Los señores del norte (3 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

—¿Qué harías en mi lugar? —me gritó Thorkild desde el barco. Sus hombres remaban con golpes cortos para mantener el barco quieto contracorriente.

—Ve río abajo —le grité en danés—, busca daneses de espada y espera hasta saber qué está pasando.

—¿Y tú? —preguntó.

—Yo me quedo aquí —le contesté.

Rebuscó en una bolsa y me lanzó algo. Brilló a la luz crepuscular, y desapareció entre los ranúnculos que amarilleaban el prado oscurecido.

—Eso por el consejo —gritó—, y te deseo muchos años de vida, quienquiera que seas.

Le dio la vuelta al barco; una maniobra torpe, pues el casco era casi tan largo como la anchura del río, pero se las apañó con bastante destreza y los remos lo llevaron río abajo y fuera de mi vida. Más tarde me enteré de que su almacén había sido saqueado, el danés que lo cuidaba había muerto y habían violado a su hija; así que mi consejo bien valía la moneda de plata que me había lanzado.

—¿Le habéis dicho que se marchara? —preguntó uno de los barbudos cargado de resentimiento.

—Ya os lo he dicho, es un amigo —me agaché y encontré el chelín en la larga hierba—. ¿Y cómo es que sabéis de la victoria de Alfredo? —pregunté.

—Vino un cura, señor —contestó—, y nos lo contó.

—¿Un cura?

—De Wessex, señor. Hizo todo el viaje desde Wessex. Transportaba un mensaje del rey Alfredo.

Debería haber imaginado que Alfredo querría que las noticias de su victoria sobre Guthrum se extendieran por la Inglaterra sajona, y resultó que había enviado curas a todos los lugares en los que moraban sajones con el mensaje de que Wessex había salido victorioso y que Dios y los santos les habían otorgado el triunfo. Uno de esos curas había llegado al Eoferwic del rey Egberto justo un día antes de mi llegada, y en ese mismo instante comenzó la estupidez.

El cura había viajado a caballo, con el hábito guardado en el hatillo colgado de la silla, de casa sajona en casa sajona a través de la danesa Mercia. Los sajones mercios le habían ayudado en su camino, le habían proporcionado caballos frescos cada día y lo habían escoltado para cruzar las guarniciones danesas más grandes, hasta llegar a la capital de Northumbria y darle al rey Egberto las buenas noticias de que los sajones del oeste habían derrotado al Gran Ejército danés. Con todo, lo que más gustó a los sajones de Northumbria fue la escandalosa afirmación de que san Cutberto se le había aparecido a Alfredo en un sueño para mostrarle el camino de la victoria. Al parecer el sueño había tenido lugar en el invierno que Alfredo pasó derrotado en Æthelingaeg, lugar en el que un puñado de sajones fugitivos se habían zafado de los daneses conquistadores, y la historia del sueño estaba dirigida a los sajones de Egberto como la flecha de un cazador, pues no había santo más reverenciado al norte del Humber que Cutberto. Cutberto era el ídolo de Northumbria, el cristiano más santo que había pisado aquella tierra, y no había ni una sola casa sajona pía que no le rezara a diario. La idea de que el glorioso santo del norte había ayudado a Wessex a derrotar a los daneses hizo que los sesos del rey Egberto abandonaran su cráneo como las perdices huyen de los cosechadores. Tenía todos los motivos para alegrarse por la victoria de Alfredo, y sin duda le molestaba gobernar bajo yugo danés, pero lo que tendría que haber hecho era darle las gracias al cura que trajo la noticia y luego, para que no difundiera la buena nueva, hacerle callar como a un perro en una perrera. Lo que había hecho, en cambio, era ordenar a Wulfhere, el arzobispo de la ciudad, que celebrara un servicio de acción de gracias en la iglesia más grande de la ciudad. Wulfhere, que no era ningún insensato, había desarrollado una dolencia imprevista y se había marchado al campo a reposar, pero un necio llamado padre Hrothweard había ocupado su lugar en la gran iglesia de Eoferwic y pronunciado un sermón fiero que aseguraba que san Cutberto había bajado de los cielos para conducir a Wessex a la victoria, y esa imbecilidad había convencido a los sajones de Eoferwic que Dios y san Cutberto iban a librar a su país de los daneses. Así había empezado la matanza.

