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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (23 page)

Decidió seguirnos, y observamos mientras se abría paso por la costa sur de la isla, en busca de un canal en la bahía donde habíamos anclado. Nosotros seguimos avanzando lentamente hacia el norte, pero entonces, de repente, oímos un dulce rascar bajo nuestra quilla y
Comerciante
dio una sacudida suave y se detuvo ominosamente.

—¡Remad del revés! —aulló Sverri.

Remamos del revés, pero había encallado. El barco rojo estaba perdido en la media luz y la tenue niebla que envolvía las islas. La marea estaba baja. Eran las aguas estancadas entre la marea baja y la alta, y Sverri miró el arroyo concentrado, rezando por ver la marea subir para que nos reflotara, pero el agua estaba quieta y fría.

—¡Desembarcad! —gritó—. ¡Empujad!

Lo intentamos. O los otros lo intentaron, mientras Finan y yo fingíamos empujar, pero el
Comerciante
había encallado bien. Se había detenido muy lentamente, pero no se movía ni un centímetro, y Sverri, aún sobre la plataforma del timón, ya veía a los isleños acercarse por los lechos de juncos y, aún más preocupante, veía el barco rojo cruzar la ancha bahía donde había anclado. Veía llegar la muerte.

—Vaciadlo —gritó.

Ésa fue una decisión difícil para Sverri, pero era mejor que la muerte, así que lanzamos los lingotes por la borda. Finan y yo ya no podíamos escaquearnos más, pues Sverri controlaba el avance y nos atizaba con un palo, y así destruimos los beneficios de un año. Hasta las espadas fueron por la borda, y el barco rojo no dejaba de acercarse y acercarse más, cruzando el canal, y no estaba a más de medio kilómetro cuando los últimos lingotes cayeron al agua y
Comerciante
dio un ligero tirón. La marea subía, se enroscaba por los lingotes arrojados.

—¡Remad! —gritó Sverri. Los isleños nos observaban. No se habían atrevido a acercarse por miedo a los soldados del barco rojo, y ahora miraban mientras escapábamos hacia el norte. Luchamos contra la marea y nuestros remos daban con barro tan a menudo como con agua, pero Sverri nos gritó que remáramos con más fuerza. Se arriesgaba a volver a quedarse encallado para escapar, pero los dioses estaban con él, pues salimos a toda prisa del pasaje,
Comerciante
frenó al dar con las olas, y de repente estábamos de nuevo en el mar y las olas rompían blancas contra nuestra proa. Sverri izó la vela y navegamos hacia el norte, y el barco rojo pareció quedarse varado en el mismo lugar donde nos habíamos quedado nosotros. Encalló contra la pila de lingotes y, como su casco era más profundo que el de
Comerciante,
le costó mucho tiempo escapar, y cuando nos liberamos del canal, nos ocultaba un chaparrón que procedía del oeste y desestabilizaba el barco al pasar.

Sverri besó su amuleto del martillo. Había perdido una fortuna, pero era un hombre acaudalado y podía permitírselo. Aun así debía de seguir siendo rico, y sabía que el barco rojo lo perseguía y que se quedaría en la costa hasta que nos encontrara; así que, al caer la noche, bajó la vela y nos ordenó que cogiéramos los remos.

Continuamos hacia el norte. El barco rojo seguía detrás de nosotros, pero mucho más atrás, y los chaparrones nos iban ocultando, aunque cuando llegó uno aún peor, Sverri bajó la vela, viró el barco hacia el oeste, contra el viento, y sus hombres nos azotaron para remar. Hasta dos de sus hombres tomaron los remos, para poder escapar por el horizonte oscuro antes de que el barco rojo viera que habíamos cambiado de rumbo. Fue un trabajo brutalmente duro. Chocábamos contra el viento y el mar, cada palada consumía los músculos, hasta que pensé que iba a derrumbarme de cansancio. Hasta entrada la noche no terminó el trabajo. Sverri ya no veía las grandes olas silbando desde el oeste, así que nos permitió subir los remos, poner los tapones, y desplomarnos como cadáveres mientras el barco se mecía en la oscuridad y el mar revuelto.

