Los hombres de Sverri nos alimentaban con engrudo, sopa de anguila, pan duro y caldera de pescado, y cuando llegó la nieve nos tiraron unas balas de lana llenas de barro y nos acurrucamos en la cabaña de esclavos, escuchamos el viento y la nieve por los huecos entre los troncos. Hacía un frío de muerte, y uno de los sajones la espichó. Cogió una fiebre y palmó a los cinco días, y dos de los hombres de Sverri llevaron el cadáver al arroyo y lo tiraron bajo el hielo, para que la próxima marea se llevara el cuerpo. No muy lejos había un bosque y cada pocos días nos llevaban a talar árboles, nos daban unas hachas y preparábamos leña. Los grilletes eran lo suficientemente cortos para que no permitieran golpear con toda la fuerza. Cuando teníamos hachas nos vigilaban con arcos y lanzas, y me di cuenta de que moriría antes de alcanzar a un guardia, pero me tentaba intentarlo. Uno de los daneses lo intentó antes que yo, se dio la vuelta, empezó a gritar y a correr torpemente, y una flecha lo alcanzó en el estómago; cayó doblado en dos y los hombres de Sverri lo mataron despacio. Gritó durante todo el rato. Su sangre cubría varios metros de nieve y murió muy lentamente para que nos sirviera de lección al resto; así que seguí talando árboles, cortando troncos, partiéndolos con una cuña y un mazo, cortando de nuevo y regresando a la cabaña de los esclavos.
—Si esos hijos de puta de los niños se acercaran un poco —me dijo Finan al día siguiente—, podría estrangular a uno de esos cabroncetes, vaya que sí.
Me quedé asombrado; era la frase más larga que le oía decir.
—Mejor pillarlo de rehén —le sugerí.
—Pero no son tan imbéciles como para acercarse —dijo desatendiendo mi sugerencia. Hablaba danés con un acento raro—. Eras guerrero.
—Soy guerrero —contesté. Estábamos sentados fuera de la cabaña en un pedazo de hierba en el que la nieve se había derretido, y destripábamos arenques con cuchillos romos. Las gaviotas gritaban encima de nuestras cabezas. Uno de los hombres de Sverri nos vigilaba desde fuera de la casa larga. Tenía un arco en las rodillas y espada al cinto. Me pregunté cómo habría averiguado Finan que era guerrero, pues nunca había hablado de mi vida. Tampoco había revelado mi auténtico nombre, y les había hecho creer que me llamaba Osbert. Osbert había sido antaño mi nombre real, el que me dieron al nacer, pero fui rebautizado como Uhtred cuando mi hermano mayor murió, dado que mi padre insistía en que su hijo mayor debía llamarse Uhtred. Pero no usé el nombre de Uhtred a bordo del
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Uhtred era un nombre orgulloso, nombre de guerrero, y lo mantendría en secreto hasta que escapara de la esclavitud.
—¿Cómo sabes que soy guerrero? —le pregunté a Finan.
—Porque nunca dejas de vigilar a esos cabrones —me dijo—. Nunca dejas de pensar en cómo matarlos.
—Tú eres igual —contesté.
—Finan el Ágil, me llamaban —prosiguió—, porque bailaba alrededor de mis enemigos. Bailaba y mataba. Bailaba y mataba —destripó a otro pescado y lanzó las entrañas sobre la nieve, donde dos gaviotas se pelearon por ellas—. Hubo un tiempo —continuó airado—, en que poseía cinco lanzas, seis caballos, dos espadas, una armadura de reluciente malla, escudo y casco que fulguraban como el fuego. Tenía una mujer cuya melena caía hasta la cintura, con una sonrisa que oscurecería el sol de mediodía. Hoy destripo arenques —rasgó con el cuchillo—. Y un día regresaré aquí y mataré a Sverri, me follaré a su mujer, estrangularé a los hijos de puta de sus hijos y le robaré el dinero —emitió una risa seca—. Lo guarda todo aquí. Todo el dinero. Enterrado.
—¿Lo sabes seguro?
—¿Y qué otra cosa va a hacer con él? No se lo puede comer porque no caga plata, ¿verdad? No, está aquí.
