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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (31 page)

—Ælfric no matará a un cura —contestó Beocca—, no si le importa su alma. ¡Y soy embajador! No puede matar a un embajador.

—Mientras esté a salvo dentro de Bebbanburg —intervino Ragnar—, puede hacer lo que quiera.

—Quizá Guthred no haya llegado aún a Bebbanburg —dijo Steapa, y me sorprendió tanto que hablara que no le presté atención. Ni, parecía, nadie más, pues ninguno respondió—. Si no quieren que la chica se case —prosiguió Steapa—, lo detendrán.

—¿Quiénes? —preguntó Ragnar.

—Los daneses, señor —dijo Steapa.

—Y Guthred avanzará lentamente —añadió Brida.

—¿Sí? —pregunté.

—Has dicho que se ha llevado con él el cadáver de san Cutberto.

Me volvió la esperanza. Steapa y Brida tenían razón. Guthred podría estar aún intentando llegar a Bebbanburg, pues no podía ir más rápido que el cadáver, y los daneses querrían detenerlo.

—Estará muerto a estas alturas —contesté.

—Sólo hay un modo de averiguarlo —dijo Ragnar.

Partimos al alba, tomamos la calzada romana hacia el norte, y cabalgamos tan rápidamente como pudimos. Hasta entonces, habíamos mimado a los caballos de Alfredo, pero entonces les apretamos la marcha, aunque Beocca seguía entorpeciéndonos. Más tarde, a medida que avanzaba la mañana, regresaron otra vez las lluvias. Suave al principio, pero pronto con suficiente fuerza para volver el terreno traicionero. Se levantó el viento, y lo teníamos de cara. Se oyeron truenos lejos, la lluvia cayó con renovada intensidad y acabamos todos perdidos de barro, helados y empapados. Los árboles se zarandeaban y perdían sus últimas hojas en el viento amargo. Era un día para quedarse dentro de casa, junto a un buen fuego.

Encontramos los primeros cadáveres junto a la carretera. Eran dos hombres desnudos con las heridas lavadas por la lluvia. Uno de los muertos tenía una hoz rota a su lado. Otros tres cadáveres a media milla al norte; dos llevaban cruces de madera en el cuello, lo que indicaba que eran sajones. Beocca hizo la señal de la cruz sobre los cuerpos. Los rayos azotaron las colinas al oeste, luego Ragnar señaló delante y, a través de la cortina de agua, vi un asentamiento junto al camino. Había unas cuantas casas bajas, lo que habría podido ser una iglesia, y una casa noble en un elevado risco con una empalizada de madera.

Había una veintena de caballos atados a la empalizada de la casa, y cuando aparecimos entre la tormenta, una docena de hombres salió corriendo por la puerta con espadas y lanzas. Montaron y galoparon por el camino hacia nosotros, pero frenaron el ritmo cuando vieron los brazaletes que Ragnar y yo lucíamos.

—¿Sois daneses? —preguntó Ragnar.

—¡Somos daneses! —bajaron las espadas e hicieron girar a los caballos para escoltarnos.

—¿Habéis visto algún sajón? —le preguntó uno de ellos a Ragnar.

—Sólo muertos.

Guardamos los caballos en una de las casas, tiramos parte del techo para hacer más grande la puerta y poder meter dentro a las bestias. Dentro había una familia sajona y se apartaron de nosotros. La mujer gimoteaba y tendía las manos hacia nosotros en muda oración.

—Mi hija está enferma —dijo.

La chica estaba en una esquina oscura, temblando. No parecía tan enferma como aterrorizada.

—¿Qué edad tiene? —pregunté.

—Once años, señor, creo —contestó la mujer.

—¿La han violado? —pregunté.

—Cuatro hombres, señor —repuso.

