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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (37 page)

—¿Sólo doce hombres? —preguntó Ragnar.

—Doce
sceadugengan
—contesté, pues serían los caminantes de las sombras los que tomaran Dunholm. Era la hora de que las extrañas criaturas que acechan en la noche, los cambiantes de forma y los horrores de la oscuridad, vinieran en nuestra ayuda.

Y en cuanto tomáramos Dunholm, si es que se podía tomar, aún habría que matar a Ivarr.

* * *

Sabíamos que Kjartan tendría hombres guardando los cruces del Wiire. También sabría que cuanto más al oeste fuéramos, más fácil sería cruzarlo, y confiaba en que esa creencia lo convenciera de enviar sus tropas un buen trecho río arriba. Si planeaba luchar y detenernos tendría que enviar sus guerreros ahora, antes de que llegáramos al Wiire, y para que resultara aún más verosímil que nos adentrábamos en las colinas, no nos dirigimos directamente hacia el río a la mañana siguiente, sino que cabalgamos al norte y al oeste hacia el páramo. Ragnar y yo, en un momento en que nos detuvimos en una cumbre barrida por el viento, vimos a seis de los exploradores de Kjartan separarse del grupo que nos perseguía y salir a galope tendido hacia el este.

—Van a decirle adonde vamos —dijo Ragnar.

—Pues ya es hora de que vayamos a otro sitio —sugerí.

—Pronto —contestó Ragnar—, pero aún no.

El caballo de Sihtric perdió una herradura y esperamos hasta que hubo ensillado uno de los de repuesto, después seguimos hacia el norte una hora más. Avanzábamos despacio, por sendas de ovejas, hasta un valle de espesos árboles. Una vez en el valle, enviamos a Guthred y la mayoría de los jinetes delante, siguiendo la pista hacia el oeste, y otros veinte esperamos en los árboles. Los exploradores de Kjartan, al ver a Guthred y los otros trepar por los páramos que había más adelante, lo siguieron sin tomar precauciones. Ya sólo quedaban nueve de nuestros perseguidores, el resto había sido enviado a Dunholm con mensajes, y los nueve que se quedaron iban montados en caballos ligeros, ideales para huir si nos volvíamos contra ellos, pero llegaron a los árboles sin sospechar nada. Iban por la mitad del bosque cuando vieron a Ragnar esperando delante; se dieron la vuelta para salir a todo correr, pero teníamos cuatro grupos de hombres para tenderles la emboscada. Ragnar estaba delante de ellos, yo me acercaba para impedirles la retirada, Steapa estaba a su izquierda y Rollo a su derecha, y los nueve hombres de repente comprendieron que estaban rodeados. Cargaron contra mi grupo en un intento de escapar del espeso bosque, pero los cinco les bloqueamos el camino, nuestros caballos eran más pesados y dos de los exploradores murieron rápidamente, uno de ellos destripado por
Hálito-de-serpiente.
Los otros siete intentaron desplegarse, pero las ramas y los arbustos les obstruyeron el paso y nuestros hombres los alcanzaron. Steapa desmontó para perseguir al último de los enemigos hasta una zarza de moras. Vi el hacha levantarse y caer con fuerza, después oí un grito que no cesaba. Pensé que ya debía parar, pero seguía; Steapa se detuvo para sorberse los mocos, volvió a levantar el hacha y cuando cayó de nuevo se hizo el silencio de repente.

—¿Te estás constipando? —le pregunté.

—No, señor —dijo, mientras salía con dificultad de las zarzas y arrastraba el cuerpo tras él—. Pero se me ha metido el pestazo que echaba en la nariz.

Kjartan estaba ciego. No lo sabía, pero había perdido los exploradores. En cuanto los nueve estuvieron muertos, tocamos un cuerno para llamar a Guthred, y mientras lo esperábamos, desvalijamos a los cadáveres de cualquier cosa de valor. Nos llevamos sus caballos, brazaletes, armas, unas cuantas monedas, algo de pan húmedo y dos frascos de cerveza de abedul. Uno de los muertos vestía una fina cota de malla, que yo sospechaba que había sido confeccionada en el reino de los francos, pero el tipo era tan delgado que a nadie nos venía bien, hasta que se la probó Gisela y se la quedó.

