Los señores de la estepa (19 page)

—¿Es una fortaleza? —preguntó el príncipe Jad. Su voz era muy parecida a la de Yamun, sólo que un poco más nasal.

El Khahan levantó una mano en señal de reproche a su hijo, y el príncipe hizo silencio en el acto.

—¿Tu hogar está en Manass? —lo interrogó Yamun con tono ligero, como quien mantiene una charla intrascendente.

—No, mi señor Yamun —contestó Koja, precavido.

—Entonces, allí no hay nadie de tu clan —concluyó Yamun—. Esto es bueno.

Jad miró a Yamun para asegurarse de que tenía permiso para hablar.

—¿Quién gobierna en Manass? —preguntó con timidez.

—El príncipe Ogandi, desde luego —respondió Koja, y añadió deprisa—: Pero no vive allí.

—Entonces, ¿quién es el kan de ese
ordu
? —inquirió Jad—. ¿Cuántas tiendas tiene?

—No lo sé —repuso el lama. De las palabras de Jad dedujo que ni el príncipe ni Yamun sabían en realidad cómo era Manass. Pensaban que se trataba de un campamento, de una ciudad de tiendas.

La primera intención de Koja fue sacarlos de su error. En el momento en que se disponía a hablar se contuvo, con la boca abierta, y las palabras murieron en su garganta. Decidió que no tardarían en averiguar la verdad.

—No tiene importancia —le aseguró Yamun al lama, mientras le servía más té—. Veremos todas estas cosas con nuestros propios ojos, las escucharemos con nuestros propios oídos. No le pediré a mi historiador que hable en contra de su gente. —Levantó su taza como un saludo al sacerdote—. ¡Ai! Brindo por mi astuto y sabio amigo.

—¡Ai! —lo secundó el príncipe Jad, con su taza en alto. Los dos hombres bebieron ruidosamente un trago de té.

—¡Ai! —exclamó Koja, con un poco menos de entusiasmo que sus compañeros, y, acercándose la taza a los labios, bebió un sorbo muy pequeño del té salado.

Yamun dejó la taza sobre la mesa y se inclinó hacia Koja. Su aliento apestaba a leche agria.

—Sin embargo, le pido a mi historiador que vaya con su gente y les transmita un mensaje. Has visto a mi pueblo y sabes cómo los gobierno. Diles a los tuyos que soy generoso y amable con mis amigos. Describe las maravillas y las riquezas que has visto. Habla a tu jefe del tamaño de mi ejército. —Una expresión de extrañeza apareció en el rostro de Koja—. No te preocupes, tienes mi bendición. Un ladrón no puede robar aquello que le dan.

Yamun secó una gota de su barbilla con la manga de la túnica.

—Y, cuando acabes el relato, también dile otra cosa a tu líder. Dile que debe aceptarme como Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, y que debe rendir la ciudad.

Koja casi se ahogó al escuchar el nuevo título que Yamun acababa de escoger para sí mismo.

—Ellos nunca harán tal cosa.

—Dile al líder de Manass que, si no se rinde, haré que lo ejecuten con todos los miembros de su familia. Hazles saber a todos que la muerte es el castigo para todos aquellos que me desafían. Seré magnánimo con los que no opongan resistencia. Después, regresarás aquí con la respuesta.

—Si los matáis, ¿quién gobernará en vuestro nombre, gran kan? Podéis conquistar Khazari, pero ¿qué beneficio conseguiríais? —Koja se armaba de valor mientras hablaba—. A menos que tengáis gobernadores propios, necesitaréis a los gobernantes de Manass para mantener la paz. Y si...

—Basta. Está decidido —lo interrumpió Yamun. Se sentó muy erguido, los músculos tensos. Koja advirtió que Jad también había adoptado una expresión dura.

»Ahora —añadió Yamun, al tiempo que se levantaba—, es el momento de que te vayas y descanses. La reunión ha terminado. Puedes volver a tu tienda, Koja de los khazaris.

