—¿Cuántas mujeres van a por agua? —le pregunté a Sihtric en voz baja.
—¿Diez, señor? —calculó.
Eché un vistazo alrededor de la empalizada. Apenas veía el brillo de las hogueras por encima de las murallas y calculé que el pozo estaría a unos veinte pasos de la muralla. No muy lejos, pero eran veinte pasos de empinada colina.
—¿Hay guardias en la puerta? —pregunté conociendo la respuesta, pues la había formulado ya antes, pero en la oscuridad y con la matanza a la vuelta de la esquina, reconfortaba hablar.
—Sólo había dos o tres guardias cuando yo estaba allí, señor.
Y esos guardias estarían somnolientos, pensé, bostezando tras una noche de sueño roto. Abrirían la puerta, verían pasar a las mujeres, y después se apoyarían en el muro y soñarían con otras mujeres. Aun así, sólo hacía falta que uno de los guardias estuviese alerta, y aunque los de la puerta estuviesen dormidos, un solo centinela alerta en el muro bastaría para frustrar nuestros planes. Sabía que la muralla en aquel lado este no tenía plataforma para la batalla, pero sí poseía pequeños salientes en los que se podía montar guardia. Así que estaba preocupado, imaginaba que todo iba a salir mal, y a mi lado
Clapa
roncó en un momento en que pilló el sueño, y yo me quedé fascinado de que pudiera dormir siquiera cuando estábamos tan mojados y hacía tanto frío, pero volvió a roncar y le pegué un codazo para despertarlo.
Parecía como si nunca fuera a llegar el alba, y si lo hacía, estaríamos tan fríos y mojados que no nos podríamos mover, pero por fin, en las alturas al otro lado del río despuntó el gris en la noche. Y se extendió como una mancha. Nos apiñamos aún más juntos para que la empalizada del pozo nos ocultara de los centinelas de la muralla. El gris se volvió más claro y los gallos cantaron en la fortaleza. La lluvia seguía cayendo constante. A mi lado veía ráfagas blancas donde el río chocaba con las rocas. Ya se apreciaban los árboles que teníamos debajo, aunque seguían en sombras. Un tejón pasó a diez pasos de nosotros, se dio la vuelta y se apresuró torpemente colina abajo. Una pincelada de rojo rasgó el cielo y de repente se hizo de día, aunque era un día tristón cruzado por las gotas argentadas de lluvia. Ragnar estaría formando su muro de escudos, alineando a los hombres en el camino para mantener la atención de las defensas. Si las mujeres venían a por agua, pensé, no deberían de tardar, y me abrí paso colina abajo para poder ver a todos mis hombres.
—Cuando subamos —les susurré—, ¡lo haremos a toda prisa! ¡Subimos a la puerta, matamos a los guardias y no os alejéis de mí! Y en cuanto entremos, frenamos. ¡Caminad! Como si pertenecierais a la guarnición.
Era imposible que doce venciéramos a todos los hombres de Kjartan. Si pensábamos ganar, había que colarse en la fortaleza. Sihtric me había dicho que tras la puerta del pozo había una maraña de edificios. Si matábamos a los guardias rápido, y si nadie nos veía, confiaba en poder escondernos en aquel laberinto, y en cuanto estuviéramos seguros de que no nos habían descubierto, nos dirigiríamos a la muralla norte. Todos vestíamos malla o cuero, todos llevábamos cascos, y si la guarnición observaba la llegada de Ragnar puede que no repararan en nosotros, y si lo hacían, supondrían que éramos defensores. Una vez en la muralla, quería capturar una de las plataformas de batalla. Si lográbamos alcanzar la plataforma y matar a los hombres que la guardaban, podríamos asegurar suficiente muralla para que se nos unieran los hombres de Ragnar. Los más ágiles treparían por la empalizada clavando hachas que hicieran las veces de escalones, y Rypere cargaría con nuestra cuerda de cuero para ayudarles. A medida que subieran más hombres podíamos abrirnos paso hasta la puerta y abrirla para el resto de la fuerza de Ragnar.
Parecía una buena idea cuando se la describí a Ragnar y a Guthred, pero en aquella fría y húmeda mañana se me antojaba más bien desesperada, e hizo presa en mí el abatimiento. Me toqué el amuleto del martillo.
—Rezad a vuestros dioses —les dije—, rezad porque nadie nos vea. Rezad porque lleguemos a la muralla —no era lo que había que decir. Tendría que haber sonado seguro de mí, pero traicioné mis miedos, y aquél no era momento de rezar a ningún dios. Ya estábamos en sus manos, y nos ayudarían o nos perjudicarían dependiendo de si les gustaba lo que hacíamos. Recordé al ciego Ravn, el abuelo de Ragnar, contándome que a los dioses les gusta la valentía, que adoran el desafío, que odian la cobardía y que detestan la inseguridad. «Estamos aquí para divertirles», me contó Ravn, «eso es todo, y si lo hacemos bien, celebraremos con ellos hasta el fin de los tiempos». Ravn había sido guerrero antes de perder la vista, y después se convirtió en escaldo, o compositor de poemas, y en los poemas que componía siempre celebraba la batalla y la valentía. Y si hacíamos aquello bien, pensé, daríamos trabajo a una docena de escaldos.