—Pero si tú no necesitas malla —se burló su hermano.

Gisela no le hizo caso. Parecía asombrada de que una malla tan fina pudiera pesar tanto, pero se la pasó por la cabeza, se desenganchó el pelo de las anillas del cuello y se abrochó una de las espadas de los muertos a la cintura. Se volvió a poner su capa negra y miró desafiante a Guthred.

—¿Y bien?

—Me das miedo —le dijo con una sonrisa.

—Bien —contestó, después empujó a su yegua junto a mi caballo para que se quedara quieta mientras montaba, pero no pensó en que con el peso de la malla le costaría subirse a la silla.

—Te sienta bien —le dije, y era verdad. Parecía una valkiria, las doncellas guerreras de Odín que cabalgan por el cielo en brillantes armaduras.

Entonces nos dimos la vuelta, hacia el este, más rápidamente. Cabalgamos por entre los árboles, agachándonos continuamente para evitar que las ramas nos dieran en los ojos, y bajamos la colina, siguiendo un torrente cargado de lluvia que debía conducir hasta el Wiire. A primera hora de la tarde ya estábamos cerca de Dunholm, probablemente a no más de siete u ocho kilómetros, y nos guiaba Sihtric, pues creía recordar un lugar por el que se podía cruzar el río. El Wiire, nos contó, se desviaba hacia el sur pasado Dunholm, y se ensanchaba al discurrir por tierras de pastos, y en aquellos valles más gentiles había vados. Conocía bien la zona, pues los padres de su madre vivían allí, y de niño a menudo había hecho cruzar el ganado por el río. Lo mejor era que esos vados estaban al este de Dunholm, el flanco que Kjartan no estaría vigilando, pero existía el riesgo de que la lluvia, que volvió a caer con fuerza por la tarde, llenara tanto el Wiire que los vados fueran impracticables.

Por lo menos la lluvia nos ocultaba al dejar las colinas y llegar al valle del río. Ya estábamos muy cerca de Dunholm, que quedaba al norte, pero nos tapaba una elevación del terreno boscosa junto a la que había un puñado de granjas.

—Hocchale —me dijo Sihtric, señalando la aldea con la cabeza—, ahí nació mi madre.

—¿Tus abuelos aún viven aquí? —pregunté.

—Kjartan los hizo matar, señor, cuando echó a mi madre a los perros.

—¿Cuántos perros tiene?

—Tenía cuarenta o cincuenta cuando yo estaba allí, señor. Enormes. Sólo obedecían a Kjartan y a sus cazadores. Y a la dama Thyra.

—¿La obedecían? —le pregunté.

—Mi padre quiso castigarla una vez —dijo Sihtric—, y le echó a los perros. No creo que dejara que se la comieran, me parece que sólo quería asustarla, pero ella les cantó.

—¿Que les cantó? —preguntó Ragnar. Apenas había mencionado a Thyra en las últimas semanas. Era como si se sintiera culpable por haberla abandonado tanto tiempo en poder de Kjartan. Sabía que intentó buscarla al poco de su desaparición, incluso se enfrentó a Kjartan en una ocasión en que otro danés negoció una tregua entre ellos, pero Kjartan había negado vehementemente que Thyra estuviera siquiera en Dunholm, y tras aquello Ragnar se unió al Gran Ejército que invadió Wessex y se convirtió en rehén, y durante todo ese tiempo Thyra siguió en poder de Kjartan. En aquel momento Ragnar miraba a Sihtric—. ¿Les cantó? —volvió a preguntar.

