Los señores del norte (17 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

—¿Y Guthred ha aceptado? —pregunté.

—Aún no.

—No puede ser tan estúpido —exclamé exasperado.

—La estupidez de los hombres no parece tener fin —repuso Hild con aspereza—. ¿Pero tú recuerdas, antes de que nos marcháramos de Wessex, que me dijiste que Northumbria estaba llena de enemigos?

—Lo recuerdo.

—Creo que está más llena de lo que piensas —prosiguió—, así que me quedaré hasta que sepa que vas a sobrevivir —me tocó en el brazo—. A veces me parece que soy la única amiga que tienes aquí. Así que déjame quedarme hasta que sepa que estarás a salvo.

Le sonreí y me toqué la empuñadura de
Hálito-de-serpiente.

—Estoy a salvo —le dije.

—Tu arrogancia impide a la gente ver tu bondad —lo dijo como reproche, después puso la mirada en el camino—. ¿Y qué vas a hacer? —me preguntó.

—Cumplir mi deuda de sangre —contesté—. Para eso estoy aquí —y era cierto. Para eso me dirigía al norte, para matar a Kjartan y liberar a Thyra, pero si lo lograba Dunholm pertenecería a Ivarr, y Gisela al hijo de Ivarr. Me sentía traicionado, aunque lo cierto es que no había traición alguna, pues Gisela jamás me había sido prometida. Guthred era libre de casarla con quien quisiera—. O quizá tendríamos que escaparnos —contesté con amargura.

—¿Escaparnos adonde?

—A cualquier parte.

Hild sonrió.

—¿De vuelta a Wessex?

—¡No!

—Entonces ¿adonde?

A ninguna parte. Había conseguido salir de Wessex y no iba a volver, salvo para recoger mi tesoro cuando tuviera un lugar seguro donde llevarlo. El destino me tenía en sus manos, y el destino me había dado enemigos. Por todas partes.

* * *

Vadeamos el río Wiire bien al oeste de Dunholm, y después marchamos con el ejército hasta un lugar que los lugareños llamaban Cuncacester, que cruzaba de lado a lado la calzada romana cinco millas al norte de Dunholm. Los romanos habían construido un fuerte en Cuncacester, y los muros seguían en pie, aunque entonces no eran mucho más que terraplenes en campos verdes. Guthred anunció que el ejército se quedaría cerca del decrépito fuerte, y yo dije que el ejército tendría que seguir marchando al sur hasta que encontrara Dunholm, así que tuvimos nuestra primera pelea, porque no quería cambiar de idea.

—¿Qué sentido tiene, señor —le pregunté—, detener a un ejército a dos horas de marcha de su enemigo?

—Eadred dice que debemos detenernos aquí.

—¿El abad Eadred? ¿Pero es que sabe tomar fortalezas?

—Ha tenido un sueño —contestó Guthred.

—¿Un sueño?

—San Cutberto quiere aquí su santuario —contestó Guthred—. Justo aquí —señaló una pequeña colina sobre la que el santo muerto estaba rodeado de monjes rezando.

Para mí no tenía ningún sentido. Aquel lugar no tenía nada especial, aparte de los restos de la fortificación. Había colinas, campos, un par de granjas y un pequeño río, un lugar muy agradable, pero por qué debía ser el lugar adecuado para el santuario de un santo se me escapaba.

—Nuestro trabajo, señor —le dije—, es capturar Dunholm. No lo vamos a conseguir parándonos a construir una iglesia.

—Pero los sueños de Eadred siempre han acertado —insistió Guthred convencido—. Y san Cutberto no me ha fallado nunca.

Discutí y perdí. Hasta Ivarr, que me apoyaba, le dijo a Guthred que había que acercar el ejército aún más a Dunholm, pero el sueño del abad Eadred nos obligó a acampar en Cuncacester y los monjes se pusieron inmediatamente a construir la iglesia. Nivelaron la colina, talaron árboles, y el abad Eadred plantó estacas para señalar dónde irían las paredes. Quería que los cimientos fuesen de piedra, y eso implicaba buscar una cantera, o mejor aún, un antiguo edificio romano que se pudiera derrumbar, y tendría que ser grande, porque la iglesia que había soñado era más grande que muchos salones de reyes.

