Los señores del norte (5 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Era Sven el Tuerto. Se puso en pie cuando Bolti y yo nos acercamos, y sentí la conmoción salvaje del reconocimiento. Conocía a Sven desde que éramos niños, y ahora era un hombre, pero al instante identifiqué el rostro plano y ancho con un ojo fiero. El otro ojo era un agujero arrugado. Era alto y de anchos hombros, con el pelo y la barba largos, un joven fanfarrón vestido con rica malla, y con dos espadas, larga y corta, colgadas de la cintura.

—Más invitados —anunció nuestra llegada, e indicó con un gesto el banco al otro lado de la mesa—. Sentaos —ordenó—, vamos a hacer negocios.

—Siéntate —le gruñí a Bolti en voz baja.

Bolti me dirigió una mirada desesperada, después desmontó y se dirigió a la mesa. El segundo hombre era de piel oscura, pelo moreno y mucho mayor que Sven. Vestía una toga negra, de modo que parecía un sacerdote, pero llevaba un martillo de Thor de plata colgado al cuello. Tenía delante una bandeja de madera, ingeniosamente dividida en compartimentos para separar las distintas monedas, que emitían destellos plateados al recibir la luz del sol. Sven, otra vez sentado junto al tipo de negro, sirvió una jarra de cerveza y se la ofreció a Bolti, que me miró de nuevo y se sentó como le habían ordenado.

—¿Así que sois? —le preguntó Sven.

—Bolti Ericsson —repuso Bolti. Tuvo que decirlo dos veces porque la primera no había elevado la voz lo suficiente.

—Bolti Ericsson —repitió Sven—, yo soy Sven Kjartanson y mi padre es el señor de estas tierras. ¿Habéis oído hablar de Kjartan?

—Sí, señor.

Sven sonrió.

—Creo que habéis intentado evadir nuestros peajes, ¡Bolti! ¿Lo habéis intentado?

—No, señor.

—¿Y de dónde venís?

—De Eoferwic.

—¡Ah! Otro mercader de Eoferwic, ¿eh? ¡Sois el tercero hoy! ¿Y qué lleváis en esos caballos de carga?

—Nada, señor.

Sven se inclinó hacia delante ligeramente, después sonrió al tiempo que expulsaba un sonoro pedo.

—Perdona, Bolti, sólo he oído tronar. ¿Has dicho que no llevas nada? Pero si yo veo cuatro mujeres, y al menos tres son jóvenes —sonrió—. ¿Son tus mujeres?

—Mi esposa y mis hijas, señor —contestó Bolti.

—Esposas e hijas, cuánto las queremos —refrendó Sven; después me miró a mí, y aunque tenía la cara tapada y el casco me oscurecía los ojos, sentí que se me ponía la piel de gallina—. ¿Quién es ése? —preguntó Sven.

Debía de sentir curiosidad, pues tenía aspecto de rey. Mi cota, mi casco y mis armas eran de lo mejor que se podía encontrar, y mis brazaletes indicaban que era un guerrero de alto rango. Bolti me lanzó una mirada aterrorizada, pero no dijo nada.

—He preguntado —dijo Sven, esta vez más alto—, que quién es ése.

—Se llama Thorkild el Leproso —contestó Bolti, y su voz no era más que un graznido tembloroso.

Sven hizo una mueca involuntaria y se agarró el amuleto del martillo colgado alrededor del cuello, y no lo culpo. Todos los hombres temen la carne gris y sin nervios de los leprosos, y la mayoría son enviados a los páramos para que vivan como puedan y mueran como deben.

—¿Qué estás haciendo con un leproso? —desafió Sven a Bolti.

Bolti no tenía respuesta.

—Viajo al norte —hablé por primera vez, y mi voz distorsionada pareció retumbar en el casco cerrado.

—¿Por qué vas al norte? —preguntó Sven.

—Porque estoy cansado del sur —respondí.

Percibió la hostilidad en mi voz gangosa pero no le dio importancia al juzgarla impotente. Debía de suponer que Bolti me había contratado para protegerle, pero yo no era ninguna amenaza; Sven tenía cinco hombres a pocos pasos, todos ellos armados con espadas o lanzas, y habría al menos cuarenta más dentro del pueblo.

