Read Los señores del norte Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (40 page)

O quizá los escaldos se lamentaran. Porque entonces, bastante repentinamente, todo fue desastrosamente mal.

C
APÍTULO
X

El centinela bajo el tejo se dio la vuelta y habló con nosotros.

—Están perdiendo el tiempo —dijo, refiriéndose, obviamente, a las fuerzas de Ragnar. El centinela no albergaba sospechas, hasta bostezó cuando nos acercamos a él, pero entonces algo lo alarmó. Quizás fuera Steapa, pues era imposible que hubiera un hombre tan alto en Dunholm como el sajón. En cualquier caso, el hombre reparó de repente en que éramos extraños y reaccionó rápido, dio un paso atrás y desenvainó la espada. Estaba a punto de gritar cuando Steapa lanzó su espada, se clavó con fuerza en el hombro derecho del centinela y lo empujó hacia atrás, y Rypere rápidamente le hincó la lanza en el vientre con tanta fuerza que lo ensartó en el tejo. Rypere lo silenció con la espada, y justo cuando empezaba a correr aquella sangre, aparecieron dos hombres en la esquina de la casa a nuestra izquierda gritando que los enemigos habían entrado en el complejo. Uno se dio la vuelta y salió corriendo, el otro desenvainó, y ése fue un error, pues Finan fingió un golpe bajo con la lanza, el hombre bajó el arma para pararla y la lanza subió como el rayo para hendirse en la suave carne bajo la mandíbula. De la boca del hombre manaba sangre sobre su barba mientras Finan se le acercaba un paso y le clavaba la espada corta en el estómago.

Dos cadáveres más. Volvía a llover con fuerza, las gotas repiqueteaban en el barro y diluían la sangre fresca, y me pregunté si nos daría tiempo a salir a cruzar el espacio abierto hasta la escalera de la muralla, y justo entonces, para empeorar las cosas, se abrió la puerta de la casa de Kjartan y tres hombres salieron a empujones de allí. Le grité a Steapa que los contuviera. Usó el hacha, mató al primero con un hachazo de abajo arriba de una eficiencia aterradora, y empujó al destripado sobre el segundo, que recibió al hacha en toda la cara. Después se quitó de encima a los dos hombres para perseguir al tercero, que ya estaba dentro de la casa, y yo envié a
Clapa
a que ayudara a Steapa.

—Y sácalo rápido de ahí—le dije a
Clapa
porque los jinetes de la puerta habían oído el griterío y ahora veían a los muertos y nuestras espadas desnudas, y empezaban a dar la vuelta a los caballos.

Y entonces me di cuenta de que habíamos perdido. Todo dependía de la sorpresa, y ahora que nos habían descubierto ya no teníamos ninguna oportunidad de alcanzar el muro norte. Los hombres sobre las plataformas de batalla se dieron la vuelta para mirarnos y algunos recibieron órdenes de abandonar las murallas y estaban formando un muro de escudos justo detrás de la puerta. Los jinetes, unos treinta, se apresuraban en nuestra dirección. No sólo habíamos fracasado, tendríamos suerte si salíamos vivos.

—¡Atrás! —grité—. ¡Atrás! —Sólo podíamos confiar en retirarnos a los callejones estrechos y contener a los jinetes como pudiéramos, hasta alcanzar la puerta del pozo. Había que rescatar a Gisela, y después nos retiraríamos colina abajo en desbandada, perseguidos por la venganza. A lo mejor, pensé, lográbamos cruzar el río. Si pudiéramos vadear el Wiire crecido estaríamos a salvo de la persecución, pero era una esperanza más bien tímida—. ¡Steapa! —grité—, ¡Steapa!
¡Clapa!
—y los dos hombres salieron de la casa, Steapa con el hacha ensangrentada—. Quedaos juntos —les grité.

Los jinetes llegaban a toda prisa, pero corrimos de regreso a los establos y los jinetes parecían desconfiar de los espacios oscuros y en sombra entre los edificios, pues se detuvieron junto al tejo con el muerto aún clavado en el tronco y pensé que su cautela nos permitiría sobrevivir lo suficiente para salir de la fortaleza. Con la esperanza recuperada, no de victoria, sino de vida, oí el ruido.

