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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (25 page)

Y ahí fue donde me enteré de la historia. No la escuché entera aquella noche, pero más tarde la recompuse y la voy a contar aquí. Todo empezó con Hild.

Guthred mantuvo su última promesa y la trató honorablemente. Le entregó mi espada y mi casco, dejó que guardara mi cota de malla y mis brazaletes, y le pidió que fuera la compañera de su nueva esposa, la reina Osburh, la sobrina sajona del rey destronado en Eoferwic. Pero Hild se culpaba de mi traición. Decidió que había ofendido a su dios por resistirse a regresar al convento, así que le suplicó a Guthred que la dejara volver a Wessex para reunirse con su orden. El quería que se quedara en Northumbria, pero ella le rogó y le dijo que Dios y san Cutberto se lo exigían, y Guthred siempre era receptivo a las peticiones de Cutberto. Así que le permitió acompañar a unos mensajeros que estaba enviando a Alfredo, y así Hild regresó a Wessex, y una vez allí fue en busca de Steapa, que siempre la había apreciado mucho.

—Me llevó a Fifhidan —me contó Steapa aquella noche cuando las vallas ardían bajo los muros en ruinas del monasterio de Gyruum.

—¿A Fifhidan?

—Y desenterramos vuestro tesoro —prosiguió Steapa—. Hild me enseñó dónde estaba y yo lo desenterré. Después se lo llevamos a Alfredo. Entero. Lo volcamos sobre el suelo y él se lo quedó mirando.

El tesoro era el arma de Hild. Le contó a Alfredo la historia de Guthred y cómo me había traicionado, y le prometió que si enviaba hombres a buscarme, ella usaría todo aquel oro y aquella plata en el suelo de su salón para construir una casa de Dios en la que ella se arrepentiría de sus pecados y vivaría el resto de su vida como esposa de Cristo. Se pondría los grilletes de la Iglesia para romper mis cadenas de hierro.

—¿Se ha vuelto a meter monja? —le pregunté.

—Dijo que era lo que quería —contestó Steapa—. Dijo que Dios lo quería. Y Alfredo aceptó. Le dijo que sí.

—¿Así que Alfredo te liberó? —le pregunté a Ragnar.

—Espero que lo haga —contestó Ragnar— cuando te lleve de vuelta. Aún soy rehén, pero Alfredo me dijo que podía ir a buscarte si le prometía que regresaría. Y nos van a soltar a todos muy pronto. Guthrum no está dando guerra. Rey Æthelstan, se llama ahora.

—¿Está en Anglia Oriental?

—Allí está —confirmó Ragnar—, construyendo iglesias y monasterios.

—¿Así que se ha vuelto cristiano de verdad?

—El muy pringado es tan meapilas como Alfredo —respondió Ragnar sombrío—. Guthrum siempre ha sido un capullo crédulo. Pero Alfredo me hizo llamar. Me dijo que te buscara. Me permitió llevarme a los hombres que me servían en el exilio y Steapa buscó al resto de la tripulación. Son sajones, claro, pero reman bastante bien, los cabrones.

—Steapa me contó que venía contigo para vigilarte —le dije.

—¡Steapa! —Ragnar miró al otro lado de la hoguera que habíamos encendido en la nave del monasterio en ruinas—, lamentable pedazo de cagarro de armiño, ¿tú has dicho que estabas aquí para vigilarme?

—Pero así es, señor —contestó Steapa.

—Eres un pedazo de mierda. Pero peleas bien —Ragnar sonrió y volvió a mirarme—. Y yo estoy aquí para llevarte de vuelta a Alfredo.

Me quedé mirando el fuego, donde las tiras de juncos emitían una brillante luz roja.

—Thyra está en Dunholm —le dije—, y Kjartan sigue vivo.

—Y voy a ir a Dunholm en cuanto Alfredo me libere —contestó Ragnar—, pero primero tengo que llevarte a Wessex. Lo he jurado. He jurado que no vendría a romper la paz de Northumbria, sólo a recogerte. Y Alfredo se ha quedado con Brida, por supuesto —Brida era su mujer.

