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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (36 page)

—Ya tengo esposa —le dije aquella noche.

—¿Estás casado? —me preguntó Gisela.

—Se llama Mildrith —le dije—, y me casé con ella hace mucho porque Alfredo lo ordenó; me odia y se metió en un convento.

—Todas tus mujeres hacen eso —contestó Gisela—. Mildrith, Hild y yo.

—Eso es cierto —repuse divertido. No lo había pensado antes.

—Hild me dijo que me metiera en un convento si me veía amenazada —me contó Gisela.

—¿Hild?

—Me dijo que allí estaría a salvo. Así que cuando Kjartan dijo que quería que me casara con su hijo, me metí en el convento.

—Guthred no te habría casado nunca con Sven —le dije.

—Mi hermano se lo pensó —contestó ella—. Necesitaba dinero. Necesitaba ayuda y yo era todo lo que podía ofrecer.

—La vaca de la paz.

—Ésa soy yo.

—¿Te gustó el convento?

—Detesté todos y cada uno de los días en que no estabas. ¿Vas a matar a Kjartan?

—Sí.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé —le dije—. O puede que lo mate Ragnar. Ragnar tiene más motivos que yo.

—Cuando me negué a casarme con Sven —me dijo Gisela—, Kjartan aseguró que me capturaría y permitiría que sus hombres me violaran. Dijo que me clavaría al suelo y dejaría que sus hombres me usaran, y que cuando terminaran, dejaría que sus perros me usaran. ¿Tuvisteis hijos Mildrith y tú?

—Uno —contesté—. Murió.

—Los míos no van a morir. Mis hijos serán guerreros, y mi hija madre de guerreros.

Sonreí, recorrí su larga columna con una caricia, y se estremeció encima de mí. Estábamos tapados con tres capas, y tenía el pelo mojado porque la paja goteaba. Los juncos del suelo estaban podridos y húmedos debajo de mí, pero éramos felices.

—¿Te volviste cristiana en el convento? —le pregunté.

—Claro que no —contestó burlona.

—¿Y no les importó?

—Les di plata.

—Entonces no les importó —contesté.

—No creo que ningún danés sea cristiano de verdad —me dijo.

—¿Ni siquiera tu hermano?

—Nosotros tenemos muchos dioses —contestó— y los cristianos sólo uno. Estoy convencida de que eso es lo que Guthred piensa. ¿Cómo se llama el dios de los cristianos? Una monja me lo dijo, pero no lo recuerdo.

—Yavé.

—Ahí lo tienes, pues. Odín, Thor y Yavé. ¿Está casado?

—No.

—Pobre Yavé.

Pobre Yavé, pensé, y seguía pensándolo cuando, bajo una lluvia incesante que azotaba los restos de la calzada romana y convertía los campos en barro, cruzamos el Swale y cabalgamos al norte, a tomar una fortaleza que no podía ser tomada. Cabalgamos para capturar Dunholm.

C
APÍTULO
IX

Parecía fácil cuando lo sugerí. Cabalgaríamos hasta Dunholm, atacaríamos por sorpresa y así le proporcionaríamos a Guthred un refugio seguro y a Ragnar su venganza, pero Hrothweard estaba decidido a frustrar nuestros planes y, antes de salir, tuvo lugar otra discusión amarga.

—¿Qué pasa —le exigió al rey— con el bendito santo? Si vos partís, ¿quién va a guardar a Cutberto?

Hrothweard era apasionado. Supongo que lo alimentaba la ira. Había conocido a otros hombres como él, hombres que se transforman en un torbellino de furia por el más leve de los insultos a aquello que más se estiman. Lo que Hrothweard más estimaba era la Iglesia, y cualquiera no cristiano era un enemigo de su Iglesia. Se había convertido en el consejero jefe de Guthred, y se había ganado el puesto a base de pasión. Guthred seguía viendo el cristianismo como una magia superior, y en Hrothweard creía haber encontrado al hombre capaz de obrar esa magia. Desde luego, Hrothweard parecía un hechicero. Tenía pelos de loco, barba voluminosa, ojos vivos y poseía la voz más poderosa que he oído jamás. No estaba casado, se entregaba por completo a su amada religión, y se le señalaba como próximo arzobispo de Eoferwic cuando Wulfhere muriera.

