Los señores de la estepa (20 page)

—Bienvenido, lama de la Montaña Roja —dijo el oficial, con una ligera reverencia.

—Me siento honrado por la acogida —respondió Koja, con su mejor tono diplomático.

Koja hizo avanzar a su caballo con cautela, poco dispuesto a aventurarse demasiado en el interior de la ciudad. Todavía no tenía muy claro el tipo de recepción que le esperaba.

—Vos y vuestros hombres dejaréis los caballos aquí —añadió el comandante—. Después, me acompañaréis a la presencia del gobernador.

El lama tradujo las palabras del oficial. Hubo algunas protestas entre los guardias por tener que abandonar a sus animales, pero Koja les explicó que, si no lo hacían, no podrían entrar. De mala gana, los jinetes desmontaron y entregaron sus caballos a los mozos, que aparecieron como por arte de magia.

—Seguidme —ordenó el comandante, sin muchas ceremonias—. Guardias, en formación.

Los arqueros cargaron sus arcos al hombro, desenvainaron sus largos cuchillos curvos llamados
krisnas
—el arma favorita de los guerreros khazaris— y tomaron posiciones a ambos lados de Koja y sus escoltas. Los morenos khazaris dirigieron miradas suspicaces a los míganos, con las armas listas para cualquier eventualidad.

Mientras caminaban por las calles, Koja estudió la ciudad. Aunque no había visitado nunca Manass, sus casas eran muy parecidas a las del pequeño pueblo donde se había criado; sólo se distinguían por el tamaño. La mayoría tenía uno o dos pisos, y las habían construido con piedras bien cortadas. Las estrechas callejuelas laterales servían de depósito para todo aquello que no cabía en las viviendas: tinajas demasiado grandes, cestos sin acabar y hasta telares.

Las calles aparecían desiertas mientras el grupo atravesaba la ciudad, pero no ocurría lo mismo con los balcones de madera en las fachadas de las casas. Mujeres con el rostro velado y sus niños se amontonaban en las precarias estructuras, aun a riesgo de estrellarse contra el suelo si los balcones cedían por el exceso de peso. Koja vio pocos hombres hasta que la procesión dobló por una esquina y entró en la plaza mayor.

Aquí se encontraba el centro de Manass. En el lado más lejano de la plaza había un edificio bajo y alargado, de paredes encaladas; sobre su superficie aparecían pintadas bandas de
sutras
en rojo, azul, amarillo y verde. Koja reconoció el texto y el estilo. Las escrituras correspondían a la secta del Templo Amarillo, que rivalizaba en poder con la Montaña Roja. Leyó las palabras para sí mismo: «Bohda del brillante cielo de cinco llamas, amo de los trece mundos secretos traído a la montaña por el Rey—que—destruyó—Bambalán, se inclinó hacia el este...». El resto del verso se perdía de vista por el costado del edificio. Koja adivinó que el texto era un amuleto para protegerse de la magia negra y de los espíritus malignos de las montañas.

El frente de la casa estaba dominado por un pórtico que abarcaba la totalidad de la fachada. Una hilera de hombres, vestidos con armaduras —chaquetas acolchadas amarillas y rojas que les llegaban a los tobillos— y munidos de grandes espadas, formaba una muralla junto al primer escalón. En las entradas de las callejuelas a la plaza, había más hombres vestidos y armados de la misma manera, que cerraban el paso a los otros sectores de la ciudad. Sentados en el pórtico, casi en el centro, había cinco hombres.

Koja saludó a las autoridades con una reverencia. El más importante del grupo era un hombre alto y delgado. A sus espaldas, un estandarte mostraba a un guerrero con armadura y espada en mano: el Rey—que—destruyó—Bambalán. Este héroe de la antigüedad era el fundador de la dinastía del príncipe Ogandi, y ahora el pueblo lo reverenciaba como un salvador. La figura era el sello oficial de Khazari. El lama juzgó que el hombre delgado era el gobernador.

