Los señores del norte (20 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

No dijo nada y se marchó. El destino es inexorable. En las raíces del árbol de la vida las tres hilanderas habían decidido que el hilo de oro que ponía fortuna en mi vida tenía que acabarse. Recuerdo mis botas crujir sobre la arena y los guijarros, y recuerdo las gaviotas blancas volar libres.

Me había equivocado con los cuatro hombres. Iban armados, no con espadas o lanzas, sino con porras cortas. Me observaron acercarme mientras Guthred e Ivarr me miraban alejarme; sabía qué iba a pasar y no intenté resistirme. Caminé hasta los cuatro hombres; uno de ellos dio un paso adelante y me golpeó en el estómago para que perdiera el aliento, el otro me golpeó en la cabeza para que cayera sobre los guijarros y al tercer golpe perdí el conocimiento. Había sido un señor de Northumbria, un guerrero de espada, el hombre que había matado a Ubba Lothbrokson junto al mar, y que había desmontado a Svein, el del Caballo Blanco, y ahora era un esclavo.

SEGUNDA PARTE
E
L BARCO ROJO
C
APÍTULO
V

El patrón del barco, mi patrón, se llamaba Sverri Ravnson y era uno de los cuatro hombres que me había recibido a golpes. Era una cabeza más bajo que yo, diez años mayor, y el doble de ancho. Tenía la cara plana como una pala de remo, una nariz que le habían hecho añicos, barba negra atravesada por peludos mechones grises, tres dientes y ningún cuello. Era uno de los hombres más fuertes que he conocido nunca. No hablaba demasiado.

Era comerciante y su barco se llamaba
Comerciante.
Era una embarcación robusta, bien construida y mejor aparejada, con bancos para dieciséis remeros, aunque cuando me uní a la tripulación de Sverri sólo contaba con once, así que se alegró de poder equilibrar los números conmigo. Los remeros eran todos esclavos. Los cinco miembros libres de la tripulación no tocaban un remo jamás, estaban allí para relevar a Sverri al timón, para asegurarse de que no nos escapábamos y para arrojar nuestros cuerpos al mar si moríamos. Dos eran noruegos, como Sverri, dos daneses y el quinto era un frisón llamado Hakka. Hakka fue el que me puso los grilletes en los tobillos. Primero me quitaron mis finas ropas, y me dejaron sólo en camisa. Me lanzaron unos pantalones anchos. Hakka, en cuanto me puso los grilletes, me abrió la camisa en el hombro izquierdo y me grabó una gran S en la carne con un cuchillo corto. La sangre me corrió hasta el codo donde empezó a diluirse con las primeras gotas de lluvia que procedían del oeste.

—Tendría que quemarte la piel —me dijo Hakka—, pero un barco no es lugar para encender fuegos —sacó un poco de porquería de la sentina y me la extendió sobre la herida recién hecha. Aquella herida se infectó, expulsó pus y me dio fiebre, pero cuando sanó, me quedó la marca de Sverri en el brazo. Aún la tengo.

La marca del esclavo apenas tuvo tiempo de sanar, pues casi palmamos todos aquella primera noche. El viento empezó a soplar con fuerza, y convirtió el río en un torbellino de pequeñas y rápidas olas;
Comerciante
tiró del ancla, empezó a llover y el viento era tal que la lluvia llegaba horizontal. El barco cabeceaba y se escoraba, la marea bajaba de modo que el viento y la corriente intentaban lanzarnos contra la orilla, y el ancla, que no sería más que un aro de piedra que sostenía al barco por su propio peso, empezó a arrastrar.

—¡A los remos! —gritó Sverri y pensé que quería que remáramos contra la presión de marea y viento, pero cortó la soga que nos ataba al ancla y
Comerciante
saltó disparado—. ¡Remad, cabrones! —gritó Sverri—. ¡Remad!

—¡Remad! —repitió Hakka y nos azotó con el látigo—. ¡Remad!

