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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (110 page)

El primero de los dos cuernos medía más de un metro y ofrecía un temible aspecto, barriendo la tierra en arco de un lado a otro. En invierno lo usaba para apartar la nieve y acceder a la seca y resistente hierba esteparia. Cubría su cuerpo una lana espesa, de color marrón grisáceo, entre la que colgaba un pelo exterior más largo, que casi rozaba el suelo. En su franja central tenía una característica banda de pelo algo más oscuro, dando la impresión, pensó Ayla, de que alguien le hubiera puesto un manta de montar, aunque ciertamente a nadie se le habría ocurrido algo así, teniendo en cuenta que aquél era poderoso, imprevisible, peligroso y, a veces, malévolo.

El rinoceronte lanudo escarbó la tierra con la pata, volvió la cabeza de izquierda a derecha intentando ver al joven cuya presencia le indicaba su sensible nariz. De pronto embistió. El muchacho permaneció inmóvil hasta el último momento y entonces esquivó, por muy poco, el cuerno largo y puntiagudo del rinoceronte.

–Eso parece peligroso –dijo Ayla cuando detuvieron los caballos a una distancia prudencial.

–Por eso lo hacen –respondió Jondalar–. Es difícil cazar a un rinoceronte lanudo sean cuales sean las circunstancias. Son animales imprevisibles y tienen muy mal genio.

–Como Broud –dijo Ayla–. El rinoceronte lanudo era su tótem. Los hombres del clan los cazaban, pero yo nunca los vi. ¿Qué hacen esos muchachos?

–Acosándolo, ¿no lo ves? Uno a uno intentan llamar su atención para que embista, y cuando se les echa encima, lo esquivan –explicó Jondalar–. Se divierten a costa del rinoceronte, y el juego consiste en ver quién tarda más en apartarse cuando el animal embiste. El más valiente es el que nota el roce del rinoceronte. Suelen hacerlo los jóvenes. Intentan cazarlo por agotamiento, y si lo matan, ofrecen la carne a la caverna y reciben grandes elogios por la proeza. Luego se comparten las otras partes del animal, y aquel a quien se le atribuye el mérito de cazarlo es el que elige primero. Normalmente se queda el cuerno. Los cuernos de rinoceronte son muy valorados, para hacer herramientas, mangos de cuchillo y cosas así, pero también por otros motivos. Como su forma recuerda al miembro viril de un hombre excitado antes de los placeres, corre el rumor de que si se muelen y se le da el polvillo secretamente a una mujer, ésta se mostrará más apasionada con el hombre que se lo ha dado –añadió con una sonrisa.

–La carne no está mal –comentó Ayla–, y bajo esa gruesa piel hay una gran cantidad de grasa. Pero es un animal que no se ve con frecuencia.

–Y menos en esta época del año. Los rinocerontes lanudos son animales solitarios la mayor parte del tiempo, y en verano muy escasos por esta zona. Les gustan los climas más fríos, pese a que muden la capa inferior de pelo en primavera. El pelo queda prendido en los arbustos antes de que echen las hojas, y la gente suele salir a recogerlo, en especial los tejedores y los cesteros. Yo acompañaba a mi madre. Lo hacíamos varias veces al año. Ella conoce la época de muda de todos los animales, del íbice y el muflón, el almizclero e, incluso, el caballo y el león y, naturalmente, del mamut y el rinoceronte lanudo.

–¿Has acosado alguna vez a un rinoceronte?

Él se echó a reír.

