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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (29 page)

—¿Queréis decir que se la robasteis?

—¡Me la llevé para conservarla! —repuso ofendido.

—Y cuando vos seáis santo —le dije—, alguien meterá uno de vuestros apestosos zapatos en una caja de oro y lo adorará.

Beocca se puso colorado.

—Cuánto te gusta hacerme rabiar, Uhtred, cuánto —se rió, pero comprendí por el modo en que se puso colorado que había dado con su ambición secreta. Quería que lo declararan santo, ¿y por qué no? Era un buen hombre, mucho mejor que muchos que he conocido que hoy los consideran santos.

Brida y yo visitamos a Hild aquella tarde y donamos a su convento treinta chelines, casi todo el dinero que tenía, pero Ragnar estaba benditamente convencido de que la fortuna de Sverri llegaría desde Jutlandia, y Ragnar la compartiría conmigo, así que en esa creencia le entregué el dinero a Hild, que se mostró encantada al ver la cruz de plata en
Hálito-de-serpiente.

—A partir de ahora la tienes que usar sabiamente —me dijo con severidad.

—Siempre la uso sabiamente.

—Has ligado el poder de Dios a la hoja —me dijo—, y ya no puede hacer nada malo.

Dudaba mucho de que fuera a obedecer esa orden, pero me alegré de ver a Hild. Alfredo le había regalado parte del polvo de la tumba de san Hedda, y me contó que, mezclado con natillas, se volvía una medicina milagrosa que había sanado por lo menos a doce de los enfermos del convento.

—Si alguna vez estás enfermo —me dijo—, tienes que venir aquí, lo mezclaremos con natillas frescas y te ungiremos.

Volví a ver a Hild al día siguiente, en que nos convocaron a todos en la iglesia para contemplar su consagración y ser testigos del compromiso de Æthelflaed. Hild, con todas las demás monjas de Wintanceaster, estaba en una de las naves laterales, y Ragnar, Brida y yo nos tuvimos que quedar al final de la iglesia porque llegamos tarde. Yo era más alto que la mayoría de los hombres, pero pude ver muy poco de la ceremonia, que me pareció eterna. Dos obispos rezaban, los curas salpicaban todo con agua bendita y un coro de monjes cantaba. Entonces el arzobispo de Contwaraburg dio un largo sermón que, cosa singular, no tenía nada que ver ni con la nueva iglesia, ni con el compromiso, sino que lanzaba una diatriba contra la clerecía de Wessex, por llevar túnicas cortas en lugar de hábitos largos. La bestial práctica, tronó el arzobispo, había ofendido al santo padre en Roma y debía suspenderse inmediatamente so pena de excomunión. Un cura justo delante de nosotros llevaba una túnica corta y se puso en cuclillas para parecer un enano con hábito largo. Los monjes volvieron a cantar y mi primo, pelirrojo y pagado de sí, se pavoneó hasta el altar, y la pequeña Æthelflaed fue conducida a su lado por su padre. El arzobispo murmuró algo sobre ellos, los salpicó con agua bendita, y la recién prometida pareja fue presentada a la congregación, que vitoreó debidamente.

Se llevaron rápidamente a Æthelflaed mientras los hombres en la iglesia daban la enhorabuena a Æthelred. Tenía veinte años, once más que Æthelflaed, y era un joven bajito, pelirrojo y petulante, totalmente convencido de su propia importancia. Dicha importancia radicaba en ser el hijo de su padre, y su padre era el
ealdorman
jefe en el sur de Mercia, la región de aquel país menos infestada de daneses, así que algún día Æthelred se convertiría en el jefe de los sajones mercios libres. Æthelred, en breve, podía proporcionar una buena parte de Mercia al gobierno de Wessex, motivo por el que había sido prometido en matrimonio con la hija de Alfredo. Se abrió paso por la nave, saludando a los señores de Wessex; después me vio y pareció sorprendido.