—Dondequiera que sea aquí —repuse.
—Jutlandia —contestó—. La mujer es danesa. Venimos aquí todos los inviernos.
—¿Cuántos?
—Éste es el tercero —contestó Finan.
—¿Cómo te capturó?
Echó otro pescado limpio al capazo.
—Hubo una pelea. Nosotros contra los noruegos, y los muy hijos de perra nos ganaron. Me tomaron prisionero y los muy cabrones me vendieron a Sverri. ¿Y a ti?
—Me traicionó mi señor.
—Otro cabrón al que hay que matar, ¿eh? Mi señor también me traicionó.
—¿Cómo?
—No me rescató. Verás, quería beneficiarse a mi mujer. Así que dejó que me vendieran, y para devolverle el favor rezo para que se muera, sus mujeres pillen el tétanos, su ganado la tembladera, que sus hijos se pudran en su propia mierda, que sus cosechas se sequen y sus perros se asfixien —se estremeció, como si le costara demasiado contener su ira.
Cayó aguanieve en lugar de nieve, y el hielo se derritió lentamente hasta el arroyo. Construimos remos nuevos de abeto seco, cortado el año anterior, y cuando los remos estuvieron listos el hielo había desaparecido. Niebla gris envolvió la tierra, y las primeras flores aparecieron al lado de los juncos. Las garzas acechaban en los bajíos y el sol derretía la escarcha matutina. Llegaba la primavera, así que calafateamos el
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con pelo de ganado, brea y musgo. Lo limpiamos, lo botamos, devolvimos el lastre a la bodega, lo aparejamos y doblamos la tela reparada y limpia en la verga. Sverri abrazó a su mujer, besó a sus hijos y se encaminó hacia el barco. Dos de sus hombres lo subieron a bordo y agarramos los remos.
—¡Remad, cabrones —gritó—, remad!
Remamos.
* * *
La ira te mantiene vivo, pero sólo lo justo. Había momentos en que estaba enfermo, en que me sentía demasiado débil para seguir bogando, pero tiraba, y cómo, pues si me fallaban las fuerzas sería arrojado por la borda. Halaba mientras vomitaba, sudaba, temblaba o sentía dolor en cada uno de los músculos de mi cuerpo. Remaba bajo la lluvia, el sol, el viento y el aguanieve. Recuerdo haber tenido fiebre y creer que iba a morir. Incluso desear morir, pero Finan murmuraba que se cagaba en mis muertos.
—Eres un sajón débil —me acicateaba—, un pusilánime. Eres patético, escoria sajona —yo replicaba algo, y él volvía a la carga, cada vez más alto, para que Hakka lo escuchara desde la proa—. Quieren que palmes —seguía diciendo Finan—, demuéstrales que se equivocan. Rema, sajón de mierda, rema —Hakka le atizó por hablar. Otra vez yo hice lo mismo por Finan. Recuerdo cogerlo entre mis brazos y empapuzarlo con el engrudo.
—Vive, hijo de puta —le dije—, que estos cagarros no nos venzan—. ¡Vive! —Continuó viviendo.
Ese verano nos dirigimos al norte, remontamos un río que se enroscaba por un paisaje de musgo y abedules, un lugar tan al norte que en los lugares en sombra aún se apreciaba el deshielo. Compramos pieles de reno en un pueblo entre los abedules y nos las llevamos de vuelta al mar, las intercambiamos por colmillos de morsa y huesos de ballena, que a su vez trocamos por ámbar y plumas de ganso. Transportábamos malta y pieles de foca, pieles y carne salada, hierro mineral y lana. Pasamos dos días en una cala rodeada de rocas cargando losas que se convertirían en piedras de afilar, y Sverri cambió las losas por peines de cuerno de ciervo y por enormes rollos de sogas de piel de foca y una docena de pesados lingotes de bronce, y regresamos a Jutlandia con todo aquello, hasta Haithabu, un enorme puerto comercial, tan grande que había un complejo para los esclavos, lugar en el que nos metieron vigilados por lanceros y altos muros.