–Sí, la mayoría de los hombres lo hacemos, sobre todo cuando somos jóvenes. Acosamos así a muchos animales, como los uros o los bisontes, pero el rinoceronte es el preferido. También algunas mujeres lo hacen. Jetamio, por ejemplo. Yo les enseñé a ella y a los suyos a cazar rinocerontes. Era la mujer sharamudoi con quien se emparejó Thonolan. Se le daba bien. Los sharamudoi no solían cazar rinocerontes. Pescaban el enorme esturión del Río de la Gran Madre desde aquellas piraguas que te mostraron, y cazaban íbices y gamuzas en lo alto de las montañas, que son presas muy difíciles, pero no conocían la técnica para cazar rinocerontes lanudos. –Se interrumpió con expresión triste–. Fue gracias a un rinoceronte como conocimos a los sharamudoi. Thonolan había sido corneado por uno, y ellos le salvaron la vida.

Observaron a los muchachos mientras practicaban el peligroso juego. Uno de ellos, gritando y agitando los brazos, intentaba atraer la atención del rinoceronte. El olfato del animal, normalmente muy agudo, no le permitía en ese momento orientarse a causa de la presencia de tantos hombres dispuestos alrededor. Cuando por fin detectó el movimiento con sus ojos pequeños y miopes, embistió en esa dirección, ganando velocidad a medida que se acercaba a su contrincante. Pese a sus cortas piernas, el animal se movía a considerable velocidad. Agachó un poco la cabeza al aproximarse, preparándose para hundir el enorme cuerno en cualquier cosa que opusiera resistencia, pero no encontró más que aire, puesto que el joven había logrado apartarse con admirable agilidad. El rinoceronte tardó un momento en darse cuenta de que había embestido en vano. Luego redujo la marcha hasta detenerse.

El animal, frustrado, empezaba a cansarse y a enfurecerse. Escarbó la tierra mientras los hombres se apresuraban a disponerse de nuevo en círculo alrededor de él. Otro muchacho se adelantó y empezó a vociferar y mover los brazos para atraer la atención de la colosal bestia. El rinoceronte se volvió hacia él y acometió otra vez; el joven lo esquivó. La siguiente vez costó más inducirlo a atacar. Por lo visto, empezaban a lograr su objetivo de cansar al rinoceronte. Los agotadores y furiosos arrebatos de energía empezaban a pasarle factura.

La descomunal bestia permaneció inmóvil, con la cabeza gacha, respirando entrecortadamente. Los jóvenes estrecharon el círculo, preparándose para matarlo. El muchacho a quien le correspondía atraer la atención del animal se acercó con cautela con la lanza en la mano. El rinoceronte no pareció darse cuenta. Cuando el joven se acercó, el imprevisible animal captó el movimiento con su débil vista, y recobradas las fuerzas tras el breve descanso, se sintió impulsado por la furia de su primitivo cerebro.

Sin previo aviso, embistió. Todo ocurrió tan deprisa que cogió desprevenido al muchacho. La enorme bestia lanuda consiguió hincar el poderoso cuerno en algo más sólido que el aire. Oyeron un grito de dolor, y el hombre rodó por tierra. Ayla estimuló a su yegua sin pararse siquiera a pensar.

–¡Ayla! ¡Espera! ¡Es peligroso! –gritó Jondalar al tiempo que salía tras ella, preparando a la vez el lanzavenablos.

Los otros jóvenes arrojaban ya sus lanzas. Cuando Ayla saltó del caballo aún en movimiento y corrió hacia el herido, la enorme bestia yacía en tierra con varios venablos clavados en su cuerpo, un par de ellos procedentes del arma de Jondalar. Parecía un grotesco puerco espín. Pero su muerte había llegado tarde, y el furioso animal había encontrado ya satisfacción.

Varios jóvenes, asustados y sin saber qué hacer, se apiñaban en torno al muchacho herido, que yacía encogido e inconsciente en el lugar donde había caído. Cuando Ayla se acercó a ellos, seguida de Jondalar, parecieron sorprenderse de verla, y por un momento dio la impresión de que uno de ellos iba a impedirle el paso o preguntarle quién era; pero ella no le prestó atención. Dio vuelta al herido y comprobó su respiración. Luego sacó su cuchillo y cortó los calzones ensangrentados para dejar al descubierto la pierna. Las manos se le tiñeron de sangre y sin darse cuenta dejó una mancha roja en su cara al apartarse un mechón de pelo. No llevaba tatuaje de Zelandoni en el rostro y, sin embargo, parecía saber lo que hacía. El joven, que en un primer momento había pretendido impedirle el paso, retrocedió.