—Oí que habías sido capturado en el norte —dijo.

—Lo fui.

—Y aquí estás. Y eres justo el hombre que ando buscando —sonrió, seguro de que me caía estupendamente. No se habría podido equivocar más, pero Æthelred siempre suponía que el resto del mundo le tenía envidia y no quería otra cosa que ser su amigo.

—El rey —me dijo— me ha honrado con el mando de su guardia personal.

—¿Eso ha hecho Alfredo? —pregunté sorprendido.

—Por lo menos hasta que asuma las obligaciones de mi padre.

—Tu padre está bien, espero —le dije con sequedad.

—Está enfermo —contestó Æthelred, y sonaba complacido—, así que quién sabe durante cuánto tiempo comandaré la guardia de Alfredo. Pero me resultarías de mucha utilidad si sirvieras en las tropas reales.

—Antes prefiero comer mierda —contesté, después le tendí una mano a Brida—. ¿Te acuerdas de Brida? —le pregunté—. Intentaste violarla hace diez años.

Se puso rojo, no dijo nada y se marchó. Brida se rió al verlo retirarse, después hizo una leve reverencia porque Ælswith, la esposa de Alfredo, pasó a nuestro lado. Ælswith nos ignoró, pues nunca le gustamos ni Brida ni yo, pero Eanflaed sonrió. Era la más íntima confidente de Ælswith, y le envié un beso con la mano.

—Era puta en una taberna —le dije a Brida—, y ahora lleva la casa del rey.

—Bien por ella —contestó Brida.

—¿Sabe Alfredo que era puta? —preguntó Ragnar.

—Finge que no lo sabe —contesté.

Por fin llegó Alfredo. Parecía estar enfermo, pero eso no era nada fuera de lo habitual. Medio inclinó la cabeza en mi dirección, pero no dijo nada, aunque Beocca se me acercó discretamente mientras esperábamos que la multitud frente a la puerta se fuera marchando.

—El rey os espera después de las oraciones del mediodía —me dijo—, a vos también, señor Ragnar. Yo os avisaré.

—Estaremos en las Dos Grullas —le dije.

—No sé por qué te gusta esa taberna.

—Porque también es un burdel, por supuesto —le dije—. Y si os acercáis por allí, padre, aseguraos de dejar una muesca en una de las vigas para demostrar que os habéis beneficiado a una de las damas. Os recomiendo a Ethel. Sólo tiene una mano, pero es un milagro lo que puede hacer con ella.

—Oh, Dios mío, Uhtred, Dios mío. Qué pozo negro de inmundicias tienes por mente. Si alguna vez me caso, y rezo a Dios por poder disfrutar de esa felicidad, llegaré impoluto a mi esposa.

—Yo también rezo por ello, padre —dije, y era en serio. Pobre Beocca. Era feísimo y soñaba con una esposa, pero no había encontrado ninguna y yo dudaba de que fuera a hacerlo alguna vez. Había muchas mujeres dispuestas a casarse con él pues, con la bizquera y todo, era, después de todo, un cura privilegiado que Alfredo tenía en alta estima, pero Beocca esperaba que el amor le cayera encima como un relámpago. Observaba hermosas mujeres, soñaba sueños imposibles y decía sus oraciones. Quizá, pensé, al cielo lo recompensara con una esposa gloriosa, pero nada de lo que yo había escuchado sobre el cielo cristiano sugería que dichos placeres estuvieran disponibles.

