Ulf, el danés más rico de Cumbraland, intervino por fin. Era mayor, unos cuarenta años, y lo habían dejado cojo y marcado de cicatrices las frecuentes disputas en Cumbraland, pero aún podía sumar cuarenta o cincuenta guerreros a las fuerzas de Guthred. No eran demasiados para la media de otras partes de Gran Bretaña, pero sí una fuerza sustancial en Cumbraland. Ahora quería saber por qué debía conducir a aquellos hombres al otro lado de las colinas.
—No tenemos enemigos en Eoferwic —declaró—, pero sí hay muchos que atacarán nuestras tierras en cuanto nos marchemos —la mayoría de los daneses emitió murmullos de aprobación.
Pero Eadred conocía a su público.
—Hay muchas riquezas en Eoferwic —añadió.
—¿Mujeres? —preguntó un hombre.
—Eoferwic es un pozo de corrupción —anunció Eadred—, es una guarida del demonio y un lugar de mujeres lascivas. Es una ciudad del mal que debería ser purgada por un ejército santo —la mayoría de los daneses vitorearon ante la perspectiva de mujeres lascivas, y ya nadie protestó ante la idea de atacar Eoferwic.
En cuanto capturaran la ciudad, una hazaña que Eadred daba por hecha, marcharíamos al norte, y los hombres de Eoferwic, aseguró, se unirían a nuestras filas.
—Kjartan el Cruel no se atreverá a enfrentarse a nosotros —declaró Eadred—, porque es un cobarde. Se refugiará en su fortaleza como una araña que se escabulle por su tela, se quedará ahí y dejaremos que se pudra hasta que llegue la hora de acabar con él. Ælfric de Bebbanburg no luchará contra nosotros porque es cristiano.
—Es un hijo de puta en el que no se puede confiar —gruñí, y se me ignoró ampliamente.
—Y derrotaremos a Ivarr —añadió Eadred, y yo me pregunté cómo iba nuestra chusma a derrotar al muro de escudos de Ivarr, pero Eadred no albergaba duda alguna—. Dios y san Cutberto lucharán por nosotros —aclaró—, y entonces seremos señores de Northumbria y Dios todopoderoso habrá establecido
Haliwerfolkland
y construiremos un santuario para san Cutberto que dejará asombrado al mundo.
Eso era lo que Eadred quería de verdad, un santuario. De ahí salía toda la locura, un santuario para un santo muerto, y sólo por ese motivo había nombrado Eadred rey a Guthred, y pensaba enzarzarse en una guerra con toda Northumbria. Al día siguiente llegaron ocho jinetes oscuros.
* * *
Contábamos con trescientos cincuenta y cuatro hombres en edad de luchar; entre ellos, menos de veinte poseían malla, y sólo un centenar podía considerarse protegido decentemente con cuero. Los hombres con cuero o malla tenían casi todos casco y armas como es debido, espadas o lanzas, y el resto iba armado con hachas, azadas, hoces o azadones afilados. Eadred lo llamaba pomposamente el Ejército del Santo, pero de haber sido yo el santo, me habría vuelto directito al cielo a esperar que apareciera algo mejor.
Un tercio de nuestro ejército era danés, el resto era sobre todo sajón, aunque había unos cuantos britanos armados con largos arcos de caza, armas muy temibles, así que llamé a los britanos la Guardia del Santo y ordené que se quedaran con el cadáver de san Cutberto, que evidentemente iba a acompañarnos en nuestra marcha hacia la conquista. Tampoco íbamos a dirigirnos a la conquista sin más, antes teníamos que conseguir comida para los hombres y forraje para las bestias, de las que sólo contábamos con ochenta y siete.
De ahí que la llegada de los jinetes oscuros fuera una alegría. Eran ocho, todos montados sobre caballos negros o marrones, y con cuatro monturas de más, cuatro lucían malla y los otros cuatro iban bien protegidos con cuero, todos cubiertos con capas y escudos negros, y llegaron a Cair Ligualid desde el este, siguiendo la muralla romana por la otra orilla del río, y allí cruzaron por un vado porque el antiguo puente había sido derruido por los noruegos.
Los ocho jinetes no eran los únicos recién llegados. Aparecían hombres a cada hora. La mayoría eran monjes, pero también había guerreros que venían de las colinas y traían un hacha o una vara de pelea. Unos cuantos tenían armadura o caballo, pero los ocho jinetes oscuros llegaron completamente equipados para la guerra. Eran daneses y le dijeron a Guthred que procedían de las cuadras de Hergist, que tenía tierras en un lugar llamado Heagostealdes. Hergist era viejo, le contaron a Guthred, y no podía venir en persona, pero había enviado a los mejores hombres que poseía. Su jefe se llamaba Tekil y parecía un guerrero útil, pues lucía cuatro brazaletes, poseía una espada larga y resistente y un rostro cargado de confianza. Rondaría los treinta, como la mayoría de sus hombres, aunque había uno mucho más joven, apenas un muchacho, el único que no llevaba brazaletes.
—¿Por qué me envía hombres Hergist desde Heagostealdes? —quiso saber Guthred.