—Ahora está a salvo —contesté, y le di unas monedas para que reparara el techo y dejamos a los sirvientes de Alfredo y a los dos hombres de Ragnar para guardar los caballos; después nos reunimos con el resto de daneses en el gran salón, donde ardía con fuerza el hogar central. Los hombres junto a las llamas nos hicieron sitio, aunque les confundía que viajáramos con un cura cristiano. Miraban al desaliñado Beocca sospechosamente, pero Ragnar era tan evidentemente danés que no dijeron nada, y sus brazaletes, como los míos, indicaban que era un danés del rango más elevado. El jefe de aquellos hombres debió de quedarse impresionado con Ragnar, pues inclinó la cabeza ante él.

—Soy Hakon —dijo—, de Onhripum.

—Ragnar Ragnarson —se presentó Ragnar. No nos presentó ni a Steapa ni a mí, pero señaló a Brida con un gesto de la cabeza—. Y ésta es mi mujer.

Hakon sabía de Ragnar, cosa nada sorprendente, pues el nombre de Ragnar era famoso en las colinas al oeste de Onhripum.

—¿No estabais de rehén en Wessex, señor? —preguntó.

—Ya no —repuso Ragnar sin dar más explicaciones.

—Bienvenido a mi hogar, señor —dijo Hakon.

Nos trajeron cerveza, pan, queso y manzanas.

—Los muertos que hemos visto en la carretera —preguntó Ragnar—, ¿eran cosa vuestra?

—Sajones, señor. Evitábamos que se reunieran.

—Desde luego habéis evitado que ésos se reúnan —contestó Ragnar y provocó una sonrisa de Hakon—. ¿Ordenes de quién?

—Del conde Ivarr, señor. Nos ha convocado. Y si encontramos sajones armados tenemos que matarlos.

Ragnar indicó con la cabeza a Steapa, y dijo con mala leche:

—Este es sajón, y va armado.

Hakon y todos sus hombres miraron al enorme y torvo Steapa.

—Está con vos, señor.

—¿Y para qué diantre os ha convocado Ivarr? —quiso saber Ragnar.

Y la historia fue saliendo, por lo menos la parte que Hakon conocía. Guthred había viajado por aquel mismo camino hacia el norte, pero Kjartan había enviado hombres para bloquearle.

—Guthred no tiene más que ciento cincuenta lanceros —nos contó Hakon—, y Kjartan se enfrentó a él con doscientos o más. Guthred no intentó pelear.

—¿Y dónde está Guthred?

—Ha huido, señor.

—¿Adonde? —preguntó Ragnar bruscamente.

—Creemos que hacia el oeste, señor, hacia Cumbraland.

—¿Kjartan no le ha seguido?

—Kjartan, señor, no va muy lejos de Dunholm. Teme que Ælfric de Bebbanburg ataque Dunholm si se marcha, así que se queda cerca.

—¿Y dónde habéis sido convocados? —continuó preguntando Ragnar.

—Debemos encontrarnos con el señor Ivarr en Thresk —contestó Hakon.

—¿En Thresk? —Ragnar estaba perplejo. Thresk era un asentamiento junto a un lago algunas millas al este. Guthred, parecía, había ido al oeste, pero Ivarr alzaba su estandarte en el este. Entonces Ragnar lo comprendió—. ¿Ivarr va a atacar Eoferwic?

Hakon asintió.

—Tomará el hogar de Guthred, señor —dijo—, ¿y dónde podrá ir?

—¿A Bebbanburg? —sugerí.

—Tiene jinetes pisándole los talones —contestó Hakon—, si intenta ir al norte, Kjartan volverá a marchar —se tocó la empuñadura de la espada—. Vamos a acabar con los sajones para siempre, señor. El señor Ivarr estará complacido de que hayáis regresado.

—Mi familia —repuso Ragnar con rudeza— no pelea al lado de Kjartan.

—¿Ni por el botín? —preguntó Hakon—. Me cuentan que Eoferwic está lleno de riquezas.

—Ya ha sido saqueada antes —contesté—. ¿Cuánto puede quedar?

—Suficiente —contestó Hakon sin más.

