Los señores del norte (35 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Beocca, avergonzado por mi comportamiento, me apartó a un lado e hizo una reverencia a Guthred. Estaba pálido, y no me extraña, pues acababa de ver matar a un monje, pero ni siquiera eso iba a impedirle la gloriosa tarea de ser embajador de Wessex.

—Os traigo saludos —dijo— de Alfredo de Wessex quien…

—Más tarde, padre —le dije.

—Os traigo saludos cristianos de… —lo intentó de nuevo Beocca, y después chilló cuando lo aparté hacia atrás. Los curas y monjes pensaron evidentemente que iba a matarlo, y algunos se taparon los ojos.

—Más tarde, padre —le dije soltándolo, después miré a Guthred—. ¿Y qué vais a hacer ahora? —le pregunté.

—¿Hacer?

—¿Qué vais a hacer? Os hemos quitado de encima a los hombres que os vigilaban, sois libre para marcharos. ¿Qué vais a hacer?

—Lo que vamos a hacer —era Hrothweard el que hablaba—, ¡es castigaros! —Me señaló y la ira hizo presa de él. Gritó que era un asesino, un pagano, un pecador y que Dios se vengaría de Guthred si permitía que quedara sin castigo. La reina Osburh parecía aterrorizada al oír las amenazas de Hrothweard. Era todo energía, pelo revuelto y salivazos, mientras gritaba que había matado a un santo hermano—. La única esperanza para Haliwerfolkland —siguió con su perorata—es nuestra alianza con Ælfric de Bebbanburg. ¡Enviad a la dama Gisela al señor Ælfric y matad al pagano! —me señaló. Gisela seguía a mi lado, agarrada de mi mano. Yo no dije nada.

El abad Eadred, que parecía tan viejo como el cadáver de san Cutberto, intentó traer la calma a la iglesia. Levantó las manos en alto hasta que se hizo el silencio, después agradeció a Ragnar que matara a los hombres de Kjartan.

—Lo que debemos hacer ahora, mi señor el rey —se dirigió Eadred a Guthred—, es transportar al santo al norte. A Bebbanburg.

—¡Hay que castigar al asesino! —intervino Hrothweard.

—Nada es más preciado para nuestro país que el cadáver del sagrado Cutberto —prosiguió Eadred, sin hacer ni caso de la furia de Hrothweard—, y debemos llevarlo a un lugar seguro. Tenemos que partir mañana, cabalgar al norte, hasta el santuario de Bebbanburg.

Aidan, el administrador de Ælfric, pidió permiso para hablar. Había venido al sur, corriendo cierto riesgo y de buena fe, y yo le había insultado a él, a su señor y a la paz de Northumbria, pero ignoraría los insultos si Guthred llevaba a san Cutberto y a Gisela al norte, a Bebbanburg.

—Sólo en Bebbanburg —dijo Aidan— estará el santo a salvo.

—Debe morir —insistió Hrothweard, empuñando una cruz de madera hacia mí.

Guthred estaba nervioso.

—Si nos dirigimos al norte —dijo—, Kjartan se opondrá a nosotros.

Eadred estaba preparado para la objeción.

—Si el conde Ragnar cabalga con nosotros, señor, sobreviviremos. La Iglesia pagará al conde Ragnar por dicho servicio.

—Pero no habrá seguridad para ninguno —grito Hrothweard—, si permitimos que un asesino siga vivo —me volvió a señalar con la cruz de madera—. ¡Es un asesino! ¡Un asesino! ¡El hermano Jaenberht es un mártir! —Los curas y monjes lo apoyaron con gritos, y Guthred sólo consiguió acallarlos recordándoles que el padre Beocca era un embajador. Guthred pidió silencio e invitó a Beocca a hablar.