Sven bebió un poco de cerveza.

—Me han contado que ha habido disturbios en Eoferwic —le preguntó a Bolti.

Bolti asintió. Veía cómo abría y cerraba compulsivamente la mano derecha por debajo de la mesa.

—Mataron a algunos daneses —contestó.

Sven sacudió la cabeza como si la noticia le pareciera preocupante.

—Ivarr no va a estar muy contento.

—¿Dónde está Ivarr? —preguntó Bolti.

—Lo último que he oído es que andaba por el valle del Tuede —respondió Sven—, y Aed de Escocia bailaba a su alrededor —parecía disfrutar del intercambio de noticias habitual, como si mantener las convenciones proporcionara respetabilidad a sus robos y desmanes—. Bueno —prosiguió, y se detuvo para tirarse otro pedo—, ¿y tú con qué comercias, Bolti?

—Cuero, lana, paño y cerámica —contestó Bolti, y después perdió la voz cuando vio que estaba diciendo demasiado.

—Y yo comercio con esclavos —dijo Sven—, y éste es Gelgill —indicó al hombre a su lado—, nos compra esclavos, y tú tienes tres mujeres que nos saldrían muy rentables tanto a mí como a él. Así que, ¿qué vas a pagarme por ellas? Si pagas lo suficiente, te las puedes quedar —sonrió para sugerir que estaba siendo perfectamente razonable.

Bolti pareció quedarse mudo, pero consiguió sacar una bolsa de debajo de su capa y puso algunas monedas encima de la mesa. Sven observó las monedas de plata una a una y cuando Bolti se sintió inseguro, se limitó a sonreír, así que Bolti siguió contando hasta que hubo treinta y ocho chelines encima de la mesa.

—Es todo lo que tengo, señor —dijo con humildad.

—¿Todo lo que tienes? Lo dudo, Bolti Ericson —contestó Sven—, pero, si es así, te permitiré conservar la oreja de una de tus hijas. Sólo una oreja como recuerdo. ¿Qué opinas, Gelgill?

Era un nombre raro, Gelgill; sospeché que había venido del otro lado del mar, pues los mercados de esclavos más provechosos se encontraban en Dyflin o en el lejano reino de los francos. Dijo algo en voz baja, demasiado para que lo entendiera, y Sven asintió.

—Traed a las chicas —dijo a sus hombres, y Bolti se estremeció. Me volvió a mirar, como si esperara que detuviera los planes de Sven, pero no hice nada cuando los guardias se dirigieron hacia nuestro grupo.

Sven habló de las perspectivas de la cosecha mientras los guardias ordenaban a Hild y a las hijas de Bolti que desmontaran. Los hombres que Bolti había contratado no hicieron nada para detenerlos. La esposa de Bolti protestó a gritos, y luego se puso a llorar histérica cuando sus hijas y Hild se acercaron a la mesa. Sven les dio la bienvenida con amabilidad exagerada, después Gelgill se puso en pie e inspeccionó a las tres mujeres. Las palpó como si estuviera comprando caballos. Vi a Hild estremecerse cuando le bajó el vestido para tocarle los pechos, pero le interesaba menos que las dos chicas más jóvenes.

—Cien chelines cada una —dijo tras inspeccionarlas—, ésa sólo cincuenta —hablaba con un acento extraño.

—Pero ésa es guapa —objetó Sven—. Las otras dos parecen lechones.

—Son gemelas —contestó Gelgill—. Puedo sacar mucho dinero por las gemelas. La alta es demasiado vieja. Debe de tener diecinueve o veinte años.

—Qué preciada es la virginidad —le dijo Sven a Bolti—, ¿no estás de acuerdo?

Bolti estaba temblando.

—Te pagaré cien chelines por cada una de mis hijas —contestó a la desesperada.

—Oh, no —contestó Sven—. Eso es lo que quiere Gelgill. Yo también tengo que sacar algún beneficio. Te puedes quedar las tres, Bolti, si me pagas seiscientos chelines.