Ivarr, pensé, había concebido una estrategia inteligente. Guthred, acompañado de pocas lanzas y entorpecido por los curas, monjes y el santo muerto, estaba perdido en el salvaje clima de Northumbria mientras sus enemigos capturaban su palacio y su ciudad, y con ellos la guarnición de la ciudad, el corazón de las fuerzas de Guthred. Kjartan, mientras tanto, evitaba que Guthred llegara a la seguridad de Bebbanburg.

—¿De quién era esta casa? —preguntó Ragnar.

—Pertenecía a un sajón, señor —contestó Hakon.

—¿Pertenecía?

—Desnudó su espada —aclaró Hakon—, así que él y su gente están muertos. Salvo las dos hijas —señaló con la cabeza hacia la parte de atrás del salón—. Están en el establo si las queréis.

Llegaron más daneses al caer la noche. Iban todos a Thresk, y la casa era un buen lugar para refugiarse del mal tiempo que estaba entonces desatado. Había cerveza, e inevitablemente los hombres se emborracharon, pero estaban contentos porque Guthred había cometido un terrible error. Había marchado al norte con pocos hombres, en la creencia de que los daneses no interferirían, y ahora resultaba que esos daneses tenían la promesa de una guerra fácil y mucho botín.

Ocupamos una de las plataformas para dormir, a un lado del salón, para nuestro propio uso.

—Lo que tenemos que hacer —dijo Ragnar— es ir a Synningthwait.

—Al alba —coincidí.

—¿Por qué a Synningthwait? —quiso saber Beocca.

—Porque allí es donde están mis hombres —contestó Ragnar—, y eso es lo que necesitamos ahora. Hombres.

—¡Tenemos que encontrar a Guthred! —insistió Beocca.

—Necesitamos hombres para encontrarlo —contesté—, y espadas.

Northumbria caía en el caos, y la mejor manera de soportar el caos es estar rodeado de espadas y lanzas.

Tres daneses borrachos nos habían visto hablar y estaban intrigados, quizá ofendidos, porque incluyéramos a un cura cristiano en nuestra conversación. Se acercaron hasta la plataforma y quisieron saber quién era Beocca y por qué nos hacía compañía.

—Nos lo quedamos —contesté— por si nos entra el hambre —eso pareció satisfacerles, y el chiste recorrió el salón para gran jolgorio danés.

La tormenta amainó aquella noche. Los truenos se oían cada vez más débiles, y la intensidad de la lluvia sobre la paja azotada por el viento fue disminuyendo, de modo que al alba no caía más que una llovizna y las gotas que se desprendían de los techos cubiertos de musgo. Vestimos mallas y cascos y, mientras Hakon y los demás daneses se dirigían al este hacia Thresk, nosotros cabalgamos al oeste, adentrándonos en las colinas.

Yo pensaba en Gisela, perdida en algún lugar de las colinas y víctima de la desesperación de su hermano. Guthred debió de pensar que estaba el año demasiado avanzado para reunir ejércitos, y que podría cruzar Dunholm de camino a Bebbanburg sin que ningún danés se interpusiera. Ahora estaba al borde de perderlo todo.

—Si lo encontramos —me preguntó Beocca mientras cabalgábamos—, ¿podemos llevárselo al sur a Alfredo?

—¿Llevárselo a Alfredo? —pregunté—. ¿Por qué íbamos a hacer eso?

—Para mantenerlo con vida. Si es cristiano será bienvenido en Wessex.

—Alfredo quiere que sea rey aquí —le dije.

—Es demasiado tarde —contestó Beocca con tristeza.

—No —repuse—. No lo es —Beocca me miraba como si estuviera loco, y quizá lo estuviera, pero en el caos que oscurecía Northumbria había una cosa en la que Ivarr no había pensado. Debía de creer que ya había ganado. Sus fuerzas se reunían y Kjartan obligaba a Guthred a huir por el agreste centro del país, donde ningún ejército sobreviviría demasiado tiempo al frío, el viento y la lluvia. Pero Ivarr había olvidado a Ragnar. Ragnar llevaba mucho tiempo fuera, pero poseía un pedazo de tierra en las colinas, y esas tierras daban de comer a hombres que habían prestado juramento a Ragnar.