—Estamos demasiado cerca de Dunholm, señor —respondió Tekil—, y Hergist desea que destruyáis ese nido de avispas.
—Pues bienvenidos —contestó Guthred, y permitió que los ocho hombres se arrodillaran ante él y le juraran lealtad.
—Tendrías que traer a los hombres de Tekil a mis tropas reales —me dijo más tarde.
Estábamos en un campo al sur de Cair Ligualid, donde yo entrenaba a aquellas tropas reales. Había elegido a treinta jóvenes, más o menos al azar, y me había asegurado de que la mitad fueran daneses y la otra mitad sajones, y había insistido en que formaran un muro de escudos en el que cada danés tenía por vecino a un sajón. En aquel momento, les enseñaba a luchar y rezaba a mis dioses para que no tuvieran que hacerlo nunca, pues lo que sabían y una poca leche eran la misma cosa. Los daneses eran mejores, porque a los daneses los crían con la espada y el escudo, pero nadie había aprendido la disciplina del muro de escudos.
—¡Los escudos tienen que tocarse! —les grité—. Si no se tocan, estáis muertos. ¿Queréis estar muertos? ¿Queréis que os rajen y se os caigan las tripas por los pies? Pues que los escudos se toquen. ¡Así no,
earsling
! El lado derecho de tu escudo se monta sobre el lado izquierdo de su escudo. ¿Lo entiendes? —Lo repetí en danés y miré a Guthred—. No quiero a los hombres de Tekil en la guardia personal.
—¿Por qué no?
—Porque no los conozco.
—Tampoco conoces a éstos —repuso Guthred mientras señalaba a la tropa real.
—Los conozco lo suficiente para saber que son imbéciles —contesté—, y que sus madres tendrían que haber cerrado las piernas cuando los parían. ¿Qué coño estás haciendo,
Clapa?
—le grité a un danés joven y enorme. Se me había olvidado su nombre real, pero todos lo llamaban
Clapa,
que significaba torpe. Era un chico descomunal de granja, tan fuerte como dos hombres, pero digamos que no era el más listo de los mortales. Se me quedó mirando con cara de lerdo mientras me acercaba a la fila—. ¿Qué se supone que estás haciendo,
Clapa?
—Mantenerme cerca del rey, señor —contestó con expresión perpleja.
—¡Muy bien! —exclamé, porque era la lección primera y más importante de las que tenía que inculcar a los treinta jóvenes. Eran las tropas personales del rey y siempre tenían que quedarse con el rey, pero ésa no era la respuesta que quería de
Clapa
—.
En el muro de escudos, idiota —le dije al tiempo que le golpeaba en su musculado pecho—, ¿qué se supone que tienes que hacer en el muro de escudos?
Pensó un instante, después se le iluminó la expresión.
—Mantener el escudo en alto, señor.
—Eso es —contesté, mientras le subía el escudo desde los tobillos—. ¡No arrastres el escudo por los pies! ¿Y tú de qué te ríes, Rypere? —Rypere era sajón, tan escuálido como
Clapa
era sólido, y listo como una comadreja. Rypere era el apodo, que significaba ladrón, pues a eso se dedicaba Rypere, y, de haber habido algo de justicia, le habrían marcado a hierro y lo habrían azotado, pero a mí me gustó la astucia de su mirada y pensé que podría salirme un buen asesino—. ¿Sabes lo que eres, Rypere? —le dije mientras le hundía el escudo en el pecho—. Eres un
earsling.
¿Qué es un
earsling, Clapa?
—Un cagarro, señor.
—¡Exacto, cagarros! ¡Arriba los escudos! ¡Arriba! —grité—. ¿Queréis que la gente se ría de vosotros? —señalé otros grupos de hombres que se entrenaban peleando en el gran prado. Los guerreros de Tekil también estaban presentes, pero sentados a la sombra, sólo observando, dando a entender que no necesitaban practicar. Me volví de nuevo hacia Guthred—. No podéis tener a los mejores hombres en vuestras tropas personales —le dije.
—¿Por qué no?
—Porque terminaréis rodeado cuando todos los demás hayan huido. Y entonces moriréis. No os va a gustar.
—Eso es justo lo que pasó cuando mi padre se enfrentó a Eochaid —admitió.
—Por ese motivo no se tiene a los mejores hombres en la guardia personal —contesté—. Pondremos a Tekil en un flanco y a Ulf y a sus hombres en el otro —Ulf, inspirado por un sueño de plata ilimitada y malignas y lascivas mujeres, empezaba a estar ansioso por marchar sobre Eoferwic. No se encontraba en Cair Ligualid cuando llegaron los jinetes oscuros, se había llevado a sus hombres en busca de forraje y comida.