Finan encontró unos irlandeses en el complejo y yo descubrí a un sajón que había sido capturado por un danés en la costa de Anglia Oriental. El rey Guthrum, me contó el sajón, había regresado a Anglia Oriental, donde se hacía llamar Ælthelstan, y estaba construyendo iglesias. Alfredo, por lo que él sabía, seguía vivo. Los daneses en Anglia Oriental no habían intentado atacar Wessex, pero aun así, había oído que Alfredo estaba construyendo fortalezas en las fronteras. No sabía nada de los rehenes daneses de Alfredo, así que no me pudo decir si habían liberado a Ragnar, ni había oído hablar de Guthred de Northumbria, así que me coloqué en el centro del complejo y me puse a gritar:
—¿Hay alguien de Northumbria? —Los hombres me miraron sin ánimo—. ¿Northumbria? —grité de nuevo, y esta vez una mujer me llamó desde el otro lado de la empalizada que dividía el complejo de los hombres del de las mujeres —los hombres se apiñaban en la empalizada, observaban a las mujeres por los agujeros, pero yo aparté a dos—. ¿Eres northumbria? —le pregunté a la mujer que me había llamado.
—De Onhripum —me dijo. Era sajona, tenía quince años y era hija de un curtidor de Onhripum. Su padre le debía dinero al conde Ivarr y, para saldar la deuda, Ivarr se había llevado a la chica y se la había vendido a Kjartan.
Al principio me pareció que había entendido mal.
—¿A Kjartan? —le pregunté.
—A Kjartan —respondió ella desolada—, que me violó y luego me vendió a estos cabrones.
—¿Kjartan sigue vivo? —pregunté asombrado.
—Sigue vivo —contestó ella.
—Pero si lo estaban sitiando —protesté.
—No mientras yo estuve allí —respondió.
—¿Y Sven? ¿Su hijo?
—También me violó —repuso.
Más tarde, mucho más tarde, conseguí enterarme de cómo había terminado la historia. Guthred e Ivarr, aliados de mi tío Ælfric, habían intentado matar de hambre a Kjartan para que se sometiera, pero el invierno fue duro, los ejércitos estaban enfermos y Kjartan ofreció pagar tributo a los tres, así que aceptaron su plata. Guthred también había conseguido la promesa de que Kjartan dejaría de matar religiosos, y por un tiempo la mantuvo, pero la iglesia tenía demasiado dinero, y Kjartan era demasiado avaricioso, así que, antes de que se cumpliera un año, rompió la promesa y mató o esclavizó a unos cuantos monjes. El tributo anual de plata que Kjartan debía entregar a Guthred, Ælfric e Ivarr fue pagado una vez y nunca más. Así que nada había cambiado. Kjartan se mostró humilde durante unos meses, después evaluó a sus enemigos y los consideró débiles. La hija del curtidor de Onhripum no sabía nada de Gisela, ni tampoco había oído hablar de ella, y pensé que a lo mejor había muerto y aquella noche me embargó la desesperación. Recordé a Hild y me pregunté qué le habría ocurrido, temí por ella, y recordé aquella noche con Gisela en que la besé bajo las hayas y pensé en todos mis sueños que ahora estaban rotos; así que lloré.
Tenía una esposa en Wessex y no sabía nada de ella y, la verdad sea dicha, tampoco me importaba nada. La muerte me había arrebatado a mi hijo pequeño. Me había arrebatado a Iseult. Había perdido a Hild, cualquier posibilidad con Gisela, y aquella noche me anegó la pena por mí mismo, me senté en la cabaña y dejé correr las lágrimas por mis mejillas. Finan me vio y empezó a llorar también, y supe que le habían recordado su hogar. Intenté avivar mi ira, porque sólo la ira te mantiene vivo, pero la ira no llegaba. Así que sólo lloré. No podía parar. Era la oscuridad de la desesperación, de saber que mi destino era tirar de un remo hasta romperme, y luego por la borda. Lloré.
—Tú y yo —dijo Finan, y se detuvo. Estaba oscuro. La noche era fría a pesar del verano.
