Los señores del norte (34 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

—¿Y Thyra Ragnarsdottir? —prosiguió Ragnar con su interrogatorio—. ¿Sigue viva?

—Sí, señor.

—¿Es feliz? —preguntó Ragnar con dureza.

Vacilaron, después Hogga puso una mueca.

—Está loca, señor —hablaba en voz baja—. Está bastante loca.

Ragnar se quedó mirando a los dos hombres. El escrutinio los hacía sentir incómodos, pero luego Ragnar levantó la mirada al cielo, donde un águila ratonera llegaba desde las colinas al oeste.

—Decidme —preguntó, y su voz parecía repentinamente baja, casi dulce—, ¿cuánto hace que servís a Kjartan?

—Ocho años, señor —contestó Hogga.

—Siete, señor —dijo el otro.

—Así que ambos le servíais —prosiguió Ragnar aún con voz suave—, antes de que fortificara Dunholm.

—Sí, señor.

—Y ambos le servíais —siguió diciendo Ragnar, esta vez con un tono terrible— cuando condujo a sus hombres a Synningthwait y quemó la casa de mi padre. Cuando se llevó a mi hermana para que fuera la puta de su hijo. Cuando mató a mi madre y a mi padre.

Ninguno de los dos hombres contestó. El más bajito temblaba. Hogga miró a su alrededor, como intentando encontrar una vía de escape, pero estaba rodeado por daneses de espada montados; luego se estremeció al ver a Ragnar desenvainar a
Rompecorazones.

—No, señor —contestó Hogga.

—Sí —repuso Ragnar, y su rostro se contorsionó de rabia mientras los descuartizaba. Tuvo que desmontar para acabar la faena. Mató a los dos hombres, y luego despedazó los cadáveres preso de furia. Yo observé, después me volví para mirar a Gisela. No reflejaba nada en su rostro; reparó en que la observaba y se volvió hacia mí con el triunfo en la mirada, como si supiera que esperaba que se horrorizara al ver destripar dos hombres.

—¿Lo merecían? —preguntó.

—Lo merecían —contesté.

—Bien.

Su hermano, reparé, no había mirado. Estaba nervioso por mí, cosa de la que no lo culpo, y sin duda aterrorizado por Ragnar, que estaba ensangrentado como un carnicero; había regresado al pueblo, dejándonos con los muertos. El padre Beocca consiguió encontrar a algunos de los curas de Guthred y, tras hablar con ellos, se acercó cojeando hacia nosotros.

—Hemos acordado —dijo— que nos presentaremos al rey en la iglesia —de repente vio las dos cabezas cortadas y los cuerpos desmembrados—. Dios santo, ¿quién ha hecho eso?

—Ragnar.

Beocca se persignó.

—La iglesia —dijo—, tenemos que presentarnos en la iglesia. Intenta limpiar esa sangre de tu malla, Uhtred. ¡Somos una embajada!

Me volví para ver un puñado de fugitivos cruzar las colinas hacia el oeste. Sin duda cruzarían el río más arriba y se reunirían con los jinetes de la otra orilla. Esos hombres se mostrarían más cautelosos a partir de ahora. Enviarían noticias a Dunholm de que habían aparecido enemigos, Kjartan sabría del estandarte del ala de águila y comprendería que Ragnar había regresado de Wessex.

Y quizá, en su peñasco, tras sus altos muros, se asustaría.

* * *

Cabalgué hasta la iglesia, llevándome a Gisela. Beocca se apresuró a pie, pero era muy lento.

—¡Espérame! —gritó—. ¡Espérame!

No esperé. Azucé aún más a mi semental y dejé a Beocca atrás.