—¿Se la ha quedado?

—De rehén para que vuelva, supongo. Pero la soltará, y yo reuniré dinero y hombres y borraré Dunholm de la faz de la tierra.

—¿No tienes dinero?

—No suficiente.

Así que le hablé del hogar de Sverri en Jutlandia y del dinero que allí había, o que creíamos que había, y Ragnar pensó en ello, y yo pensé en Alfredo.

Yo no le gustaba a Alfredo. No le había gustado nunca. En ocasiones hasta me odiaba, pero le había hecho un buen servicio. Le había hecho un servicio magnífico, y había sido menos que generoso en su recompensa. Cinco pellejos, me había dado, mientras que yo había puesto en sus manos un reino. Con todo, ahora le debía mi libertad, y no comprendía por qué lo había hecho. Aparte, por supuesto, de porque Hild le había dado otra casa de oración, y eso le debió de encantar, así como su arrepentimiento, y ambas cosas parecían tener cierto sentido. Con todo, me había rescatado, se había molestado en sacarme de la esclavitud, y decidí que después de todo era generoso. Pero también sabía que tendría que pagar un precio. Alfredo querría más que el alma de Hild y un convento nuevo. Me querría a mí.

—Confiaba en no tener que volver a ver Wessex nunca —le dije.

—Bueno, pues vas a volverlo a ver —contestó Ragnar—, porque he jurado que te iba a llevar. Además, no podemos quedarnos aquí.

—No —coincidí.

—Kjartan tendrá cien hombres aquí por la mañana.

—Doscientos —contesté.

—Así que tenemos que marcharnos —dijo. Después me miró nostálgico—. ¿Y dices que hay un tesoro en Jutlandia?

—Un gran tesoro —respondió Finan.

—Creemos que está enterrado en una cabaña de juncos —añadí—, guardado por una mujer y tres niños.

Ragnar miró por la puerta, donde unos destellos de hogueras se veían entre las casuchas construidas junto al fuerte romano.

—No puedo ir a Jutlandia —contestó en voz baja—. He jurado que te devolvería en cuanto te encontrara.

—Bueno, puede ir otro —le sugerí—. Ahora tienes dos barcos y Sverri revelará dónde está su tesoro si se le asusta lo suficiente.

Así que a la mañana siguiente Ragnar ordenó a sus doce daneses que se llevaran el
Comerciante.
Entregó el mando de la nave a Rollo, su mejor timonel; Finan suplicó ir con ellos, y la escocesa, Ethne, se marchó con Finan, que ahora vestía malla y casco, y llevaba una espada larga abrochada a la cintura. Sverri estaba encadenado a uno de los remos del
Comerciante,
y al partir vi a Finan azotándolo con el látigo que durante tantos meses había desollado nuestras espaldas.

El
Comerciante
se marchó, cruzamos el río con los esclavos y los soltamos en la orilla norte. Estaban asustados y no sabían qué hacer, así que les dimos un puñado de las monedas que sacamos de la caja de Sverri y les dijimos que siguieran caminando con el mar siempre a la derecha y que, con un poco de suerte, llegarían a casa. Probablemente serían capturados por la guarnición de Bebbanburg, y vueltos a vender, pero poco más podíamos hacer. Los dejamos, apartamos el barco rojo de la orilla y regresamos al mar.

Detrás de nosotros, donde los restos de nuestras hogueras humeaban en la colina de Gyruum, aparecieron jinetes con malla y cascos. Formaron una fila en la cima, y una columna galopó por las salinas hasta la orilla de guijarros, pero habían llegado muy tarde. La marea baja nos conducía a mar abierto, miré atrás y vi a los hombres de Kjartan. Supe que volvería a verlos, y el
Dragón de Fuego
dobló el recodo del río, los remos mordieron el agua y el sol deslumbró como puntas de lanza afiladas en las pequeñas olas, un águila nos sobrevoló y yo levanté los ojos al viento y lloré.