—¿Tú y yo? —pregunté, con los ojos cerrados para intentar detener las lágrimas.
—Espadas en la mano, amigo mío —dijo—. Tú y yo. Va a suceder —se refería a que seríamos libres y podríamos vengarnos.
—Sueños —contesté.
—¡No! —repuso Finan rabioso. Se acercó a mi lado y me cogió una mano con las suyas—. No cejes —me gruñó—. Somos guerreros, tú y yo, ¡somos guerreros! —Fui guerrero, pensé. Hubo un tiempo en que mi malla y mi casco emitían destellos, pero en aquel momento estaba comido por las chinches, apestoso, débil y lloroso—. Toma —me dijo Finan, y me metió algo en la mano. Era uno de los peines de cuerno que habíamos transportado y que había conseguido robar y ocultárselo entre los harapos—. No cejes nunca —me dijo, y usé el peine para desenredarme el pelo, que me llegaba por la cintura. Me lo peiné, deshice los nudos, maté piojos con los dientes, y a la mañana siguiente Finan me trenzó el pelo y yo hice lo mismo por él—. Así es como se peinan los guerreros en mi tribu —me aclaró—, y tú y yo somos guerreros. ¡No somos esclavos, somos guerreros! —Estábamos delgados, sucios, harapientos, pero la desesperación había pasado como una borrasca en el mar, y yo dejé que la ira me proporcionara resolución.
Al día siguiente cargamos el
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con lingotes de cobre, bronce y hierro. Metimos barriles de cerveza en la bodega y rellenamos el espacio que quedaba con carne salada, aros de pan duro y cubas de bacalao salado. Sverri se rió al vernos las trenzas.
—Os debéis pensar que vais a encontrar moza —se burló de nosotros—, ¿o es que las mozas sois vosotros? —Ninguno respondió y Sverri se limitó a sonreír. Estaba de buen humor, inusualmente emocionado. Le gustaba navegar y a juzgar por la cantidad de provisiones que llevábamos, supuse que se trataba de un largo viaje, y así fue. Echaba las varillas de runas de vez en cuando, y debieron indicarle que prosperaría, porque se compró tres nuevos esclavos, todos frisones. Quería suficiente tripulación para el viaje que tenía por delante, un viaje que empezó mal, pues, en cuanto abandonamos Haithabu, comenzó a perseguirnos otro barco. Un pirata, anunció Hakka con amargura, y pusimos rumbo al norte a vela y remo y el otro barco nos fue ganando terreno, pues era más largo, más esbelto y más rápido, y sólo la llegada de la noche nos permitió escapar, pero fue una noche inquieta. Guardamos los remos y bajamos la vela para que el
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no hiciera ruido, y en la oscuridad oí el chapoteo de nuestro perseguidor y Sverri y sus hombres se agacharon junto a nosotros, con las espadas en la mano, listos para matarnos si hacíamos algún ruido. Yo me vi tentado, y Finan quería golpear el costado del barco para avisar a los perseguidores, pero Sverri nos habría degollado al instante, así que guardamos silencio y el extraño barco pasó de largo en la oscuridad, y al alba había desaparecido.
Dichas amenazas son raras. Lobo no come lobo, y halcón no ataca a halcón, así que los hombres del norte rara vez se saqueaban, aunque algunos, desesperados, se arriesgaran a atacar a un paisano danés o noruego. Tales piratas eran considerados marginados, nada, pero eran temidos. Por lo general, los perseguían y mataban o esclavizaban a la tripulación, pero, aun así, algunos hombres se arriesgaban a la marginación, pues con solo capturar un barco rico como el
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podían hacer una fortuna que les proporcionaría posición, poder y aceptación. Pero esa noche escapamos, y al día siguiente navegamos más y más al norte, y no tomamos tierra aquella noche, ni muchas más que vendrían después. Entonces, una mañana, vi una costa negra de acantilados terribles contra los que se estrellaba el blanco mar, y pensé que habíamos llegado al final de nuestro viaje, pero no buscamos tierra, sino que seguimos navegando, hacia el oeste, y luego brevemente hacia el sur, hasta atracar en la bahía de una isla.