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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (26 page)

Hild permaneció callada cuando terminé. Aún se oía fuera caer la leche en el cubo. Un gorrión se posó en el alféizar, se atusó las plumas y salió volando. Hild había estado mirándome, como evaluando la veracidad de mis palabras.

—¿Fue duro? —preguntó al cabo de un rato. Estuve tentado de mentir, vacilé, pero después me encogí de hombros.

—Sí —respondí sin más.

—Pero ahora vuelves a ser el señor Uhtred —contestó—, y conservo tus posesiones —le hizo un gesto a una de las monjas, que abandonó la estancia—. Te lo hemos guardado todo —me dijo Hild alegremente.

—¿Todo? —pregunté.

—Menos el caballo —contestó arrepentida—. No me pude traer el caballo. ¿Cómo se llamaba? ¿
Witnere?


Witnere
—confirmé —. Me temo que me lo robaron.

—¿Te lo robaron?

—Se lo quedó el señor Ivarr.

No dije nada porque la monja acababa de regresar transportando un buen montón de armas y la armadura. Tenía mi casco, mi pesada cota de malla y cuero, mis brazaletes,
Aguijón-de-avispa, Hálito-de-serpiente;
los dejó a mis pies y se me inundaron los ojos de lágrimas cuando me agaché y acaricié la empuñadura de mi espada.

—La cota de malla estaba dañada —me dijo Hild—, así que hicimos que uno de los armeros del rey la reparara.

—Gracias —contesté.

—He rezado —me dijo Hild— para que no te vengues del rey Guthred.

—Me hizo esclavo —repuse con sequedad. No podía apartar la mano de la espada. Había vivido tantos momentos de desesperación en los últimos dos años, momentos en los que pensaba que jamás volvería a tocar una espada nunca, no digamos
Hálito-de-serpiente,
y aun así allí estaba, mi mano la empuñaba con suavidad.

—Guthred hizo lo que creía mejor para su reino —me contestó Hild con severidad—, y es cristiano.

—Me hizo esclavo —contesté otra vez.

—Y debes perdonarle —repuso Hild forzadamente—, como yo he perdonado a los hombres que tanto daño me hicieron y Dios me ha perdonado a mí. Era una pecadora —prosiguió—, una gran pecadora, pero Dios me ha tocado, ha derramado su gracia sobre mí y me ha perdonado. Así que júrame que le perdonarás la vida a Guthred.

—No voy a hacer ningún juramento —respondí con sequedad, aún sosteniendo
Hálito-de-serpiente.

—No eres un hombre malo —me dijo Hild—. Eso lo sé. Fuiste más amable conmigo de lo que merecí jamás. Dale el mismo trato a Guthred. Es un buen hombre.

—Lo recordaré cuando le vea —le contesté evasivamente.

—Y recuerda que se arrepintió de lo que hizo —repuso Hild—, y que lo hizo porque creía que le haría conservar su reino. Y recuerda también que ha entregado dinero a esta casa como penitencia. Necesitamos mucha plata. No hay escasez de pobres y enfermos, pero siempre la hay de limosnas.

Le sonreí. Después me puse en pie y me desabroché la espada que le había quitado a uno de los hombres de Sven en Gyruum, me solté el broche del cuello y dejé caer capa, broche y espada sobre los juncos.

—Puedes venderlos —le dije. Después, con gruñidos de esfuerzo, me puse mi antigua cota de malla, me abroché ambas espadas y recogí mi casco coronado por un lobo. La cota parecía monstruosamente pesada, pues hacía mucho que no vestía malla. También me quedaba grande, pues había adelgazado mucho durante los años que empujé el remo de Sverri. Me puse los brazaletes por las manos y miré a Hild—. Sí os juraré una cosa, abadesa Hildegyth —le dije. Levantó la mirada y vio al antiguo Uhtred, el señor reluciente y guerrero de espada—. Sustentaré vuestra casa —le prometí—, recibiréis dinero de mí, prosperaréis y siempre gozaréis de mi protección.