Beocca nos fue a buscar aquella tarde a las Dos Grullas. Reparé en que miró las vigas y se conmocionó con la cantidad de muescas, pero no dijo nada, se limitó a conducirnos a palacio, donde dejamos nuestras armas en la puerta. Le ordenaron a Ragnar que esperara en el patio mientras Beocca me llevaba ante Alfredo, que estaba en su estudio, una pequeña estancia que formaba parte del edificio romano que era el corazón del palacio de Wintanceaster. Había estado en la habitación antes, así que no me sorprendió el escaso mobiliario, ni las pilas de pergaminos desperdigados por el alféizar de la ventana. Los muros eran de piedra, encalados, así que se trataba de una habitación bien iluminada, aunque por algún motivo Alfredo tenía una veintena de velas ardiendo en una esquina. Cada una de las velas había sido marcada con profundas líneas, como a un pulgar de distancia. Era evidente que las velas no estaban allí para iluminar, porque el sol de otoño entraba por el gran ventanal, y yo no quería preguntarle para qué servían las velas por si me lo contaba. Supuse que habría una vela por cada santo al que había rezado en los últimos días, y cada una de las líneas marcadas un pecado que había que quemar. Alfredo tenía una conciencia muy aguda para los pecados, especialmente de los míos.

Alfredo iba vestido con un hábito marrón, de modo que parecía un cura. Sus manos, como las de Beocca, estaban manchadas de tinta. Parecía pálido y enfermo. Había oído que sus problemas de estómago volvían a ser graves, y de vez en cuando se estremecía como si el dolor le apuñalara el estómago. Pero me dio una cálida bienvenida, la verdad.

—Señor Uhtred. Confío en que estéis bien de salud.

—Lo estoy, señor —contesté, aún arrodillado—, y espero lo mismo de vos.

—Dios me aflige. Lo hace por un motivo, así que debería alegrarme. Poneos en pie, por favor. ¿Está el conde Ragnar con vos?

—Está fuera, señor.

—Bien —dijo.

Yo estaba en pie en el único espacio que quedaba libre en la pequeña sala. Las misteriosas velas ocupaban bastante, y Beocca estaba de pie contra la pared, junto a Steapa, que aún ocupaba más. Me sorprendió ver a Steapa. Alfredo prefería a los hombres inteligentes, y Steapa era muchas cosas, pero no listo. Había nacido siervo, ahora era guerrero, y lo cierto es que para poco más servía, aparte de trasegar cerveza y despedazar a los enemigos del rey, dos tareas que hacía con eficiencia brutal. Ahora estaba allí, justo detrás del alto escritorio del rey, con expresión incómoda, como inseguro de por qué le habían hecho llamar.

Pensé que Alfredo preguntaría por mi calvario, pues le gustaba escuchar historias de lugares lejanos y gente extraña, pero no hizo la mínima referencia, y me preguntó en cambio mi opinión sobre Guthred. Yo le contesté que Guthred me gustaba, y eso sorprendió al rey.

—Os gusta —preguntó Alfredo—, ¿después de lo que os hizo?

—Tenía poca elección, señor —le dije—. Y yo le dije que un rey debe ser implacable para defender su reino.

—Aun así —Alfredo me observó dubitativo.

—Señor, si los hombres sencillos fuéramos buscando gratitud de los reyes —le dije con mi expresión más sincera—, estaríamos siempre decepcionados.

Me miró con severidad, y luego estalló en carcajadas, cosa muy poco habitual.

—Os he echado de menos, Uhtred —me dijo—. Sois el único hombre que se muestra impertinente conmigo.

—No era su intención, señor —intervino Beocca nervioso.

—Claro que lo era —contestó Alfredo. Apartó unos pergaminos del alféizar de la ventana y se sentó—. ¿Qué os parecen mis velas? —me preguntó.

—Encuentro, señor —contesté pensativo—, que son más útiles de noche.

—Intento desarrollar un reloj —me dijo.

—¿Un reloj?

—Para marcar las horas.

—Podéis mirar el sol, señor —le dije—, y por la noche, las estrellas.

—No todos podemos ver entre las nubes —replicó con aspereza—. Cada señal representa una hora. Pretendo averiguar qué marcas son las más precisas. Si encuentro una vela que consuma veinticuatro divisiones entre mediodía y mediodía, siempre sabré la hora, ¿no es así?

—Sí, señor —contesté.