Casi pegado al gobernador había un hombre vestido con una túnica muy amplia roja y azul, cubierta de manchas y agujeros. Su abundante melena negra aparecía desgreñada y sucia. En la mano sostenía una delgada vara de hierro, de algo más de un metro de largo, adornada con cadenas y figuras metálicas. Koja lo reconoció como un
dong chang
, un brujo ermitaño de las altas cumbres. La mayoría de estos personajes vivían aislados, empeñados en la búsqueda de la perfección en sus artes mágicas, pero algunas veces abandonaban sus inhóspitas cuevas y regresaban al mundo civilizado. El lama se estremeció al ver al ermitaño. Había muchas historias acerca de los
dong chang
; y muy pocas eran agradables. Se decía que en realidad eran seres muertos, que vivían gracias a sus meditaciones y prácticas.

El tercer hombre era un escriba, tal como indicaban los adminículos de escritura preparados en la mesa. Koja pasó de inmediato a estudiar a los dos últimos del grupo.

Su presencia los sorprendió todavía más que el
dong chang
. Resultaba evidente que ninguno de los dos era khazari. Vestían las largas y ceñidas túnicas de seda de los mandarines de Shou Lung, los burócratas de aquel gran imperio. Uno era viejo y el otro de edad mediana. El anciano tenía un bigote fino y una perilla rala, muy bien peinadas. Su cabello era escaso y descolorido, y sus ojos aparecían casi cerrados por las arrugas. Las manchas típicas de la edad le marcaban las mejillas y las manos.

Las facciones del más joven reflejaban con mayor claridad su herencia shou. Su piel no era morena como la de los khazaris de su alrededor; sus cabellos, lacios y negros, los tenía peinados en una sola trenza, y llevaba un pequeño sombrero redondo con una larga borla amarilla. Su expresión era severa y firme.

Mientras Koja estudiaba el grupo, los guardias que lo habían acompañado desde la entrada retrocedieron para formar en dos hileras que cerraban la calle por donde habían venido. Sus propios hombres se movieron para formar una herradura a su alrededor, con la parte abierta hacia el pórtico, y, en un acto instintivo, acercaron las manos a sus armas.

—¡Nada de peleas! —siseó Koja, al advertir el movimiento—. Mantened las armas enfundadas.

—No queremos morir como un cordero atado frente a un tigre —protestó uno de los tuiganos en voz baja—. Preferimos pelear.

—Si no tocáis las armas, el tigre no atacará —susurró Koja—. Pensad en las órdenes del Khahan. Esperad. —Los guerreros acataron su petición, sin apartar las manos de las armas.

—Dices ser Koja de los khazaris —manifestó el gobernador desde su silla—. Supongo que estás dispuesto a demostrarlo y que puedes hacerlo.

—Así es —respondió Koja, todo lo erguido que podía.

—Te costará la vida si me engañas. Manjusri, haz la prueba —ordenó el gobernador, al tiempo que le hacía una seña al mago.

El
dong chang
se adelantó y levantó las manos, con la vara apuntando a Koja. Los guardias del sacerdote estuvieron a punto de desenvainar sus espadas, pero el lama consiguió sujetar la muñeca del que tenía más cerca.

—¡Esperad! —ordenó. El mago movió la vara en círculos y murmuró una letanía con los ojos cerrados. De pronto, una ráfaga de viento sacudió las prendas del ermitaño y le agitó los cabellos. El viento desapareció súbitamente, y el hombre abrió los ojos.

—Dice la verdad, señor —anunció el hechicero, y volvió a ocupar su lugar detrás del gobernador.

—De acuerdo. Bien, Koja de la Montaña Roja, soy Sanjar al—Mulk, comandante de esta ciudad en nombre del príncipe Ogandi. Dime tu mensaje como si yo fuese él. —No había ningún asomo de amistad o aprecio en la voz del hombre, sino un ligero tono de desprecio y disgusto hacia el sacerdote que tenía delante.