Era el aullar de los perros. Los jinetes no se habían detenido por miedo a atacarnos, sino porque Kjartan había soltado a los perros, y yo me quedé mirando, consternado, a los perros salir en manada desde un lado de la casa más pequeña y venir hacia nosotros. ¿Cuántos serían? ¿Cincuenta? Por lo menos cincuenta. Era imposible contarlos. Un cazador los guiaba con aullidos y eran más lobos que perros. Tenían buenos pellejos, eran grandes, aullaban y, sin poder evitarlo, me hicieron recular. Era la jauría infernal de caza, los perros fantasma que hostigan en la oscuridad y persiguen a su presa por el mundo de las sombras, cuando cae la noche. Ya no había tiempo para llegar hasta la puerta. Los perros nos rodearían, nos tumbarían y nos despedazarían, y pensé que aquél era mi castigo por matar al indefenso hermano Jaenberht en Cetreht, y sentí el frío estremecimiento del miedo abyecto. Muere bien, me decía a mí mismo, muere bien, pero ¿cómo se puede morir bien bajo los colmillos de los perros? Nuestras cotas de malla detendrían su fiereza durante un tiempo, pero no demasiado. Y los perros olían nuestro miedo. Querían sangre y llegaron en un torbellino aullador de fango y colmillos, y yo bajé
Hálito-de-serpiente
para recibir a la primera perra rabiosa en la cara, pero justo entonces los llamó una nueva voz.

Era la voz de una cazadora. Gritaba alto y claro, sin palabras, un canto extraño, un grito agudo que penetraba la mañana como un cuerno de guerra, y los perros se detuvieron abruptamente, dieron vueltas sobre sí mismos y gimotearon nerviosos. El más cercano no estaba a más de tres o cuatro pasos de mí, una perra con la piel manchada de barro, y se retorció y aulló cuando volvió a llamar la cazadora invisible. Había algo triste en aquel canto sin palabras, un grito modulado y moribundo, y la perra aulló en simpatía. El cazador que había soltado a los perros los azotó para que nos atacaran, pero de nuevo el extraño ulular llegó claro a través de la lluvia, pero más agudo esta vez, como si la cazadora ladrara con rabia repentina, y tres de los perros saltaron sobre el cazador. Gritó y luego se perdió bajo una masa de pieles y dientes. Los jinetes aguijonearon a los perros para apartarlos del moribundo, pero la cazadora gritaba ahora salvajemente, de modo que azuzó a la manada entera contra los caballos, y la mañana se llenó de lluvia, gritos inhumanos y aullidos de perros, y los jinetes se dieron media vuelta presos del pánico y regresaron a la puerta a toda prisa. La cazadora volvió a llamar, con más suavidad ahora, y los perros se reunieron obedientemente alrededor del débil tejo, dejando marchar a los jinetes.

Yo no había hecho más que mirar. Seguía mirando. Los perros estaban tumbados, enseñando los dientes, vigilando el suelo de la casa de Kjartan y por allí fue por donde apareció la cazadora. Pasó por encima del cadáver destripado que Steapa había dejado en la puerta, les cantó a los perros, que se tumbaron mientras ella nos miraba.

Era Thyra.

Al principio no la reconocí. Habían pasado muchos años desde la última vez que había visto a la hermana de Ragnar; la recordaba como una niña rubia, feliz y saludable, con una mente sensata puesta en casarse con un guerrero danés. Entonces quemaron la casa de su padre, mataron a su guerrero danés y Kjartan se la llevó para dársela a Sven. Ahora que la veía otra vez se había convertido en algo salido de una pesadilla.

Llevaba una capa larga de piel de ciervo, sujeta con un broche de hueso en la garganta, pero debajo de la capa iba desnuda. Mientras caminaba entre los perros, la capa se le apartaba del cuerpo, dolorosamente delgado y asquerosamente sucio. Tenía las piernas y los brazos cubiertos de cicatrices, como si alguien la hubiese cortado repetidas veces con un cuchillo, y donde no había cicatrices, había llagas. Su pelo dorado estaba lacio, enmarañado y grasiento, y se había trenzado tiras de enredadera muerta en la maraña. La enredadera le colgaba por los hombros. Finan, al verla, se persignó. Steapa hizo lo mismo y yo me agarré el amuleto del martillo. Las uñas enroscadas de Thyra eran tan largas como cuchillos de castrar, y movió aquellas manos de hechicera en el aire y gritó de repente a los perros, que gimotearon y se retorcieron como doloridos. Nos miró y, al ver sus ojos locos, sentí latir el miedo porque de repente se había agachado y me señalaba directamente, y aquellos ojos relucían como llenos de odio.

