La iglesia estaba oscura. Velas de junco iluminaban el altar y el suelo de la nave, donde un gran grupo de monjes se postraba y cantaba, mientras las pequeñas y humeantes luces apenas mitigaban la densa oscuridad. Como iglesia no era gran cosa. Era grande, más grande incluso que aquella que estaba construyendo Alfredo en Wintanceaster, pero había sido levantada a toda prisa y las paredes eran de troncos sin desbastar, y, cuando se me acostumbraron los ojos a la oscuridad, vi que el techo no estaba totalmente cubierto y que la paja era de mala calidad. Había probablemente unos cincuenta o sesenta religiosos dentro y la mitad de los
thane,
si es que los hombres de Cumbraland aspiraban a dicho título. Eran los hombres más ricos de la región, iban acompañados de sus partidarios, y observé que algunos lucían la cruz y otros el martillo. Había daneses y sajones en aquella iglesia, mezclados, y no eran enemigos. De hecho, se habían reunido para apoyar a Eadred, que les había prometido un rey nombrado por Dios. Y estaba Gisela.
Reparé en ella casi inmediatamente. Era una chica alta, morena, con un rostro largo y muy serio. Iba vestida con una capa y un hábito gris, así que al principio supuse que era una monja; después vi los brazaletes de plata y el pesado broche que le cerraba la capa al cuello. Tenía ojos grandes como luceros, pero eso se debía a que estaba llorando. Eran lágrimas de alegría, y cuando Guthred la vio, corrió hacia ella y ambos se abrazaron. La estrechó con fuerza, después se apartó, sujetándola de las manos, y vi que estaba medio llorando medio riendo. Impulsivamente, Guthred la condujo hacia mí.
—Mi hermana —me la presentó—. Gisela —aún la cogía de las manos—. Soy libre gracias al señor Uhtred.
—Os lo agradezco —me dijo ella, y yo no respondí. Era consciente de la presencia de Hild detrás de mí, pero aún más de la de Gisela. ¿Quince años, dieciséis? Pero aún sin casar, pues llevaba la melena negra suelta. ¿Qué me había dicho su hermano? Que tenía cara de caballo, pero para mí era un rostro de ensueño, un rostro que inflamaría el cielo, que carcomería a un hombre. Aún sigo viendo ese rostro tantos años después. Era un rostro alargado, con una nariz también larga, ojos oscuros que a veces parecían lejanos y otras, perversos, y la primera vez que me miró quedé perdido. Las ancianas que hilan nuestras vidas la habían enviado y supe que ya nada volvería a ser igual.
—No te has casado aún, ¿verdad? —le preguntó Guthred ansioso.
Se tocó la melena, aún libre como la de una niña. Cuando se casara, se la recogería.
—Por supuesto que no —contestó, aún mirándome; después se volvió hacia su hermano—. ¿Y tú?
—Tampoco —dijo él.
Gisela miró a Hild, volvió a mirarme a mí, y justo entonces llegó el abad Eadred para llevarse a Guthred, de modo que Gisela regresó con su aya. Me miró de reojo, y aún recuerdo aquella mirada. Los párpados caídos y el traspié al volverse para sonreírme por última vez.
—Una chica guapa —comentó Hild.
—Preferiría una mujer guapa —contesté.
—Tienes que casarte —contestó ella.
—Ya estoy casado —le recordé, y era cierto. Tenía una esposa en Wessex, una esposa que me odiaba, pero Mildrith estaba entonces en un convento, y yo no sabía ni quería saber si se consideraba casada con Cristo o conmigo.
—Esa chica te gusta —insistió Hild.
—Me gustan todas —contesté con evasivas.
