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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (43 page)

—¿Podemos enfrentarnos a él? —me preguntó Guthred.

—Podemos enfrentarnos a él —respondió Ragnar por mí—, pero no vamos a vencer a su ejército.

—¿Y por qué marchamos al sur?

—A rescatar a Cutberto —contesté—, y a matar a Ivarr.

—¿Pero si no podemos vencerle? —Guthred estaba confundido.

—Nos enfrentamos a él —contesté, para confundirle aún más—, y si no podemos vencerle, nos retiramos a Dunholm. Para eso lo hemos conquistado, como refugio.

—Vamos a dejar que los dioses decidan lo que ocurre —le aclaró Ragnar, y como estábamos bastante seguros, Guthred no nos dio más la murga.

Llegamos a Cetreht aquella tarde. Habíamos viajado rápidamente porque no hizo falta abandonar la calzada romana, y chapoteábamos en el vado del Swale cuando el sol enrojecía las colinas al oeste. Los religiosos, en lugar de refugiarse en aquellas colinas, habían preferido quedarse en las escasas comodidades de Cetreht y nadie les había molestado mientras tomábamos Dunholm. Habían visto daneses montados en las colinas al sur, pero ninguno de aquellos jinetes se acercó al fuerte. Los jinetes vigilaron, contaron cabezas y se marcharon, y supuse que serían los exploradores de Ivarr.

El padre Hrothweard y el abad Eadred no parecían impresionados porque hubiésemos capturado Dunholm. Lo único que les importaba era el cadáver del santo y las otras preciosas reliquias, que desenterraron del cementerio aquella misma tarde y transportaron en solemne procesión hasta la iglesia. Allí fue donde me enfrenté a Aidan, el administrador de Bebbanburg, y su veintena de hombres, que se habían quedado en el pueblo.

—Ya podéis regresar a salvo a casa —les dije—, porque Kjartan está muerto.

No creo que Aidan me creyera al principio. Entonces comprendió lo que habíamos logrado y debió de temer que los hombres que habían conquistado Dunholm marcharan después sobre Bebbanburg. Yo quería hacer eso precisamente, pero le había jurado a Alfredo que regresaría antes de Navidad, y eso no me daba tiempo para enfrentarme a mi tío.

—Partiremos por la mañana —dijo Aidan.

—Eso haréis —coincidí—, y cuando lleguéis a Bebbanburg, decidle a mi tío que nunca está lejos de mis pensamientos. Decidle que me llevo a su novia. Prometedle que un día voy a rajarle la tripa, y si muere antes de que yo pueda cumplir ese juramento, le prometo que les rajaré la tripa a sus hijos, y si sus hijos tienen hijos, también los mataré. Decidle esas cosas, y decidle que la gente pensaba que Dunholm era inexpugnable, como Bebbanburg, y que Dunholm ha caído bajo mi espada.

—Ivarr va a matarte —respondió Aidan desafiante.

—Reza porque así sea —contesté.

Todos los cristianos rezaron aquella noche. Se reunieron en la iglesia y pensé que estarían pidiéndole a su dios que nos diera la victoria sobre las fuerzas de Ivarr que se acercaban, pero daban gracias porque las preciosas reliquias habían sobrevivido. Colocaron el cuerpo de san Cutberto frente al altar en el que pusieron la cabeza de san Osvaldo, el Evangelio y el relicario con los pelos de la barba de san Agustín, y cantaron, rezaron, cantaron otra vez y pensé que no iban a dejar de rezar nunca, pero al final, en el corazón oscuro de la noche, se quedaron callados.

Caminé por el muro bajo del fuerte, observando la calzada romana extendiéndose hacia el sur entre los campos bajo la luna menguante. Por ahí aparecería Ivarr, y no estaba seguro de por qué no enviaba una banda de jinetes escogidos para atacar en la noche; así que tenía cien hombres esperando en la calle del pueblo. Pero no llegó ningún ataque, y en la oscuridad una pequeña niebla se levantó para emborronar los campos cuando Ragnar llegó para relevarme.

—Por la mañana habrá escarcha —me saludó.

—Sí que la habrá —coincidí.