De todo esto me enteré subiendo a la ciudad. También supe que había menos de cien guerreros daneses en Eoferwic porque el resto se había marchado al norte con el conde Ivarr para enfrentarse a un ejército escocés que había cruzado la frontera. Nadie aseguraba que tal cosa había ocurrido, pero los escoceses del sur tenían un nuevo rey que había jurado convertir Eoferwic en su nueva capital, así que Ivarr había subido con su ejército para darle al tipo una lección.

Ivarr era el auténtico gobernante del sur de Northumbria. Si hubiera querido llamarse rey, nadie habría podido evitarlo, pero resultaba conveniente tener un sajón maleable en el trono para recaudar impuestos y mantener tranquilitos a los demás sajones. Ivarr, mientras tanto, podía dedicarse a lo que mejor hacía su familia: guerrear. Era un Lothbrok, y se jactaban de que ningún varón Lothbrok había muerto en su lecho. Morían luchando con las espadas en las manos. El padre de Ivarr y uno de sus tíos habían perecido en Irlanda, mientras que Ubba, el tercer hermano Lothbrok, había caído ante mi espada en Cynuit. Pero entonces, Ivarr, el último danés de espada de una familia enamorada de la guerra, marchaba contra los escoceses y había jurado traer encadenado a su rey a Eoferwic.

Pensaba que ningún sajón en su sano juicio se rebelaría contra Ivarr, que compartía con su padre la reputación de implacabilidad, pero la victoria de Alfredo y el cuento de que había sido inspirada por san Cutberto había prendido la yesca de la locura en Eoferwic. Y el sermón del padre Hrothweard había echado leña al fuego. A grito pelado anunció que Dios, san Cutberto y un ejército de ángeles venían para expulsar a los daneses de Northumbria, y mi llegada no hizo sino alentar la locura.

—Os ha enviado Dios —repetían sin cesar los hombres que me habían recibido, difundiendo a voces que yo era el asesino de Svein, y cuando llegamos a palacio, una pequeña comitiva nos seguía a Hild y a mí mientras nos abríamos paso por callejones estrechos aún manchados de sangre danesa.

Ya había estado antes en el palacio de Eoferwic. Era un edificio romano de piedra clara, con enormes pilares que sostenían un techo de teja remendado con paja ennegrecida. Los mosaicos del suelo, que antaño representaban a los dioses romanos, estaban rotos, y lo que quedaba de ellos, manchado con la sangre derramada el día anterior. El gran salón apestaba como el patio de un matadero, y lo coronaba una guirnalda del hollín de las antorchas que iluminaban aquel cavernoso espacio.

El nuevo rey Egberto resultó ser sobrino del viejo rey Egberto, y poseía el rostro cambiante de su tío y su boca irascible. Parecía asustado cuando subió a la tarima al otro extremo de la sala, y no era de extrañar, pues el loco Hrothweard había invocado un torbellino, y Egberto debía de suponer que los daneses de Ivarr volverían buscando venganza. Con todo, los seguidores de Egberto se dejaban llevar por la emoción, seguros de que la victoria de Alfredo auguraba la derrota final de los hombres del norte, y mi llegada se interpretó como otra señal del cielo. Me empujaron hacia delante y las noticias de mi advenimiento alcanzaron al confuso rey, que aún pareció más confundido cuando otra voz, una voz familiar, gritó mi nombre.

—¡Uhtred, Uhtred!

Busqué al propietario y vi que era el padre Willibald.

—¡Uhtred! —gritó de nuevo y parecía encantado de verme. Egberto puso mala cara, después miró a Willibald—. ¡Uhtred! —repitió el cura, haciendo caso omiso del rey, y se acercó a abrazarme.

