—Guthred está rezando —dijo Beocca en tono severo—, y esas oraciones están teniendo respuesta.
—¿Queréis decir que nos ha enviado el dios cristiano? —le pregunté.
—¿Quién si no? —respondió indignado mientras se limpiaba a manotazos la sotana—. Cuando veamos a Guthred —me dijo—, me dejarás hablar a mí.
—¿Os parece que éste es momento para ceremonias?
—¡Soy un embajador! —protestó—, pareces olvidarlo —su indignación explotó de repente como un arroyo cargado de lluvia que se desbordara por las riberas—. ¡No tienes ningún concepto de la dignidad! ¡Soy un embajador! Anoche, Uhtred, cuando le dijiste a ese irlandés salvaje que me rebanara el cuello, ¿en qué estabas pensando?
—Pensaba en cerraros la boca, padre.
—Voy a hablarle a Alfredo de tu insolencia. Puedes estar seguro. ¡Vaya si se lo voy a contar!
Siguió quejándose, pero yo no escuchaba, pues Cetreht y el ondeante río Swale acababan de aparecer ante nosotros. El fuerte romano estaba a corta distancia de la orilla sur del Swale, y las antiguas murallas de tierra formaban un amplio cuadrado que cercaba una aldea con una iglesia en el centro. Al otro lado del fuerte estaba el puente de piedra que los romanos habían construido para cruzar su grandiosa calzada, que conducía desde Eoferwic hasta el salvaje norte, y la mitad del arco aún seguía en pie.
A medida que nos acercamos más, vi que el fuerte estaba lleno de caballos y gente. Un estandarte ondeaba en el hastial de la iglesia, y supuse que sería la bandera de Guthred que representaba a san Cutberto. Había unos cuantos jinetes más al norte del río, bloqueando la huida de Guthred por el vado, mientras que los sesenta jinetes de Rolf se encontraban en los campos al sur del fuerte. Eran como perros montando guardia en la guarida de un zorro.
Ragnar frenó su caballo. Sus hombres se preparaban para la batalla. Metían los brazos en sus escudos, soltaban las espadas y esperaban las órdenes de Ragnar. Miré el valle. El fuerte era un refugio lamentable. Las murallas hacía mucho que se habían erosionado sobre la zanja y no había empalizada, de modo que un hombre podría cruzar la fortificación, que no era más que un terraplén, a paso constante. Los sesenta jinetes, si hubieran querido, habrían podido entrar en el pueblo, pero prefirieron aproximarse a la vieja muralla e insultar a gritos desde allí. Los hombres de Guthred observaban desde el borde del fuerte. Aún más hombres se arremolinaban junto a la iglesia. Nos habían visto en la colina y debieron de pensar que éramos nuevos enemigos, pues nos apresurábamos hacia los restos de la muralla sur. Miré el poblado. ¿Estaría allí Gisela? Recordé el movimiento de su cabeza, sus ojos oscurecidos por la melena morena, e inconscientemente, espoleé mi caballo unos pasos hacia delante. Había pasado más de dos años en el infierno del remo de Sverri, pero aquél era el momento con el que había estado soñando todo el tiempo, así que no esperé a Ragnar. Espoleé de nuevo a mi caballo y bajé solo al galope hasta el valle del Swale.
* * *
Beocca, por supuesto, me siguió, gritando como una corneja que como embajador de Alfredo debía encabezar la marcha en presencia de Guthred, pero no le hice caso y a mitad de la colina tropezó y se cayó de su caballo. Lloró desesperado, pero allí lo dejé, cojeando en la hierba mientras intentaba recuperar su yegua.
El sol de finales de otoño brillaba sobre la tierra aún húmeda por la lluvia. Llevaba un escudo de embozadura pulida, vestía malla y casco, mis brazaletes brillaban y relucía como un señor de la guerra. Me giré sobre la silla para ver que Ragnar bajaba ya colina abajo, pero se desviaba hacia el este, con la clara intención de cortar la retirada de los hombres de Kjartan, cuya mejor huida quedaba en los prados al este del río.