Guthred no poseía pasión. Era razonable, amable la mayor parte del tiempo, deseaba que quien estuviera a su alrededor estuviese contento, así que Hrothweard se aprovechaba de él. En Eoferwic, donde la mayoría de los ciudadanos eran cristianos, Hrothweard tenía el poder de sacar a la muchedumbre a las calles, y Guthred, para evitar motines en la ciudad, delegaba en Hrothweard. Y Hrothweard también había aprendido a amenazar a Guthred con el disgusto de san Cutberto, el arma que utilizó la víspera de nuestra partida a Dunholm. Nuestra única oportunidad de capturar la fortaleza era la sorpresa, y eso implicaba desplazarse rápido, lo que a su vez requería que el cadáver de Cutberto, la cabeza de Osvaldo y el precioso libro del Evangelio se quedaran en Cetreht con los curas, los monjes y las mujeres. El padre Hrothweard insistía en que nuestra primera obligación era proteger a san Cutberto.

—Si el santo cae en manos de los paganos —le gritó a Guthred—, ¡será profanado! —Tenía razón, por supuesto. Le arrancarían a san Cutberto su cruz pectoral y su hermoso anillo y se lo echarían de comer a los cerdos, mientras que el precioso Evangelio de Lindisfarena perdería la enjoyada cubierta y sus páginas se usarían para encender hogueras o limpiar culos daneses—. Vuestra primera obligación es proteger al santo —aulló Hrothweard al rey.

—Nuestra primera obligación —repliqué— es proteger al rey.

Los curas, por supuesto, apoyaban a Hrothweard, y en cuanto intervine volvieron toda su pasión en mi contra. Era un asesino, un pagano, un hereje, un pecador, un profanador, y lo único que Guthred tenía que hacer para mantener su trono era entregarme a la justicia. Beocca era el único de todos los religiosos que intentaba calmar al hirsuto cura, pero a Beocca no se le oía con tanto grito. Los curas y los monjes declararon que Dios maldeciría a Guthred si abandonaba a Cutberto, Guthred parecía confuso y al final tuvo que ser Ragnar el que terminara con toda aquella tontería.

—Esconded al santo —sugirió. Tuvo que decirlo tres veces para que todos pudieran oírlo.

—¿Esconderlo? —repitió el abad Eadred.

—¿Dónde? —preguntó Hrothweard con tono burlón.

—Aquí hay un cementerio —contestó Ragnar—. Enterradlo. ¿Quién va a buscar un cadáver en un cementerio? —Los clérigos se lo quedaron mirando. El abad Eadred abrió la boca para protestar, pero la sugerencia era tan sensata que las palabras murieron al llegar a los labios—. Enterradlo —prosiguió Ragnar—, y después dirigíos al oeste, a las colinas, y esperadnos.

Hrothweard intentó protestar, pero Guthred apoyó a Ragnar. Nombró a diez guerreros que se quedarían para proteger a los curas, y a la mañana siguiente, mientras partíamos, esos hombres cavaban una tumba temporal en el cementerio, donde ocultarían el cadáver del santo y las otras reliquias. Los hombres de Bebbanburg se quedaron también en Cetreht. Yo insistí en ello. Aidan quería venir con nosotros, pero yo no me fiaba de él. Podía provocar mi muerte fácilmente, cabalgando antes y advirtiendo de nuestra llegada a Kjartan; así que nos llevamos todos sus caballos, lo que obligó a Aidan y a sus hombres a quedarse con los religiosos. Osburh, la reina preñada de Guthred, también se quedó. El abad Eadred la veía como un rehén que aseguraba el regreso de Guthred, y aunque Guthred hablaba maravillas de la chica, me dio la impresión de que se alegraba de dejarla atrás. Osburh era una mujer nerviosa, tan dada a las lágrimas como mi esposa Mildrith y, también como Mildrith, gran amante de los curas. Hrothweard era su confesor, y supongo que le predicaba el mensaje del iracundo cura en la cama. Guthred le aseguró que ningún danés errante se acercaría a Cetreht en cuanto se hubiera marchado, aunque de eso no podía estar seguro. Existía la posibilidad de que cuando regresáramos los hubieran matado o hecho prisioneros, pero si albergábamos alguna esperanza de tomar Dunholm, había que actuar rápido.