Sonó una voz arriba de la ladera y yo levanté un brazo para indicar que guardáramos silencio. Entonces oímos las voces de las mujeres y los golpes de los cubos contra la madera. Las voces se acercaron más. Oí una mujer quejarse, pero no entendí las palabras, respondió otra mujer, que hablaba con más claridad.
—No pueden entrar, eso es todo. No pueden —hablaban en inglés, así que eran esclavas o mujeres de los hombres de Kjartan. Oí el chapoteo al caer un cubo al pozo. Seguía con la mano levantada, avisando a los once hombres de que permanecieran en silencio. Llevaría algún tiempo llenar los cubos, y cuanto más tardaran mejor, porque les daría tiempo a los guardias a aburrirse. Miré nuestros rostros sucios, buscando señales de incertidumbre que pudieran ofender a los dioses, y de repente me di cuenta de que no éramos doce hombres, sino trece. El decimotercero tenía la cabeza agachada y no podía ver su rostro, así que le pinché una bota con la lanza y levantó la vista.
Y no era un hombre. Era Gisela.
En su mirada había desafío y súplica, y en la mía sólo horror. No hay ningún número que dé tanta mala suerte como el trece. Una vez, en el Valhalla, se celebró una fiesta para doce dioses, pero Loki, el dios de los engaños, se presentó sin ser invitado y se puso a hacer de las suyas. Convenció a Hod el Ciego de que le tirara una rama de muérdago a su hermano Baldur. Baldur era el dios favorito, el bueno, pero el muérdago podía matarlo, así que su hermano ciego le lanzó la ramita, Baldur murió y Loki se partió de risa, y desde entonces sabemos que el trece es un número malvado. Trece pájaros en el cielo presagian el desastre, trece piedras en una olla envenenarán cualquier comida que haya en la olla, y trece a la mesa es una invitación a la muerte. Trece lanzas contra una fortaleza sólo podían significar la derrota. Hasta los cristianos sabían que el número trece da mala suerte. El padre Beocca me contó que era porque había habido trece hombres en la última cena de Cristo, y que el decimotercero había sido Judas. Así que me quedé mirando horrorizado a Gisela, y para mostrarle lo que había hecho, apoyé mi lanza y levanté diez dedos, después dos y después la señalé a ella levantando el último. Sacudió la cabeza como para negar lo que le decía, pero la señalé una segunda vez y luego señalé el suelo, para indicarle que se quedara donde estaba. Entrarían doce, en Dunholm, no trece.
—Si el niño no mama —iba diciendo una de las mujeres tras la empalizada—, mójale los labios con zumo de prímulas. Siempre funciona.
—Y mójate tú también las tetas —añadió otra voz.
—Y ponle un emplasto de hollín y miel en la espalda —le aconsejó una tercera.
—Dos cubos más —dijo la primera voz—, y podremos salir de esta lluvia.
Ya era hora de ponerse en marcha. Volví a indicarle a Gisela, con gestos furiosos, que se quedara donde estaba, después cogí la lanza con la mano izquierda y desenvainé
Hálito-de-serpiente.
Besé la hoja y me puse en pie. Parecía raro volverse a mover, ponerse en pie, estar a la luz del día, empezar a caminar alrededor de la empalizada del pozo. Me sentía desnudo bajo las murallas y esperaba un grito de algún centinela atento, pero no oí nada. Delante, no muy lejos, veía la puerta y no había ningún guardia. Sihtric se apresuraba a mi izquierda. El camino era de piedra basta, resbaladiza y húmeda. Oí a una mujer perder el aliento, pero nadie dio la alarma desde las murallas; entonces atravesé la puerta, vi un hombre a mi derecha, asesté un golpe con
Hálito-de-serpiente y
se le hundió en la garganta, la liberé y la sangre brilló de un rojo vivo en la mañana gris. Cayó contra la empalizada y le atravesé la garganta con la lanza. Un segundo guardia observó la matanza desde unos doce metros. Su armadura consistía en un largo delantal de cuero de herrero, y su arma un hacha de leñador que parecía no ser capaz de levantar. Se quedó de piedra y no se movió al acercársele Finan. Abrió los ojos como platos al comprender el peligro, y se dio la vuelta para echar a correr pero la lanza de Finan lo hizo tropezar y cuando el irlandés llegó hasta él le hincó la espada en la columna. Levanté la mano para que todos guardaran silencio. Esperamos. No había gritado ningún enemigo. La lluvia goteaba desde la paja de los edificios. Conté a mis hombres y vi a diez, luego llegó Steapa por la puerta y la cerró tras él. Éramos doce, no trece.
—Las mujeres se quedarán en el pozo —me dijo Steapa.
—¿Estás seguro?
—Se quedarán en el pozo —gruñó. Le había dicho a Steapa que hablara con las mujeres que sacaban agua, y no tenía duda de que su solo tamaño había disipado cualquier idea de gritar la alarma.
—¿Y Gisela?
—También se quedará en el pozo.
