Se marcharon. Rápidamente, muertos de miedo. Bolti miraba maravillado a sus queridas hijas. Le dije a las dos chicas que habían hecho bien, y que cogieran unas cuantas monedas de la mesa, y después regresaron con su madre, ambas aferradas a la plata y a las hojas sangrientas.
—Son buenas chicas —le dije a Bolti; él no contestó, pero se apresuró tras ellas.
—No he podido matarlo —se lamentó Hild. Parecía avergonzada de su aprensión.
—No importa —le dije. Mantuve la espada en la garganta de Sven hasta que estuve seguro de que todos sus hombres se habían retirado una buena distancia hacia el este. Los cautivos, en su mayoría jóvenes, se quedaron en el pueblo, pero ninguno se atrevió a acercárseme.
Me vi tentado de contarle a Sven la verdad, hacerle saber que había sido humillado por un viejo enemigo, pero la historia de Thorkild el Leproso era demasiado buena para desperdiciarla. También me vi tentado de preguntar por Thyra, la hermana de Ragnar, pero me preocupaba que, si seguía viva y yo mostraba interés por ella, dejara de estarlo en breve; así que no la mencioné. Lo que sí hice fue agarrar a Sven por los pelos y levantarle la cabeza para que me mirara.
—He venido desde el centro de la tierra —le dije— para matarte a ti y a tu padre. Volveré a encontrarte, Sven Kjartanson, y te mataré la próxima vez. Soy Thorkild, camino por la noche y no se me puede matar porque ya estoy muerto. Así que saluda a tu padre de mi parte y dile que han enviado al guerrero muerto a por él, y los tres regresaremos al Niflheim navegando en
Skidbladnir.
Niflheim era el horrible pozo de los muertos deshonrados, y
Skidbladnir el
barco de los dioses que se podía doblar y guardar en una bolsa. Solté a Sven y le di una buena patada en la espalda para que cayera de bruces. Habría podido huir arrastrándose, pero no se atrevía a moverse. Era como un perro apaleado, y aunque aún quería matarlo, pensé que sería mejor que le fuera con el cuento a su padre. Kjartan sabría seguro que Uhtred de Bebbanburg había sido visto en Eoferwic, pero también le contarían la historia del guerrero muerto que había regresado para matarlo, y yo quería envenenar sus sueños.
Sven siguió inmóvil cuando me agaché hasta su cinturón y agarré una pesada bolsa. Después le arrebaté sus siete brazaletes de plata. Hild había cortado una parte del traje de Gelgill y lo estaba usando para guardar las monedas en la bolsa del tratante de esclavos. Le entregué a ella el casco de mi padre, después volví a montar en
Witnere.
Le di una palmada en el cuello y él sacudió la cabeza extravagantemente, como si entendiera que aquel día había sido un gran caballo de batalla.
Estaba a punto de marcharme cuando aquella extraña jornada se volvió aún más insólita. Algunos de los cautivos, como si hubiesen comprendido por fin que estaban libres, habían empezado a caminar hacia el puente, mientras que otros, confusos, perdidos o desesperados, seguían a los hombres armados hacia el este. Entonces, de repente, se oyeron cantos de monje y de una de las casas bajas con techo de tierra, donde los habían encerrado, salió una fila de curas y monjes. Eran siete, y fueron los que más suerte tuvieron aquel día, pues iba a descubrir que Kjartan el Cruel odiaba intensamente a los cristianos y mataba a cualquier cura o monje que capturara. Aquellos siete se le habían escapado, y con ellos había un joven cargado de cadenas. Era alto, corpulento, muy apuesto, vestido con harapos y aproximadamente de mi edad. Tenía el pelo rizado tan rubio que parecía casi blanco, pestañas pálidas y ojos muy azules, la piel morena e impoluta. Su rostro parecía tallado en piedra, de tan pronunciadas que eran sus mejillas, nariz y mandíbula, y aun así, la dureza del rostro se veía suavizada por una expresión alegre que sugería que encontraba sorpresas constantes en la vida y divertimiento sin fin. Cuando vio a Sven acobardado bajo mi caballo, dejó a los curas cantores y corrió hacia nosotros; se detuvo sólo para coger la espada del hombre que yo había matado. El joven sostuvo la espada de manera incómoda, pues tenía las manos enlazadas por una cadena, pero acercó la espada hasta Sven y la sostuvo frente a su cuello.