¿Existía esa esperanza? Dunholm era un lugar en el que podías hacerte viejo y seguir desafiando a tus enemigos a salvo. Y éramos menos de doscientos hombres, además de la veintena de mujeres que insistieron en acompañarnos. Gisela era una de ellas, y como las otras mujeres, vestía calzones y coraza de cuero. El padre Beocca también venía con nosotros. Le dije que no cabalgaba suficientemente rápido y que, si se quedaba atrás, lo abandonaríamos, pero no quería ni oír hablar de quedarse en Cetreht.

—Como embajador —anunció con grandeza—, me corresponde estar junto a Guthred.

—Os corresponde estar con los demás curas —contesté.

—Voy a ir —repitió cabezón, y no hubo manera de convencerlo. Nos pidió que le atáramos las piernas a las cinchas de la silla para no caerse cuando galopáramos. Se moría de dolor, pero no emitió ni una queja. Sospecho que en realidad no quería perdérselo. Podría ser un lisiado bizco, un cura cojo, un secretario perdido de tinta y un estudioso pedante, pero Beocca poseía el alma de un guerrero.

Abandonamos Cetreht un alba neblinosa de otoño, bordada de lluvia, y los jinetes que quedaban de Kjartan, que habían regresado a la ribera norte del río, nos siguieron de cerca. Quedaban dieciocho, pero les dejamos seguirnos, y para confundirlos, no nos quedamos en la calzada romana que conducía a Dunholm directamente, sino que, a las pocas millas, giramos hacia el norte y hacia el oeste por una pista más pequeña que subía por suaves colinas. El sol salió de detrás de las nubes antes del mediodía, pero estaba bajo en el cielo y las sombras eran largas. Los tordos se reunían por debajo de las nubes en las que acechaban los halcones. Era la época del año de la matanza. El ganado recibía el hacha y los cerdos, engordados con las abundantes bellotas del otoño, eran sacrificados para salar su carne o colgarla a secar en los ahumaderos. Las pozas de curtir apestaban a estiércol y orina. Las ovejas bajaban de los altos pastos para ser cercadas junto a los establos, mientras en los valles se oía el talar de las hachas pues los hombres preparaban leña para el invierno.

Los pocos pueblos que atravesamos estaban vacíos. La gente habría sido advertida de nuestra llegada, y habían huido. Se escondían en los bosques hasta que pasábamos, y rezaban para que no nos quedáramos a saquear. Seguimos cabalgando, aún por las colinas, y no me cupo duda alguna de que los hombres que nos seguían habrían enviado mensajeros por la calzada romana para decirle a Kjartan que nos desviábamos al oeste en un intento de circundar Dunholm. Kjartan tenía que creer que Guthred intentaba alcanzar Bebbanburg desesperadamente, y si conseguíamos engañarlo, confiaba en que sacara aún más hombres de la fortaleza, hombres que impedirían que cruzáramos el Wiire por las colinas del oeste.