—Hay que emplear el tiempo como es debido —prosiguió—, y para hacerlo antes tenemos que saber de cuánto tiempo disponemos.

—Sí, señor —repetí, ya evidentemente aburrido.

Alfredo suspiró, después buscó entre los pergaminos y encontró uno sellado con cera de un verde enfermizo.

—Esto es un mensaje del rey Guthred —me dijo—. Me pide mi consejo, y tengo intención de ofrecérselo. Motivo por el cual voy a enviar una embajada a Eoferwic. El padre Beocca ha accedido a hablar por mí.

—Me concedéis un privilegio, señor —repuso Beocca feliz—, un gran privilegio.

—Y el padre Beocca transportará preciosos regalos para el rey Guthred —prosiguió Alfredo—, y esos regalos necesitan protección, lo que supone una escolta de guerreros. He pensado que quizá vos quisierais proporcionar esa protección, señor Uhtred. Vos y Steapa.

—Sí, señor —contesté, lleno de entusiasmo esta vez, pues sólo soñaba con Gisela, y estaba en Eoferwic.

—Pero debéis entender —dijo Alfredo—, que el padre Beocca está al mando. Es mi embajador y recibiréis órdenes de él. ¿Lo habéis entendido?

—Desde luego, señor —repuse, aunque en verdad no tenía necesidad de aceptar las instrucciones de Alfredo. Ya no estaba ligado a él por juramento, no era sajón del oeste, pero me pedía que fuera adonde yo quería ir, así que no le recordé que no tenía mi lealtad.

No hacía falta que se lo recordaran.

—Los tres regresaréis antes de Navidad para informar de vuestra embajada —dijo—, y si no lo juráis —ahora me miraba a mí—, y juráis ser mi hombre, no os dejaré marchar.

—¿Queréis mi juramento? —le pregunté.

—Insisto en ello, señor Uhtred —repuso.

Vacilé. No quería volver a ser hombre de Alfredo, pero presentí que había un objetivo mayor tras aquella embajada que el de proporcionar consejo. Si Alfredo quería aconsejar a Guthred, ¿por qué no le enviaba una carta? ¿O media docena de curas para comerle la oreja? Sin embargo, Alfredo enviaba a Steapa y a un servidor, y lo cierto es que nosotros dos sólo valíamos para una cosa, pelear. Y a Beocca, aunque sin duda era un buen hombre, no se le podía considerar el más impresionante de los embajadores. Alfredo, pensé, quería que Steapa y yo fuéramos al norte, lo que significaba que quería violencia, y eso era esperanzador, pero aun así vacilé, y eso exasperó al rey.

—¿Debo recordaros —preguntó Alfredo con cierta aspereza—, que he tenido que lidiar con el problema de liberaros de la esclavitud?

—¿Por qué habéis hecho eso, señor? —le pregunté yo a mi vez.

Beocca silbó de rabia, molesto porque no me hubiera rendido inmediatamente a los deseos del rey, y Alfredo parecía ofendido, pero pareció aceptar que mi pregunta merecía respuesta. Le indicó a Beocca que se callara, después toqueteó el sello de Guthred y desprendió pedazos de cera verde.

—Me convenció la abadesa Hildegyth —me dijo al final. Esperé. Alfredo se me quedó mirando y entendió que yo pensaba que había más que los ruegos de Hild. Se encogió de hombros—. Y me parecía —contestó incómodo—, que os debía más de lo que os había pagado por vuestros servicios en Æthelingaeg.

No era una disculpa, pero sí un reconocimiento de que cinco pieles no eran recompensa por haber conseguido un reino. Incliné la cabeza.

—Gracias, señor—le dije—, tendréis mi juramento.

No quería jurarle lealtad, ¿pero qué otra opción tenía? Así se deciden nuestras vidas. Durante años había oscilado entre el amor a los daneses y la lealtad a los sajones, y allí, entre las velas reloj a medio derretir, le entregué mis servicios a un rey que me disgustaba.

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