—No —le dije.
—¿No? —El joven me sonrió y me gustó instintivamente. Su rostro era abierto y sin malicia.
—Le he prometido que lo dejaría con vida —le dije.
El joven reflexionó un instante.
—Tú sí, pero yo no —hablaba en danés.
—Pero si le arrebatáis la vida, entonces yo tendré que quitaros a vos la vuestra.
Consideró esa propuesta con ojos divertidos.
—¿Por qué? —preguntó, no con alarma, sino realmente interesado.
—Porque es la ley —contesté.
—Pero Sven Kjartanson no conoce ninguna ley —señaló.
—Es mi ley —repuse—, y quiero que le lleve un mensaje a su padre.
—¿Qué mensaje?
—Que el guerrero muerto ha venido a por él.
El joven inclinó la cabeza pensativo como si meditara sobre el mensaje, y evidentemente le pareció bien, pues se metió la espada bajo el brazo y se desató con torpeza el cinturón de los pantalones.
—Le puedes dar un mensaje también de mi parte —le dijo a Sven—. Aquí está —le meó encima—. Yo te bautizo —prosiguió el joven—, en el nombre de Thor, de Odín y de Loki.
Los siete religiosos, tres monjes y cuatro sacerdotes, observaron el bautizo solemnemente, pero ninguno protestó por la blasfemia implícita, ni intentó detenerla. El joven pasó un buen rato meando, apuntando de modo que el pelo de Sven quedó totalmente empapado, y cuando terminó se volvió a atar el pantalón y me ofreció otra de sus deslumbrantes sonrisas.
—¿Eres el guerrero muerto?
—El mismo —le contesté.
—Deja de lloriquear —le dijo el joven a Sven, después me sonrió de nuevo— pues quizá quieras hacerme el honor de servirme.
—¿Serviros? —le pregunté. Ahora era yo el que se divertía.
—Soy Guthred —contestó, como si eso lo explicara todo.
—He oído hablar de un Guthrum —le dije—, conozco a un Guthwere, y a dos Guthlac, pero no conozco a ningún Guthred.
—Soy Guthred, hijo de Hardicnut —repuso.
El nombre seguía sin decirme nada.
—¿Y por qué debería servir a Guthred, hijo de Hardicnut? —pregunté.
—Porque hasta que llegaste era esclavo —dijo—, pero ahora, bueno, como has venido, ¡soy rey! —hablaba con tal entusiasmo que le costaba formular las frases coherentemente.
Sonreí bajo el pañuelo de tela.
—Sois rey —contesté—, ¿pero de qué?
—Lo es, mi señor, lo es —añadió uno de los sacerdotes con toda sinceridad.
Y así el guerrero muerto conoció al rey esclavo, y Sven el Tuerto llegó arrastrándose hasta su padre, y las rarezas que habían infectado Northumbria se volvieron aún más extrañas.
En el mar, en ocasiones, si el barco se aleja demasiado de la costa y se levanta el viento, si la marea lo agita con fuerza venenosa y las olas estallan blancas por encima de los escudos, no hay más remedio que dejarse guiar por los dioses. Hay que recoger la vela antes de que se raje y, como los largos remos no servirán de nada, amarras las palas, achicas, dices tus oraciones, observas el cielo oscurecerse, escuchas el viento aullar, soportas los aguijones de la lluvia, y confías en que la marea, las olas y el viento no te estrellen contra las rocas.