Llegué al pie de la colina y me apresuré por la lisa explanada del río hasta la calzada romana. Dejé atrás un cementerio cristiano, montículos de tierra con pequeñas cruces que miraban a una cruz mayor que les mostraría a los muertos resucitados la dirección de Jerusalén el día en que los cristianos creían que sus cadáveres se levantarían de la tumba. El camino conducía directamente de las tumbas a la entrada sur del fuerte, donde un puñado de hombres de Guthred me observaban. Los hombres de Kjartan se acercaron para interceptarme, cortando el camino, pero no parecían preocupados. ¿Por qué iban a estarlo? Parecía danés, era un solo hombre, ellos eran muchos, y mi espada seguía en su vaina.
—¿Quién de vosotros es Rolf? —grité cuando me acerqué a ellos.
—Yo —un hombre de barba negra enfiló su caballo hacia mí—. ¿Quién eres tú?
—Tu muerte, Rolf —le dije, y desenvainé
Hálito-de-serpiente
y clavé mis talones en los flancos del caballo, que salió a todo galope. Rolf aún estaba sacando la espada cuando embestí contra él y
Hálito-de-serpiente
le rebanó el cuello, de modo que casco y cabeza salieron volando, rebotaron en el camino y acabaron bajo los cascos de mi semental. Reía, pues había recuperado la alegría de la batalla. Tenía tres hombres delante y ninguno había desenvainado aún. Se me quedaron mirando, paralizados, y al tronco sin cabeza de Rolf que se balanceaba sobre la silla de montar. Cargué contra el hombre del centro, dejé que mi caballo embistiera al suyo y le aticé con todas mis fuerzas con la espada; y ya me había quitado a los hombres de Kjartan de encima y tenía el fuerte delante.
Cincuenta o sesenta hombres estaban frente a la entrada del fuerte. Sólo un puñado iban montados, pero casi todos tenían espadas o lanzas. Y vi a Guthred, su melena rizada brillando al sol, y junto a él, a Gisela. Cuántas veces había intentado invocar su rostro, en aquellos largos meses en el remo de Sverri, y jamás lo conseguí. Con todo, la amplia boca y los ojos desafiantes me resultaban completamente familiares. Iba vestida con un hábito blanco, una cadena de plata rodeaba su cintura, y se cubría con un gorro de tela el pelo que, como estaba casada, llevaba recogido en un moño. Cogía a su hermano de un brazo, que no hacía más que observar los extraños acontecimientos que estaban teniendo lugar fuera de su refugio.
Dos de los hombres de Kjartan me habían seguido, el resto pululaban, divididos entre la conmoción de la muerte de Rolf y la repentina aparición de la banda de Ragnar. Me di la vuelta para enfrentarme a los dos hombres, tan deprisa que el caballo patinó sobre el barro húmedo, pero sirvió para que cambiaran de idea. Espoleé al caballo para que los persiguiera. Uno era demasiado rápido, el segundo iba sobre un animal más pesado y, al oír el ruido de mis cascos, me atacó con la espada hacia atrás, en un intento desesperado por alejarme. Paré el golpe con el escudo, y le hinqué
Hálito-de-serpiente
en la columna, de modo que arqueó la espalda y gritó. Liberé la espada y con el mismo movimiento se la volví a estampar al danés en la cara. Cayó de la silla y lo rodeé con la espada roja, y me quité el casco al acercarme de nuevo al fuerte.
Me estaba pavoneando. Por supuesto que me estaba pavoneando. ¿Un hombre contra sesenta? Pero Gisela me miraba. En realidad no corría ningún peligro. Los sesenta hombres no estaban listos para pelear, y si me perseguían, podía refugiarme entre los hombres de Guthred. Pero los de Kjartan no me persiguieron. Estaban demasiado nerviosos con Ragnar; así que los ignoré y me acerqué a los hombres de Guthred.