—¡Ragnar! —gritó—. ¡Ragnar! —El nombre sonaba como una maldición y los perros se dieron la vuelta para mirar donde señalaba. Supe que me saltarían encima en cuanto Thyra volviera a hablar.

—¡Soy Uhtred! —le grité—. ¡Uhtred! —Me quité el casco para que pudiera verme la cara—. ¡Soy Uhtred!

—¿Uhtred? —preguntó, aún mirándome, y en aquel breve instante casi parecía sana, incluso confundida—. Uhtred —repitió, y esta vez parecía que intentaba recordar el nombre, pero el tono acercó los perros a nosotros y entonces Thyra gritó. No era un grito destinado a los perros, sino un lamento, un aullido agudo hacia las nubes, y de repente volvió su furia contra los perros. Se agachó y empezó a coger pedazos de barro y a tirárselos. Seguía sin usar palabras, hablaba una lengua que los perros entendían y la obedecían, y atravesaron la rocosa cima de Dunholm como una marea contra el muro de escudos recién formado tras la puerta. Thyra los siguió, llamándolos, escupiendo y estremeciéndose, hostigando a la jauría infernal, y el miedo que me había dejado clavado en el suelo pasó, y grité a mis hombres que la siguieran.

Eran unos bichos terribles, aquellos perros. Eran bestias del mundo del caos, sólo entrenadas para matar; Thyra los dominaba con aquellos aullidos agudos, y el muro de escudos se rompió mucho antes de que los perros llegaran. Los hombres corrían, se desperdigaban por la cumbre de Dunholm y los perros los seguían. Un puñado, más valientes que el resto, se quedaron en la puerta y allí era donde yo me quería dirigir.

—¡La puerta! —le grité a Thyra—. ¡Thyra! ¡Llévalos a la puerta! —Thyra empezó a ladrar, gritos agudos y rápidos, y los perros la obedecieron y corrieron hacia la puerta. He visto otros cazadores dirigir perros tan diestramente como un jinete guía a un semental con las rodillas y las riendas, pero no es una habilidad que hubiera aprendido. Thyra la poseía.

Los hombres que guardaban las puertas de Kjartan murieron de muy mala manera. Los perros se les echaron encima, empezaron a rasgar con los dientes y oí los gritos. Aún no había visto a Kjartan o a Sven, pero tampoco los busqué. Sólo quería llegar a la puerta y abrirla para Ragnar, así que seguimos a los perros, pero entonces uno de los jinetes recuperó los sesos y gritó a los asustados hombres que nos rodearan por detrás. El jinete era un hombre grande, llevaba la cota de malla medio cubierta por una capa blanca sucia. El casco ocultaba su rostro tras una mirilla de bronce bruñido; estaba seguro de que era Kjartan. Espoleó a su semental y una veintena de hombres le siguieron, pero Thyra emitió unos aullidos cortos, de cadencia decreciente, y una veintena de perros se dieron la vuelta contra los jinetes. Uno de ellos, desesperado por evitar a los chuchos, giró el caballo demasiado deprisa y cayó sobre el barro pateando, y media docena de perros atacaron a la bestia panza arriba y los otros atacaron de un salto al jinete desmontado. Oí al hombre aullar y vi un perro marcharse cojeando con una pata rota de una coz. El caballo relinchaba. Yo seguí corriendo a través de la cortina de lluvia y vi una lanza pasar como un rayo desde las murallas. Los hombres de la puerta intentaban detenernos a lanzazos. Se las arrojaban a la jauría, que seguía desgarrando los restos del muro de escudos, pero había demasiados perros. Ya estábamos cerca de la puerta, a unos veinte o treinta pasos. Thyra y sus perros nos habían permitido cruzar a salvo la cima de Dunholm, y el enemigo estaba totalmente confundido, pero el jinete de la capa blanca, de espesa barba bajo los ojos armados, desmontó y les gritó a sus hombres que mataran a los perros.