La iglesia estaba oscura. La única iluminación procedía de una pequeña ventana encima de la puerta, y de unas cuantas candelas que ardían en el altar, una mesa sobre caballetes cubierta con un paño negro. El ataúd de san Cutberto, junto a los otros dos arcones de reliquias, estaba frente al altar, donde Guthred se sentaba en un taburete de ordeñar, flanqueado por dos hombres y una mujer. El abad Eadred era uno de los hombres, y el padre Hrothweard el otro. La mujer era joven, tenía un bonito rostro regordete, y un vientre preñado. Más tarde supe que era Osburh, la reina sajona de Guthred. Me miró a mí y luego a su marido, evidentemente esperando que Guthred hablara, pero él se quedó en silencio. Había una veintena de guerreros en el lado izquierdo de la iglesia y aún más curas y monjes en el lado derecho. Habían estado discutiendo, pero todos se quedaron callados al verme entrar.

Gisela sostenía mi brazo izquierdo. Caminamos juntos por la iglesia, hasta llegar frente a Guthred, que parecía incapaz de mirarme o hablar conmigo siquiera. Abrió la boca una vez, pero no salieron palabras, y miró a mi espalda, en la esperanza de que alguien menos siniestro entrara por la puerta de la iglesia.

—Voy a casarme con vuestra hermana —le dije.

Abrió la boca y la volvió a cerrar.

Un monje se acercó como para protestar, pero lo detuvo uno de sus compañeros, y vi que los dioses me habían sido especialmente favorables aquel día, pues la pareja la formaban Jaenberht e Ida, los monjes que habían negociado mi esclavitud. Entonces, desde el otro lado de la iglesia, llegó la protesta de otro hombre.

—La dama Gisela ya está casada —dijo.

Vi que se trataba de un hombre mayor, de pelo gris y constitución recia. Iba vestido con una túnica corta marrón, llevaba una cadena de plata alrededor del cuello y levantó la cabeza beligerantemente cuando me acerqué a él.

—Eres Aidan —le dije. Hacía catorce años que no iba a Bebbanburg, pero reconocí a Aidan. Había sido uno de los guardianes de las puertas de mi padre; su función consistía en no dejar entrar a ningún indeseable en la casa, pero la cadena de plata indicaba que había aumentado de rango. Le toqué la cadena de plata—. ¿Qué eres ahora, Aidan? —quise saber.

—Administrador del señor de Bebbanburg —repuso con brusquedad. No me reconoció. ¿Y cómo iba a hacerlo? Tenía nueve años la última vez que me vio.

—Pues entonces eres mi administrador —le contesté.

—¿Vuestro administrador? —preguntó; entonces reparó en quién era y dio un paso atrás para unirse a dos jóvenes guerreros. Aquel paso fue involuntario, pues Aidan no era ningún cobarde. Había sido un buen soldado en sus tiempos, pero encontrarse conmigo le sorprendió. Aun así se recuperó pronto y se enfrentó a mí desafiante—. La dama Gisela —insistió— ya está casada.

—¿Estás casada? —le pregunté a Gisela.

—No —contestó.

—No está casada —le dije a Aidan.

Guthred se aclaró la garganta como si fuera hablar, pero luego se quedó callado porque Ragnar y sus hombres acababan de entrar en la iglesia.

—La dama está casada —llegó una voz desde los curas y monjes. Me di la vuelta para ver que había sido el hermano Jaenberht el que había hablado—. Está casada con el señor Ælfric —insistió el monje.

—¿Está casada con Ælfric? —pregunté como si no supiera nada de la noticia—. ¿Con ese pedazo de mierda de piojo, con ese hijo de la gran puta?

Aidan le metió un codazo a uno de los guerreros junto a él, y el hombre desenvainó a espada. El otro hizo lo propio, y yo les sonreí, sacando, muy, muy lentamente
Hálito-de-serpiente.

—¡Esta es la casa de Dios! —protestó el abad Eadred—. ¡Apartad las armas!

Los dos jóvenes vacilaron, pero yo no hice ningún movimiento y ellos mantuvieron las espadas en alto, aunque ninguno intentó atacarme. Conocían mi reputación, y además,
Hálito-de-serpiente
aún estaba pegajosa con la sangre de los hombres de Kjartan.

—¡Uhtred! —Esta vez era Beocca el que me interrumpió. Irrumpió en la iglesia y apartó a los hombres de Ragnar—. ¡Uhtred! —volvió a gritar.