Sonrió al oírme, después rebuscó en una bolsita que le colgaba del cinto y me tendió una pequeña cruz de plata.

—Este es mi regalo para vos —me dijo—, y rezo para que la reverenciéis como yo y aprendáis su lección. Nuestro Señor murió en la cruz por todos nuestros pecados, y no tengo ninguna duda, señor Uhtred, de que parte del dolor que sintió en su muerte fue causado por vuestros pecados.

Me entregó la cruz, nuestros dedos se rozaron, la miré a los ojos, y apartó la mano a toda prisa. Pero se puso colorada, y me miró con los párpados entornados. Por un instante vi a la antigua Hild, la Hild frágil y hermosa, pero luego se recompuso e intentó parecer severa.

—Ya podéis volver con Gisela —me dijo.

No la había mencionado y fingí que el nombre quería decir poco para mí.

—Estará casada, a estas alturas —repuse quitándole importancia—. Si es que sigue viva.

—Vivía cuando dejé Northumbria —repuso Hild—, aunque eso fue hace dieciocho meses. Entonces no se hablaba con su hermano, por lo que te había hecho. Pasé horas consolándola. Lloró muy amargamente y con mucha rabia. Una chica fuerte.

—Y casadera —repuse con dureza.

Hild sonrió con dulzura.

—Juró esperarte.

Me toqué la empuñadura de
Hálito-de-serpiente.
Estaba tan lleno de esperanzas y tan agarrotado por el miedo. Gisela. En mi cabeza sabía que no casaba con los sueños enfebrecidos de un esclavo, pero no me la podía quitar de la cabeza.

—Y a lo mejor te está esperando —dijo Hild, y se apartó, brusca de repente—. Ahora tenemos oraciones que decir, gente que alimentar y cuerpos que sanar.

Y así me despidieron, y me agaché para salir por la puerta en el muro del convento al callejón embarrado. Dejaron pasar a los mendigos, y yo me quedé apoyado en el muro de madera con lágrimas en los ojos. La gente evitó el callejón, pues iba vestido para la guerra con mis dos espadas.

Gisela, pensé, Gisela. A lo mejor sí me había esperado, pero lo dudaba, pues era demasiado valiosa como vaca de la paz, pero sabía que regresaría al norte tan pronto como pudiera. Iría a por Gisela. Apreté la cruz de plata hasta que sentí las aristas hacerme daño en los callos que me había producido el remo de Sverri. Después desenvainé
Hálito-de-serpiente,
y vi que Hild había cuidado bien del arma. Brillaba con una leve pátina de grasa o lanolina, que había evitado que el acero labrado se oxidara. Levanté la espada hasta mis labios y besé la larga hoja.

—Tienes hombres que matar —le dije—, y venganzas que cumplir.

Y eso era precisamente lo que tenía que hacer.

* * *

Encontré espadero al día siguiente, y me dijo que estaba demasiado ocupado y que no podía atender mi trabajo hasta muchos días más tarde, y yo le contesté que o me hacía la tarea aquel día o no volvería a trabajar nunca más, así que al final llegamos a un acuerdo. Aceptó atenderme aquel día.

Hálito-de-serpiente
es un arma maravillosa. Fue forjada por Ealdwulf, el herrero de Northumbria, y su hoja es mágica, flexible y fuerte, y cuando la terminó quise que decorara su empuñadura con plata o bronce, pero Ealdwulf se negó.

—Es una herramienta —me dijo—. Sólo una herramienta. Algo para que tu trabajo sea más sencillo.

Tenía empuñadura de madera de fresno, a ambos lados de la espiga, y con los años las tejas se habían desgastado y pulido. Una empuñadura tan gastada podía ser peligrosa.