El sacerdote abandonó la yurta en silencio y regresó a su tienda. Durante el camino, Koja reflexionó sobre el sorprendente resultado de la audiencia. Sin duda, el jefe tuigano era mucho más sabio de lo que parecía y, pese a ello, el Khahan había escogido a Khazari como su meta. Koja se preguntó si Yamun tenía algún plan para después de la conquista. «Quizá —decidió finalmente— yo pueda guiar a Yamun, y al mismo tiempo proteger Khazari.»

En su tienda, Koja no durmió bien. A lo largo de la noche, se despertó sobresaltado y permaneció en la oscuridad pensando en lo que podía hacer. ¿Qué debía decirles a sus compatriotas? ¿Les recomendaría que se rindieran o los incitaría a la lucha? Él era un khazari; al menos lo era cuando había comenzado ese viaje, aunque ahora no estaba muy seguro. Si le decía a su gente que se rindiesen. ¿Sería una traición?

El lama amaneció con los ojos hinchados y enrojecidos. Ni siquiera el hermoso espectáculo de las montañas de Khazari iluminadas por el sol naciente pudo levantarle el ánimo. Ver los picos de su patria sólo sirvió para aumentar su desconsuelo. De mala gana, se reunió con el grupo de Yamun, el príncipe Jad, los guardias, los escuderos y los mensajeros. La comitiva montó a caballo y cabalgó por un sendero sinuoso y empinado que comunicaba el valle con la elevada planicie de Khazari.

A la luz del día, Koja contempló el ejército de Yamun. Con la incorporación de las tropas de Jad, había aumentado hasta casi el doble de tamaño, cincuenta o sesenta mil hombres. Las yurtas ocupaban el estrecho fondo del valle, y entre las tiendas se movían las recuas. Los piquetes de guardia rodeaban el campamento. En la cabecera del valle, en la dirección que seguían, formaban los soldados. Escuadrones y escuadrones de guerreros a caballo, un
tumen
completo, se preparaba para marchar sobre Manass.

—Te he traído hasta aquí para que veas esto. Los hombres vendrán con nosotros como una prueba de mi palabra —le explicó Yamun, cuando advirtió la preocupación en el rostro del lama—. No creo que el
ordu
de Manass pueda hacer frente a todo un
tumen
. —El Khahan clavó las espuelas a su caballo, y avanzó para unirse a la cabeza de la columna.

En cuanto las tropas acabaron de formar, el
tumen
inició la marcha hacia Manass. Siguieron la carretera, en realidad un sendero ancho y trillado, que había sido utilizado durante siglos por las caravanas procedentes de Shou Lung; caravanas que ya no podrían cruzar la inmensidad de la estepa. Koja dedujo que se encontraban a medio día de marcha de la ciudad. El Khahan avanzaba hacia Manass con sólo una parte de su ejército, mientras que los demás
tumens
atravesarían la frontera por los otros pasos de montaña.

El pequeño grupo de jefes y oficiales cabalgó durante toda la mañana a la cabeza del
tumen
. Yamun estaba muy ocupado con sus mensajeros, y no dejaba de dar órdenes. Un escriba cabalgaba a su lado, y escribía las órdenes con el papel sujetado sobre una pequeña tablilla que, a su vez, apoyaba en el pomo de la montura. Koja se preguntó de dónde procedería el escriba y si conocería el destino de sus predecesores.

Jad cabalgaba bien lejos del sacerdote, rodeado por hombres de su propia escolta. En ocasiones, el príncipe se acercaba para comentar alguna cosa con su padre, pero, al parecer, no tenía ningún interés en hablar con el lama. Koja no se molestó; no estaba de humor para tener compañía. Iba tan ensimismado en sus propias preocupaciones y dudas que apenas si se daba cuenta del paso del tiempo, o de las características del terreno que atravesaban.