Me volví hacia él.

—Esto es asunto mío, padre —le dije—, y me vais a dejar que yo lo resuelva. ¿Os acordáis de Aidan? —Beocca parecía confuso, después reconoció al administrador que vivía en Bebbanburg durante los años en que Beocca fue cura de mi padre—. Aidan quiere que estos chicos me maten —le dije—, pero antes de que le hagan el favor —volví a mirar al administrador—, explicadme cómo es que Gisela está casada con un hombre que no conoce.

Aidan miró a Guthred, como esperando ayuda del rey, pero Guthred permanecía inmóvil, así que Aidan tuvo que enfrentarse a mí a solas.

—Yo ocupé el lugar del señor Ælfric —contestó—, así que a los ojos de la iglesia está casada.

—¿También te la beneficiaste en su lugar? —exigí saber, y se oyeron las protestas de los monjes y curas.

—Por supuesto que no —repuso Aidan ofendido.

—Pues si no la han montado —dije—, no está casada. Una yegua no se doma hasta que se la ensilla y se la monta. ¿Te han montado? —le pregunté a Gisela.

—Aún no —contestó.

—Está casada —insistió Aidan.

—¿Ocupaste el lugar de mi tío —le dije—, y llamas a eso matrimonio?

—Lo es —contestó Beocca en voz baja.

—Y si te mato —le sugerí a Aidan ignorando a Beocca—, ¿será viuda?

Aidan empujó a uno de sus guerreros hacia mí, y el muy imbécil se me acercó. Un hendiente de
Hálito-de-serpiente
desarmó al hombre y la espada descansó sobre su vientre.

—¿Quieres ver tus tripas por el suelo? —le pregunté con suavidad—. Soy Uhtred —le dije, esta vez con vozarrón—, soy señor de Bebbanburg, el hombre que mató a Ubba Lothbrokson junto al mar —lo empujé con la espada hacia atrás—. He matado más hombres de los que soy capaz de contar —le dije—, pero que eso no te detenga, si quieres pelear conmigo. ¿Quieres presumir de que me mataste? Esa bola de moco de sapo, Ælfric, estará muy contento si lo haces. Te recompensará —volví a pincharle—. Venga —le dije, y mi ira iba aumentando—, inténtalo —no hizo nada de eso, dio un paso atrás inseguro y el otro guerrero hizo lo mismo. No era de extrañar, pues Ragnar y Steapa se me habían unido, y detrás de ellos había un buen puñado de guerreros daneses vestidos con malla, cargando hachas y escudos. Miré a Aidan—. Puedes volver reptando a mi tío —le dije—, y decirle que ha perdido una novia.

—¡Uhtred! —consiguió Guthred hablar por fin.

No le hice caso. Pero crucé la iglesia hasta donde estaban los curas y los monjes. Gisela me acompañó, aún cogiéndome el brazo, y yo le tendí
Hálito-de-serpiente.
Nos detuvimos frente a Jaenberht.

—¿Crees que Gisela está casada? —le pregunté.

—Lo está —contestó desafiante—. La dote ha sido pagada y la unión es solemne.

—¿Dote? —le pregunté a Gisela—. ¿Qué te han pagado?

—Nosotros les hemos pagado a ellos —contestó—. Mil chelines y el brazo de san Osvaldo.

—¿El brazo de san Osvaldo? —por poco me meo de risa.

—Lo encontró el abad Eadred —repuso Gisela secamente.

—Querrás decir que lo desenterró de un cementerio para pobres —contesté.

Jaenberht se enfureció.

—Todo se ha celebrado —dijo— según las leyes del hombre y de la santa Iglesia. La mujer —miró burlón a Gisela— está casada.

Algo en su rostro estrecho y altanero me irritó, así que lo agarré por los tonsurados pelos. Intentó resistirse, pero era débil, lo cogí de la cabeza con fuerza y se la agaché al tiempo que subía la rodilla, de modo que le estampé la cara contra mi muslo cubierto de malla.