Lágrimas de alegría pura.

* * *

Nos llevó tres semanas alcanzar Lundene, donde pagamos plata a los daneses en concepto de peaje por remar río arriba, y después un par de días más hasta Readingum, donde varamos el
Dragón de Fuego
con el dinero de Sverri. Era otoño en Wessex, una época de nieblas y tierras en barbecho. Los halcones peregrinos habían regresado de dondequiera que fueran en los meses de verano, y las hojas de roble se volvían de un bronce templado por el viento.

Cabalgamos hasta Wintanceaster, pues allí nos contaron que tenía Alfredo la corte, pero el día que llegamos había partido hacia una de sus propiedades y no se le esperaba aquella noche; así que, cuando el sol se puso por entre los andamios de la gran iglesia que Alfredo estaba construyendo, dejé a Ragnar en la taberna Las Dos Grullas y caminé hasta la puerta norte de la ciudad. Tuve que pedir indicación y me señalaron un callejón largo lleno de surcos embarrados. En el callejón, bordeado a un lado por la empalizada de la ciudad y al otro por un muro de madera en el que había una puerta baja señalada con una cruz, hozaban dos cerdos. Una veintena de pedigüeños se arremolinaba en el barro y el estiércol fuera de la puerta. Iban en harapos. Algunos habían perdido brazos o piernas, y muchos estaban cubiertos de llagas. Había una mujer ciega con un niño con cicatrices. Todos se apartaron nerviosos cuando me acerqué.

Llamé a la puerta y esperé. Estaba a punto de llamar otra vez cuando una pequeña mirilla se abrió, expliqué qué hacía allí, la mirilla se cerró de un golpe, y volví a esperar. El niño con cicatrices lloró y la ciega me tendió un cuenco de monedas. Un gato caminaba por encima de la muralla y una bandada de estorninos voló hacia el oeste. Dos mujeres con pesadas cargas de leña atadas a la espalda pasaron junto a mí, y tras ellas, un hombre con una vaca. Agachó la cabeza en deferencia hacia mí, pues yo volvía a parecer un señor.

Estaba vestido con cuero, y llevaba una espada colgada del cinto, aunque no era
Hálito-de-serpiente.
Me sujetaba la capa negra al cuello con un pesado broche de plata y ámbar que quité a uno de los tripulantes de Sverri, y aquel broche era mi única joya, pues no lucía brazaletes.

Después descorrieron el pestillo de la puerta baja y se abrió hacia dentro sobre sus bisagras de piel, y una mujer menuda me indicó que entrara. Me agaché, cerró la puerta, y me condujo a través de un pedazo de hierba, deteniéndose allí para permitirme limpiarme el estiércol de las botas antes de llevarme a una iglesia. Me hizo pasar dentro, después se detuvo otra vez para arrodillarse hacia el altar. Murmuró una oración y me señaló que cruzara otra puerta, hasta una estancia desnuda con paredes hechas de juncos y barro. El único mobiliario eran dos taburetes, me invitó a sentarme en uno de ellos y abrió un postigo para que entrara la luz del atardecer. Un ratón se escabulló por el suelo, la menuda mujer chasqueó la lengua y me dejó a solas.

Volví a esperar. Un gallo cacareó en el tejado. De algún lugar cercano me llegaron los chorritos rítmicos de leche ordeñada en un cubo. Otra vaca, con las ubres llenas, esperaba pacientemente justo encima de la ventana abierta. El gallo volvió a cacarear, se abrió la puerta de nuevo, y entraron tres monjas. Dos de ellas se quedaron junto al muro más lejano, y la tercera me miró y empezó a llorar en silencio.

—Hild —le dije, y me puse en pie para abrazarla, pero ella interpuso una mano para que no la tocara. Siguió llorando, pero también sonreía, puso sus dos manos sobre el rostro y así se quedó un rato.