Perdí a Gisela de vista cuando la multitud se acercó para contemplar la ceremonia, que comenzó cuando el abad Eadred se desabrochó el cinto de la espada de la cintura y se lo colocó alrededor de los harapos a Guthred. Después envolvió al nuevo rey en una fina capa verde, recubierta de piel, y le colocó un aro de bronce sobre la rubia melena. Los monjes cantaban todo el rato, y siguieron cantando cuando Eadred condujo a Guthred alrededor de la iglesia para que todos lo vieran. El abad sostuvo en alto la mano del rey, y sin duda a mucha gente debió de parecerle raro que se proclamara nuevo rey con los grilletes de esclavo en las muñecas. Los hombres se arrodillaron ante él. Guthred conocía a muchos de los daneses que habían sido partidarios de su padre, y los saludó con alegría. Desempeñaba bien el papel de rey, pues era inteligente además de bondadoso, pero yo detecté un punto de burla en su rostro. ¿Creía realmente ser rey entonces? Yo creo que todo le parecía una aventura, pero desde luego la prefería a vaciar el orinal de Eochaid.
Eadred pronunció un sermón, corto, gracias al cielo, aunque lo hizo en dos lenguas. Su danés no era muy bueno, pero el justo para informar a los paisanos de Guthred de que Dios y san Cutberto habían elegido nuevo rey, y allí estaba. Evidentemente, ya sólo cabía esperar gloria. Después condujo a Guthred hacia las velas de junco que ardían en el centro de la iglesia y los monjes que se habían reunido junto a las humeantes llamas se apartaron para que pasara el nuevo rey. Vi que se habían reunido alrededor de tres arcones que también estaban rodeados de velas.
—¡Ahora se tomará el juramento real! —anunció Eadred a la iglesia. Los cristianos se arrodillaron de nuevo, y algunos de los paganos daneses imitaron torpemente el ejemplo.
Se suponía que iba a ser un momento solemne, pero Guthred casi lo estropea cuando se dio la vuelta para venir a buscarme.
—Uhtred —gritó—. ¡Tú tendrías que estar aquí! ¡Acércate!
Eadred se puso nervioso, pero Guthred me quería a su lado porque le preocupaban los tres arcones. Eran dorados, y las tapas estaban sujetas por grandes bisagras de metal. Los rodeaban las titilantes velas de juncos, y eso le indicaba que iban a realizar algún tipo de brujería cristiana; así que quería que compartiéramos el riesgo. El abad me miró con ira.
—¿Os ha llamado Uhtred? —preguntó sospechosamente.
—El señor Uhtred comanda la tropa real —respondió Guthred en tono grandioso. Eso me convertía en comandante de una poca leche, pero yo mantuve la cara seria—. Y si hay que tomar juramentos —prosiguió el rey—, tendrá que jurar conmigo.
—Uhtred —repitió el abad Eadred en tono neutro. Conocía el nombre, vaya si lo conocía. Venía de Lindisfarena, donde gobernaba mi familia, y había acidez en su voz.
—Soy Uhtred de Bebbanburg —dije lo suficientemente alto para que todos en la iglesia lo oyeran, y el anuncio causó cuchicheos entre los monjes. Algunos se persignaron y otros se me quedaron mirando con odio aparente.
—¿Es vuestro compañero? —quiso saber Eadred.
—Me rescató —contestó Guthred—, y es mi amigo.
Eadred hizo la señal de la cruz. Le disgusté desde el instante en que me confundió con el rey soñado, pero ahora supuraba mala intención. Me detestaba porque nuestra familia era la guardiana del monasterio de Lindisfarena, pero el monasterio estaba en ruinas, y Eadred, su abad, se había visto obligado al exilio.
—¿Os ha enviado Ælfric? —me interpeló.
—
Ælfric —escupí el nombre— es un usurpador, un ladrón y una corneja, y un día voy a desparramar sus apestosas tripas por el suelo y lo voy a enviar al árbol, para que
Destrozacadáveres
se alimente con él.
Eadred finalmente me reconoció.
—Sois el hijo del señor Uhtred —dijo, y me miró los brazaletes, la cota de malla, la factura de mis armas y el martillo colgado del cuello—. Sois el chico criado por los daneses.