Koja volvió a la realidad sobresaltado, cuando los jinetes a su alrededor sofrenaron los caballos. El grupo había llegado a la cima de un pequeño risco. Los exploradores en la vanguardia cabalgaban de regreso hacia los guardias diurnos del Khahan.

—¡Sacerdote, ven aquí! —le gritó Yamun a Koja.

Había llegado el momento que tanto temía el lama. Tocó con las espuelas los flancos de su caballo y se acercó al trote. Los guardias lo dejaron pasar, mientras vigilaban atentamente las colinas cercanas.

—Allí —anunció el Khahan, de pie sobre los estribos. Señaló ladera abajo hacia el otro lado del valle en el que acababan de entrar. Los meandros de un pequeño río recorrían el fondo entre los terrenos sin cultivar. En la ribera más cercana se levantaba la ciudad de Manass, con sus paredes de caliza blanca resplandecientes bajo la luz del mediodía.

Koja se sorprendió al ver que Manass era mucho más grande de lo que esperaba. En los relatos, la ciudad nunca era tan grande como Hsiliang, que se encontraba más cerca de la frontera con Shou Lung, o Skardu, donde vivía Ogandi. De todos modos, Manass era descrita como uno de los bastiones contra las tropelías de los bandidos que algunas veces surgían de la estepa.

Al parecer, el príncipe Ogandi consideraba la amenaza de los ataques bárbaros como algo muy serio, porque Manass se hallaba muy bien fortificada. Toda la ciudad estaba protegida por un muro. Aunque resultaba difícil estar seguro, Koja calculó que el cuadrilátero formado por el muro principal tenía una longitud de medio kilómetro por lado. Las fortificaciones se veían en buen estado.

El portón principal era grande y estaba hecho de madera. Una torre de guardia, de varios pisos de altura, se alzaba por encima de la entrada. Había también una torre en cada esquina, con paredes de adobe encalado y techos de tejas amarillas y marrones, a prueba de fuego. Un camino de ronda muy ancho recorría la parte superior de los muros y comunicaba las torres entre sí.

Más allá del muro, Koja divisó los grupos de techos separados por los espacios de las calles. El plano de la ciudad era una cuadrícula, y las calles corrían en línea recta de acuerdo con los consejos de los ancianos geománticos, hechiceros de la tierra llegados hacía tiempo de las grandes ciudades de Shou Lung. Sólo en algunas ocasiones no se respetaba la geometría, quizá por recomendación de los propios magos, o para acomodarse mejor a las necesidades de los habitantes.

Mientras Yamun y su grupo estudiaban la ciudad, el viento les llevó hasta los oídos un sonido débil. Sonaba como un zumbido largo, mezclado con las notas agudas de un silbato. Koja conocía el sonido de sus años en el templo: se trataba de las notas de un gandan, la enorme corneta recta. Hacía falta un hombre con buenos pulmones para soplar uno de aquellos instrumentos. En el exterior de las murallas, sólo unos pocos campesinos trabajaban en los campos, porque era demasiado pronto para las tareas de la siembra; los labriegos corrieron a buscar refugio en cuanto escucharon el toque de alarma.

—Bien, ya nos han visto —declaró Yamun—. Ve, sacerdote, y entrega mi mensaje. Llévate a diez de mis guardias diurnos como escolta. —El Khahan no esperó a ver cumplidas sus órdenes, sino que hizo girar a su caballo y se marchó para ocuparse de organizar a sus diez mil soldados.

Los diez hombres para la escolta se reunieron sin demora. Koja deseó de todo corazón que tardasen más, pero en cuestión de minutos cabalgaba a través de los campos, rodeado por los guardias. Uno de los jinetes llevaba al estandarte de colas de yac de Yamun Khahan.

Cuando llegaron a la entrada principal de Manass, se detuvieron ante el portón cerrado, y una voz profunda los saludó desde la torre.