Cuando logró dejar la pierna al descubierto, los daños resultaron obvios. La pantorrilla derecha se doblaba de forma antinatural en un lugar donde no había articulación. El enorme cuerno del rinoceronte se había clavado en ella y había fracturado los dos huesos. El músculo estaba desgarrado, y se veía el contorno irregular de un hueso por donde se había roto. Además, la sangre manaba a borbotones formando un charco en la tierra.

Ayla alzó la vista para mirar a Jondalar.

–Ayúdame a estirarlo mientras está inconsciente. Cuando despierte, le resultará muy doloroso moverse. Luego dame pieles flexibles; las que utilizamos para secarnos servirán. He de aplicar presión para detener la hemorragia. Después necesitaré ayuda para entablillarle la pierna.

Jondalar se alejó a toda prisa, y Ayla se volvió hacia uno de los jóvenes que se hallaban alrededor, boquiabiertos.

–Habrá que trasladarlo al campamento. ¿Sabes hacer una parihuela? –preguntó. El chico la observó con expresión de no haberla entendido–. Necesitamos algo para tender al herido y trasladarlo.

El muchacho asintió con la cabeza.

–Una parihuela –repitió.

En realidad, era muy joven, advirtió Ayla.

–Jondalar te ayudará –dijo cuando él regresó con las pieles.

Tendieron al herido boca arriba, y él gimió pero no llegó a despertar. Ayla volvió a examinarlo. Quizá hubiera sufrido un golpe en la cabeza al caer, pero no había ninguna lesión evidente. Apoyándose con fuerza en la pierna por encima de la rodilla, intentó cortar la pérdida de sangre. Pensó en la posibilidad de hacer un torniquete, pero si podía colocar los huesos en su sitio y vendar la pierna, quizá no fuera necesario. Bastaría con ejercer presión sobre la misma herida. Aún sangraba, pero Ayla había visto heridas peores.

Se volvió hacia Jondalar.

–Necesitamos tablillas, trozos de madera rectos de la longitud de su pierna. Parte algunas de esas lanzas si hace falta.

Jondalar le entregó dos tablillas y Ayla se apresuró a cortar en tiras una de las pieles para envolverlas. Luego cogió el pie de la pierna fracturada, sujetando los dedos con una mano y el talón con la otra, y lo enderezó con delicadeza notando los puntos en que ofrecía resistencia y encajando el hueso. El herido se sacudió varias veces, y algunas exclamaciones de dolor se escaparon de su boca; había estado a punto de despertar. Ayla introdujo los dedos en la herida y palpó la fractura para ver si los huesos estaban alineados.

–Jondalar, agárrale con fuerza el muslo –dijo–. He de arreglarle la pierna antes de que despierte, y mientras todavía sangra. La sangre ayudará a mantener limpia la herida –a continuación miró a los muchachos que había alrededor; observaban con expresiones de horror y asombro–. Tú y tú –ordenó mirando a la cara a los dos elegidos–. Voy a levantarle la pierna y tirar para alinear los huesos de manera que se suelden rectos. Si no lo hago, no volverá a andar nunca. Quiero que cojáis esas tablillas y las pongáis debajo de la pierna para que yo la coloque justo entre las dos. ¿Podéis hacerlo?