Dividí las tropas reales en dos grupos y los puse a luchar, aunque primero les ordené que envolvieran las espadas en tela para que no acabaran matándose. Estaban ansiosos, pero no tenían ni idea. Rompí los dos muros de escudos en menos que canta un gallo, pero acabarían aprendiendo a pelear si antes no se encontraban a las tropas de Ivarr, en cuyo caso, morirían. Al cabo de un rato, cuando ya estaban cansados y sudorosos, les dije que descansaran. Reparé en que los daneses se sentaban con los daneses, y los sajones, con los sajones, pero era normal; con el tiempo, aprenderían a confiar los unos en los otros. Más o menos podían hablar entre ellos porque noté que en Northumbria la lengua sajona y la danesa empezaban a mezclarse. Ambas eran similares, en cualquier caso, y la mayoría de los sajones entendía a los daneses si gritaban lo suficiente; ambas lenguas se parecían cada vez más. En lugar de hablar de su manejo de la espada, los
earslings
sajones de las tropas reales de Guthred se vanagloriaban de su «arte» con la espada, aunque no poseyeran ninguno, y comían huevos en lugar de comer
eyren.
Los daneses, por su parte, llamaban caballos a los caballos en lugar de
hros,
y a veces era difícil averiguar si un hombre era danés o sajón. A menudo era ambas cosas, hijo de padre danés y madre sajona, aunque nunca al revés.
—Tendría que casarme con una sajona —me dijo Guthred. Habíamos llegado paseando hasta el límite del campo en el que un grupo de mujeres cortaba paja y la mezclaba con avena. Esa combinación alimentaría a nuestros caballos al cruzar las colinas.
—¿Por qué os queréis casar con una sajona? —le pregunté.
—Para demostrar que
Haliwerfolkland
es de ambas tribus —respondió.
—Northumbria —respondí de mal humor.
—¿Northumbria?
—Se llama Northumbria —contesté—, no
Haliwerfolkland.
Se encogió de hombros como si el nombre no importara.
—Aun así me tendría que casar con una sajona —prosiguió—, y la quiero guapa. Tan guapa como Hild, por lo menos. Pero es demasiado mayor.
—¿Demasiado mayor?
—Necesito una de trece o catorce como máximo. Lista para hacerle unos niños —saltó una valla baja y recorrió el borde de una empinada orilla, hacia un pequeño arroyo que discurría al norte, hacia el Hedene—. Tiene que haber alguna sajona guapa en Eoferwic.
—Pero la querréis virgen, ¿no?
—Probablemente —añadió, después asintió—. Sí, virgen.
—Igual quedan una o dos en Eoferwic —contesté.
—Pena por Hild —comentó vagamente.
—¿Qué queréis decir?
—Que si no estuvieras con ella —contestó con vigor—, te podrías casar con Gisela.
—Hild y yo no somos más que amigos —le contesté—. Sólo amigos —cosa que era cierta. Habíamos sido amantes, pero desde que Hild había visto el cuerpo de san Cutberto se había abandonado a un estado contemplativo. Sentía los puyazos de su dios, lo sabía, y le pregunté si deseaba tomar de nuevo los hábitos, pero sacudió la cabeza y me aseguró que aún no estaba preparada.
—Aunque probablemente debería casar a Gisela con un rey —prosiguió Guthred sin hacerme caso—. Aed de Escocia, ¿que te parece? Y así lo dejamos tranquilito con novia nueva. O mejor que se case con el hijo de Ivarr. ¿Te parece suficientemente guapa?
—¡Claro que sí!
—¡Cara-caballo! —exclamó, y se partió de la risa con el viejo apodo—. Pescábamos juntos aquí —prosiguió, después se quitó las botas, las dejó en la orilla y empezó a caminar corriente arriba. Yo le seguí, desde la orilla, donde me abría paso entre los alisos y la alta hierba. Las moscas zumbaban a mi alrededor. Era un día cálido.
—¿Queréis pescar? —le pregunté aún pensando en Gisela.
—Estoy buscando una isla —contestó.
—No puede ser muy grande —repuse. El arroyo se podía cruzar en dos zancadas y no le llegaba a los gemelos a Guthred.
—Era bastante grande cuando tenía trece años —repuso.
—¿Bastante grande para qué? —pregunté mientras estampaba un tábano contra mi cota de malla. Hacía calor suficiente para desear no llevar la malla, pero había aprendido hacía mucho que más vale acostumbrarse a la pesada armadura, si no, en la batalla, se vuelve un engorro, así que la llevaba casi todos los días, y se había convertido en una segunda piel. Cuando me quitaba la malla era como si los dioses me dieran alas en los pies.
—Bastante grande para mí y una sajona llamada Edith —me dijo con una sonrisa—, y fue mi primera. Era tan dulce.
—Probablemente lo siga siendo.
Sacudió la cabeza.
—Se la llevó por delante un toro y murió —siguió caminando por el agua, dejando atrás algunas rocas en las que crecían helechos y, unos cincuenta pasos más adelante, dio un grito de júbilo al descubrir su isla. Yo lo sentí por Edith, pues no era más que un montón de piedras que debió de sentir afiladas como navajas en la escuálida espalda.
Guthred se sentó y empezó a lanzar piedras al agua.
—¿Podemos vencer? —preguntó.
—Hay posibilidades de tomar Eoferwic —respondí—, siempre y cuando Ivarr no haya regresado.
—¿Y si lo ha hecho?
—Estáis muerto, señor.
Puso mala cara.
—Podríamos negociar con Ivarr —sugirió.
—Eso es lo que haría Alfredo —contesté.