Koja tragó saliva para aliviar el nudo de su garganta, y se cruzó de manos.

—Soy khazari... —dijo.

—Adelántate. No te oigo —le ordenó Sanjar. Koja se acercó un poco más al pórtico, y comenzó otra vez en un tono más alto.

—Soy khazari, como todos los que están aquí. Traigo los saludos de Hoekun Yamun, Khahan de los tuiganos, que afirma ser Ilustre Emperador de Todos los Pueblos. Me ha enviado para que os entregue un mensaje a vos, a mi príncipe y a mi gente. El mensaje del Khahan de los tuiganos dice así: «Rendíos y reconoced mi autoridad sobre vuestra gente, o arrasaré la ciudad y mataré a todos aquellos que se resistan».

En el momento en que Koja terminó de recitar las palabras de Yamun, un murmullo de asombro se elevó entre los espectadores. Muchas de las miradas se volvieron hacia Sanjar. El rostro del gobernador mostraba un color púrpura, producto de su rabia e indignación.

—¿Es todo lo que ese bárbaro tiene que decir? —le preguntó a Koja, colérico.

—No, mi señor comandante —contestó Koja, secándose el sudor de las palmas en la túnica—. También os invita a que miréis al exterior desde la torre más alta.

—Estoy enterado de los informes de los centinelas. Tu Khahan ha reunido a una buena pandilla de bandidos. Y ahora quiere proclamarse Ilustre Emperador de Todos los Pueblos. Todavía le queda un camino muy largo para reclamar el título —afirmó Sanjar, burlón—. ¿De verdad piensa que puede capturar Manass con ese hatajo de salvajes?

—Así es, mi señor.

Sanjar no pudo contener una carcajada insultante. El viejo caballero shou se unió a la burla, aunque ocultó su sonrisa detrás de un abanico. Koja hizo un gran esfuerzo para no hablar. Sanjar trataba todo este asunto como si fuese una gran broma, como si el Khahan fuese un bufón o un vulgar ratero. Aunque sabía que el comandante cometía un grave error, Koja decidió no hacer más comentarios. No le gustaba Sanjar al—Mulk y aún confiaba menos en el mandarín shou.

—¿Debemos suponer que el valiente kan ha señalado una hora para que esta insignificante ciudad responda? —inquirió el viejo mandarín shou. Hablaba el idioma khazari con mucha fluidez, pero con un fuerte acento shou.

—El Khahan de los míganos solicita la respuesta para hoy, a la puesta de sol —explicó Koja. El anciano asintió.

—¿No podría ser en algún momento de mañana? Después de todo, hay muchas cosas que considerar —propuso el mandarín, sin esforzarse demasiado en disimular su desprecio.

—El Khahan ha sido muy claro. La respuesta tiene que ser dada hoy. —Koja esperó a ver cuál era la actitud del gobernador.

El mandarín se inclinó para susurrar al oído de Sanjar. La sonrisa dio paso a una expresión severa, mientras el hombre abandonaba su asiento.

—No tendrás que esperar mucho. Ésta es mi respuesta: matadlos a todos excepto el lama. Dejadlo vivo para que pueda informar a su insolente jefe bandido que el príncipe Ogandi prefiere la compañía de los hombres civilizados. Dile que atacar a Khazari significa atacar a Shou Lung. ¡A ver qué piensa!

Koja se quedó alelado ante las palabras de Sanjar.

—¿Qué ha dicho, sacerdote? —le preguntó uno de los tuiganos, alerta al tono de amenaza en la voz del gobernador.

—¡Cuidado! —gritó Koja en tuigano—. ¡Defendeos!