—Soy el chico —respondí con sarcasmo— que mató a Ubba Lothbrokson junto al mar del sur.
—Es mi amigo —insistió Guthred.
El abad Eadred se estremeció, después inclinó un poco la cabeza para indicar que me aceptaba como compañero de Guthred.
—Juraréis servir al rey Guthred fielmente —me gruñó.
Di medio paso atrás. Prestar juramento es un asunto serio. Si juraba servir a aquel rey que habían hecho esclavo, ya no sería libre jamás. Sería el hombre de Guthred, habría jurado morir por él, obedecerle y servirle hasta la muerte, y la idea me irritaba. Guthred me vio vacilar y sonrió.
—Te devolveré tu libertad —me susurró en danés, y comprendí que él, como yo, veía aquella ceremonia como un juego.
—¿Lo juráis? —le pregunté.
—Sobre mi vida —contestó sin darle mayor importancia.
—¡Van a prestar juramento! —anunció Eadred, deseando restaurar algo de dignidad en la iglesia, que se había llenado de murmullos. Miró con ira a la congregación hasta que se quedaron callados, después abrió los cofres más pequeños. Dentro había un libro, con la portada engastada en piedras preciosas.
—¡Este es el gran libro de los evangelios de Lindisfarena! —voceó Eadred maravillado.
Levantó el libro del arcón y lo elevó para que la tenue luz se reflejara en las joyas. Todos los monjes se persignaron; después Eadred pasó el voluminoso libro a un cura cuyas manos temblaron al aceptarlo. Eadred se inclinó sobre el segundo de los cofres pequeños. Hizo la señal de la cruz, abrió la tapa y allí, ante mí, vi una cabeza cortada con los ojos cerrados. Guthred no pudo evitar un gruñido de disgusto y, temiendo brujerías, me cogió del brazo derecho.
—Éste es el muy santo Osvaldo —proclamó Eadred—, antaño rey de Northumbria y hoy un santo muy querido de Dios todopoderoso —su voz tembló de la emoción.
Guthred dio medio paso atrás, horrorizado por la cabeza, pero yo me solté de él y di un paso al frente para mirar a Osvaldo. Había sido señor de Bebbanburg en su tiempo, y también rey de Northumbria, pero de eso hacía doscientos años. Había muerto en la batalla contra los mercios, que lo descuartizaron, y me pregunté cómo habrían rescatado la cabeza del osario de la derrota. La cabeza, con las mejillas hundidas y la piel oscura, parecía no tener cicatrices. Tenía el pelo largo y enmarañado, y tapaba su cuello un pedazo de tela amarillento. Como corona lucía un aro de bronce.
—Amantísimo san Osvaldo —entonó Eadred mientras volvía a hacer la señal de la cruz—, protégenos, guíanos y reza por nosotros.
Los labios del rey habían encogido y ahora se veían tres dientes. Eran como tres ganchos amarillos. Los monjes más próximos a Osvaldo se postraban una y otra vez en silenciosa y ferviente oración.
—San Osvaldo es un guerrero de Dios —anunció Eadred—, y con él a nuestro lado nadie podrá con nosotros.
Se apartó de la cabeza del rey muerto y se acercó al último y más grande de los arcones. La iglesia estaba en silencio. Los cristianos, por supuesto, eran conscientes de que, al revelar las reliquias, Eadred invocaba los poderes del cielo para presenciar los juramentos, mientras que los daneses paganos, que no comprendían qué sucedía exactamente, estaban fascinados por la magia que sentían en el gran edificio. Y presentían que aún habría más magia, pues los monjes se acababan de postrar extendiéndose en el suelo de tierra mientras Eadred rezaba en silencio junto a la última caja. Rezó durante largo rato, con las manos en oración, moviendo los labios con los ojos fijos en las vigas, donde revoloteaban los gorriones. Al fin, abrió los dos enormes cerrojos de bronce del arcón y levantó la tapa.