Así que cabalgamos hacia Synningthwait, y yo sentí que se me hacía un nudo en la garganta, pues cerca de Synningthwait me había criado de niño, donde el padre de Ragnar me educó, donde aprendí a pelear, donde fui querido, donde fui feliz, y donde vi a Kjartan quemar la casa de Ragnar y matar a sus habitantes. Aquélla era la primera vez que regresaba desde aquella noche negra.

Los hombres de Ragnar vivían en el asentamiento o en las colinas cercanas, aunque la primera persona que vi fue a Ethne, la esclava escocesa que habíamos liberado en Gyruum. Cargaba con dos cubos de agua y no me reconoció hasta que la llamé por su nombre. Entonces dejó caer los cubos y corrió hacia las casas, a voz en cuello, de donde salió Finan por una puerta baja. Gritó de alegría, y llegó más gente, y de repente apareció una multitud vitoreando porque Ragnar había regresado con su gente.

Finan no podía esperar a que desmontara. Caminó junto a mi caballo, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Quieres saber cómo palmó Sverri? —me preguntó.

—¿Lentamente? —supuse.

—Y ruidosamente —sonrió—. Y le robamos todo el dinero.

—¿Mucho?

—¡Más del que puedas soñar! —contestó exultante—. Y quemamos su casa. Dejamos a su mujer y a sus hijos llorando.

—¿Los dejaste con vida?

Parecía avergonzado.

—A Ethne le dieron pena. Pero matarlo a él fue suficientemente placentero —volvió a sonreírme—. ¿Así que nos vamos a la guerra?

—Nos vamos a la guerra.

—Vamos a cargarnos a ese cabrón de Guthred, ¿eh? —dijo Finan.

—¿Eso quieres?

—¡Mandó un cura para decirnos que le pagáramos a la iglesia! Lo enviamos con cajas destempladas.

—Pensaba que eras cristiano —le dije.

—Lo soy —repuso Finan a la defensiva—, pero prefiero condenarme a darle a un cura una décima parte de mi dinero.

Los hombres de Synningthwait esperaban luchar por Ivarr. Eran daneses, y veían que la inminente guerra era entre daneses y sajones advenedizos, aunque ninguno sentía demasiado entusiasmo, pues Ivarr no gustaba. La convocatoria de Ivarr había llegado a Synningthwait cinco días antes, y Rollo, que comandaba en ausencia de Ragnar, se había demorado deliberadamente. Ahora la decisión correspondía a Ragnar y aquella noche, enfrente de su casa, junto a la gran hoguera que ardía bajo las nubes, invitó a sus hombres a que opinaran. Ragnar habría podido ordenarles que hicieran lo que él quería, pero hacía más de tres años que no veía a la mayoría de ellos, y quería saber de qué ánimo estaban.

—Les dejaré hablar —me dijo—, después les diré qué vamos a hacer.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté.

Ragnar sonrió pícaramente.

—Aún no lo sé.

Rollo habló el primero. No le disgustaba Guthred, dijo, pero se preguntaba si Guthred era el mejor rey para Northumbria.

—Una tierra necesita un rey —dijo—, y ese rey debe ser bueno, justo, generoso y fuerte. Guthred no es ni justo ni fuerte. Favorece a los cristianos —los hombres murmuraron su apoyo.

Beocca estaba sentado a mi lado y entendía lo suficiente como para disgustarse.

—¡Alfredo apoya a Guthred! —murmuró entre dientes.

—Guardad silencio —le advertí.

—Guthred —prosiguió Rollo— nos exigió que pagáramos impuestos a los curas cristianos.

—¿Y lo hiciste?

—No.

—Si no es rey Guthred —quiso saber Ragnar—, ¿quién debería serlo? —Nadie dijo nada—. ¿Ivarr? —sugirió Ragnar, y la congregación se estremeció. A nadie le gustaba Ivarr, y nadie habló salvo Beocca, que sólo consiguió decir una palabra antes de que ahogara su protesta con un buen codazo en sus débiles costillas.

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