Se podía resbalar de la mano, especialmente cuando le salpicaba sangre, así que le dije al espadero que quería unas tejas nuevas, que tuvieran buen agarre, y que la cruz de plata que Hild me había dado estuviera incrustada en la empuñadura.

—Lo haré, señor —me dijo.

—Hoy.

—Lo intentaré, señor —respondió débilmente.

—Y lo conseguirás —le dije—, y será un trabajo bien hecho —desenvainé
Hálito-de-serpiente
y la hoja relució en la habitación en sombras cuando se la tendí frente al horno y las llamas rojas se reflejaron en su dibujo. Había sido forjada golpeando tres barras lisas y cuatro enroscadas en una sola hoja de metal. Fue calentada y golpeada, calentada y golpeada, y cuando estuvo lista, cuando las siete barras se convirtieron en una única veta salvaje de acero brillante, las curvas de las cuatro barras enroscadas quedaron en la hoja como dibujos fantasmales. De ahí salió su nombre, pues los dibujos parecían el aliento enroscado de un dragón.

—Es una buena espada, señor —me dijo el espadero.

—Es la espada que mató a Ubba junto al mar —repuse, acariciando el acero.

—Sí, señor —dijo. Había conseguido aterrorizarlo.

—El trabajo estará listo hoy —repetí, y dejé espada y vaina sobre las quemaduras que el fuego había dejado en su banco de trabajo. Puse la cruz de Hild en la empuñadura, y añadí una moneda de plata. Ya no era rico, pero tampoco era pobre, y con la ayuda de
Hálito-de-serpiente
y de
Aguijón-de-avispa,
volvería otra vez a conseguir riquezas.

Era un encantador día de otoño. El sol brillaba, y hacía relucir la nueva iglesia de madera de Alfredo como el oro.

Ragnar y yo esperábamos al rey, y nos sentamos en la hierba recién segada de un patio, y Ragnar observó a un monje cargar con una pila de pergaminos hacia el
scriptorium
real.

—Aquí todo está escrito —dijo—. ¡Todo! ¿Tú sabes leer?

—Leer y escribir.

Eso le impresionó.

—¿Es útil?

—A mí nunca me ha resultado muy útil —admití.

—¿Y por qué lo hacen? —se preguntó.

—Su religión está escrita —le dije—, la nuestra no.

—¿Una religión escrita? —eso lo dejó perplejo.

—Tienen un libro —le conté—. Y ahí está todo.

—¿Y por qué necesitan que esté escrita?

—No lo sé. Es así y ya está. Y, por supuesto, escriben las leyes. A Alfredo le encanta hacer leyes nuevas, y todas tienen que estar escritas en libros.

—Si un hombre no es capaz de recordar las leyes —repuso Ragnar—, entonces es que hay demasiadas.

Los gritos de unos niños nos interrumpieron, o más bien el berrido ofendido de un niño y la risa burlona de una niña, y un instante después la niña apareció por la esquina. Parecía tener nueve o diez años, tenía el pelo dorado tan reluciente como el sol, y llevaba un caballito de madera que era claramente propiedad del niño pequeño que la seguía. La niña, sujetando el caballito como un trofeo, corrió por la hierba. Tiraba del potro, delgada y feliz, mientras que el niño, tres o cuatro años menor, era más robusto y tenía un aspecto infeliz. No tenía ninguna oportunidad de alcanzar a la niña, pues era mucho más rápida, pero me vio, se le abrieron los ojos como platos y se detuvo frente a nosotros. El chico la alcanzó, pero le fascinábamos demasiado Ragnar y yo para intentar recuperar su caballo de madera. Un aya, con la cara roja y jadeando, apareció por la esquina y gritó los nombres de los niños.

—¡Eduardo! ¡Æthelflaed!

—¡Eres tú! —dijo Æthelflaed, mirándome encantada.

—Soy yo —le dije, y me puse en pie porque Æthelflaed era hija de un rey y Eduardo era el
Æ
theling,
el príncipe que podría gobernar en Wessex cuando Alfredo, su padre, muriera.