—Les cantó, señor —corroboró Sihtric—, y se tumbaron en el suelo. Mi padre estaba furioso con ellos —Ragnar frunció el ceño como si no se creyera lo que oía. Sihtric se encogió de hombros—. Dicen que es hechicera, señor —le explicó con humildad.

—Thyra no es ninguna hechicera —repuso Ragnar con rabia—. Lo único que quería era casarse y tener hijos.

—Pero les cantó a los perros, señor —insistió Sihtric—, y ellos se tumbaron en el suelo.

—No se van a tumbar cuando nos vean a nosotros —dije yo—. Kjartan nos los echará encima en cuanto nos vea.

—Eso hará, señor —repuso Sihtric, y lo noté nervioso.

—Bueno, sólo tenemos que cantarles —contesté alegremente.

Recorrimos un camino encharcado junto a una zanja desbordada y nos encontramos con un Wiire lleno y rápido. El vado parecía impracticable. La lluvia aumentaba, golpeando el río que se arremolinaba en lo alto de sus elevados márgenes. Había una colina alta en la otra orilla, y las nubes estaban lo suficientemente bajas para rascar las ramas desnudas y negras que había en su cima.

—Por aquí no vamos a cruzar nunca —dijo Ragnar.

El padre Beocca, atado a su silla y con la sotana empapada, se estremeció. Los jinetes las pasaban canutas en el barro, y observaban el río que amenazaba con desbordarse, pero entonces Steapa, montado en un enorme semental negro, emitió un gruñido y siguió el camino hasta introducirse en el agua. El caballo rehusó meterse en la fuerte corriente del río, pero él lo obligó a seguir hasta que el agua bullía junto a sus estribos; entonces se detuvo y me hizo un gesto para que le siguiera.

Su idea era que los caballos más grandes crearan una barrera para romper la fuerza del río. Forcé a mi caballo contra el de Steapa, luego llegaron más hombres y todos nos sujetamos, creando un muro de carne de caballo que poco a poco se extendió a lo ancho del Wiire, de unos treinta o cuarenta pasos de ancho. Sólo había que construir la presa en el centro del río, donde la corriente era más fuerte, y en cuanto tuvimos cien hombres esforzándose por mantener quietos los caballos, Ragnar apremió al resto para que cruzaran las aguas más calmadas que proporcionaba nuestra presa provisional. Beocca estaba aterrorizado, el pobre hombre, pero Gisela lo tomó de las riendas y azuzó a su propia yegua al agua. Yo casi ni me atrevía a mirar: si su caballo era arrastrado por el agua, la cota de malla la hundiría, pero ella y Beocca llegaron sanos y salvos a la otra orilla, y de dos en dos, el resto les siguieron. La corriente se llevó a una mujer y a un guerrero, pero ambos consiguieron salir, los caballos hicieron pie un poco más abajo y alcanzaron la orilla. Cuando los caballos más pequeños cruzaron, deshicimos lentamente el muro y avanzamos por el río crecido hasta la otra orilla.

Ya se estaba haciendo oscuro. Sólo era media tarde, pero las nubes eran densas. Era un día negro, húmedo, triste, y nos tocó trepar la escarpadura bajo los árboles que goteaban, y en algunos lugares la ladera era tan empinada que nos vimos obligados a desmontar y guiar a los caballos a pie. Una vez en la cumbre, nos dirigimos hacia el norte, y ya se veía Dunholm cuando las nubes lo permitían. La fortaleza aparecía una mancha oscura en la elevada roca, y encima se apreciaba el humo de las hogueras de la guarnición que se mezclaba con las nubes de lluvia. Era posible que los hombres de las murallas al sur nos vieran entonces, pero cabalgábamos por entre los árboles, y nos habíamos cubierto la malla de barro, e incluso, aunque nos vieran, no tenían por qué sospechar que éramos enemigos. Lo último que habían oído de Guthred era que él y sus hombres huían desesperadamente hacia el oeste, en busca de un lugar por donde cruzar el Wiire, y nosotros estábamos al este de la fortaleza y ya habíamos cruzado el río.