Formaron un muro de escudos y cargaron. Avanzaban con los escudos bajos para repeler a los perros, y usaban lanzas y espadas para matarlos.

—¡Steapa! —grité, y él comprendió lo que se requería de él y gritó a los otros hombres para que se le unieran. Él y
Clapa
encabezaban el grupo frente a los perros y vi el hacha de Steapa hincarse en un casco mientras Thyra lanzaba a los perros al nuevo muro. Los hombres bajaban de las plataformas de batalla para unirse a la encarnizada pelea y comprendí que teníamos que darnos prisa, antes de que los hombres de Kjartan despacharan a la jauría y la emprendieran con nosotros. Vi a un perro saltar alto y clavarle los dientes a un hombre en la cara, el hombre gritó y el perro aulló con una espada ensartada en el vientre. Thyra chillaba a los perros, y Steapa contenía el centro del muro de escudos, pero se iba alargando a medida que se unían hombres por los flancos y en un instante las dos alas del muro se unirían rodeando a hombres y perros, y acabarían con ellos. Así que corrí hacia el arco de la puerta. Aquel arco no estaba defendido en tierra, pero los guerreros de las murallas aún tenían lanzas. Lo único que poseía era el escudo del muerto, y recé por que fuera bueno. Me lo puse encima del casco, envainé
Hálito-de-serpiente
y eché a correr.

Se me estrellaron encima las pesadas lanzas. Rebotaron en el escudo y salpicaron en el barro, y por lo menos dos perforaron la tabla de tejo. Sentí un golpe en el antebrazo izquierdo y el escudo se volvió más y más pesado a medida que fue acumulando lanzas, pero ya había llegado al arco, sano y salvo. Los perros aullaban y luchaban. Steapa le gritaba al enemigo que se acercara y luchara con él, pero los hombres lo evitaban. Vi las alas del muro de Kjartan cerrarse y supe que moriríamos si no era capaz de abrir la puerta. Comprendí que necesitaría dos manos para levantar la pesada barra, pero una de las lanzas que colgaba del escudo había penetrado la malla de mi antebrazo izquierdo y no podía sacarla, así que tuve que cortar las cinchas que lo amarraban a mi brazo con
Aguijón-de-avispa.
Así podría liberar la punta de lanza de mi malla y mi brazo. Había sangre en la manga, pero no tenía el brazo roto, así que levanté la enorme barra y la aparté de las puertas.

Abrí las puertas hacia dentro y Ragnar y sus hombres estaban a cincuenta pasos; gritaron al verme y corrieron con los escudos en alto para protegerse de las lanzas y las hachas arrojadas desde las murallas, y se unieron al muro de escudos, alargándolo y cargando con armas y furia contra los confundidos hombres de Kjartan.

Y así fue como Dunholm, la fortaleza rocosa en el meandro del río, fue tomada. Años más tarde, un señor de Mercia me aduló con una canción de su escaldo que narraba cómo Uhtred de Bebbanburg había escalado la fortaleza en el peñasco él solo y se había abierto paso entre doscientos hombres armados para abrir la puerta guardada por dragones. Era una canción estupenda, repleta de ejercicio de espada y valor, pero una sarta de tonterías. Fuimos doce, no uno, y los perros soportaron casi toda la pelea, y Steapa hizo el resto, y si Thyra no hubiese salido de la casa hoy los descendientes de Kjartan aún gobernarían en Dunholm. Ni tampoco había terminado la batalla al abrir la puerta, pues seguían superándonos en número, pero los perros que quedaban estaban con nosotros, no con Kjartan, y Ragnar metió su muro de escudos en el complejo, y allí fue donde nos enfrentamos a los defensores.

Other books

The Finder: A Novel by Colin Harrison
Sunburst by Greene, Jennifer
Killing Time by S.E. Chardou
Franklin and the Thunderstorm by Brenda Clark, Brenda Clark
Ain't No Wifey by J., Jahquel
Because of His Name by Kelly Favor
0525427368 by Sebastian Barry
Blackout by Wells, Robison