—¿Dónde has estado? —quiso saber Æthelflaed, como si hiciera un par de semanas que no me veía.

—He estado en las tierras de los gigantes —contesté— y en lugares donde el fuego corre como el agua y las montañas son de hielo, y donde las hermanas no son nunca, nunca, malas con sus hermanitos.

—¿Nunca? —preguntó sonriendo.

—¡Quiero mi caballo! —insistió Eduardo, e intentó arrebatárselo, pero Æthelflaed lo sostuvo fuera de su alcance.

—Nunca uses la fuerza para obtener algo de una chica —le dijo Ragnar a Eduardo—, cuando puedes obtenerlo con astucia.

—¿Astucia? —Eduardo frunció el ceño, evidentemente poco familiarizado con la palabra.

Ragnar miró inquisidor a Æthelflaed.

—¿Tiene hambre el caballo?

—No —sabía que estaban jugando y quería ver si podía ganar.

—Pero supón que uso magia —le sugirió Ragnar—, y hago que coma hierba.

—No puedes.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó él—. He estado en sitios donde los caballos de madera pastan cada mañana, y cada noche la hierba crece hasta el cielo y cada día los caballos de madera se la vuelven a comer entera.

—No, no hacen nada de eso —contestó, sonriendo.

—Y si digo las palabras mágicas —prosiguió Ragnar—, tu caballo se comerá la hierba.

—Es mi caballo —insistió Eduardo.

—¿Palabras mágicas? —Æthelflaed estaba ahora interesada.

—Tienes que poner el caballo en la hierba —dijo Ragnar.

Ella me miró a mí, quería que le diera seguridad, pero yo me limité a encogerme de hombros, así que volvió a mirar a Ragnar, que estaba muy serio, y decidió que tenía ganas de ver magia, así que colocó con cuidado el caballo de madera junto a un montón de hierba cortada.

—¿Y ahora? —preguntó expectante.

—Tienes que cerrar los ojos —le dijo Ragnar—, y dar tres vueltas muy rápidas, y luego gritar «Havacar» muy fuerte.

—¿Havacar?

—¡Cuidado! —la avisó, como preocupado—. Las palabras mágicas no se pueden decir a la ligera.

Así que cerró los ojos, dio tres vueltas, y, mientras lo hacía, Ragnar señaló el caballo a Eduardo, que lo agarró y se marchó corriendo con el aya, y para cuando Æthelflaed empezó a tambalearse por el mareo y gritó la palabra mágica, el caballo había desaparecido.

—¡Has hecho trampa! —acusó a Ragnar.

—Pero has aprendido una lección —le dije, poniéndome en cuclillas a su lado como para contarle un secreto. Me agaché y le susurré al oído—. Jamás confíes en un danés.

Eso la hizo sonreír. Habíamos pasado mucho tiempo juntos durante el largo y húmedo invierno en que su familia era fugitiva en los pantanos de Sumorsaete, y en aquellos meses desesperados aprendió a apreciarme y yo a apreciarla a ella. Levantó una mano y me tocó la nariz.

—¿Cómo te ha pasado eso?

—Un hombre me rompió la nariz —le dije. Había sido Hakka, me había atizado en el
Comerciante
porque pensaba que estaba eludiendo el remo.

—Está torcida —me dijo.

—Así puedo oler cosas torcidas.

—¿Qué le pasó al hombre que te la rompió?

—Está muerto —le dije.

—Bien —me contó—. Me voy a casar.

—¿Te vas a casar? —pregunté.

—Con Æthelred de Mercia —me contestó orgullosa; después puso mala cara al ver por un instante mi expresión de disgusto.

—¿Con mi primo? —le pregunté, intentando fingir agrado.

—¿Æthelred es tu primo? —preguntó.

—Sí.

—Pues yo voy a ser su mujer —me dijo—, y voy a vivir en Mercia. ¿Has estado en Mercia?

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