Era un precio indignante, ésa era la intención de Sven, pero Bolti no se arredró.

—Sólo dos son mías, señor —lloriqueó—. La tercera es suya —y me señaló.

—¿Tuya? —Sven se me quedó mirando—. ¿Tienes mujer, leproso? ¿Así que esa parte aún no se te ha caído? —Eso le pareció graciosísimo y los dos hombres que habían traído a las mujeres se rieron con él—. Bueno, leproso —preguntó Sven—, ¿y qué vas a pagarme por tu mujer?

—Nada —contesté.

Se rascó el culo. Sus hombres sonreían. Estaban acostumbrados a la rebeldía, acostumbrados a sofocarla, y disfrutaban al ver a Sven desplumar a los viajeros. Sven se sirvió más cerveza.

—Llevas buenos brazaletes, leproso —dijo—, y sospecho que de poco te va a servir ese casco cuando estés muerto; así que, a cambio de tu mujer, me quedaré con tus brazaletes y tu casco, y después te puedes marchar.

No me moví, no hablé, pero apreté las piernas contra los flancos de
Witnere
y sentí al gran caballo temblar. Era un animal de batalla, y quería que lo soltara; quizá fue la tensión de
Witnere
lo que Sven presintió. Lo único que podía ver era mi casco siniestro, con los ojos oscuros y su cimera en forma de lobo, y empezaba a preocuparse. Había aumentado el precio con ligereza, pero no podía echarse atrás sin perder la dignidad. Ahora tenía que jugar a ganar.

—¿Has perdido la lengua de repente? —se burló de mí; después hizo un gesto a los dos hombres que habían ido a por las mujeres—. ¡Egil! ¡Atsur! ¡Quitadle el casco al leproso!

Sven debió de creer que estaba a salvo. Tenía por lo menos una tripulación entera en el pueblo y yo estaba solo; eso lo convenció de que yo sería derrotado antes incluso de que los dos hombres se me acercaran. Uno llevaba una lanza, el otro sacaba la espada, pero aún no había desenvainado ni la mitad cuando saqué a
Hálito-de-serpiente
y puse en marcha a
Witnere.
Estaba desesperado por atacar, y se abalanzó con la velocidad de
Sleipnir,
el de las ocho patas, el célebre caballo de Odín. Primero me despaché al de la derecha, el que aún estaba desenvainando.
Hálito-de-serpiente
cayó del cielo como un rayo de Thor, y se hincó en su casco como si fuera de pergamino, y
Witnere,
obediente a mis toques de rodilla, ya estaba girándose hacia Sven mientras el lancero venía a por mí. Tendría que haberle hincado el arma en el pecho o en el cuello de la bestia, pero intentó embestir contra mis costillas;
Witnere
lo esquivó hacia la derecha y le pegó un mordisco en la cara que hizo trastabillar al hombre hacia atrás, lo justo para evitar los enormes dientes, pero perdió pie, cayó sobre la hierba todo lo largo que era, y yo seguí girando hacia la izquierda con
Witnere.
Mi pie derecho estaba ya libre del estribo, me tiré de la silla y caí con fuerza sobre Sven. Quedó atrapado por el banco al intentar ponerse en pie; yo lo volví a sentar de un golpe, conseguí hacer pie, me erguí, y
Hálito-de-serpiente
apareció en el gaznate de Sven.

—¡Egil! —gritó Sven al lancero que había derrumbado
Witnere,
pero Egil no se atrevía a atacarme mientras mi espada siguiera en la garganta de su señor.

Bolti gimoteaba. Se había meado encima. Lo olía y lo oía gotear. Gelgill estaba muy quieto, observándome, sin expresión en su enjuto rostro. Hild sonreía. Otra media docena de hombres de Sven se enfrentaban a mí, pero ninguno se atrevía a moverse porque la punta de
Hálito-de-serpiente,
su hoja impregnada en sangre, estaba en la garganta de Sven.
Witnere
se encontraba a mi lado, enseñando los dientes, piafando en el suelo con una de las patas delanteras muy cerca de la cabeza de Sven. Sven me observaba con su único ojo, lleno de odio y miedo, y de repente me aparte de él.