Y al día siguiente, un día de finales del verano, bajo nubes desperdigadas, cabalgamos al sur en dirección a Dunholm. Para enfrentarnos a Kjartan y explorar la fuerza de la fortaleza.

Ciento cincuenta hombres hicieron el corto viaje. Ivarr y su hijo flanqueaban a Guthred, Ulf y yo los seguíamos, y sólo los religiosos se quedaron en Cuncacester. Éramos daneses y sajones, guerreros de espada y lanceros, y avanzábamos bajo el nuevo estandarte de Guthred, que mostraba a san Cutberto con una mano levantada en señal de bendición y la otra sosteniendo el evangelio enjoyado de Lindisfarena. No era un estandarte muy inspirador, al menos no para mí, y deseé haber pensado en pedirle a Hild que me hiciera un estandarte que mostrara la cabeza de lobo de Bebbanburg. El conde Ulf tenía su estandarte de la cabeza de águila, Guthred su bandera, e Ivarr cabalgaba bajo una bandera ajada con dos cuervos que, de algún modo, había conseguido rescatar de su derrota en Escocia, pero yo no lucía estandarte.

El conde Ulf maldijo nada más ver Dunholm; era la primera vez que contemplaba la fuerza de aquel peñasco envuelto en un meandro del Wiire. No era roca pura, pues crecían carpes y sicómoros en las empinadas lomas, pero en la cumbre no había matojos y se veía una recia empalizada de madera que protegía el puesto elevado, en el que habían construido tres o cuatro edificios. La entrada al fuerte era una torre rodeada por una muralla en la que ondeaba un estandarte triangular. La bandera mostraba un barco con cabeza de serpiente, recuerdo de que Kjartan había sido antaño patrón de barco, y debajo del estandarte había hombres con lanzas, y colgadas de la empalizada, hileras de escudos.

Ulf observó la fortaleza. Guthred e Ivarr se le unieron, y ninguno dijimos nada, pues no había nada que decir. Parecía impenetrable. Parecía terrible. Había un camino para subir a la fortaleza, pero era empinado y estrecho, y se necesitarían muy pocos hombres para contener aquel camino, dado que daba tres vueltas y había que superar unas cuantas rocas hasta la puerta. Podíamos subir a todo nuestro ejército por aquel camino, pero en algunos lugares era tan estrecho que con veinte hombres bastaría para contenernos, y mientras tanto nos lanzarían a la cabeza todo tipo de lanzas y piedras. Guthred, que claramente creía que no podía tomarse Dunholm, me lanzó una súplica muda.

—¡Sihtric! —grité, y el chico se apresuró a mi lado—. Ese muro —le dije—, ¿rodea toda la cima?

—Sí, señor —contestó, después vaciló—, salvo en…

—¿Salvo en dónde?

—Hay un pequeño peñasco al sur, señor. Allí no hay muro. Es por donde tiran la mierda.

—¿Un peñasco? —pregunté, y él hizo un gesto con la mano derecha para indicar que se trataba de un peñasco de roca pura—. ¿Se puede escalar ese peñasco? —le pregunté.

—No, señor.

—¿Qué pasa con el agua? —le pregunté—. ¿Hay algún pozo?

—Dos pozos, señor, ambos fuera de la empalizada. Hay uno al oeste que no usan con frecuencia, el otro está en el lado este. Pero ése está arriba de todo, donde crecen los árboles.

—¿Está fuera de la muralla?

—Fuera, señor, pero tiene su propia muralla.

Le entregué una moneda como recompensa, pero sus respuestas no me habían hecho muy feliz. Pensaba que si los hombres de Kjartan sacaban agua del río, podíamos poner arqueros para detenerlos, pero ningún arquero podía perforar árboles o una muralla para impedir que se acercaran al pozo.