Así me sentía yo en Northumbria. Había escapado de la locura de Hrothweard en Eoferwic y había humillado a Sven, que ya no desearía otra cosa que matarme, si creía que tal cosa era posible. Eso suponía que no podía demorarme en aquella parte central de Northumbria, pues mis enemigos eran demasiados, ni tampoco ir mucho más al norte porque llegaría al territorio de Bebbanburg, mi propia tierra, donde mi tío rezaba todos los días para quebrantarme y que le cediese legítimamente lo que había robado. Pero no figuraba entre mis deseos que aquella oración fuera oída, así que los vientos de la ira de Kjartan, la venganza de Sven y la marea de animadversión de mi tío me empujaron al oeste, hacia los páramos de Cumbraland.
Seguimos la muralla romana circundando las colinas. La muralla es una obra extraordinaria que divide la tierra de uno a otro mar. Está construida de piedra y asciende y desciende con las colinas y valles, sin detenerse jamás, siempre implacable y brutal. Nos encontramos un pastor que no había oído hablar de los romanos y nos contó que los gigantes habían construido la muralla en los viejos tiempos, y nos aseguró que, cuando termine el mundo, los hombres salvajes del norte la cruzarán en manada como una marea de muerte y horror. Pensé en su profecía aquella tarde, mientras observaba a una loba correr por las almenas con la lengua fuera. Nos miró, saltó por detrás de nuestros caballos y salió corriendo hacia el sur. Hoy en día, parte de la obra se ha desmoronado, las flores se aferran entre las piedras y la hierba crece espesa en la parte superior, pero sigue siendo algo asombroso. Nosotros hemos construido unas cuantas iglesias y monasterios de piedra, y yo he visto un puñado de casas de piedra, pero no puedo imaginar ningún hombre capaz de levantar hoy en día una muralla así. No era sólo una muralla. Al lado tenía un foso, y detrás una calzada de piedra, y a cada milla, más o menos, había una torre de vigía, y dos veces al día pasábamos por las fortalezas de piedra en las que moraban los soldados romanos. Los tejados de los cuarteles hace tiempo que han desaparecido, y hoy son hogar de zorros y cuervos, aunque en uno de aquellos fuertes descubrimos a un hombre desnudo con el pelo hasta la cintura. Era muy anciano, aseguraba tener más de setenta años, y tenía una barba gris tan larga como su enmarañada melena blanca. Era una criatura mugrienta, no tenía sino pellejo, roña y huesos, pero Willibald y los siete religiosos que había liberado de Sven se arrodillaron ante él porque era un famoso ermitaño.
—Era obispo —me dijo Willibald en tono sobrecogido tras recibir la bendición del esmirriado—. Poseía riquezas, una esposa, sirvientes y honor, y lo entregó todo para adorar al Señor en soledad. Es un hombre muy santo.
—A lo mejor sólo es un hijo de puta loco —sugerí—, o la mujer era una víbora que lo sacaba de quicio.
—Es un hijo de Dios —me reprochó Willibald—, y con el tiempo lo llamarán santo.
Hild había desmontado y me miraba como pidiéndome permiso para acercarse al ermitaño. Era evidente que quería la bendición del anacoreta, y me la pedía a mí, pero no era asunto mío; me encogí de hombros y ella se arrodilló frente a la sucia criatura. Le lanzó una mirada lasciva, se rascó la entrepierna y le hizo la señal de la cruz en ambos pechos, apretando fuerte con los dedos para notar los pezones, mientras fingía bendecirla. Estuve a punto de enviar al muy cabrón a patadas directo al martirio. Pero Hild lloraba de emoción mientras le sobaba el pelo, después babeó una suerte de oración y ella pareció agradecida. Me miró mal y tendió una zarpa mugrienta, como si esperase que le pagara, pero yo le enseñé el martillo de Thor y él soltó una maldición sibilante entre sus dos dientes amarillos; después lo abandonamos a la estepa, el cielo y sus oraciones.