—De rodillas —le dije.

—¡Egil! —volvió a suplicar Sven.

Egil, de barba negra y fosas nasales gigantescas debido a que le habían rebanado la punta de la nariz en alguna pelea, levantó la lanza.

—Si atacas, morirá —le dije a Egil, tocando a Sven con la punta de mi espada. Egil dio un paso atrás sensatamente y yo le pasé
Hálito-de-serpiente
a Sven por la cara, haciéndole sangrar—. De rodillas —repetí, y cuando se arrodillaba, me agaché, cogí sus dos espadas y las puse encima de la mesa, junto al casco de mi padre.

—¿Quieres que mate al tratante de esclavos? —le pregunté a Hild, al tiempo que le señalaba las espadas.

—No —contestó.

—Iseult lo habría hecho matar —le dije. Iseult había sido mi amante y la amiga de Hild.

—No matarás —respondió Hild. Era un mandamiento cristiano, tan inútil, me pareció, como mandarle al sol que fuera hacia atrás.

—Bolti —hablé en danés—, mata al tratante de esclavos —no quería a Gelgill a mis espaldas.

Bolti no se movió. Estaba demasiado asustado para obedecerme, pero, para mi sorpresa, sus dos hijas se acercaron y cogieron las espadas de Sven. Gelgill intentó correr, pero tenía la mesa en su camino, y una de las chicas le atizó un golpe salvaje que le partió el cráneo y cayó de lado. Después lo masacraron. No miré porque vigilaba a Sven, pero pude oír con nitidez los gritos del tratante y los gemidos de consternación de Hild, y vi el asombro en los rostros de los hombres que tenía delante de mí. Las gemelas gruñían mientras acuchillaban. Gelgill tardó en morir y ni un solo hombre de Sven intentó salvarlo o rescatar a su amo. Todos habían desenvainado y, si hubieran tenido algo de seso, habrían caído en la cuenta de que yo no me atrevería a matar a Sven, pues de su vida dependía la mía. Si me llevaba su alma, me ensartarían con múltiples filos, pero les asustaba lo que Kjartan les haría si su hijo moría; así que no hicieron nada y yo apreté más fuerte la hoja contra la garganta de Sven, hasta que emitió un chillido de miedo ahogado.

A mi espalda, Gelgill fue por fin despachado a tajos. Me arriesgué a echar un vistazo y vi a las gemelas de Bolti embadurnadas de sangre y sonrientes.

—Son hijas de Hel —les dije a los hombres que las observaban, y me enorgulleció la invención, pues Hel es la diosa de los cadáveres, rancia y terrible, que gobierna los muertos que no perecen en batalla—. ¡Y yo soy Thorkild! —proseguí—. Y he llenado el salón de Odín de muertos —Sven temblaba debajo de mí. Sus hombres parecían contener el aliento, y de repente mi relato tomó alas y proseguí con voz profunda—. Soy Thorkild el Leproso —anuncié poderosamente—, hace mucho que estoy muerto, pero Odín me ha enviado desde el salón de los muertos para llevarme las almas de Kjartan y su hijo.

Me creyeron. Vi cómo los hombres se tocaban los amuletos. Uno de los lanceros incluso cayó de rodillas. Quise matar a Sven justo en ese momento, y quizá debiera haberlo hecho, pero sólo era necesario un hombre para romper la red de tonterías mágicas que les había tejido. Lo que necesitaba entonces no era el alma de Sven, sino ponernos a salvo; así que cambiaría la una por la otra.

—Dejaré marchar a este gusano —les dije—, para que informe a su padre de mi llegada, pero vosotros tenéis que marcharos primero. ¡Todos vosotros! Salid del pueblo y lo soltaré. Dejaréis aquí a los cautivos —se me quedaron mirando, y yo retorcí de nuevo la hoja para que Sven volviera a gemir—. ¡Marchaos! —les grité.

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