—¿Es que se os ha olvidado cómo pelear? —les grité. Ignoré a Guthred. Hasta ignoré a Gisela, aunque me había quitado el casco para que me reconociera. Sabía que me miraba. Notaba sus ojos oscuros, presentía su asombro y confiaba en que fuera un asombro lleno de alegría—. ¡Hay que matarlos a todos! —les grité, señalando con la espada a los hombres de Kjartan—. Todos esos cabrones tienen que palmar, ¡así que salid a matarlos!
En ese momento cargó Ragnar, y se escuchó el estruendo de escudo contra escudo, el entrechocar de espadas, y los gritos de hombres y bestias. Los hombres de Kjartan se desperdigaban, y algunos, desesperados por no poder huir hacia el este, galopaban hacia el oeste. Miré a los hombres de la puerta.
—¡Rypere! ¡
Clapa
! ¡Detened a esos hombres!
—Clapa
y Rypere me miraban como si fuera un fantasma, que probablemente lo fuera, en cierto sentido. Me alegró ver que
Clapa
seguía con Guthred, pues
Clapa
era danés y eso sugería que Guthred aún era capaz de convocar cierta lealtad danesa—. ¡
Clapa
! ¡Pedazo de cagarro! —le grité—. ¡Deja de hacer el capullo, que pareces un huevo duro! ¡Súbete a un caballo y pelea!
—¡Sí, señor!
Me acerqué más hasta que tuve a Guthred enfrente. A mis espaldas tenía lugar una pelea, y los hombres de Guthred, espabilados de su letargo, se apresuraban a unirse a la escabechina, pero Guthred no tenía ojos para la batalla. No podía dejar de mirarme. Tenía a los curas detrás y a Gisela a su lado, pero yo sólo lo miré a los ojos.
—¿Me recordáis? —pregunté con frialdad. No tenía palabras—. Haríais bien —le dije— en dar algo de ejemplo real matando unos cuantos hombres. Ahora mismo. ¿Tenéis caballo?
Asintió, pero sin poder hablar aún.
—Pues montad —repuse sin más—, y pelead.
Guthred asintió y dio un paso atrás, pero aunque su sirviente trajo un caballo Guthred no montó. Entonces miré a Gisela, ella me devolvió la mirada, y pensé que aquellos ojos podrían provocar un incendio. Quería hablar, pero era mi turno de quedarme sin palabras. Un cura la agarró del hombro, como para apartarla de la pelea, pero yo apunté mi ensangrentada hoja hacia el hombre y se quedó muy quieto. Volví a mirar a Gisela, y me pareció que perdía el aliento y el mundo se quedaba quieto. Una ráfaga de viento sacudió un mechón de pelo negro que se le escapaba de la cofia. Se lo apartó y luego sonrió.
—Uhtred —dijo, como si pronunciara el nombre por primera vez.
—Gisela —conseguí decir.
—Sabía que volverías —me dijo.
—Pensaba que os ibais a poner a pelear —le rugí a Guthred, y salió corriendo como un perro apaleado.
—¿Tienes caballo? —le pregunté a Gisela.
—No.
—¡Tú! —le grité a un chico que me miraba con la boca abierta—. ¡Ve a por ese caballo! —señalé la bestia del hombre al que había herido en la cara. Ahora estaba muerto, asesinado por los hombres de Guthred al unirse a la pelea.
El chico me trajo el semental y Gisela trepó a su grupa, arremangándose las faldas con poca elegancia alrededor de los muslos. Metió los zapatos embarrados en los estribos y tendió una mano para acariciarme la mejilla.
—Estás más delgado —me dijo.
—Tú también.
—No he sido feliz desde el momento en que te marchaste —dejó la mano sobre mi mejilla por un instante; después, impulsivamente, la apartó, se arrancó la cofia y se soltó la melena negra, de modo que le cayó por los hombros como la de una doncella—. No estoy casada —me dijo—, no estoy casada de verdad.
—Aún no —le dije, y me pareció que el corazón me iba a estallar de alegría. No podía apartar los ojos de ella. Nos habíamos reunido de nuevo, y los meses de esclavitud desaparecieron como si jamás hubieran existido.