Pateó el suelo para calentarse los pies.

—Mi hermana —dijo— dice que se va a Wessex. Dice que se va a bautizar.

—¿Te sorprende?

—No —contestó. Miró por la larga carretera—. Es lo mejor —hablaba débilmente—, y le gusta tu padre Beocca. ¿Qué le va a ocurrir?

—Supongo que se convertirá en monja —contesté, pues no se me ocurría qué otro destino podría esperarle en el Wessex de Alfredo.

—Le fallé —me dijo, y yo no contesté nada porque era verdad—. ¿Tienes que regresar a Wessex? —preguntó.

—Sí, lo he jurado.

—Los juramentos se pueden romper —dijo en voz baja, y era cierto, pero en un mundo en que distintos dioses gobernaban y el destino sólo lo sabían las tres hilanderas, los juramentos eran la única certeza. Si rompía un juramento no podía esperar que los hombres mantuvieran los suyos conmigo. Eso lo había aprendido.

—No voy a romper mi juramento con Alfredo —le dije—, pero te prestaré uno a ti. Jamás lucharé contra ti, todo lo que tengo es también tuyo, y si necesitas ayuda haré lo que esté en mi mano para traértela.

Ragnar no dijo nada durante un rato. Le dio patadas al césped sobre el terraplén que hacía de muralla y miró la niebla.

—Juro lo mismo —dijo en voz baja y él, como yo, se sentía incómodo, así que le dio otra patada a la hierba—. ¿Cuántos hombres traerá Ivarr?

—¿Ochocientos?

Asintió.

—Y nosotros tenemos menos de trescientos.

—No habrá batalla —le dije.

—¿No?

—Ivarr va a morir —le dije—, y ahí terminará todo —me toqué la empuñadura de
Hálito-de-serpiente
para que me diera suerte y noté la silueta de la cruz de Hild—. Va a morir —dije, aún tocando la cruz—, y Guthred reinará, y tú le dirás lo que tiene que hacer.

—¿Quieres que le diga que ataque a Ælfric? —preguntó.

Lo pensé.

—No —contesté.

—¿No?

—Bebbanburg es demasiado fuerte —le dije—, y no hay puerta de atrás como la había en Dunholm. Además, quiero matar a Ælfric yo mismo.

—¿Te dejará hacerlo Alfredo?

—Por supuesto que me dejará —aunque lo cierto es que dudaba de que Alfredo me permitiera tal lujo, pero estaba seguro de que mi destino era regresar a Bebbanburg y tenía fe en ese destino. Me di la vuelta y observé el pueblo—. ¿Todo tranquilo?

—Todo tranquilo —contestó—. Ya han dejado de rezar y están durmiendo. Tú también tendrías que dormir.

Regresé por la calle, pero antes de unirme a Gisela abrí la puerta de la iglesia y vi curas y monjes durmiendo a la débil luz de unas pocas velas derritiéndose en el altar. Uno de ellos roncaba, y cerré la puerta tan silenciosamente como la había abierto.

Me despertó al alba Sihtric, que aporreó el dintel de la puerta.

—¡Están aquí, señor! —gritó—. ¡Están aquí!

—¿Quién está aquí?

—Los hombres de Ivarr, señor.

—¿Dónde?

—Jinetes, señor, ¡al otro lado del río!

Había unos cien jinetes, y no intentaron cruzar el río, así que supuse que habían sido enviados a la orilla norte del Swale para cortarnos la retirada. La fuerza principal de Ivarr aparecería por el sur, aunque esa perspectiva no era la mayor emoción en el alba neblinosa. Había un gran barullo en el pueblo.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté a Sihtric.

—Los cristianos están disgustados, señor —me contestó.

Caminé hasta la iglesia para descubrir que el relicario de oro con la barba de san Agustín, el precioso regalo de Alfredo a Guthred, había sido robado. Estaba en el altar con las otras reliquias, pero durante la noche había desaparecido, y el padre Hrothweard aullaba junto un agujero abierto en la pared de adobe y juncos tras el altar. Guthred estaba allí, escuchando al abad Eadred, que declaraba el robo una señal de la desaprobación de Dios.