Volví a ponerlo recto y pregunté otra vez a la cara ensangrentada.

—¿Está casada?

—Está casada —contestó, con una voz espesa por la sangre en la boca. Volví a estamparle la cabeza y esta vez noté que se le rompían los dientes contra mi rodilla.

—¿Está casada? —volví a preguntar. Esta vez no dijo nada, así que le rompí la nariz contra mi rodilla—. Te he hecho una pregunta —le dije.

—Está casada —insistió Jaenberht. Temblaba de rabia, se estremecía de dolor, y los curas protestaban por lo que estaba haciendo, pero también yo estaba perdido en mi propia rabia. Era el monje amaestrado de mi tío, el hombre que había negociado con Guthred para convertirme en esclavo. Había conspirado contra mí. Había intentado destruirme, y reparar en ello volvió mi furia ingobernable. Fue una ira repentina, del rojo de la sangre, alimentada por el recuerdo de las humillaciones que había sufrido en el
Comerciante
de Sverri, así que volví a acercarme la cara de Jaenberht, pero esta vez, en lugar de estamparla contra mi rodilla, saqué
Aguijón-de-avispa,
mi espada corta, y le rebané el cuello. De un solo tajo. Me llevó un instante desenvainar la espada, un instante en que vi los ojos del monje abrirse como platos, sin poder creérselo, y debo confesar que ni siquiera yo creía lo que estaba haciendo. Pero lo hice igualmente. Le abrí la garganta, el acero rascó contra tendón y cartílago, cedieron, y la sangre me empapó la cota de malla. Jaenberht, entre estertores, se derrumbó sobre los juncos húmedos.

Los monjes y curas gritaron como mujeres. Ya les parecía horrendo que le machacara la cara a Jaenberht, pero ninguno esperaba que lo asesinara. Hasta yo estaba sorprendido de lo que mi ira había hecho, pero no sentía remordimientos, ni lo veía como un asesinato. Lo veía como una venganza, y sentí un placer exquisito al ejecutarla. Cada bogada a los remos de Sverri y cada golpe recibido por la tripulación de Sverri estaban en aquel tajo. Miré al suelo, vi a Jaenberht retorcerse y luego miré a su compañero, el hermano Ida.

—¿Está casada Gisela? —le pregunté.

—A los ojos de la Iglesia —empezó a decir Ida, tartamudeando ligeramente, después se detuvo y miró a
Aguijón-de-avispa
—.
No está casada, señor —prosiguió a toda prisa—, hasta que el matrimonio se consume.

—¿Estás casada? —le pregunté a Gisela.

—Claro que no —contestó ella.

Me agaché, limpié
Aguijón-de-avispa
en las faldas del hábito de Jaenberht. Ya estaba muerto, pero sus ojos aún reflejaban la sorpresa. Un cura, más valiente que el resto, se arrodilló para rezar sobre el cadáver del monje, pero el resto de religiosos parecían ovejas enfrentándose a un lobo. Se me quedaron mirando con la boca abierta, demasiado horrorizados para protestar. Beocca abría y cerraba la boca sin decir nada. Envainé
Aguijón-de-avispa,
tomé de las manos de Gisela
Hálito-de-serpiente,
y juntos nos volvimos hacia su hermano. Miraba el cadáver de Jaenberht y la sangre derramada por el suelo y las faldas de su hermana, y debió de pensar que iba a hacerle lo mismo, pues se echó la mano a la espada. Pero entonces señalé a Ragnar con
Hálito-de-serpiente.

—Este es el conde Ragnar —le dije a Guthred—, está aquí para luchar por vos. No os merecéis su ayuda. Si por mí fuera, volveríais a cargar cadenas y a vaciarle el orinal al rey Eochaid.

—¡Es el elegido del Señor! —protestó el padre Hrothweard—. ¡Mostrad más respeto!

Sopesé
Aguijón-de-avispa.

—Vos tampoco me habéis gustado nunca —le dije.

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