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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (16 page)

Y las gentes de
Haliwerfolkland,
que tanto temían enfrentarse al poderoso Ivarr, vitorearon hasta quedarse roncos, pues el mayor obstáculo para que Guthred reinara en Northumbria había desaparecido. Podía por fin llamarse rey, y eso era. El rey Guthred.

C
APÍTULO
IV

Había tenido lugar una batalla, oímos, una escabechina, una guerra horrorosa que dejó un valle entero apestando a sangre, e Ivarr Ivarson, el danés más poderoso de Northumbria, fue derrotado por Aed de Escocia.

Las pérdidas en ambas facciones habían sido increíbles. Supimos más del enfrentamiento la mañana siguiente, cuando llegaron casi sesenta nuevos supervivientes. Habían viajado en un grupo lo suficientemente numeroso para que Kjartan no les prestara atención, y aún se tambaleaban al recordar la carnicería que acababan de sufrir. Ivarr, supimos, había sido inducido a cruzar un río en un valle donde creía que Aed se había refugiado, pero era una trampa. Las colinas a cada lado del valle rebosan de hombres de las tribus que bajaron aullando entre la niebla y los brezales para embestir contra los muros de escudos daneses.

—Se contaban por millares —comentó un hombre aún temblando.

El muro de escudos de Ivarr aguantó; imaginé la ferocidad de aquella batalla. Mi padre había peleado contra los escoceses en numerosas ocasiones, y siempre los describía como demonios. Demonios locos, decía, demonios de espada, demonios aulladores, y los daneses de Ivarr nos contaron que, aunque se recuperaron de aquel primer ataque, y despacharon demonios con lanza y espada, las hordas aulladoras no cejaban, trepaban por encima de sus propios muertos, con sus salvajes melenas rojas cubiertas de sangre y las espadas partiendo el aire. Ivarr intentó subir a la colina norte y salir del valle, para controlar el terreno elevado. Eso suponía abrirse camino a tajos por entre la carne, y no lo consiguió. Aed mandó entonces a las tropas reales a combatir con los mejores hombres de Ivarr; los escudos chocaron, las espadas sonaron, y uno a uno fueron cayendo aquellos guerreros. Ivarr, dijeron los supervivientes, peleó como una criatura infernal, pero encajó un tajo en el pecho y un lanzazo en la pierna, y sus tropas personales lo sacaron del muro de escudos. Se puso rabioso, exigió morir enfrentándose a sus enemigos, pero sus hombres lo retuvieron atrás y siguieron peleando con los demonios, y para entonces ya había empezado a caer la noche.

La retaguardia de la columna danesa aún resistía, y los supervivientes, que sangraban en su gran mayoría, arrastraron a su jefe hasta el sur, cerca del río. El hijo de Ivarr, Ivar, que sólo tenía dieciséis años, reunió a los guerreros menos heridos, cargaron contra los escoceses que empezaban a rodearlos y consiguieron romper el cerco, pero murieron unas cuantas docenas más intentando cruzar el río de noche. Algunos se ahogaron por culpa de la cota de malla. Otros fueron apiolados en las orillas, pero aproximadamente una sexta parte del ejército de Ivarr consiguió cruzar el río, y se reunieron en la orilla sur, donde escucharon los gritos de los moribundos y los aullidos de los escoceses. Al alba formaron un muro de escudos, pues esperaban que los escoceses cruzaran el río y terminaran la escabechina, pero los hombres de Aed estaban casi tan ensangrentados y cansados como los daneses derrotados.

—Matamos cientos —comentó un hombre en voz queda, y más tarde supimos que era cierto, y que Aed había regresado al norte renqueando para lamerse las heridas.