—¿Y qué hacemos? —me preguntó Guthred, y un punto de rencor me tentó de contestarle que le preguntara a sus curas, que habían insistido en montar el campamento del ejército tan inconvenientemente lejos. Conseguí reprimir esa respuesta.

—Podemos ofrecerle un trato, señor—contesté—, y cuando se niegue, tendréis que matarlo de hambre.

—Acaban de recoger la cosecha —apuntó Guthred.

—Pues costará un año —repliqué—. Construid un muro en el cuello de tierra. Atrapadlo. Que vea que no vais a marcharos. Que vea que el hambre viene a por él. Si construís el muro —le dije, mientras me iba gustando cada vez más la idea—, no tendréis que dejar aquí un ejército. Con sesenta hombres bastaría.

—¿Sesenta? —preguntó Guthred.

—Sesenta hombres pueden defender un muro aquí —le dije.

La enorme masa de roca sobre la que se erguía Dunholm tenía forma de pera; el extremo inferior, más estrecho, formaba el cuello de tierra desde donde contemplábamos las elevadas murallas. El río discurría a nuestra derecha, bordeando la roca, después reaparecía a nuestra izquierda, y justo ahí la distancia entre las dos orillas del río no llegaba ni a trescientos pasos. Nos llevaría una semana limpiar aquellos trescientos pasos de árboles, una semana más construir una zanja y levantar una empalizada y una tercera semana reforzar esa empalizada para que sesenta nombres pudieran defenderla con holgura. El cuello no era terreno llano, sino más bien un montón irregular de rocas, así que la empalizada tendría que ir por encima de las rocas. Sesenta hombres jamás podrían defender trescientos pasos de muro, pero buena parte del cuello era impracticable por las protuberancias rocosas, por las que ningún ataque podía llegar, así que los sesenta sólo tendrían que defender la empalizada en tres o cuatro lugares.

—Sesenta —Ivarr había permanecido en silencio, pero ahora escupía aquella palabra como una maldición—. Necesitaréis más de sesenta. Hay que relevar a los hombres por la noche. Otros hombres tienen que ir a por agua, atender al ganado y patrullar la orilla del río. Sesenta hombres puede que defiendan el muro, pero necesitaréis otros doscientos para mantener a esos sesenta en su puesto —me echó una mirada feroz. Tenía razón, por supuesto. Y si se necesitaban doscientos o trescientos para Dunholm, eso eran doscientos o trescientos menos para guardar Eoferwic, patrullar las fronteras o cultivar las cosechas.

—Pero un muro aquí —dijo Guthred— derrotaría a Dunholm.

—Sí —coincidió Ivarr, pero parecía dudarlo.

—Así que sólo necesito más hombres —contestó Guthred—. Necesito más hombres.

Acerqué a
Witnere
al este, como si explorara dónde podía construirse el muro. Veía hombres en la torre de Dunholm observándonos.

—A lo mejor no tardamos un año —le grité a Guthred—. Venid aquí a ver.

Apremió al caballo hasta donde estaba y pensé que jamás lo había visto tan desanimado. Hasta ahora todo le había llegado fácilmente, el trono, Eoferwic y el homenaje de Ivarr, pero Dunholm era un pedazo de fuerza bruta que desafiaba su optimismo.

—¿Qué me quieres enseñar? —me preguntó sorprendido de que lo hubiera sacado del camino.

Miré atrás, para asegurarme de que Ivarr y su hijo no podían oírme, después señalé el río como si estuviéramos discutiendo la orografía.

—Podemos capturar Dunholm —le dije a Guthred en voz baja—, pero no voy a ayudaros si se la entregáis como recompensa a Ivarr —torció el gesto, después detecté un destello de malicia en su rostro y supe que estaba tentado de negar que se le hubiera pasado por la cabeza—. Ivarr es débil —le dije—, y mientras lo siga siendo, será vuestro amigo. Pero si le dais poder, lo convertiréis en un enemigo.