El alba nos encontró solos. El viento y la lluvia azotaban desde el sur, lo que significaba que no tendríamos que remar, sino que podríamos izar la vela y dejar que el viento nos transportara por las aguas grises. Miré a popa, buscando el barco rojo, pero no se veía por ninguna parte. Sólo había olas, nubes y aguaceros que cruzaban nuestra estela, y las aves salvajes volando como migajas blancas en el amargo vendaval.
Comerciante
se escoraba al viento, tragando kilómetros de agua, Sverri se inclinó sobre el timón y cantó para celebrar su huida del enemigo misterioso. Habría podido echarme a llorar otra vez. No sabía de quién era el barco rojo, ni quién lo comandaba, pero sabía que era enemigo de Sverri y que cualquier enemigo de Sverri era mi amigo. Habíamos escapado.

Y así regresamos a Gran Bretaña. No era intención de Sverri pasar por allí, y no tenía cargamento que vender, aunque llevaba monedas ocultas para comprar nuevas mercancías, pero también habría que gastar aquellas monedas en sobrevivir. Había escapado del barco rojo, pero sabía que si regresaba a casa, lo encontraría otra vez merodeando por Jutlandia, y no dudo de que buscaba un lugar distinto en el que pasar el invierno a salvo. Eso suponía encontrar a un señor que le diera refugio mientras el
Comerciante
descansaba en tierra, era limpiado, reparado y calafateado, y ese señor pediría plata. Los remeros captamos retazos de conversación y colegimos que Sverri pensaba recoger un último cargamento, llevarlo a Dinamarca, venderlo y encontrar algún puerto en el que refugiarse y desde ahí viajar por tierra a su hogar a recoger plata para la siguiente temporada.

Estábamos delante de la costa de Gran Bretaña. No reconocí el lugar. Sabía que no era Anglia Oriental porque había colinas y acantilados.

—No hay nada que comprar aquí —se quejó Sverri.

—¿Lana? —sugirió Hakka.

—¿Qué precio pedirán a estas alturas? —exclamó Sverri molesto—. Sólo obtendremos lo que no pudieron vender en primavera. Nada más que porquería pringada de caca de oveja. Prefiero llevar carbón.

Nos refugiamos una noche en la desembocadura de un río, y unos jinetes armados se acercaron hasta la orilla para observarnos, pero no se acercaron con alguna de las embarcaciones de pesca que había en la playa, lo que sugería que, si los dejábamos en paz, no nos molestarían. En cuanto cayó la noche, otro barco comerciante llegó al río y ancló junto a nosotros, y el patrón danés empleó una pequeña embarcación para acercarse a nosotros. El y Sverri se acuclillaron en el espacio tras la plataforma del timón e intercambiaron noticias. No oímos nada. Sólo vimos a los dos hombres bebiendo cerveza y hablando. El extraño se marchó antes de que la oscuridad ocultara su barco, y Sverri parecía complacido con la conversación, pues por la mañana le gritó las gracias al otro barco y nos ordenó que levásemos el ancla y cogiéramos los remos. No había viento, el mar estaba calmado, y remamos hacia el norte siguiendo la orilla. Miré a tierra y vi humo que salía de los poblados, y pensé que allí estaba la libertad.

Soñaba con la libertad, pero no creía que fuera posible. Pensaba que moriría junto a un remo, como muchos otros habían muerto bajo el yugo de Sverri. De los once remeros que había a bordo cuando fui entregado a Sverri, sólo cuatro seguían vivos, entre los que se contaba Finan. Ahora teníamos catorce remeros, pues Sverri había reemplazado a los muertos y, desde que el barco rojo había aparecido para torturarlo, compró más esclavos para los remos. Algunos de los patrones usaban hombres libres a los remos, pues estaban convencidos de que trabajaban más a gusto, pero estos hombres esperaban compartir la plata del patrón, y Sverri era un miserable.