Así que habíamos entrado en Dunholm. Llegamos a un rincón oscuro de la fortaleza, un lugar en el que había dos grandes montones de estiércol junto a un edificio bajo.
—Establos —me susurró Sihtric, aunque no había nadie vivo a la vista que nos pudiera oír. La cortina de lluvia seguía cayendo constante. Rodeé el final de los establos y no vi más que muros de madera, grandes montones de leña y tejados de paja cubiertos de musgo. Una mujer conducía una cabra entre dos cabañas, golpeando al animal para que se diera prisa bajo la lluvia.
Limpié
Hálito-de-serpiente
en la capa deshilachada del hombre que había matado, después le entregué a
Clapa
mi lanza y cogí el escudo del muerto.
—Envainad las espadas —les dije a todos. Si caminábamos por la fortaleza con las espadas en la mano llamaríamos la atención. Teníamos que parecer hombres recién levantados que se incorporaban a regañadientes a un turno frío y húmedo—. ¿Por dónde? —le pregunté a Sihtric.
Nos guió siguiendo la empalizada. En cuanto pasamos los establos, vi tres grandes casas que nos tapaban la muralla norte.
—Ésa es la casa de Kjartan —susurró Sihtric, señalando al edificio de la derecha.
—Habla con naturalidad —le dije.
Había señalado la casa más grande, la única de la que salía humo por la chimenea. Estaba construida con los lados largos mirando a este y a oeste, y una de las vertientes del tejado estaba unida a la muralla, así que tendríamos que adentrarnos en el centro de la fortaleza para rodear la casa. Veíamos gente, y ellos nos veían a nosotros, pero a nadie le parecimos extraños. No éramos más que hombres armados caminando por el barro, y ellos estaban mojados, tenían frío y estaban demasiado concentrados en alcanzar el calor junto al fuego para preocuparse por doce guerreros desaliñados. Un tejo crecía enfrente de la casa de Kjartan, y un único centinela guardaba la puerta de la casa, agachado bajo las ramas desnudas del tejo, en un vano intento por resguardarse del viento y la lluvia. Ya oía los gritos. Eran débiles, pero a medida que salvábamos la distancia entre las casas empezamos a ver hombres en las murallas. Miraban hacia el norte, algunos enarbolaban lanzas desafiantes. Así que Ragnar se acercaba. Se le vería incluso con la media luz, pues sus hombres transportaban antorchas. Ragnar había ordenado a los atacantes que llevaran fuego para que los defensores los miraran a ellos en lugar de vigilar la parte de atrás de Dunholm. Así que el fuego y el acero se acercaban a Dunholm, pero los defensores se burlaban de los hombres de Ragnar que se afanaban por el resbaladizo camino. Se burlaban porque sabían que sus muros eran elevados y los atacantes pocos, pero los
sceadugengan
ya se encontraban entre ellos, y ninguno había reparado en nosotros, así que mis miedos del alba empezaron a desvanecerse. Me toqué el amuleto del martillo y le di gracias a Thor en silencio.
Estábamos a sólo unos menos del tejo que crecía a unos cuantos pasos de la puerta de Kjartan. El arbolillo había sido plantado como símbolo de Yggdrasil, el Árbol de la Vida por el que se enrosca el destino, aunque aquel árbol parecía enfermo, poco más que un plantón que se esforzaba por enraizar en el pobre suelo de Dunholm. El centinela nos miró, no notó nada raro y se dio la vuelta para observar la torre de la puerta, al otro lado de la plana cumbre de Dunholm. Los hombres se apiñaban en la muralla de la puerta, otros guerreros ocupaban sus puestos en las plataformas de batalla construidas a derecha e izquierda. Un buen grupo de daneses montados esperaba detrás de la puerta, sin duda listos para perseguir a los atacantes derrotados cuando fueran repelidos de la empalizada. Intenté contar a los defensores, pero eran demasiados, así que miré a la derecha y vi una recia escalera que subía hasta la plataforma de batalla en el lado oeste de las murallas. Allí, pensé, era donde teníamos que ir. Trepar por aquella escalera, capturar la muralla oeste y dejar entrar a Ragnar dentro, para que se vengara de su padre, liberara a Thyra y asombrara a toda Northumbria.
Sonreí, encantado de repente por estar dentro de Dunholm. Pensé en Hild y la imaginé rezando en su sencilla capilla, con los mendigos ya arremolinados ante la puerta del convento. Alfredo estaría trabajando, destrozándose los ojos leyendo manuscritos a la débil luz del alba. Los hombres se estarían desperezando en todas las fortificaciones de Gran Bretaña, bostezando y estirándose. Enjaezarían los bueyes. Los perros se pondrían nerviosos, conscientes de que les esperaba un día de caza, y allí estábamos, dentro de la fortaleza de Kjartan sin que nadie sospechara de nuestra presencia. Estábamos mojados, teníamos frío, estábamos tiesos y nos superaban en número por lo menos veinte a uno, pero los dioses estaban con nosotros y sabía que íbamos a ganar; así que me sentí exultante. La alegría de la batalla y sabía que los escaldos tendrían una gran gesta que celebrar.