—¿De qué me sirve un amigo débil? —me preguntó.

—Es mucho más útil que un enemigo fuerte, señor.

—Ivarr no quiere ser rey —me dijo—, ¿por qué iba a ser mi enemigo?

—Lo que Ivarr quiere —le expliqué— es controlar al rey como a un cachorro con correa. ¿Es lo que queréis? ¿Ser el pelele de Ivarr?

Miró la elevada puerta.

—Alguien tiene que guardar Dunholm —dijo débilmente.

—Pues entregádmela a mí —contesté—, porque soy vuestro amigo. ¿Dudáis de eso?

—No, Uhtred —contestó—, no lo dudo —se me acercó y me tocó un codo. Ivarr nos observaba con ojos de serpiente—. No he hecho ninguna promesa —prosiguió, pero parecía preocupado. Después se obligó a sonreír—. ¿Puedes capturarla?

—Creo que podemos hacer salir a Kjartan de ahí, señor.

—¿Cómo?

—Esta noche voy a hacer brujería, señor —respondí—, y mañana vos hablaréis con él. Le diréis que si se queda aquí, le destruiréis. Decidle que empezaréis quemándole los establos y los corrales de esclavos en Gyruum. Prometedle que lo vais a dejar pelado. Que Kjartan sólo entienda que muerte, fuego y miseria es lo que le espera si se queda aquí. Después le ofrecéis una vía de escape. Que cruce el mar —no era lo que yo deseaba, quería ver a Kjartan el Cruel bajo
Hálito-de-serpiente,
pero mi venganza no era tan importante como sacar a Kjartan de Dunholm—. ¿Y si funciona, señor, me prometéis que no se la entregaréis a Ivarr?

Vaciló, después me tendió su mano.

—Si funciona, amigo mío, te prometo que te la daré a ti.

—Gracias, señor —le dije, y Guthred me recompensó con su sonrisa contagiosa.

Los vigías de Kjartan debieron de sorprenderse cuando nos marchamos por la tarde. No nos fuimos muy lejos, montamos un campamento en una colina al norte de la fortaleza, y encendimos hogueras para que Kjartan supiera que aún andábamos cerca. Después, en la oscuridad, yo regresé a Dunholm con Sihtric. Me dirigía a hacer mi brujería, a asustar a Kjartan, y para ello necesitaba convertirme en
sceadugengan,
un caminante de las sombras. Los
sceadugengan
caminan de noche, cuando los hombres honestos temen abandonar sus casas. La noche es el momento en que monstruos extraños acechan en la oscuridad, cuando ogros, fantasmas, hombres salvajes, elfos y bestias vagan por la oscuridad.

Pero yo siempre me sentí a gusto en la noche. Desde niño practicaba cómo caminar en la noche, hasta que me convertí en una de las criaturas que los hombres temen, y aquella noche me llevé a Sihtric por el camino hasta la puerta de Dunholm. Sihtric guiaba a nuestros caballos que, como él, estaban asustados. Yo tenía problemas para seguir el camino pues la luna estaba oculta bajo unas nubes recién llegadas, así que iba tanteando el terreno, usando
Hálito-de-serpiente
para no chocar con arbustos ni rocas. Avanzábamos lentamente, Sihtric se agarraba de mi capa para no perderme. Se volvió más fácil a medida que cogimos altura, pues las hogueras dentro de la fortaleza y el resplandor de las llamas por encima de la empalizada hacían de faro. Veía las siluetas de los centinelas en la torre, pero ellos no podían ver que llegamos a un saliente del terreno donde el camino bajaba unos metros antes de subir el último tramo hasta la puerta. A partir de ese punto, la pendiente entre el escaso saliente y la empalizada, no había árboles que obstruyeran la vista, para que ningún enemigo subiera agazapado e intentara un ataque sorpresa.

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