—¿Queréis vivir? —aulló Sverri al viento—. ¡Pues remad!

Nos llevó al mar. Si nos hubiésemos quedado en el río, habríamos acabado en la orilla y estaríamos a salvo, porque la marea bajaba, y en la siguiente pleamar nos habría reflotado, pero Sverri llevaba un cargamento lleno, y temía que, si nos quedábamos varados, le robaran las gentes hurañas que vivían en las chozas de Gyruum. Prefería arriesgarse a morir en el mar a que lo asesinaran en la orilla, así que nos lanzó a un caos gris de viento, oscuridad y agua. Quería que viráramos al norte en la desembocadura del río, y nos refugiásemos en la costa, una idea que no estaba tan mal, pues quedaríamos a sotavento y habríamos escapado a la tormenta, pero no contaba con la fuerza de la marea y, por mucho que remáramos, y a pesar de los latigazos, no fuimos capaces de cambiar el rumbo del barco. Fuimos lanzados al mar y, en cuestión de minutos, tuvimos que dejar de remar, tapar las chumaceras y empezar a achicar. Pasamos la noche sacando agua de la sentina y tirándola por la borda, y aún recuerdo el cansancio atroz, el dolor de huesos, y el miedo a aquel mar invisible que nos levantaba y rugía tras nosotros. A veces pillábamos las olas de lado, parecía inevitable volcar y recuerdo que me aferraba a un banco mientras los remos caían al otro lado del casco y el agua brava me llegaba a los muslos, pero de algún modo
Comerciante
se las apañaba para reincorporarse y nosotros volvíamos a achicar. Jamás sabré por qué no se hundió.

El alba nos recibió medio inundados en un mar furioso pero ya no castigador. No había tierra a la vista. Tenía los tobillos ensangrentados, pues los grilletes se me habían clavado en la carne por la noche, pero seguía achicando. Nadie más se movía. Los demás esclavos, ni siquiera sabía sus nombres, estaban desplomados sobre los barcos y la tripulación apiñada tras el timón, al que Sverri se aferraba mientras me observaba con sus ojos oscuros recoger cubos de agua y devolvérselos al océano. Quería parar. Estaba sangrando, magullado y agotado, pero no iba a mostrar debilidad. Achiqué cubo tras cubo, y me dolían los brazos, tenía el estómago revuelto, me picaban los ojos por la sal y me sentía hundido, pero no iba a parar. Había vómito resbalando por la sentina, pero no era mío.

Fue Sverri el que me detuvo. Llegó hasta el final del barco, me golpeó en los hombros con un látigo corto y me derrumbé sobre un banco, y un momento después dos de sus hombres nos trajeron pan rancio empapado en agua de mar y un pellejo de cerveza amarga. Nadie habló. El viento azotaba las drizas de cuero contra el mástil corto, y las olas susurraban bajo el casco, el viento era amargo y la lluvia picaba el mar. Me agarré el amuleto del martillo. Me lo habían dejado conservar, pues era una baratija labrada en hueso y no tenía ningún valor. Recé a todos los dioses. Recé a Njord para que me permitiera sobrevivir a aquel mar enfurecido, y recé a todos los demás para que me permitiesen vengarme. Pensé que Sverri y sus hombres tendrían que dormir y cuando lo hicieran, los mataría, pero yo me quedé dormido antes que ellos y todos dormimos mientras el viento perdía furia. Poco después nos despertaron a patadas, izamos la vela y zarpamos contra la lluvia hacia el este bordeado de gris.

Cuatro de los remeros eran sajones, tres noruegos, tres daneses y el último, irlandés. Estaba en el banco que tenía enfrente, y al principio no supe que era irlandés porque hablaba muy poco. Era un tipo enjuto, de piel oscura y pelo moreno y, aunque no me llevaría más de uno o dos años, lucía las cicatrices de la batalla de un viejo guerrero. Reparé en que los hombres de Sverri lo vigilaban, temiendo que causara problemas, y cuando más tarde el viento cambió hacia el sur y nos tocó remar, el irlandés bogaba con expresión de rabia. Ahí fue cuando le pregunté cómo se llamaba; Hakka bajó hecho una furia y me atizó en la cara con una porra de cuero. Me sangraba la nariz. Hakka se partió de risa, después se cabreó porque no mostré señal de dolor, y me volvió a atizar.