—¿Desaprobación por qué? —preguntó Guthred.

—Por los paganos, por supuesto —escupió Eadred.

El padre Hrothweard se balanceaba hacia delante y hacia atrás, agarrándose las manos y gritando a su dios que trajera venganza sobre los paganos que habían profanado la iglesia y robado el tesoro sagrado.

—¡Revela a los culpables, señor! —gritaba, después me vio y evidentemente decidió que había llegado una revelación, pues me señaló—. ¡Ha sido él! —escupió.

—¿Has sido tú? —preguntó Guthred.

—No, señor —le dije.

—¡Ha sido él! —repitió de nuevo Hrothweard.

—Tenéis que registrar a los paganos —dijo Eadred a Guthred—, pues si no encontramos la reliquia, señor, nuestra derrota es cierta. Ivarr nos aplastará por este pecado. Será el castigo de Dios.

Resultaba un castigo un poco raro, permitir que un danés pagano derrotara a un rey cristiano porque le habían robado una reliquia, pero como profecía parecía bastante segura, pues a media mañana, mientras la iglesia era registrada en un vano intento de encontrar el relicario, uno de los hombres de Ragnar trajo noticias de que el ejército de Ivarr había aparecido. Marchaban desde el sur y ya estaban formando el muro de escudos, a casi un kilómetro de la pequeña fuerza de Ragnar.

Era hora de que nos marcháramos. Guthred y yo ya llevábamos puesta la malla, lo único que necesitábamos era cabalgar al sur para unirnos al muro de escudos de Ragnar, pero a Guthred le había puesto nervioso la pérdida de la reliquia. Cuando nos marchábamos de la iglesia me llevó a un aparte.

—¿Le preguntarás a Ragnar si se la ha llevado? —me suplicó—. ¿O si alguno de sus hombres se la ha llevado?

—Ragnar no se la ha llevado —me burlé—. Si queréis encontrar al culpable —proseguí—, registradlos a ellos —señalé a Aidan y a sus jinetes que, ahora que Ivarr estaba cerca, se mostraban ansiosos por partir hacia el norte, aunque no se atrevían a marcharse mientras los hombres de Ivarr impidieran el paso por el vado del Swale. Guthred les había pedido que se unieran a nuestro muro de escudos, pero se habían negado, y ahora esperaban una oportunidad para escapar.

—¡Ningún cristiano robaría la reliquia! —gritó Hrothweard—. ¡Es un crimen pagano!

Guthred estaba aterrorizado. Seguía creyendo en la magia cristiana y veía el robo como un indicio del desastre. Estaba claro que no sospechaba de Aidan, pero tampoco sabía de quién sospechar, así que se lo puse fácil.

Llamé a Finan y a Sihtric, que esperaban para acompañarme al muro de escudos.

—Este hombre —le dije a Guthred señalando a Finan— es cristiano. ¿No eres cristiano, Finan?

—Lo soy, señor.

—Y es irlandés —le dije—, y todo el mundo sabe que los irlandeses tienen el poder de la adivinación —Finan, que no tenía más poderes de adivinación de los que tenía yo, intentó parecer misterioso—. Él encontrará vuestra reliquia —le prometí.

—¿La encontrarás? —le preguntó Guthred a Finan ansioso.

—Sí, señor —repuso Finan seguro de sí.

—Encuéntrala, Finan —le dije—, mientras yo mato a Ivarr. Y tráenos el culpable tan pronto como lo encuentres.

—Lo haré, señor —dijo.

Un sirviente me acercó mi caballo.

—¿La encontrará tu irlandés? —me preguntó Guthred.

—Entregaré a la Iglesia toda mi plata, señor —dije en voz suficientemente alta para que me oyeran una docena de hombres—, mi cota de malla, mi casco, mis brazaletes y mis espadas, si Finan no os trae la reliquia y al ladrón. Es irlandés, y los irlandeses tienen extraños poderes —miré a Hrothweard—. ¿Oís eso, cura? ¡Prometo todas mis riquezas a vuestra Iglesia si Finan no encuentra al ladrón!