Su advertencia fue casi innecesaria, porque los tuiganos ya estaban en movimiento. Retrocediendo de un salto, se lanzaron contra los guardias que cerraban el camino hacia el portón. El jefe del
arban
gritó la orden para que los hombres avanzaran en cuña entre el enemigo. El guerrero que marchaba en la punta amenazó con un golpe alto, y de pronto bajó la espada por debajo de la guardia del soldado khazari. El acero hendió la débil armadura acolchada y cortó la carne hasta el hueso. El khazari soltó un alarido y se apartó, con el brazo inutilizado. Los demás tuiganos sé lanzaron al ataque como verdaderos demonios, confiando en que la furia y la sorpresa les permitirían llegar a la salida.

Koja permaneció donde estaba, mientras los guerreros pasaban a su lado. Jamás había estado en una batalla real, y la velocidad de la lucha lo pasmaba.

Los tuiganos avanzaron entre el enjambre de guardias, dejando atrás unos cuantos khazaris caídos. Uno tenía las manos en la garganta en un intento de contener la hemorragia. Otro se había arrastrado unos metros, con el vientre abierto, y ahora pretendía evitar que se escaparan los intestinos. Otros dos ya eran cadáveres. El estrépito de los aceros sonaba como campanazos; los gritos, maldiciones y jadeos de los hombres marcaban el transcurso de la batalla. Los guardias khazaris comenzaron a flaquear ante la embestida del pequeño grupo tuigano.

—¡Detenedlos! —aulló Sanjar, casi ciego de ira—. ¡No dejéis que escapen!

De pronto, Koja escuchó un murmullo como un zumbido a sus espaldas, y se volvió a tiempo para ver al
dong chang
agitar su vara de hierro en dirección a la pelea. Cuando el mago acabó su hechizo, una terrible fuerza paralizante se posó sobre el lama. Koja intentó oponer resistencia, apelando al poder interior que su maestro le había enseñado, y repitió en su mente los
sutras
de poder, al tiempo que concentraba sus pensamientos en un punto.

Entonces, con idéntica celeridad, desapareció la parálisis, y también el estrépito del combate. Koja espió con mucho cuidado por encima del hombro. Su escolta tuigana y unos cuantos guardias khazaris se hallaban inmóviles como estatuas. Cada uno de los hombres había sido atrapado en el rigor mágico, detenidos en el momento de lanzar una estocada o de pararla. Unos cuantos habían caído tras perder el equilibrio por el impacto del hechizo. Ninguno de ellos podía hacer el menor movimiento. Alrededor de sus pies, corría la sangre de los oponentes. Koja notó que se le aflojaban las rodillas.

—Bien hecho, Manjusri —aprobó el gobernador, poniéndose en pie—. Que el lama se lleve las cabezas de los soldados como nuestra respuesta. Después, colgad los cuerpos en la entrada.

Varios guardias corrieron con sus
krisnas
para realizar la macabra tarea.

8
Retirada

El chirrido de madera contra madera señaló el cierre del portón principal detrás de Koja. Los khazaris habían sentado al lama en la montura de cara a la grupa y, con una palmada en el anca, pusieron el caballo al galope. Las manos del sacerdote estaban atadas a su espalda y sujetas en el pomo de la silla, y las bolsas colgadas de la montura —con las cabezas de sus guardaespaldas míganos dentro— golpeaban suavemente contra sus piernas con un chapoteo siniestro. La sangre traspasaba la tela y manchaba los faldones de la túnica.

Mientras miraba cómo Manass quedaba cada vez más lejos, Koja escuchó el galope de unos caballos que se acercaban. Alguien tiró de las riendas, y el animal se detuvo. Un cuchillo cortó las ligaduras. Libre, Koja se apeó de un salto, animado por el miedo y la furia. Antes de que el sacerdote pudiese decir ni una palabra, uno de los guerreros lo sujetó por un brazo y lo montó a horcajadas en la grupa de su montura. Otro se encargó del caballo de Koja. Después, la partida galopó de regreso a las líneas tuiganas.

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