Más tarde, aquella mañana, llegamos a la desembocadura de un río, miré en la orilla sur y vi un faro esperando ser encendido para avisar a las gentes en tierra que se acercaba un asalto, y reconocí el faro. Era como otros cientos de faros, pero ése lo tenía grabado, sabía que dominaba las ruinas del fuerte romano donde había empezado mi esclavitud. Habíamos regresado al río Tine.

—¡Esclavos! —nos anunció Sverri—. Eso vamos a comprar, esclavos, como vosotros, cabrones. Sólo que no son como vosotros, porque son mujeres y niños. Escoceses. ¿Hay alguno aquí que hable su mierda de idioma? —Ninguno contestó. Tampoco hacía falta que nadie hablara escocés, pues Sverri poseía látigos que hablaban bien claro.

No le gustaba llevar esclavos como cargamento porque había que vigilarlos constantemente y darles de comer, pero el otro comerciante le había dicho que había mujeres y niños recién capturados en uno de los interminables asaltos entre Northumbria y Escocia, y esos esclavos ofrecían las mejores perspectivas de beneficios. Si alguna de las mujeres o los niños eran bonitos, podía venderlos a buen precio en los mercados de esclavos de Jutlandia, y Sverri necesitaba hacer un buen trato, así que remamos Tine arriba con la marea alta. Nos dirigíamos a Gyruum, y Sverri esperó hasta que el agua alcanzó la señal que indicaba los restos de la marea alta, y subió el
Comerciante a.
la arena. No lo hacía a menudo, pero quería que rascáramos el casco antes de regresar a Dinamarca, y era más fácil cargar un barco de personas en la arena, así que lo subimos a la playa y vimos que los corrales de esclavos habían sido reconstruidos y que el monasterio en ruinas volvía a tener techo de paja. Todo seguía igual.

Sverri nos obligó a llevar cadenas al cuello unidas entre sí, para no poder escaparnos y, mientras él cruzaba la salina y subía hasta el monasterio, nosotros rascábamos el casco con piedras. Finan cantaba en irlandés mientras trabajaba, pero a veces me dedicaba una sonrisa torcida.

—Arranca el calafateado, Osbert —me sugirió.

—¿Para que nos hundamos?

—Sí, pero Sverri se ahogará con nosotros.

—Que viva, así podremos matarlo —contesté.

—Y lo mataremos —repuso Finan.

—¿No abandonas la esperanza jamás, eh?

—Lo he soñado —contestó Finan—. Lo he soñado tres veces desde que apareció el barco rojo.

—Pero el barco rojo ya no está —repuse.

—Vamos a matarlo. Te lo prometo. Bailaré sobre sus tripas, lo juro.

La marea había subido al máximo a mediodía, así que el resto de la tarde bajó, hasta que
Comerciante
quedó varado varios metros por encima de las olas, y no pudimos volver a reflotarlo hasta entrada la noche. Sverri siempre se sentía incómodo cuando el barco estaba en la orilla, y querría cargar aquel mismo día y zarpar con la marea nocturna. Tenía el ancla lista para que, por la noche, empujáramos desde la playa y atracáramos en el centro del río, de modo que estuviéramos listos para partir con la primera luz.

Compró treinta y tres esclavos. Los más jóvenes tenían cinco o seis años, los mayores quizá diecisiete o dieciocho, y eran todos mujeres y niños, ni un hombre entre ellos. Habíamos terminado de limpiar el casco y estábamos acuclillados en la playa cuando llegaron, miramos a las mujeres con ojos hambrientos. Las esclavas lloraban, así que era difícil saber si alguna era guapa. Lloraban porque eran esclavas, porque habían sido robadas de sus tierras, porque temían el mar y porque nos temían a nosotros. Una docena de hombres armados cabalgaban tras ellos. No reconocí a ninguno. Sverri conducía la fila de encadenados, examinando los dientes de los niños y apartando los vestidos de las mujeres para examinarles los pechos.