Dentro del arcón grande había un cadáver. El cadáver estaba envuelto en un paño de tela, pero se apreciaba suficientemente la forma del cuerpo. Guthred me había vuelto a coger del brazo como si yo pudiera protegerle de los hechizos de Eadred. Eadred, mientras tanto, retiraba el paño con delicadeza para descubrir a un obispo muerto, vestido de blanco y con la cara tapada por un pañuelito de tela rematado en hilo dorado. El cadáver llevaba un escapulario bordado colgado del cuello, y se le había caído de la cabeza una mitra ajada. Una cruz de oro, decorada con granates, quedaba medio oculta por sus manos, unidas en oración junto al pecho. En el dedo consumido relucía un anillo de rubí. Algunos de los monjes estaban con la boca abierta, como si no pudieran resistir el poder sagrado que emanaba del cadáver, y hasta Eadred se notaba afectado. Tocó el borde del ataúd con la frente, después se enderezó para mirarme.
—¿Sabes quién es? —me preguntó.
—No.
—En el nombre del Padre —entonó—, del Hijo, y del Espíritu Santo —y apartó el pañuelo de tela rematado en oro para revelar una cara amarillenta con manchas más oscuras—. Es san Cutberto —dijo Eadred con un punto lloroso en la voz—. El más bendito, el más sagrado, el más amado Cutberto. Oh, Dios mío del amor hermoso —y se balanceó hacia delante y hacia atrás sobre las rodillas—, es el mismísimo san Cutberto.
Hasta la edad de diez años había sido criado con las historias de Cutberto. Aprendí cómo enseñó a un coro de focas a entonar los salmos, cómo las águilas le traían comida a la pequeña isla de Bebbanburg, donde vivió en soledad por un tiempo. Podía calmar las tormentas con una oración, y había rescatado a incontables marineros del naufragio. Salvó una vez a una familia al ordenar a las llamas que consumían su casa a regresar a los infiernos, y el fuego se desvaneció misteriosamente. Se adentraba en el mar invernal hasta el cuello y se quedaba allí toda la noche, rezando, y cuando regresaba a la playa, al alba, sus ropas estaban secas. Extrajo agua de la tierra resquebrajada durante una sequía, y cuando los pájaros robaron las semillas recién plantadas de cebada, les ordenó que las devolvieran, cosa que hicieron. O eso me contaron. Desde luego era el mayor santo de Northumbria, el santo que velaba por nosotros y a quien debíamos dirigir nuestras oraciones, para que él las susurrara al oído a Dios, y allí estaba en una caja de olmo labrada y recubierta de oro, tumbado sobre su espalda, con enormes fosas nasales, la boca entreabierta, las mejillas caídas, y cinco dientes entre negro y amarillo del que se habían separado las encías, de modo que parecían colmillos. Uno de ellos estaba roto. Los ojos cerrados. Mi madrastra poseía el peine de san Cutberto y le gustaba contarme que había encontrado pelo del santo en las púas del peine y que era rubio como el oro, pero el de aquel cadáver era negro como la pez. Lo tenía largo, lacio y se lo habían apartado de la amplia frente y de la tonsura de monje. Eadred le puso la mitra con cuidado en el sitio, después se agachó y besó el anillo de rubí.
—Apreciaréis —dijo con voz ronca por la emoción—, que la sagrada carne es incorrupta —se detuvo para acariciar una de las manos huesudas del santo—, y tal milagro es señal cierta y segura de su santidad —se inclinó hacia delante y esta vez besó al santo de lleno en la boca arrugada—. Oh, muy santo Cutberto —rezó en voz alta—, guíanos, condúcenos y tráenos tu gloria en el nombre de Aquél que murió por nosotros, junto a cuya mano derecha ahora te sientas en esplendor eterno, amén.