—¿Has matado ya suficientes hombres? —me preguntó maliciosamente.
—No.
Así que cabalgamos hacia la matanza.
* * *
No se puede matar a todo un ejército enemigo. O rara vez se puede. Cuando los poetas cantan la historia de una batalla siempre insisten en que ningún enemigo escapa, a menos que el poeta mismo estuviera allí, en cuyo caso sólo escapó él. Eso es bastante raro. Los poetas siempre quedan con vida cuando todos los demás mueren, pero ¿qué sabrán los poetas? Yo nunca he visto un poeta en un muro de escudos. Aun así, fuera de Cetreht, debimos matar más de cincuenta hombres de Kjartan, y luego todo se convirtió en un caos porque los hombres de Guthred no distinguían entre los seguidores de Kjartan y los daneses de Ragnar, así que algunos enemigos se escaparon mientras intentábamos separar a los guerreros. Finan, atacado por dos hombres de las tropas personales de Guthred, se los había cepillado a los dos e iba a por un tercero cuando lo encontré.
—Está de nuestro lado —le grité a Finan. —Parece una rata —rugió Finan.
—Se llama Sihtric —le dije—, y una vez me juró lealtad.
—Sigue pareciéndose a una rata, vaya si es feo.
—¿Estás de nuestro lado —le pregunté a Sihtric—, o volviste a unirte a las tropas de tu padre?
—¡Señor, señor! —Sihtric llegó corriendo y cayó de rodillas sobre el barro, junto a mi caballo—. Sigo siendo vuestro siervo, señor.
—¿No le has prestado juramento a Guthred?
—Nunca me lo pidió, señor.
—¿Pero le servías? ¿No regresaste corriendo a Dunholm?
—¡No, señor! Me quedé con el rey.
—Es verdad —confirmó Gisela.
Le di
Hálito-de-serpiente
a Gisela, después me agaché y le tendí la mano a Sihtric.
—¿Sigues siendo mi hombre?
—Por supuesto, señor —me agarraba de la mano, sin poder creer lo que veían sus ojos.
—De poco me vas a servir —le dije—, si no eres capaz ni de matar a un irlandés pellejudo como éste.
—Es rápido, señor —repuso Sihtric.
—Pues tendrás que enseñarle tus trucos —le dije a Finan, y di una palmadita en la mejilla a Sihtric—. Me alegro de verte, Sihtric.
Ragnar había hecho dos prisioneros, y Sihtric reconoció al más alto.
—Se llama Hogga —me dijo.
—Pues es un Hogga muerto ya —le dije.
Sabía que Ragnar no iba a permitir que ninguno de los hombres de Kjartan sobreviviera mientras Kjartan mismo siguiera vivo. Aquello era una deuda de sangre. Era odio. Era el principio de la venganza de Ragnar por la muerte de su padre, pero, por el momento, Hogga y su compañero más bajito creían que iban a vivir. Hablaban con avidez, explicaban que Kjartan tenía cerca de doscientos hombres en Dunholm. Contaban que Kjartan había enviado una numerosa banda a apoyar a Ivarr, y el resto de sus hombres habían seguido a Rolf hasta aquel campo sangriento junto a Cetreht.
—¿Por qué Kjartan no ha enviado a todos sus hombres? —quiso saber Ragnar.
—No abandonará Dunholm, señor, por si acaso Ælfric de Bebbanburg ataca cuando se haya marchado.
—¿Ha amenazado Ælfric con eso? —pregunté.
—No lo sé, señor —contestó Hogga.
No era propio de mi tío arriesgarse a atacar Dunholm, aunque quizá enviaría hombres a rescatar a Guthred si sabía dónde estaba el rey. Mi tío quería el cadáver del santo y quería a Gisela, pero yo suponía que no iba a arriesgar demasiado por conseguir ninguna de esas cosas. Desde luego no iba a arriesgar Bebbanburg, no más de lo que estaba Kjartan dispuesto a arriesgar Dunholm.