El conde Ivarr estaba vivo. Estaba herido, pero vivo. Se decía que se ocultaba en las colinas, temeroso de que Kjartan lo capturara, así que Guthred envió un centenar de jinetes al norte, a buscarlo, y descubrieron que las tropas de Kjartan también estaban peinando las montañas. Ivarr debía de saber que acabarían encontrándolo, y prefería con mucho ser cautivo de Guthred que prisionero de Kjartan, así que se rindió a una patrulla de los hombres de Ulf, que trajeron al campamento al maltrecho conde después del mediodía. Iba acompañado de su hijo, Ivar, y de otros treinta supervivientes, algunos de ellos tan maltrechos como su jefe, pero cuando Ivarr cayó en la cuenta de que debía enfrentarse al hombre que había usurpado el trono de Northumbria, insistió en sostenerse por su propio pie. Caminaba. No sé cómo lo hacía, porque debía de estar aguantando una agonía, pero se obligó a cojear, y cada pocos pasos se detenía para apoyarse en la lanza que usaba de muleta. Vi el dolor, pero también vi el orgullo que le impedía ser transportado en presencia de Guthred.

Así que caminó hacia nosotros. Se retorcía de dolor a cada paso, pero se mostró desafiante y airado. No lo había conocido nunca, porque fue criado en Irlanda, pero era clavado a su padre. Tenía la misma apariencia esquelética que Ivar
Saco de Huesos.
El mismo rostro cadavérico con los ojos hundidos, el mismo pelo amarillo recogido en la nuca y la misma maldad sombría. Poseía el mismo poder.

Guthred esperaba a la entrada del monasterio, y sus tropas reales formaron dos filas entre las que tuvo que pasar Ivarr. Guthred estaba flanqueado por sus hombres principales, y le asistían el abad Eadred, el padre Hrothweard y todos los demás religiosos. Cuando Ivarr estaba a doce pasos, se detuvo, se apoyó en la lanza y nos lanzó a todos una mirada feroz. Me confundió con el rey, quizá porque mi malla y mi casco eran mucho mejores que los de Guthred.

—¿Eres el chico que se llama así mismo rey? —preguntó.

—Soy el chico que mató a Ubba Lothbrokson —contesté. Ubba había sido tío de Ivarr; la provocación hizo que Ivarr se incorporara bruscamente, y detecté en sus ojos un extraño brillo verde. Eran ojos de serpiente en un cráneo. Bien podría estar herido, y quizá las heridas habían quebrado su poder, pero lo único que deseaba en aquel momento era matarme.

—¿Y tú eres? —quiso saber.

—Sabes perfectamente quién soy —repuse burlándome. La arrogancia lo es todo en un guerrero joven. Guthred me agarró de un brazo, como para indicarme que me callara, después dio un paso al frente.

—Señor Ivarr —dijo—, lamento veros malherido.

Ivarr se burló.

—Tendrías que estar contento —dijo—, yo sólo lamento no estar muerto. ¿Eres Guthred?

—Siento mucho que estéis herido, señor —dijo Guthred—, y lo siento mucho también por los hombres que habéis perdido. Y me alegro por los que habéis matado. Os debemos mucho —dio un paso atrás y miró al ejército, detrás de Ivarr—. ¡Demos las gracias a Ivarr Ivarson! —gritó Guthred—. ¡Ha eliminado una amenaza en el norte! ¡El rey Aed ha tenido que volver cojeando a casa a llorar sus pérdidas y consolar a las viudas de Escocia!

La verdad, por supuesto, era que el que cojeaba era Ivarr, y Aed había conseguido la victoria, pero las palabras de Guthred provocaron vítores, y eso desconcertó a Ivarr. Debía de estar esperando que Guthred lo matara, que es exactamente lo que Guthred tendría que haber hecho, pero decidió recibir a Ivarr con todos los honores.

—Matad a ese cabrón —le susurré a Guthred.

Me miró totalmente sorprendido.

—¿Por qué? —preguntó en voz baja.

—Matadlo ahora y punto —le apremié—. Y a la rata de su hijo.

—Estás obsesionado con matar —contestó Guthred divertido, y vi a Ivarr mirándonos y comprendí que sabía de qué hablábamos—. Sois muy bienvenido, señor Ivarr —Guthred se apartó de mí y se dirigió a Ivarr—. Northumbria necesita grandes guerreros —prosiguió—, y vos, señor, necesitáis descansar.