El padre Willibald era un buen amigo y un buen hombre. Era un sajón del oeste que tiempo atrás había sido capellán de la flota de Alfredo, y quiso el destino que fuera elegido para llevar al norte las buenas nuevas de Ethandun a los sajones de Northumbria.

El barullo en la sala se acalló. Egberto intentó tomar las riendas.

—Vuestro nombre es… —dijo, y demostró que no sabía cuál era mi nombre.

—¡Steapa! —gritó uno de los hombres que nos habían escoltado hasta la ciudad.

—¡Uhtred! —reveló Willibald, con los ojos brillantes de la emoción.

—Soy Uhtred de Bebbanburg —confesé, pues ya no tenía posibilidades de mantener el engaño.

—¡El hombre que mató a Ubba Lothbrokson! —anunció Willibald e intentó levantar mi brazo derecho para indicar que era un adalid—. ¡Y el hombre —prosiguió— que desmontó a Svein, el del Caballo Blanco, en Ethandun!

En dos días, pensé, Kjartan el Cruel sabría que estaba en Northumbria, y en tres, se habría enterado de mi llegada mi tío Ælfric, y de haber poseído un poquito de sentido común, habría salido de la sala, agarrado a Hild de la mano, y me habría marchado al sur tan rápido como el arzobispo Wulfhere se había esfumado de Eoferwic.

—¿Estuvisteis en Ethandun? —preguntó Egberto.

—Sí, mi señor.

—¿Qué ocurrió?

Ya habían escuchado la versión de la batalla de Willibald, pero era la de un cura, llena de oraciones y milagros. Yo se la narré como la querían, la versión guerrera, una historia de daneses muertos y sangre derramada a hierro, y durante todo mi relato un cura de ojos fieros, pelo crespo y barba desmandada me interrumpía con gritos de aleluya. Colegí que debía de ser el padre Hrothweard, el cura que había conducido a Eoferwic a la matanza. Era joven, apenas algo mayor que yo, pero tenía un voz poderosa y una autoridad natural que se veía reforzada por su pasión. Cada aleluya iba acompañado de una ducha de saliva, y en cuanto terminé de describir la derrota de los daneses huyendo por la ladera desde la colina de Ethandun, Hrothweard se adelantó y aprovechó para arengar de nuevo a la multitud.

—¡Éste es Uhtred! —gritó, dándome un codazo en las costillas—. Uhtred de Northumbria, Uhtred de Bebbanburg, azote de los daneses, un guerrero de Dios, ¡la espada del Señor! Y ha venido a nosotros, ¡justo como el bendito san Cutberto visitó a Alfredo en una época de tribulaciones! ¡Estas son señales del Todopoderoso!

La multitud vitoreó, el rey pareció aún más asustado, y Hrothweard, siempre dispuesto a volcarse en un sermón feroz, empezó a echar espumarajos por la boca mientras describía la inminente matanza de todos los daneses de Northumbria.

Conseguí apartarme de Hrothweard, y me abrí paso hasta la parte de atrás de la tarima, allí agarré a Willibald por el pescuezo y lo metí en un pasaje que conducía a la cámara real.

—Sois un imbécil —le gruñí—, un
earsling.
Un cagarro chorreante sin un gramo de seso, eso es lo que sois. Tendría que sacaros vuestras inútiles tripas ahora mismo y echárselas a los cerdos —Willibald abrió la boca, volvió a cerrarla y me miró indefenso—. Los daneses van a volver, y habrá una masacre —volvió a abrir y cerrar la boca, sin emitir sonido alguno—. Lo que vais a hacer ahora es cruzar el Ouse y largaros al sur tan rápido como os lleven las piernas.

—Pero es todo cierto —suplicó.

—¿El qué es todo cierto? —pregunté.

—¡Que san Cutberto nos ha dado la victoria!