Pasamos aquella noche en esas colinas. Volvió a llover. Conseguimos cobijarnos en parte en un bosque que crecía en la ladera sur, donde había una cabaña de pastor en la que podían dormir las mujeres, pero el resto nos acurrucamos junto a las hogueras. Sabía que los exploradores de Kjartan nos vigilaban desde el otro lado del valle, pero confiaba en que ya estuvieran convencidos de que nos dirigíamos hacia el oeste. La lluvia chisporroteaba en las hogueras mientras Ragnar, Guthred y yo hablábamos con Sihtric, haciéndole rememorar todo sobre el lugar en el que se crió. Dudo de que me revelara algo nuevo. Sihtric ya me había contado todo lo que sabía hacía mucho, y a menudo había pensado en ello mientras remaba en el barco de Sverri, pero lo volví a escuchar cuando explicó que la empalizada de Dunholm daba toda la vuelta a la cumbre del peñasco, y que sólo se interrumpía en la parte sur, donde la roca estaba demasiado empinada para subir por ella. El agua procedía de un pozo en el lado este.

—El pozo está fuera de la empalizada —nos contó—, un poco más abajo que la fortaleza.

—¿Pero el pozo tiene su propia muralla?

—Sí, señor.

—¿Cómo es de empinado? —preguntó Ragnar.

—Muy empinado, señor —respondió Sihtric—. Recuerdo que un chico se cayó por ahí, se dio un golpe en la cabeza con un árbol y se quedó tonto. Y hay un segundo pozo al oeste —añadió—, pero no se usa demasiado. El agua sale turbia.

—Así que tiene comida y agua —comentó Guthred con amargura.

—No podemos sitiarlo —le dije—, no tenemos suficientes hombres. El pozo al este —me volví a dirigir a Sihtric— está entre unos árboles. ¿Cuántos?

—Son árboles grandes, señor —dijo—, carpes y sicómoros.

—Y tiene que haber una puerta en la empalizada para que los hombres lleguen al agua, ¿no?

—Las mujeres, señor, sí, la hay.

—¿Se puede cruzar el río?

—En realidad no, señor —Sihtric intentaba ayudar, pero sonaba abatido cuando describía cómo el Wiire fluía rápido al circundar Dunholm. Era lo suficientemente poco profundo para poder vadearse a pie, dijo, pero era traicionero, tenía pozas más profundas, corrientes rápidas y trampas para peces de sauce—. Con cuidado se puede cruzar de día, pero no de noche, señor.

Intenté recordar lo que había visto cuando, vestido del guerrero muerto, esperé una madrugada fuera de la fortaleza. El terreno descendía bruscamente hacia el este, recordé, y era irregular, lleno de piedras y raíces, pero incluso de noche se podía bajar por aquella ladera hasta la orilla del río. Aunque también recordé una protuberancia de roca muy empinada que ocultaba la vista del río, y esperaba que la roca no fuera tan escarpada como la de mi cabeza.

—Lo que tenemos que hacer —dije— es llegar a Dunholm mañana al atardecer. Justo antes de que caiga la noche. Y atacar al alba.

—Si llegamos antes de la noche —señaló Ragnar—, nos verán y se prepararán.

—No podemos llegar después —sugerí—, porque no encontraríamos el camino. Además, quiero que estén listos.

—¿En serio? —Guthred parecía sorprendido.

—Si ven hombres al norte, los pondrán todos en la muralla. Tendrán la guarnición entera guardando la puerta. Pero no vamos a atacar por ahí —miré al otro lado de la hoguera, a Steapa—. A ti te da miedo la oscuridad, ¿no?

El enorme rostro me miró desde el otro lado de las llamas. No le gustaba admitir que tenía miedo a nada, pero la honestidad pudo a la renuencia.

—Sí, señor.

—¿Pero confiarás en mí mañana si te guío por la oscuridad?

—Confío en vos, señor —contestó.

—Tú y otros diez hombres —le dije, y pensaba que sabía cómo conquistar el impenetrable Dunholm. El destino tendría que estar de nuestra parte, pero creía, allí sentados en la fría y húmeda oscuridad, que las tres hilanderas habían empezado a enroscar un nuevo hilo dorado en mi destino. Y yo siempre había creído que el destino de Guthred era de oro.

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