Nuestros caballos empezaban a cansarse. Habían cabalgado duramente por terreno mojado y cargaban hombres con armadura y pesados escudos, pero ya casi habíamos llegado. Ya no importaba que la guarnición nos viera, porque habíamos alcanzado la colina sobre la que se erguía la fortaleza y nadie podía abandonar Dunholm sin tener que abrirse paso luchando. Si Kjartan había enviado guerreros al oeste en nuestra busca, ya no podría enviar un mensajero para que los hiciera regresar porque ya controlábamos la carretera que conducía a su fortaleza.

Así que llegamos al cuello en que el risco descendía menos escarpadamente y el camino giraba al sur antes de subir hasta la descomunal puerta. Nos detuvimos allí y nuestros caballos se desperdigaron por el terreno elevado y, para los hombres en la muralla de Dunholm, debíamos de parecer un ejército oscuro. Todos íbamos embarrados, nuestros caballos estaban mugrientos, pero los hombres de Kjartan podían ver nuestras lanzas, escudos, espadas y hachas. Para entonces ya sabrían que éramos el enemigo y que les habíamos cortado su único camino, y probablemente se rieran de nosotros. Nosotros éramos muy pocos y su fortaleza era altísima, su muralla enorme, la lluvia seguía cayéndonos encima y la oscuridad reptaba por los valles a ambos lados y nos iba a empapar, mientras los rayos pérfidos partían el cielo del norte.

Vallamos a los caballos en un campo inundado. Hicimos lo que pudimos para limpiar a las bestias de barro y liberar de fango sus pezuñas; después encendimos una veintena de hogueras junto a un seto de espino que nos protegía del viento. Costó una eternidad encender la primera hoguera. Muchos de nuestros hombres llevaban yesca seca en bolsas de cuero, pero en cuanto la sacaban, la lluvia la empapaba. Al final, dos hombres montaron una precaria tienda con sus capas, oí el golpear de metal con piedra y vi la primera señal de humo. Protegían la pequeña hoguera como si fuera de oro, pero por fin las llamas prendieron y pudimos apilar la madera húmeda encima. Los troncos crepitaban y silbaban, pero las llamas nos proporcionaron algo de calor y le indicaban a Kjartan que sus enemigos seguían en la colina. Dudo de que creyera a Guthred con valor suficiente para atacar, pero debía de saber que Ragnar había regresado de Wessex y sabía que yo había vuelto de entre los muertos, y quizá, en aquella larga y húmeda noche de lluvia y trueno, sintiera una punzada de terror.

Y mientras se estremecía, los
sceadugengan
se deslizaban en la oscuridad.

* * *

Al caer la noche, observé la ruta que debía tomar en la oscuridad, y no tenía buena pinta. Tendría que bajar hasta el río, después hacia el sur por el borde del agua, pero justo por debajo de la muralla de la fortaleza, donde el río se desvanecía bajo el peñasco de Dunholm, había una enorme piedra bloqueando el camino. Era una piedra monstruosa, más grande que la nueva iglesia de Alfredo en Wintanceaster, y si no conseguía encontrar un camino para rodearla, tendría que escalarla por su ancha y plana superficie, que quedaba a menos de un lanzazo de las murallas de Kjartan. Me protegí los ojos de la lluvia y miré concentrado, y decidí que podría haber un paso junto al borde del río.

—¿Puede hacerse? —me preguntó Ragnar.

—Tiene que hacerse —le contesté.

Quería a Steapa conmigo, y elegí a otros diez hombres para que nos acompañaran. Tanto Guthred como Ragnar querían venir, pero yo me negué. Ragnar tenía que guiar el asalto por la puerta, y Guthred sencillamente no daba la talla como guerrero. Además, era una de las razones por la que peleábamos aquella batalla y que acabara muerto en las laderas de Dunholm habría convertido toda la operación en una tontería. Me llevé a Beocca a un aparte.

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