Hrothweard no dijo nada. Me miró con odio, pero mi promesa se había hecho públicamente y había testimonio de mi inocencia, así que se contentó con escupir a las patas de mi caballo. Gisela, que había venido para tomar al semental por las riendas, tuvo que saltar a un lado para evitar el escupitajo. Me tocó un brazo cuando me puse recto un estribo.

—¿Puede encontrarla Finan? —me preguntó en voz baja.

—Puede encontrarla —le prometí.

—¿Porque tiene poderes?

—Porque él la robó, mi amor —le contesté en voz baja—, siguiendo mis órdenes. Probablemente esté escondida en un montón de estiércol —le sonreí, y ella se rió en voz baja.

Metí un pie en el estribo y me preparé para incorporarme, pero Gisela me detuvo.

—Ten cuidado —me dijo—. Los hombres temen enfrentarse a Ivarr —me advirtió.

—Es un Lothbrok —le dije—, y todos los Lothbrok luchan bien. Lo adoran. Pero luchan como perros rabiosos, todo es furia y salvajismo, y al final acaban muriendo como perros rabiosos —monté el caballo, metí el pie derecho en el estribo, y le cogí el casco y el escudo a Gisela. Le acaricié una mano para despedirme, después tiré de las riendas y seguí a Guthred hacia el sur.

Cabalgamos para unirnos al muro de escudos. Era un muro corto, iba a ser flanqueado con facilidad por el muro mucho más largo que Ivarr estaba formando al sur. Su muro era dos veces más grande que el nuestro, lo que significaba que sus hombres podrían rodearnos y matarnos desde fuera hacia dentro. Si llegábamos a enfrentarnos, nos masacrarían, y los hombres de Ivarr lo sabían. Su muro de escudos relucía con las lanzas y hachas, y armaba jaleo en previsión de la victoria. Golpeaban sus armas contra sus escudos, provocando un tamborileo sordo que llenaba el ancho valle del Swale, y el tambor se convirtió en un estruendo cuando el estandarte de los dos cuervos de Ivarr fue izado en el centro de su línea. Debajo del estandarte había un puñado de jinetes que se adelantaron para acercarse a nosotros. Ivarr estaba entre ellos, él y su hijo cara-de-rata.

Guthred, Steapa, Ragnar y yo nos acercamos unos cuantos pasos hasta Ivarr y esperamos. Había diez hombres en la partida que se acercaba, pero yo observaba a Ivarr. Iba montado en
Witnere,
cosa que esperaba, pues me daba la oportunidad de pelear con él, pero me quedé atrás, y dejé que Guthred adelantara su caballo unos pasos. Ivarr nos miraba uno a uno. Pareció momentáneamente sorprendido de verme, pero no dijo nada, le irritó ver a Ragnar y quedó convenientemente impresionado por el tamaño de Steapa, pero nos ignoró a los tres, dirigiéndose a Guthred.

—Mierda de gusano —saludó al rey.

—Señor Ivarr —contestó Guthred.

—Me encuentro en un estado de ánimo extrañamente caritativo —dijo Ivarr—. Si te marchas, perdonaré la vida a tus hombres.

—No tenemos ninguna disputa —contestó Guthred—, ninguna que no pueda resolverse con palabras.

—¡Palabras! —escupió Ivarr, después sacudió la cabeza—. Márchate de Northumbria —dijo—, vete lejos, mierda de gusano. Márchate con tu amigo a Wessex, pero deja a tu hermana aquí como rehén. Si haces eso, seré misericordioso —no estaba siendo misericordioso, sino práctico. Los daneses eran guerreros feroces, pero mucho más cautelosos de lo que su reputación sugería. Ivarr estaba dispuesto a luchar, pero aún más dispuesto a negociar una rendición, pues así no perdería hombres. Ganaría aquella batalla, eso lo sabía, pero para conseguir la victoria perdería sesenta o setenta guerreros, y eso era toda la tripulación de un barco y un alto precio que pagar. Era mejor dejar con vida a Guthred y no pagar nada. Ivarr puso a
Witnere
de lado para poder mirar a Ragnar, detrás de Guthred—. Extrañas compañías frecuentáis, señor Ragnar.

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