—Tú no hablas —me dijo—, no eres nada. ¿Qué eres? —como no respondí, me volvió a pegar más fuerte—. ¿Qué eres? —repitió.

—Nada —gruñí.

—¡Has hablado! —graznó, y me volvió a sacudir—. ¡No puedes hablar! —me gritó en la cara, y me hizo una herida con la porra en la cabeza. Se rió porque me había engañado para que rompiera las normas, y regresó a la proa. Así que remábamos en silencio y dormíamos por la noche, aunque antes de dormirnos nos encadenaban juntos. Siempre lo hacían, y siempre había un hombre con un arco enflechado por si alguno buscaba pelea mientras el hombre que nos encadenaba se agachaba delante de nosotros.

Sverri sabía cómo dirigir un barco de esclavos. En aquellos primeros días, busqué una oportunidad de rebelarme y no encontré ninguna. No nos quitaban los grilletes nunca. Cuando llegamos a tierra, nos ordenaron que nos pusiéramos en el espacio detrás de la plataforma del timón, que cerraban con tablones clavados. Allí podíamos hablar, y así es como supe algo de los otros esclavos. Los cuatro sajones habían sido vendidos por Kjartan. Eran granjeros y se cagaron en el dios cristiano por verse en aquel estado. Los noruegos y daneses eran ladrones, condenados a la esclavitud por su propia gente, y todos ellos eran bestias hoscas. Poco supe de Finan, el irlandés, pues no abría mucho la boca, se quedaba en silencio y observaba. Era el más pequeño de todos, pero fuerte, y tras la barba negra se apreciaba un rostro astuto. Como los sajones, era cristiano, o por lo menos conservaba una cruz rota colgada de una cuerda de cuero, y a veces besaba la madera y se la ponía en los labios como si rezara en silencio. Puede que no hablara demasiado, pero escuchaba atentamente mientras los otros esclavos hablaban de mujeres, de comida y de las vidas que habían dejado atrás, y yo diría que mentían sobre las tres cosas. Yo no hablaba mucho, como Finan, aunque a veces, cuando los demás dormían, Finan cantaba una canción triste en su propia lengua.

Nos sacaron de la oscura prisión para cargar mercancías que amontonamos en el centro del barco, en el profundo hueco para tal fin justo a popa del mástil. A veces la tripulación se emborrachaba en el puerto, pero siempre quedaban dos sobrios y esos dos nos vigilaban. Otras veces, cuando anclábamos lejos de la orilla, Sverri nos dejaba quedarnos en el puente, pero nos encadenaba juntos para que nadie intentara huir.

Mi primer viaje en el
Comerciante
me llevó de la costa azotada por la tormenta de Northumbria hasta Frisia, donde atravesamos un extraño paisaje marino de islotes, bancos de arena, mareas notables y marismas brillantes. Atracamos en un puerto lamentable en el que otros cuatro barcos cargaban mercancías, y los cuatro estaban tripulados por esclavos. Llenamos la bodega del
Comerciante
de pieles de anguila, pescado ahumado y pieles de nutria.

Desde Frisia pusimos rumbo al sur, hasta un puerto de reino de los francos. Supe que era el reino de los francos porque Sverri bajó a tierra y regresó enfurecido.

—Si algún franco es amigo vuestro —les rugió a la tripulación—, seguro que no es vuestro vecino —me vio mirándole y me soltó un manotazo que me dejó un corte en la frente por el anillo de ámbar y plata que llevaba—. Hijos de puta de los francos —exclamó—, qué hijos de puta que son. La puta que los parió, francos agarrados de mierda.