Pobre Beocca. Llevaba días practicando, puliendo las palabras, diciéndolas en voz alta, cambiándolas y volviéndolas a cambiar. Había pedido consejo, rechazado el consejo, declamado incesantemente, y ahora que entregaba su saludo formal de parte de Alfredo, dudo mucho que Guthred escuchara una sola palabra, pues se limitaba a mirarnos a Gisela y a mí, mientras Hrothweard seguía envenenándole la oreja. Pero Beocca siguió dando la brasa, alabó a Guthred y a la reina Osburh, declaró que eran la luz divina en el norte, y aburrió a todo el que le prestó atención. Algunos de los guerreros de Guthred se burlaban del discurso, ponían muecas o fingían bizquear, hasta que Steapa, cansado de su crueldad, se puso detrás de Beocca y apoyó una mano en la empuñadura de su espada. Steapa era un hombre amable, pero tenía un aspecto implacablemente violento. Era enorme, para empezar, y parecía que le hubieran estirado demasiado la piel de la cara, lo que le impedía expresar nada que no fuera odio puro o hambre voraz. Miró con odio alrededor de la sala, retando a cualquiera a que ninguneara a Beocca, y todos se quedaron en silencio maravillados.

Beocca, por supuesto, creía que era su elocuencia lo que los había tranquilizado. Terminó su discurso con una profunda reverencia a Guthred, después le mostró los regalos que Alfredo enviaba. Había un libro que Alfredo aseguraba haber traducido del latín al inglés, y puede que lo hiciera. Estaba lleno de homilías cristianas, contó Beocca, y volvió a agacharse cuando presentó el pesado volumen, recubierto de joyas. Guthred le dio la vuelta al libro, consiguió abrir la cerradura, miró una página del revés y declaró que era el regalo más valioso que había recibido nunca. Dijo lo mismo del segundo regalo, una espada. Era una hoja franca, con empuñadura de plata y pomo de cristal. El último regalo era sin duda el más precioso, pues se trataba de un relicario de oro fino engarzado con granates, y dentro había pelos de la barba de san Agustín de Contwaraburg. Hasta el abad Eadred, guardián del muy sagrado cadáver de Northumbria, estaba impresionado, y se inclinó hacia delante para acariciar el brillante oro.

—El rey pretende enviar un mensaje con estos regalos —dijo Beocca.

—No lo hagáis muy largo —murmuré, y Gisela me apretó la mano.

—Me encantará escuchar el mensaje —respondió Guthred educadamente.

—El libro representa el estudio —contestó Beocca—, pues sin estudio un reino no es más que una cáscara de barbarie ignorante. La espada es el instrumento con el que defendemos el estudio y protegemos el reino de Dios en la tierra, y su pomo de cristal representa el ojo interior que nos permite descubrir la voluntad de nuestro Salvador. Y los pelos de la barba de san Agustín, mi señor el rey, nos recuerdan que sin Dios no somos nada, y sin la santa Iglesia somos como paja al viento. Y Alfredo de Wessex desea que tengáis una larga y estudiosa vida, un gobierno divino y un reino a salvo —hizo otra reverencia.

Guthred dio un discurso de agradecimiento, pero terminó en lamentos. ¿Iba Alfredo de Wessex a enviar ayuda a Northumbria?

—¿Ayuda? —preguntó Beocca, no muy seguro de cómo responder.

—Necesito lanzas —le dijo Guthred, pero cómo pensaba aguantar lo suficiente hasta que llegaran tropas de Wessex era un misterio.

—Me ha enviado a mí —respondí.

—¡Asesino! —escupió Hrothweard. No tenía intención de dejarlo estar.

—Me ha enviado a mí —repetí, y le solté la mano a Gisela y me reuní con Beocca y Steapa en la nave central. Beocca manoteaba como para indicarme que me marchara y me callara, pero Guthred quería oírme—. Hace unos dos años —le recordé a Guthred—, Ælfric se convirtió en vuestro aliado y mi libertad fue el precio por aquella alianza. Os prometió que destruiría Dunholm, y me cuentan que Dunholm sigue en pie y Kjartan aún está vivo. Menuda promesa la de Ælfric
.
Y aun así, ¿volvéis a confiar en él? ¿Creéis que si le entregáis a vuestra hermana y a un santo muerto Ælfric luchará por vos?

—Asesino —escupió Hrothweard.

—Bebbanburg aún está a dos días de marcha —le dije—, y para llegar allí necesitáis la ayuda del conde Ragnar. Pero el conde Ragnar es amigo mío, no vuestro. Jamás me ha traicionado.