—¡Pero qué va a ser cierto! —le rugí—. Alfredo se lo ha inventado. ¿Creéis que Cutberto se le apareció en ¿Æthelingaeg? ¿Por qué no nos contó lo del sueño entonces? —Me detuve y Willibald emitió un sonido ahogado—. Esperó —contesté yo mismo—, porque no ocurrió.

—Pero…

—¡Se lo ha inventado! —gruñí—, porque quiere que Northumbria mire en dirección a Wessex en busca de liderazgo contra los daneses. Quiere ser rey de Northumbria, ¿es que no lo entendéis? Y no sólo de Northumbria. No tengo duda alguna de que tiene merluzos como vos contándole a los mercios que uno de sus santos de los cojones se le apareció en un sueño.

—Es que así fue —me interrumpió, y cuando puse cara de incredulidad, me lo aclaró mejor—. ¡Tenéis razón! San Kenelm le habló a Alfredo en Æthelingaeg. Se le apareció en un sueño y le dijo a Alfredo que ganaría.

—No pasó nada de eso —contesté con toda la paciencia que pude reunir.

—¡Pero si es cierto! —insistió—. ¡Me lo dijo Alfredo mismo! Es obra de Dios, Uhtred, y una obra hermosa de contemplar.

Lo agarré por los hombros, aplastándolo contra el muro de la pared.

—Tenéis una opción, padre —le contesté—. Podéis salir de Eoferwic antes de que vuelvan los daneses o podéis inclinar la cabeza a un lado.

—¿Que puedo hacer qué?

—Inclinar la cabeza hacia a un lado —contesté—, así yo os meto una leche en una oreja a ver si os salen todas las gilipolleces por la otra.

No hubo manera de convencerlo. La gloria de Dios, espoleada por el baño de sangre en Ethandun, había avivado la mentira sobre san Cutberto, ardía con fuerza en Northumbria y el pobre Willibald estaba convencido de que iba a presenciar el inicio de grandes acontecimientos.

Hubo un banquete aquella noche, un convite lamentable de arenques en salmuera, queso, pan duro y cerveza rancia, y el padre Hrothweard dio otro discurso apasionado en el que aseguró que Alfredo de Wessex me había enviado, su mejor guerrero, para guiar la defensa de la ciudad, y que el
fyrd
del cielo vendría a proteger Eoferwic. Willibald no dejaba de corearle aleluyas, tragándose todas las patrañas, y no fue hasta el día siguiente, en el que una lluvia gris y una neblina sombría envolvieron la ciudad, cuando empezó a dudar de la inminente llegada de los ángeles armados con espadas.

La gente abandonaba la ciudad. Había rumores de bandas de daneses que se reunían en el norte. Hrothweard seguía aullando tonterías, y condujo una procesión de sacerdotes y monjes por las calles de la ciudad, blandiendo reliquias y estandartes, pero cualquiera con medio seso entendía que ya era más que probable que antes volvería Ivarr que san Cutberto con la hueste celestial. El rey Egberto me envió un mensajero, y me comunicó que quería hablar conmigo, pero mi opinión era que Egberto estaba condenado, y no le hice caso. Que Egberto se las apañara por su cuenta.

Como yo me las tenía que apañar por la mía, y lo que quería era largarme de la ciudad antes de que descendiera sobre ella la ira de Ivarr. En la taberna Espadas Cruzadas, junto a la puerta norte de la ciudad, encontré mi vía de escape. Se trataba de un danés llamado Bolti que había sobrevivido a la masacre porque estaba casado con una sajona y la familia de su mujer le había dado cobijo. Me vio en la taberna y me preguntó si era Uhtred de Bebbanburg.

—El mismo.

Se sentó enfrente de mí, inclinó la cabeza respetuosamente para saludar a Hild, y chasqueó los dedos para que se acercara una moza con cervezas. Era un hombre regordete, calvo, con el rostro picado de viruelas, la nariz rota y mirada asustadiza. Sus hijos, ambos medio sajones, remoloneaban detrás de él. A uno le eché unos veinte años, al otro cinco menos; ambos blandían espadas pero ninguno parecía muy a sus anchas con el arma.

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