Esa tarde echó las varillas de runas en la plataforma del timón. Como todos los marineros, Sverri era un hombre supersticioso y llevaba un haz de runas negras en una bolsa de cuero. Encerrado bajo la plataforma, oí las varillas desparramarse por el puente. Debió de gustarle la disposición de las varillas, porque decidió que se quedaba con los francos agarrados de mierda y la puta que los había parido, y al cabo de tres días consiguió el precio que quería, pues cargamos el barco de espadas, puntas de lanza, guadañas, cotas de malla, troncos de tejo y lana. Nos lo llevamos todo al norte, mucho más al norte, hasta las tierras de los daneses y los esviones, donde vendió el cargamento. Las hojas francas eran muy preciadas, mientras que los troncos de tejo serían convertidos en arados, y con el dinero que obtuvo llenó el barco de hierro, mineral que nos volvimos a llevar al sur.

A Sverri se le daba bien tratar con esclavos y aún mejor hacer dinero. El flujo de monedas era constante, todas bien custodiadas en una caja de madera que guardaba en la bodega.

—Os gustaría echarle las zarpas, ¿eh? —se burló de nosotros un día mientras navegábamos a alguna costa sin nombre—. ¡Cagarros del mar! —La sola idea de que le robáramos lo volvía locuaz—. ¿Creéis que podéis engañarme? Os mato antes. Os ahogo. Os meteré mierda de foca por la garganta hasta que os asfixiéis —no dijimos nada mientras seguía con su diatriba.

Se acercaba el invierno. No sabía dónde estábamos, aparte de en algún lugar del norte, cerca de Dinamarca. Tras entregar nuestro último cargamento, remamos con el barco vacío hasta una orilla de arena desolada donde Sverri por fin viró por un arroyo creado por la marea y bordeado de juncos, y el
Comerciante
tomó tierra en una orilla fangosa. Era marea alta y el barco quedó varado al iniciarse la bajamar. No había ningún poblado en el arroyo, sólo una casa baja y alargada cubierta de juncos sobre la que había crecido musgo. Del agujero en el techo salía humo. Las gaviotas gritaron. De la casa salió una mujer que, nada más ver a Sverri, salió corriendo entre gritos de alegría, él la tomo en sus brazos y le dio una vuelta en círculo. Después llegaron corriendo tres niños, a los que obsequió con tres puñados de plata, les hizo cosquillas, los lanzó por los aires y los abrazó.

Aquél era evidentemente el lugar en el que Sverri planeaba pasar el invierno con
Comerciante,
y nos hizo vaciarlo de su lastre de piedras, descolgar la vela, desmontar el mástil y las jarcias, y subirlo con troncos a tierra hasta ponerlo a salvo de las mareas más altas. Era un barco pesado, y Sverri llamó a un vecino del otro lado del pantano para que le ayudara con un par de bueyes. Su hijo mayor, un chaval de unos diez años, se divertía chinchándonos con la aguijada de los bueyes. Había una cabaña para los esclavos detrás de la casa. Estaba hecha de pesados troncos, hasta el techo era de troncos, y dormíamos allí con los grilletes. De día trabajábamos, limpiando el casco de
Comerciante,
rascando toda la porquería, las algas y los mejillones. Limpiamos la porquería de la sentina, extendimos la vela para que la lavara la lluvia, y observamos hambrientos cómo la mujer de Sverri reparaba la tela con una aguja de hueso y tripas de gato. Era una mujer recia, de piernas cortas, pesados muslos y una cara redonda picada por alguna enfermedad. Tenía las manos y los brazos enrojecidos y en carne viva. Era cualquier cosa menos bonita, pero teníamos hambre de hembra, así que la mirábamos. Eso divertía a Sverri. En una ocasión le tiró del vestido para mostrarnos un rollizo y blanco pecho, y después se partió de risa al ver que poníamos los ojos como platos. Yo soñaba con Gisela. Intentaba invocar su rostro en mis sueños, pero no aparecía, y soñar con ella no era ningún consuelo.

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