El rostro de Guthred se contorsionó al escuchar la palabra
traición.

—No necesitamos daneses paganos —murmuró entre dientes Hrothweard—. Debemos volver a dedicarnos a Dios, mi señor el rey, aquí en el río Jordán, ¡y Dios nos conducirá a salvo por tierras de Kjartan!

—¿El Jordán? —me preguntó Ragnar a mi espalda—, ¿dónde está eso?

Yo pensaba que el río Jordán estaba en la tierra santa de los cristianos, pero parecía que estaba allí, en Northumbria.

—El río Swale —gritaba Hrothweard como si se dirigiera a una congregación de cientos de personas— fue donde el santo Paulino bautizó a Edwin, el primer rey cristiano de nuestro país. Miles de personas fueron bautizadas allí. ¡Es nuestro río sagrado! ¡Nuestro Jordán! Si bañamos nuestras espadas y lanzas en el Swale, Dios las bendecirá. ¡No podrán derrotarnos!

—Sin el conde Ragnar —me burlé de Hrothweard—, Kjartan os hará pedazos. Y el conde Ragnar —miré de nuevo a Guthred— es mi amigo, no el vuestro.

Guthred tomó a su esposa de la mano y reunió el valor para mirarme a los ojos.

—¿Y qué vais a hacer vos, señor Uhtred?

Mis enemigos, y tenía unos cuantos en aquella iglesia, repararon en que se dirigía a mí como señor Uhtred, y el disgusto recorrió la estancia. Di un paso al frente.

—Fácil, señor —contesté, y no sabía qué iba a decir, pero de repente llegó la inspiración. Las tres hilanderas jugaban conmigo o me entregaban un destino tan dorado como el de Guthred, pues de repente todo parecía sencillo.

—¿Fácil? —preguntó Guthred.

—Ivarr marcha sobre Eoferwic, señor —le dije—, y Kjartan ha enviado a sus hombres para que no lleguéis a Bebbanburg. Lo que intentan hacer, señor, es manteneros fugitivo. Tomarán vuestras fortalezas, capturarán vuestro palacio, destruirán a vuestros seguidores sajones y cuando no tengáis dónde esconderos, os prenderán y os matarán.

—¿Y? —preguntó Guthred quejumbroso—. ¿Qué hacemos?

—Vamos a buscarnos una fortaleza, señor, por supuesto. Un lugar seguro.

—¿Dónde? —preguntó.

—En Dunholm —contesté—. ¿Dónde si no?

Se me quedó mirando. Nadie más habló. Incluso los religiosos, que un momento antes aullaban pidiendo mi muerte, se quedaron callados. Y yo pensaba en Alfredo, en cómo, en aquel terrible invierno en que todo Wessex parecía condenado, no pensaba en la supervivencia, sino en la victoria.

—Partiremos al alba —le dije—, y partiremos rápido, en dos días tomaremos Dunholm.

—¿Podéis hacer eso? —preguntó Guthred.

—No, señor —contesté—, podemos hacerlo juntos —aunque no tenía ni la más remota idea de cómo. Lo único que sabía es que nosotros éramos pocos y el enemigo numeroso, y que hasta entonces Guthred había sido como un ratón en las garras de su enemigo, y ya iba siendo hora de que se revolviera. Y Dunholm, como Kjartan había enviado tantos hombres a guardar los accesos a Bebbanburg, era más débil de lo que nunca sería.

—Podemos hacerlo —dijo Ragnar. Se acercó a mi lado.

—Pues es lo que haremos —contestó Guthred, y así se decidió.

A los curas no les gustaba la idea de que viviera sin ser castigado, y aún les gustó menos cuando Guthred hizo caso omiso a sus quejas y me pidió que le acompañase a la pequeña casa que eran sus aposentos. Gisela también vino, se sentó contra la pared y nos observó a los dos. Ardía una pequeña hoguera. Hacía frío, aquella tarde, el primer frío del cercano invierno.

Guthred estaba avergonzado de encontrarse a solas conmigo. Medio sonrió.