Me había despedido de Bolti. Estaba a salvo al norte de la muralla, pues entraba en el territorio de Bebbanburg, donde los jinetes de Ælfric y los jinetes de los daneses que vivían en mis tierras patrullarían los caminos. Seguimos la muralla hacia el oeste; mi comitiva se componía del padre Willibald, Hild, el rey Guthred y los siete religiosos liberados. Había conseguido romper la cadena de los grilletes de Guthred, de modo que el rey esclavo, que ahora cabalgaba en la yegua de Willibald, llevaba dos brazaletes de hierro de los que colgaban eslabones oxidados. Charlaba conmigo sin cesar.
—Lo que vamos a hacer —me contó en el segundo día de viaje— es reunir un ejército en Cumbraland y luego cruzaremos las colinas y capturaremos Eoferwic.
—¿Y después qué? —le pregunté con sequedad.
—¡Hacia el norte! —prosiguió lleno de entusiasmo—. ¡Al norte! Tendremos que tomar Dunholm, y después capturaremos Bebbanburg. Quieres que haga eso, ¿no?
Le había dado a Guthred mi nombre y le había informado de que era el señor legítimo de Bebbanburg, y le conté que jamás nadie había conseguido capturar Bebbanburg.
—Es un sitio difícil, ¿eh? —respondió Guthred—. ¿Como Dunholm? Bueno, ya veremos qué pasa con Bebbanburg. Pero primero habrá que quitarse de en medio a Ivarr —hablaba como si destruir al danés más poderoso de Northumbria fuera una cuestión trivial—. Así que primero despacharemos a Ivarr —comentó, y de repente, se le iluminó la mirada—. O a lo mejor, Ivarr me acepta como rey. El tiene un hijo y yo una hermana que deben de estar en edad de casarse. ¿Podrían firmar una alianza?
—A menos que vuestra hermana esté ya casada —le interrumpí.
—No sé quién va a quererla —me dijo—, tiene cara de caballo.
—Cara-caballo o cara-perro —repuse—, es hija de Hardicnut. Alguna ventaja habrá para quien se case con ella.
—Alguna había antes de que mi padre muriera —repuso Guthred con tono dubitativo—, pero ¿ahora?
—Ahora sois rey —le recordé. Por supuesto, yo no creía que fuera rey, pero él lo creía, así que le seguía la corriente.
—¡Eso es verdad! —exclamó—. Así que alguien querrá a Gisela, ¿verdad? ¡A pesar de la cara!
—¿Tiene cara de caballo de verdad?
—Tiene la cara larga —dijo, e hizo una mueca—, pero no es totalmente fea. Ya va siendo hora de que se case. ¡Tendrá unos quince o dieciséis años! Creo que tendríamos que casarla con el hijo de Ivarr. Eso nos solucionará la alianza con Ivarr, y él nos ayudará a lidiar con Kjartan. Después tendremos que asegurarnos de que los escoceses no nos harán la guerra. Y por supuesto, tenemos que mantener a esos granujas de Strath Clota a raya, para que no molesten.
—Por supuesto —respondí.
—Verás, mataron a mi padre, ¡y me convirtieron en esclavo! —sonrió.
Hardicnut, el padre de Guthred, había sido un conde danés que instaló su hogar en Cair Ligualid, la ciudad más importante de Cumbraland. Hardicnut se hacía llamar rey de Northumbria, un nombre pretencioso, pero al oeste de las colinas cosas más raras pasan, y cualquiera puede proclamarse rey de la luna si quiere porque nadie fuera de Cumbraland se va a enterar. Hardicnut no suponía ninguna amenaza para los grandes señores de Eoferwic; de hecho, no suponía ninguna amenaza para nadie, pues Cumbraland era un lugar agreste y triste, perpetuamente atacado por los hombres del norte en Irlanda o por la horrible brutalidad de Strath Clota, cuyo rey, Eochaid, se llamaba a sí mismo rey de Escocia, un título disputado por Aed, que peleaba entonces con Ivarr.