Yo observaba aquellos ojos de serpiente y vi el asombro en Ivarr, pero también vi que estaba convencido de que Guthred era un pardillo, y fue en ese instante cuando comprendí que el destino de Guthred era dorado.
Wyrd bid ful arced.
Cuando rescaté a Guthred de Sven y él me aseguró que era rey, pensé que estaba de broma, y cuando lo coronaron rey en Cair Ligualid aún me seguía haciendo gracia, incluso aún en Eoferwic, aunque no veía modo de que la broma aguantara muchas más semanas, pues Ivarr era el auténtico señor brutal de toda Northumbria, pero ahora resultaba que Aed nos había ahorrado la faena. Ivarr había perdido la mayoría de sus hombres. Estaba Ælfric, aferrado a la tierra robada de Bebbanburg; Kjartan, una araña negra en su fortaleza junto al río; y estaba el rey Guthred, señor del norte, y el único danés en toda Gran Bretaña que comandaba tanto sajones como daneses.

Nos quedamos en Onhripum. No entraba en nuestros planes, pero Guthred insistió en que esperásemos hasta que Ivarr fuera curado de sus heridas. Los monjes lo atendieron, y Guthred le llevaba al conde herido comida y cerveza. La mayoría de los supervivientes de Ivarr estaban heridos, y Hild lavó heridas y encontró trapos limpios para vendajes.

—Necesitan comida —me dijo, pero a nosotros ya nos quedaba poca, y cada día me tocaba alejarme más con las partidas de abastecimiento para encontrar ganado o grano. Insistí a Guthred para que volviéramos a marchar, para que regresáramos al campo, donde sería más fácil encontrar víveres, pero él estaba fascinado con Ivarr.

—¡Me gusta! —me dijo—, y no podemos dejarlo aquí.

—Podemos enterrarlo aquí —sugerí.

—¡Pero si es nuestro aliado! —insistió Guthred, y lo creía. A Ivarr le faltaban elogios hacia Guthred, y Guthred se tragó todas y cada una de sus traicioneras palabras.

Los monjes hicieron bien su trabajo, pues Ivarr se recuperó pronto. Yo confiaba en que muriera de las heridas, pero en tres días estaba montando. Aún le dolía. Eso era evidente. El dolor debía de ser atroz, pero se obligó a caminar y a montar, del mismo modo que se obligó a jurar lealtad a Guthred.

Poca elección tenía. Ivarr comandaba ahora menos de cien hombres, en su mayoría heridos, y ya no era el gran señor de la guerra que había sido, así que él y su hijo se arrodillaron ante Guthred, se dieron las manos y le juraron lealtad. El hijo, el Ivar de dieciséis años, era como su padre y como su abuelo, enjuto y peligroso. Yo desconfiaba de ambos, pero Guthred no tenía intención alguna de escucharme. Era correcto, decía, que un rey se mostrara generoso, y al ser misericordioso con Ivarr creía que le estaría en deuda eternamente.

—Es lo que Alfredo habría hecho —me dijo.

—Alfredo se habría quedado al hijo de rehén y habría largado al padre —le contesté.

—Ha tomado juramento —insistió Guthred.

—Buscará nuevos hombres —le advertí.

—¡Bien! —Y sonrió con aquella sonrisa suya contagiosa—. Necesitamos guerreros.

—Querrá que su hijo sea rey.

—Pero si no quería ser rey él mismo, ¿por qué iba a quererlo para su hijo? Ves enemigos en todas partes, Uhtred. El joven Ivar es un tipo bastante guapete, ¿no te parece?

—Parece una rata desnutrida.

—¡Es de la edad justa para Gisela! Cara-caballo y la rata, ¿qué dices? —contestó, sonriendo de nuevo, pero esta vez le habría borrado la sonrisa de un puñetazo—. Es una idea —prosiguió—. Ya va siendo hora de que se case, y sería un vínculo más con Ivarr.

—¿Por qué no buscáis un vínculo conmigo?

—Hombre, tú y yo ya somos amigos —contestó, aún sonriendo—, y gracias a Dios por eso.