—Lo siento mucho —dijo vacilante.

—Sois un pedazo de cabrón —le dije.

—Uhtred —empezó a decir, pero no se le ocurrió nada más.

—Sois un pedazo de mierda de comadreja —le dije—, un cagarro como la copa de un pino.

—Soy un rey —contestó, intentando recuperar algo de dignidad.

—Pues entonces sois un pedazo de mierda de comadreja regia. Un cagarro encima de un trono.

—Yo… —empezó, y no encontró qué decir, así que se sentó en la única silla de la habitación y se encogió de hombros.

—Pero hicisteis lo correcto —le dije.

—¿Sí? —Pareció animarse.

—Pero no funcionó, ¿verdad que no? Ibais a sacrificarme a cambio de tener las tropas de Ælfric de vuestro lado. Se suponía que ibais a aplastar a Kjartan como un piojo, pero aún sigue ahí, y Ælfric se hace llamar señor de Bernicia, y tenéis una rebelión danesa entre manos. ¿Y por eso pasé yo dos años de esclavo pegado a un remo? —No contestó. Me desabroché la espada, me saqué la cota de malla por la cabeza y la tiré en el suelo. Guthred parecía perplejo mientras me observaba levantarme la túnica de mi hombro izquierdo; entonces le enseñé la cicatriz de esclavo que Hakka me había grabado en el brazo—. ¿Sabéis qué es esto? —pregunté. Sacudió la cabeza—. Es una marca de esclavo, mi señor el rey. ¿No tenéis vos una?

—No —contestó.

—Yo la llevo —le dije—, la llevo para que vos fuerais rey aquí, pero lo que sois es un fugitivo plagado de curas. Os dije hace mucho que matarais a Ivarr.

—Tendría que haberlo hecho —admitió.

—¿Y habéis permitido a esa roña peluda que es Hrothweard imponer el diezmo a los daneses?

—Era para un santuario —contestó—. Hrothweard había tenido un sueño. Me dijo que san Cutberto le había hablado.

—Bastante hablador me parece a mí Cutberto para estar muerto. ¿Por qué no recordáis de una maldita vez que sois vos quien gobierna esta tierra y no san Cutberto?

Estaba abatido.

—La magia cristiana siempre me ha funcionado —me dijo.

—No ha funcionado —me burlé—. Kjartan sigue vivo, Ivarr sigue vivo, y os enfrentáis a una revuelta de los daneses. Olvidad de una vez la magia cristiana. Ahora me tenéis a mí, y tenéis al conde Ragnar. Es el mejor hombre de vuestro reino. Cuidadlo.

—Y a ti —me dijo—. También te cuidaré a ti. Lo prometo.

—Yo voy a hacerlo —dijo Gisela.

—Porque seré vuestro cuñado —le dije a Guthred.

Asintió, después me sonrió débilmente.

—Siempre dijo que volverías.

—¿Y vos pensabais que estaba muerto?

—Esperaba que no —contestó. Después se puso en pie y sonrió—. ¿Me creerías —me preguntó— si te dijera que te he echado de menos?

—Sí, señor —contesté—, porque también yo os he echado de menos.

—¿En serio? —preguntó esperanzado.

—Sí, señor —contesté—, os he echado de menos —y por raro que parezca, era cierto. Pensaba que lo detestaría cuando volviera a verlo, pero había olvidado su encanto contagioso. Me seguía gustando. Nos abrazamos. Guthred recogió su casco y salió por la puerta, que no era más que un paño sujeto con dos clavos.

—Os dejo mi casa esta noche —dijo sonriendo—. A los dos —añadió.

Y lo hizo.

* * *

Gisela. Estos días, que ya soy viejo, a veces veo alguna muchacha que me recuerda a Gisela y se me hace un nudo en la garganta. Veo una chica de grandes zancadas, la melena negra, la cinturita, la gracia de sus movimientos y ese modo desafiante de inclinar la cabeza. Y cuando veo alguna chica así, vuelvo a ver a Gisela, y a menudo, porque me he vuelto chocho y sentimental, las lágrimas me encharcan los ojos.

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