—Decid qué os trae a la ciudad blanca de Manass. —El centinela habló en khazari, y de pronto Koja advirtió que llevaba semanas sin escuchar su idioma natal.

Los escoltas miraron a Koja, a la espera de su respuesta. Sin darse cuenta, el lama se puso de pie en los estribos en un intento de acercarse a su interlocutor en la torre de guardia, y contestó al requerimiento con su aguda voz.

—Soy un enviado de la Brillante y Resplandeciente Montaña Blanca, el príncipe Ogandi. Soy Koja, lama del templo de la Montaña Roja, hijo del señor Bladul, hijo del señor Koten. Traigo un mensaje de alguien que se llama a sí mismo Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, el regente de los tuiganos, Hoekun Yamun Khahan. Vengo en son de paz. Abrid las puertas para que pueda hablar con el gobernador de vuestra ciudad.

Koja esperó a que las puertas se abrieran, pero no fue así.

—¿Quiénes son los hombres que os acompañan? —preguntó la voz.

—Son mi escolta y mis guardaespaldas —explicó Koja—. Sin duda, los poderosos guerreros de Manass no pueden tener miedo a diez hombres. —El lama no podía responder por los de la ciudad, pero él sí los temía, aunque todavía lo asustaba más la recepción que podían dispensarle en el interior, si los jinetes no lo acompañaban.

—¿Vienen con vos? —Esta pregunta la formuló una voz distinta. Koja pensó que un oficial de mayor rango se había hecho cargo de la negociación.

—El Khahan podría considerarlo como un insulto si sus hombres debieran esperar fuera de la ciudad —señaló Koja—. De hecho, podría sospechar que tramamos alguna cosa en su contra. —El lama miró a los guardias, y deseó que ninguno de ellos entendiese el idioma.

—Vuestros guardias no deberán desenvainar las armas. ¿Está claro?

—Sí —gritó Koja. Comenzaba a enronquecer a consecuencia de tanto gritar.

—Y no podrá entrar ningún hechicero. ¿Comprendido?

—Sólo yo —respondió Koja, que volvió a sentarse en la montura—, y no soy más que un vulgar lama de la Montaña Roja.

Transcurrieron unos minutos de silencio. Koja se movió incómodo en la silla, y miró a los guardias para ver cómo interpretaban la situación. Todos permanecían inmóviles, a la espera de que pasase alguna cosa.

—¡Sacerdote! —llamó la voz.

—¿Sí?

—Escuchad esto: si hacéis el más mínimo intento de lanzar un hechizo, habréis muerto antes de poder acabar. ¿Lo habéis entendido? —La voz puso mucho énfasis en estas últimas palabras.

—Entendido está —contestó Koja.

Se escucharon los chirridos de los cerrojos metálicos y el estrépito de las trancas. Los ruidos acabaron con un golpe sonoro, y después las hojas de la enorme puerta comenzaron a abrirse. Un pelotón de soldados sudorosos empujaron las hojas lo suficiente para dejar paso a los jinetes de uno en uno.

—No saquéis las armas —les advirtió Koja a sus hombres—, o nos matarán a todos. Recordad que vuestra obligación es conseguir que no me maten.

Al otro lado de la puerta, los esperaba una compañía de arqueros con las armas preparadas. Los hombres ocupaban sólo un lado de la calle, en lugar de los dos, para evitar que sus flechas pudiesen herir a sus compañeros si se producía una pelea. Los soldados vestían túnicas de algodón teñido en tonos rojos y azules. Koja tuvo la sospecha de que las túnicas ocultaban las corazas de cuero y malla. Todos los arqueros llevaban una gorra puntiaguda decorada con la pluma verde brillante de algún extraño pájaro o animal.

En el extremo más alejado de la fila se encontraba su comandante, a quien resultaba sencillo identificar por la resplandeciente coraza de escamas metálicas que llevaba. Cada escama había sido pulida de forma tal que, con el sol del mediodía, el resplandor de la armadura cegaba la visión.

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