—La pelirroja alcanzará un buen precio —le gritó uno de los hombres armados a Sverri.

—Todos lo alcanzarán.

—Me la follé anoche —prosiguió el hombre—, así que igual te la llevas preñada. Qué cabrón, vas a pillar dos esclavos por el precio de uno.

Los esclavos estaban ya encadenados, y habían obligado a Sverri a pagar por los grilletes y las cadenas, así como a comprar comida y cerveza para mantener vivos a los treinta y tres escoceses en su viaje a Jutlandia. Teníamos que ir a por esas provisiones al monasterio; Sverri nos condujo por las salinas, cruzamos un arroyo y dejamos atrás la cruz de piedra caída, donde un carro y seis hombres montados esperaban. El carro contenía barriles de cerveza, cubas de arenques en salmuera y anguilas ahumadas, y un saco de manzanas. Sverri mordió una manzana, puso mala cara y escupió el bocado.

—Están comidas de gusanos —se quejó, nos echó los restos a nosotros, y yo conseguí cogerla en el aire a pesar de que todos levantaban la mano. La partí en dos y le di un pedazo a Finan—. Se pelean por manzanas agusanadas —se burló Sverri, y dejó caer una bolsa de monedas en el carromato—. Arrodillaos, cabrones —nos gritó mientras el séptimo jinete se acercaba al carromato.

Nos arrodillamos en deferencia al recién llegado.

—Tenemos que comprobar las monedas —dijo el recién llegado; reconocí la voz y levanté la cabeza. Era Sven el Tuerto.

Y él me miró a mí.

Agaché la mirada y mordí la manzana.

—Denarios francos —contestó Sverri orgulloso, ofreciéndole algunas de las monedas a Sven.

Sven no las cogió. Estaba mirándome.

—¿Quién es ése? —quiso saber.

Sverri me miró.

—Osbert —dijo. Seleccionó algunas de las monedas—. Esto son peniques de Alfredo —dijo tendiéndoselos a Sven.

—¿Osbert? —preguntó Sven. Seguía mirándome. No me parecía a Uhtred de Bebbanburg. Tenía nuevas cicatrices en el rostro, la nariz rota, el pelo sin peinar era una enorme maraña, la barba me crecía salvaje y tenía la piel tan oscura como la madera en vinagre, pero aun así siguió mirándome—. Ven aquí, Osbert —me dijo.

Yo no podía ir muy lejos, porque la cadena del cuello me mantenía cerca del resto de remeros, pero me puse en pie, me arrastré y me arrodillé de nuevo, porque yo era un esclavo y él un señor.

—Mírame —rugió.

Obedecí, mirándole al único ojo, y vi que iba vestido con fina malla, con fina capa y montado en fina bestia. Provoqué un temblor en mi mejilla derecha y babeé como si estuviera medio loco, sonreí como si me alegrara de verle y sacudí la cabeza convulsivamente, y debió de decidir que no era más que otro esclavo medio loco y acabado, y me despidió mientras tomaba las monedas de Sverri. Discutieron, pero al final suficientes monedas fueron aceptadas como buena plata y se nos ordenó a los remeros que cargáramos los barriles y las cubas al barco.

Sverri me atizó en los hombros mientras caminábamos.

—¿Qué hacías?

—¿Hacer, amo?

—Temblando como un imbécil. Babeando.

—Creo que me estoy poniendo enfermo, amo.

—¿Conoces a ese hombre?

—No, señor.

Sverri sospechaba de mí, pero no podía saber nada, y al final me dejó en paz mientras subíamos los barriles al
Comerciante,
aún varado en la playa. Pero ni temblé ni babeé mientras cargábamos las provisiones, y Sverri sabía que algo no cuadraba; estuvo pensando un rato y me volvió a atizar cuando ató cabos.

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