—Dios me ha perdonado —dijo hablando entre los dedos.

—Me alegro de ello —le dije.

Se secó las lágrimas, se apartó las manos del rostro y me indicó que volviera a tomar asiento. Se sentó enfrente de mí y durante un tiempo nos limitamos a mirarnos y pensé en cuánto la había echado de menos, no como amante sino como amiga. Quería abrazarla, y quizá lo presintiera porque se sentó muy rígida y me dijo en tono formal.

—Ahora soy la abadesa Hildegyth —me informó.

—Había olvidado que tu auténtico nombre es Hildegyth —le dije.

—Y mi corazón se alegra de verte —me contestó remilgadamente. Iba vestida con un hábito gris igual que el de sus compañeras, ambas mujeres mayores. Los hábitos llevaban un cinto de cáñamo, y pesadas capas ocultaban su pelo. Del cuello de Hild colgaba una cruz de madera y la toqueteaba compulsivamente—. He rezado por ti.

—Y parece que tus oraciones han funcionado —contesté incómodo.

—Y te robé todo el dinero —me dijo con un punto de su antigua malicia.

—Te lo regalo —le contesté—. Gustoso.

Me habló del convento. Lo había construido con el dinero de Fifhidan y entonces albergaba seis mujeres y ocho laicas.

—Hemos dedicado nuestra vida a Cristo y a Hedda. ¿Sabes quién era Hedda?

—Nunca he oído hablar de ella —contesté.

Las dos monjas mayores, que hasta entonces me habían mirado con severa desaprobación, se echaron de repente a reír. Hild sonrió.

—Hedda era un santo —me corrigió con dulzura—, nació en Northumbria y fue el primer obispo de Wintanceaster. Se le recuerda como un hombre muy santo y muy bueno, y lo elegí porque tú también eres de Northumbria y fue tu generosidad involuntaria la que nos permitió construir esta casa en la ciudad en la que predicó san Hedda. Juramos rezarle cada día hasta que regresaras, y ahora le rezaremos cada día para darle gracias por responder a nuestras oraciones.

No dije nada porque no sabía qué decir. Recuerdo que pensé que la voz de Hild sonaba forzada, como si intentara convencerse a sí misma tanto como a mí de que era feliz y yo me había equivocado sobre eso. Era forzada porque mi presencia le trajo recuerdos desagradables, y con el tiempo supe que realmente era feliz. Era útil. Había hecho las paces con su dios y cuando murió fue recordada como una santa. No hace mucho tiempo, un obispo me lo contó todo sobre la muy bendita y sagrada santa Hildegyth, cómo había sido un ejemplo esplendoroso de castidad y caridad cristiana, y me vi pérfidamente tentado de contarle cómo en una época me revolqué con la santa sobre las flores primaverales, pero conseguí contenerme. Desde luego tenía razón sobre su caridad. Hild me contó que el objetivo del convento de san Hedda no era sólo rezar por mí, su benefactor, sino sanar a los enfermos.

—Estamos ocupadas todo el día —me contó— y toda la noche. Asistimos y atendemos a los pobres. No me cabe duda de que en la puerta hay algunos esperando justamente ahora.

—Sí, ahí están —contesté.

—Pues esas pobres gentes son nuestro objetivo —me dijo—, y nosotras somos sus sirvientas —me sonrió—. Cuéntame ahora lo que he rezado por escuchar. Cuéntame tus historias.

Así que se las conté, pero no todas, y le quité importancia al asunto de la esclavitud; sólo le dije que me habían encadenado y no podía escapar. Le conté los viajes, los extraños sitios y gentes que había visto. Le hablé de la tierra de hielo y fuego, de las grandes ballenas que surcaban el mar interminable, y del largo río que se enroscaba por una tierra de abedules y nieve perpetua, y terminé diciéndole que me alegraba de volver a ser un hombre libre y que le estaba agradecido por haberlo conseguido.

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