Asintieron con la cabeza y se apresuraron a coger las astas de lanza envueltas. Cuando todos estuvieron preparados, Ayla agarró de nuevo el pie con las dos manos por el talón y los dedos, y con suavidad y firmeza a la vez levantó la pierna. Con Jondalar sujetando el muslo, Ayla tiró, ejerciendo fuerza con cuidado. No era la primera vez que Jondalar la veía encajar huesos, pero en ese momento lo intentaba con dos simultáneamente. Vio la concentración en su rostro mientras tiraba, intentando percibir intuitivamente el punto en que los huesos quedaban en su posición. Incluso el propio Jondalar notó una ligera sacudida y el acoplamiento posterior, como si un hueso hubiera encajado. Ayla bajó lentamente la pierna y la examinó. A Jondalar le parecía recta, pero ¿qué sabía él? Como mínimo, no presentaba una torsión anormal.

Ella le indicó que podía soltar y centró su atención en la herida sangrante. Apretándola lo mejor que pudo, con la ayuda de Jondalar, la vendó, con tablillas incluidas, y luego lo envolvió todo con las tiras de piel que había cortado. Después se sentó sobre los talones.

Fue entonces cuando Jondalar se dio cuenta de la cantidad de sangre que había perdido el muchacho. Había sangre por todas partes: las vendas, las tablillas; Ayla, él mismo, los jóvenes que la habían ayudado, todos estaban cubiertos de sangre.

–Creo que debemos trasladarlo al campamento de inmediato –dijo Jondalar.

Un fugaz pensamiento pasó por su mente. No había concluido aún la prohibición de hablar, y el ritual que eximía a la pareja recién unida no se había realizado. Ayla, desde luego, ni se había detenido a planteárselo, y él se despreocupó al instante de ese problema. Aquello era una emergencia, y no había cerca ningún Zelandoni a quien preguntar.

–Tendréis que preparar la parihuela –dijo Ayla a los jóvenes que estaban de pie alrededor, aparentemente más paralizados que el que yacía en tierra.

Cruzaron miradas y se movieron incómodos. Todos eran jóvenes e inexpertos. Varios acababan de llegar a la edad viril, algunos habían capturado sus primeras presas en la masiva cacería de bisontes con la que se había iniciado la temporada de caza, y ésa había sido una cacería muy fácil, poco más que una práctica de tiro. La idea de acosar al rinoceronte se le había ocurrido a uno de ellos, que había visto divertirse a su hermano con un pasatiempo similar unos años antes, y a otros dos que habían oído hablar de ello; pero básicamente había sido una decisión espontánea, tomada entre todos al ver al animal. Todos sabían que deberían haber llamado a algunos cazadores expertos y de mayor edad antes de intentar abatir a la enorme bestia, pero pensaron sólo en la gloria que les proporcionaría, las envidia de los ocupantes de otros alojamientos alejados, y la admiración de todos los asistentes a la reunión cuando llevaran al animal. Ahora uno de ellos estaba gravemente herido.

Jondalar se hizo cargo de la situación de inmediato.

–¿A qué caverna pertenece? –preguntó.

–A la Quinta –contestaron.

–Adelántate y cuenta lo que ha pasado –dijo Jondalar, y el muchacho a quien se había dirigido echó a correr. Pensó que él mismo a lomos de Corredor habría llegado mucho antes al campamento, pero alguien debía supervisar la construcción de la parihuela. Los muchachos seguían asustados y conmocionados, y necesitaban tener allí a un hombre adulto que los dirigiera–. Tres o cuatros de vosotros tendréis que transportarlo. Los otros deberíais quedaros aquí para destripar al rinoceronte. Puede que no tarde en hincharse. Luego mandaré gente aquí a ayudaros. No tiene sentido desperdiciar esa carne; el precio ha sido muy alto.

–Es mi primo –dijo un joven–. Me gustaría ayudar a trasladarlo.

–De acuerdo. Elige a otros tres que te ayuden. Los demás pueden quedarse –dijo Jondalar. Se dio cuenta entonces de que el muchacho estaba al borde de las lágrimas–. ¿Cómo se llama tu primo?

–Matagan. Es Matagan de la Quinta Caverna de los zelandonii.

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