ayla había vuelto a hacerlo: había previsto sus deseos por la mañana, y lo tenía todo preparado para él. Aún no se explicaba cómo lo conseguía.

Bebió otro trago. Luego apartó las pieles de dormir y se levantó. Ayla estaba con los caballos; Lobo también se encontraba allí. Se enjuagó la boca, mordisqueó la punta de la ramita y la utilizó para limpiarse los dientes, y luego volvió a enjuagarse; por último, apuró la infusión. Cogió su ropa, pero antes de ponérsela decidió que no era necesaria; no había nadie más por allí, así que se acercó a ella desnudo. Ayla le sonrió y lanzó una ojeada a su miembro. Bastó con eso para que empezara a aumentar de volumen. Su sonrisa se tornó más pícara, mientras él se limitó a sonreírle.

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