Marchamos hacia el norte cuando Ivarr se recuperó lo suficiente. Ivarr estaba seguro de que habría más supervivientes de la matanza escocesa, así que los hermanos Jaenberht e Ida iban por delante con una escolta de cincuenta hombres. Los monjes, me aseguró Guthred, conocían la zona junto al río Tuede y podían guiar a la partida de búsqueda de los hombres de Ivarr.

Guthred cabalgó con Ivarr durante buena parte del viaje. Le halagaba el juramento de Ivarr, que adscribía a la magia cristiana, y cuando Ivarr se quedó atrás para marchar con sus propios hombres, Guthred llamó al padre Hrothweard e interrogó al cura de hirsuta barba sobre Cutberto, Osvaldo y la Trinidad. Guthred quería entender por sí mismo cómo funcionaba la magia, y le frustraban las explicaciones de Hrothweard.

—El hijo no es el padre —volvió a intentarlo Hrothweard—, y el padre no es el espíritu, y el espíritu no es el hijo, pero padre, hijo y espíritu son uno, indivisibles y eternos.

—¿Así que hay tres dioses? —preguntó Guthred.

—¡Un solo dios! —replicó Hrothweard enfadado.

—¿Tú lo entiendes, Uhtred? —se volvió Guthred para preguntarme.

—Yo nunca lo he entendido, señor —contesté—. Para mí son todo paparruchas.

—¡No son paparruchas! —me susurró con rabia Hrothweard—. Tenéis que pensar en una hoja de trébol, señor —le dijo a Guthred—, tres hojas, separadas, pero una sola planta.

—Es un misterio, señor —intervino Hild.

—¿Un misterio?

—Dios es misterioso, señor —dijo haciendo caso omiso de la mirada maliciosa de Hrothweard—, y en su misterio podemos descubrir maravillas. No necesitáis entenderlo, basta con que os maravilléis.

Guthred se volvió en su silla para mirar a Hild.

—¿Entonces serás la compañera de mi esposa? —le preguntó alegremente.

—Casaos con ella primero, señor —dijo Hild—, y luego decidiré.

Él sonrió y se dio la vuelta.

—Pensaba que habías decidido regresar al convento —le dije en voz baja.

—¿Eso te ha contado Gisela?

—Eso mismo.

—Busco una señal de Dios —contestó Hild.

—¿La caída de Dunholm?

Se puso ceñuda.

—Quizás. Es un lugar terrible. Si Guthred la toma bajo el estandarte de san Cutberto, demostrará el poder de Dios. A lo mejor es la señal que busco.

—A mí me parece —contesté— que ya tienes tu señal.

Apartó su yegua de
Witnere
que empezaba a mirarla con malos ojos.

—El padre Willibald quería que regresara a Wessex con él —me dijo—. Pero yo le dije que no. Le dije que si me voy a retirar del mundo de nuevo, primero quiero saber cómo es el mundo —prosiguió avanzando en silencio, después habló en voz muy queda—. Me gustaría haber tenido hijos.

—Puedes tenerlos —le dije.

Sacudió la cabeza negativamente.

—No —respondió—, no es mi destino —se me quedó mirando—. ¿Sabes que Guthred quiere casar a Gisela con el hijo de Ivarr? —me preguntó.

Me sorprendió la pregunta.

—Sé que se lo está pensando —contesté con cautela.

—Ivarr ha aceptado. Anoche.

Me dio un vuelco el corazón, pero intenté que no se me notara.

—¿Cómo lo sabes? —le interrogué.

—Me lo ha dicho Gisela. Pero hay una dote.

—Siempre hay una dote —repuse con crudeza.

—Ivarr quiere Dunholm.

Me llevó un instante comprender, pero enseguida vi el monstruoso acuerdo. Ivarr había perdido la mayor parte de su poder en la masacre que le había infligido Aed, pero si conseguía Dunholm y las tierras de Dunholm, recuperaría su posición de fuerza. Los hombres que ahora seguían a Kjartan serían sus hombres, y de un plumazo Ivarr sería de nuevo poderoso.

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